A veces me canso de que repetir a la gente que no estoy nervioso, que no pienso más rápido de lo que hablo, que no me pasa nada. Simplemente, soy tartamudo. Y no, no hay cura, porque hasta donde se conoce, no es una enfermedad. Otra cosa es que me ponga enfermo al ver a la gente reaccionando con caras raras a mi manera peculiar de hablar.
Por eso, me he tomado la licencia de poner aquí un artículo de mi buen amigo Cristobal Loriente, para los que sintáis curiosidad sobre el tema.
La tartamudez no es una enfermedad
¿Qué es la tartamudez? ¿Cuál o cuáles sus causas? ¿Por qué los tartamudos tartamudean sólo en situaciones de diálogo y no cuando están solos? ¿Y por qué lo hacen casi siempre con su nombre y no con otras palabras menos comprometidas? Éstas son algunas de las preguntas que la ciencia aún no es capaz de responder para desesperación de investigadores y tartamudos. Pues bien, el profesor Cristóbal Loriente Zamora -doctor en Sociología, licenciado en Filosofía y Ciencias de la Educación, profesor de Sociología y Antropología Social en la Universidad Nacional de Educación a Distancia y autor de la tesis doctoral La tartamudez como fenómeno sociocultural: una alternativa al modelo biomédico y del libro Antropologia de la tartamudez. Etnografía y propuestas (Bellaterra, 2007)- nos acerca a este fenómeno y al drama de miles de personas estigmatizadas que son además innecesariamente medicadas por el mero hecho de tener un patrón de habla diferente. Cuando la tartamudez no es ni una enfermedad mental ni, como comúnmente se cree, consecuencia del nerviosismo, la inseguridad o la existencia de un trauma psicológico sino que está inscrita en las profundidades de quienes la portan siendo simplemente algo tan singular como la zurdera de los zurdos.
“La disfemia –vocablo que designa el patrón de habla tartamudo- ha sido, y continúa siendo un enigma para los foniatras, para los investigadores y para los propios enfermos”. Enigma que supone “la desesperación del médico, la oportunidad de los charlatanes y la vergüenza de la Foniatría”. Así de contundente se mostraba el doctor Jorge Perelló, el investigador español más destacado del siglo pasado en esta materia. Y es que a pesar de su complejidad -o precisamente por ella- las ciencias biomédicas que han estudiado este fenómeno -principalmente la Otorrinolaringología, la Foniatría, la Psicología y la Logopedia- han propuesto explicaciones de distinta naturaleza que conviene analizar críticamente a fin de lograr la necesaria dignificación que requiere la tartamudez.
Infiero que la mayor de los lectores habrá conocido a algún tartamudo a lo largo de su vida -en el trabajo, la escuela, el instituto, la universidad, etc.- y que, posible sonrisa o carcajada que les pudiera provocar aparte, sus esfuerzos y gestos por sacar las palabras les habrán dejado perplejos preguntándose sobre la causa. Y como la mayoría de las personas tartamudean en ciertas situaciones sociales –principalmente cuando están nerviosas o ante una gran audiencia- infiero igualmente que habrán pensado que los tartamudos sufren simplemente ese nerviosismo o inseguridad en mayor medida. Bueno, pues tal extrapolación es un error. Es como pensar que los zurdos utilizan la mano izquierda porque tienen la derecha ocupada. O que los enanos lo son porque siempre vistieron ropa pequeña. O que los homosexuales lo son porque nunca disfrutaron de una buena compañía heterosexual. Y es que hay que dejar claro que la tartamudez de los “fluidos” –esto es, de los que normalmente hablan con fluidez- nada tiene que ver con la de los tartamudos. La “tartamudez de los tartamudos” no es consecuencia del nerviosismo, la inseguridad o la existencia de un trauma psicológico, su tartamudez está inscrita en las profundidades de quienes la portan por lo que es tan singular como la zurdera de los zurdos, el enanismo de los enanos, el gigantismo de los gigantes, la homosexualidad de los homosexuales o la ancianidad de los ancianos. Como bien escribía una tartamuda en un foro virtual: “Soy nerviosa, lo admito, pero ha llegado un punto en el que no aguanto que asocien mi tartamudeo a mi carácter. No es que sea nerviosa, ni soy tan lista que pienso más rápido que hablo, ni soy impaciente, ni estoy permanentemente en situaciones de estrés, ni cansada, ni en exámenes; ni soy inquieta, ni ansiosa... Soy tartamuda. Simple y llanamente”.
Dolorosa Estigmaticación
En suma, la “tartamudez de los tartamudos” –que en lo sucesivo llamaré tartamudez a secas- es única, singular y en cierto modo inevitable. El problema es que en su día la Medicina la concibió e interpretó como un conjunto de síntomas –es decir, un síndrome- que debían tratarse médicamente y cuya etiología -causa o causas- fue variando según el paradigma dominante de cada época. Y así se hablaría de descompensación humoral, lengua anatómica y funcionalmente patógena, personalidad anómala, impulsos nerviosos irregulares, consecuencia de fijaciones anales u orales todavía no resueltas, genes defectuosos, presión comunicativa excesiva, etc. Hasta llegar a nuestros días en que el DSM-IV-TR -el manual de obligada referencia para el diagnóstico de las enfermedades mentales- de la American Psychiatric Association de Estados Unidos establece que se trata de un “desorden mental”. Más concretamente un trastorno de la comunicación. En otras palabras, la biblia de los psiquiatras clasifica la tartamudez como enfermedad mental. Nada menos. Simplemente ¡porque no consiguen detectar ninguna anormalidad en el aparato fonador, neuromuscular o respiratorio del tartamudo!
Es decir, que se ha diagnosticado y clasificado como conducta anómala propia de una enfermedad mental porque sus síntomas no parecen obedecer a disfunción fisiológica alguna. Con lo que la tartamudez, a causa de esa decisión arbitraria de algunos miembros de la clase médica, ha sido estigmatizada dañando grave y gratuitamente a los tartamudos. Destacados sociólogos -como Erving Goffman o Peter Fiedler- así lo denunciarían recordando que un estigma es “la posesión de un atributo socialmente desacreditador” y que los tartamudos han sido claramente estigmatizados al crearse un estereotipo sobre su singularidad absolutamente humillante y cruel. Estereotipo según el cual los tartamudos son personas nerviosas, introvertidas, inseguras, tensas, tímidas cuyo origen está en las investigaciones que la Biomedicina llevó a cabo durante el siglo pasado. “El hecho de concebir al tartamudo como una persona nerviosa, insegura o que tiene miedo a hablar –explico en la tesis doctoral que con el título La tartamudez como fenómeno sociocultural: una alternativa al modelo biomédico publiqué recientemente- es consecuencia de las teorías que consideran la tartamudez como una afección de origen nervioso; suponer o sospechar que un tartamudo es una persona traumatizada (o con algún tipo de trauma de origen infantil) es fruto de las teorías de corte psicoanalítico o psicodinámico; asociar el patrón de habla tartamudo y la personalidad es el resultado de las investigaciones de la Psicología psicométrica; y por último, quienes consideran que el tartamudo presenta irregularidades neurológicas con consecuencias en la coordinación de sistemas, movimientos y similares se basan en las investigaciones científicas que arrancan en 1929 en la Universidad de Iowa (EEUU)”.
En suma, clasificar la tartamudez como síndrome patológico y, en concreto, como desorden mental ha generado un estereotipo que ha estigmatizado injustamente a los tartamudos. Y nadie es ajeno al mismo porque como el estereotipo es omnipotente y omnipresente la comunidad tartamuda siempre estará acompañada de una sombra que la condena al ostracismo o, como ellos mismos denuncian, a lamuerte social. Se trata además de un estigma que termina penetrando lenta pero insidiosamente en la psique del tartamudo hasta constituir su centro de gravedad, especialmente en las edades en las que la persona es más débil como la adolescencia y la juventud.
¿Y cómo repercute el estigma en el estigmatizado? ¿En qué se traduce? Pues en sufrimiento. Porque estigma es sinónimo de sufrimiento. Todas las investigaciones -incluidas las de personalidades como Corcoran y Stewart- reconocen que éste preside la vida cotidiana de todo tartamudo. Transcribo el testimonio en un foro de uno muy atormentado -que a mi juicio representa el estado de ánimo de gran parte de la comunidad tartamuda joven o adolescente- como simple muestra: “Hola a todos. He escrito en anteriores ocasiones. Me llamo Roberto, tengo veinte años y tartamudeo desde siempre. Ya estoy harto de todo esto. Muchas veces se me pasean ideas suicidas por la cabeza. Nunca lo he intentado pero creo que si en alguna ocasión en que estuve mal hubiese tenido un arma seguro que me volaba la cabeza. Sé que necesito ayuda psicológica pero, bueno, tampoco la he buscado. Estoy muy inconforme con esta forma de vida. He llorado muchísimo por esto, como todos ustedes, pero yo casi he arrojado la toalla. No puedo hacer nada. Yo creo que ser tartamudos nos ha arruinado la vida a todos nosotros. Por lo menos yo nunca seré feliz. Adiós”.
¿Son o no estas palabras ejemplo de cómo el sufrimiento de las personas que tartamudean puede llegar a transformarse a lo largo de la vida en dolor existencial, en un dolor que puede perturbar la realidad subjetiva y afectar a la identidad tanto como el dolor físico? “La aparición del dolor es una amenaza temible para el sentimiento de identidad” porque “el dolor induce a la renuncia parcial de sí mismo, a la continencia por la que se apuesta en las relaciones sociales”, escribe David Le Breton en su obra Antropología del dolor. Añadiremos que es cierto que el dolor existencial tiene muchas caras pero todas impiden o dificultan la consecución de objetivos vitales como la formación académica, el matrimonio o el trabajo. En suma, la tartamudez se ha convertido en un grave impedimento para satisfacer las necesidades vitales del tartamudo por el simple hecho de que se le ha estigmatizado gratuita e injustamente.
Cabe añadir que la clasificación de la tartamudez como “enfermedad mental” –algo tan absurdo como improcedente- ha llevado además a que los tartamudos sea considerados unos enfermos a los que hay que “tratar” médicamente; es decir, con fármacos. Un auténtico dislate porque tras siglos de hipótesis -más o menos disparatadas- para explicar el “fenómeno” a día de hoy los “expertos” siguen sin saber las “causas” de la “enfermedad”. Y sin conocer la causa de una enfermedad es imposible afrontarla. Luego hacer ingerir fármacos a los tartamudos es un sinsentido.
Recordemos de hecho que la mera definición de tartamudez ha sido ya tan variada que autores como Culatta y Goldberg manifiestan con ironía: “Si reuniéramos a diez logopedas tendríamos once definiciones de tartamudez”.
La tartamudez no tiene tratamiento médico
En definitiva, debemos afirmar con rotundidad que tratar la tartamudez médicamente carece de sentido. Francois Le Huche explica en su obra "La tartamudez, opción curación", la existencia de ¡más de 200 tratamientos! sin que ninguno haya demostrado mayor eficacia terapéutica que unplacebo. En ese sentido la Agenciade Evaluación de Tecnologías Sanitarias de la Junta de Andalucía llevó a cabo precisamente en el año 2007 un magnífico trabajo sobre la eficacia de los tratamientos de la tartamudez y su conclusión fue tan clara como concisa: “No se han encontrado intervenciones para la tartamudez claramente eficaces en términos de resultados relacionados objetivamente con el habla” (el trabajo puede consultarse en www.juntadeandalucia.es/salud/contenidos/aetsa/pdf/tartamudez_def2.pdf).
Todo indica pues que investigadores, profesores, padres y tartamudos intuyen que la tartamudez no tiene cura pero pocos se atreven a manifestarlo porque saben que el mayor deseo del tartamudo es superar su problema. Como saben que medicalizarla no ha servido para que los tartamudos mejoren sino para estigmatizarlos al haber decidido considerarlos personas con un “problema mental”. La medicalización les ha perjudicado sin beneficio de ningún tipo. De ahí que en consonancia con el movimiento desmedicalizador que comenzara en 1975 Iván Illich parezca sensato desmedicalizar la tartamudez ya, de inmediato. Y concebirla simplemente como lo que es: una manifestación de la diversidad humana exenta de patología que por tanto no debe ser estigmatizada. Los investigadores Conrad y Scheiner lo tienen claro: “La ‘desmedicalización’ aparece cuando el problema deja de definirse en términos médicos y no se conciben los tratamientos clínicos como directamente relevantes para la solución del problema”.
Ha llegado el momento de que la sociedad entienda y asuma que la tartamudez no es una enfermedad sino una singularidad de nuestra especie que exige ser respetada y dignificada. Como todas las singularidades.
Es hora pues de que quienes aún se mofan de los tartamudos y hacen chistes fáciles con ellos abandonen esa actitud. Reírse de las peculiaridades de otro ser humano es algo abyecto y despreciable. Y los tartamudos son personas sanas e inteligentes con una singularidad que simplemente les dificulta la comunicación con los demás (si no tienen la paciencia necesaria para esperar unos segundos más de lo habitual).
Cristóbal Loriente Zamora
Doctor en Sociología, licenciado en Filosofía y Ciencias de la Educación, profesor de Sociología y Antropología Social en la Universidad Nacional de Educación a Distancia y autor de la tesis doctoral La tartamudez como fenómeno sociocultural: una alternativa al modelo biomédico y del libro Antropologia de la tartamudez. Etnografía y propuestas (Bellaterra, 2007)