Relatos cortos
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El caso de Ernest Ian King

Hace unos diez años escribí este relato a petición de una editorial que estaba haciendo un homenaje a Lovecraft, no pagaban un céntimo pero me animé por el reto de intentar imitar el estilo del maestro del terror cósmico. Por supuesto la editorial cerró antes de publicar este recopilatorio de relatos así que la historia quedó en el limbo de un disco duro escondido entre subcarpetas de contenido incierto... Así que lo comparto con vosotros.

*************

           El presente diario está escrito en el camarote del barco que me devuelve a casa. Lo entregaré a mi tío, el profesor Jonathan Archibald King, de la Universidad de Manchester en New Hampshire. Única persona en este mundo que tendrá en seria consideración lo que voy a narrar en las siguientes páginas y que tuvieron lugar en junio de 1923.

           Me llamo Ernest Ian King, soy profesor adjunto de psicología en la misma universidad donde mi estimado tío imparte clases. Nací y me crié en Havencold, en una antigua casona de la calle Hillman, cerca de Silver Road; y no fui a Manchester, en el condado de Hillsborough, hasta que ingresé en la Universidad del mismo nombre en 1895, como estudiante de psicología. En 1900 pasé a ser profesor adjunto del prestigioso psicólogo William H. Webster y pronto comencé a prepararme para asistir a los cursos especiales en universidades europeas, ya que en ningún momento me faltaron contactos con personas doctas, gracias al renombre de mi tío y al buen hacer del señor Webster. No puedo olvidar la extraña relación que unía a mi tío y al prestigioso profesor: confusa, iracunda, tensa, afable, como si dicha relación oscilara según la época del año o las lluvias.

           Estudié minuciosamente libros como El Grimorio del Conde Du Bois, sobre un análisis científico de Peter Craft o los fragmentos conservados de Totentanz de Bern Diermissen, y sobre todo los trabajos del psicólogo italiano Bartolomeo Migliore, quien llamó más mi atención al saber que mi viejo amigo Arrigo Panettiere había sido internado, hacía pocos meses, en el nuevo sanatorio mental construido en la pequeña isla Poveglia, situada en la Laguna de Venecia. Mi interés por ampliar mis estudios con los novedosos métodos del profesor Migliore y el hecho de que mi colega y amigo hubiera ingresado en la institución que dirigía el afamado profesor, hicieron que mis deseos por conocer de primera mano las técnicas y conocimientos usados en dicho sanatorio me hicieran emprender un viaje de quince días en el Aquitania hasta Londres y de allí, llegar a Venecia una semana después.

           La isla de Poveglia está dividida por un pequeño canal y no escapan a mi memoria los libros que encontré en la biblioteca semanas antes de partir, donde se narraba con macabro detalle la oscura historia de la isla. En época romana fue usada para aislar víctimas de enfermedades contagiosas de la población general y siglos más tarde, con Europa asolada por la peste negra, todas las fuentes que consulté indicaban que hubo un lugar donde la muerte se cebó especialmente, Venecia. Las montañas de cadáveres se apilaban como horrendos cúmulos informes de seres humanos de todas las edades y en diverso estado de descomposición, y aún así la gente seguía muriendo, por lo que ante tal desgracia, las autoridades de la ciudad decidieron que los cuerpos fueran trasladados a la isla de Poveglia. Según cuenta en su obra A solis ortus cardine, de Giacomo Palermi, el enorme e inhumano crematorio parecía obra de un dios pagano olvidado dadas las proporciones dantescas de humanos calcinados. A día de hoy, el oleaje aún arrastra restos, despojos irreconociblemente humanos a las costas más cercanas a la isla.

           Según narra el reconocido historiador y filósofo, las autoridades de la época tomaron la terrible decisión de que no sólo fueran llevados a la isla los muertos, sino también los que padeciesen los síntomas. Todos los enfermos fueron llevados a la isla, entre gritos de agonía y lamentos eternos, hombres, mujeres y niños enfermos, aún vivos, eran arrastrados y arrojados a las piras crematorias.

           Muchos años después, la isla quedó totalmente abandonada, pero en junio de 1922, hace ahora un año, se levantó allí un sanatorio mental. La carta que recibí de la familia Panettiere no hizo más que avivar mis deseos de conocer no sólo el estado de la salud mental de mi amigo sino poder estudiar nuevas técnicas en el campo de la psicología.

           En la tarde del sábado 26 de mayo me alojé en el Hotel Ca' Doge, situado a pocos metros de Santa Croce, donde a la mañana siguiente un hombre delgado, de tez extremadamente pálida, mirada ausente y acuosa, llegó en automóvil, para llevarme a mi cita con el afamado experto Bartolomeo Migliore.

           La llegada en barca a la isla dejó una fuerte impresión en mi alma, algo indescriptible que atenazó mi espíritu y que, en ese momento, no fui capaz de identificar. El sanatorio era amplio, de ladrillo sólido y paredes gruesas, ventanales con sólidas rejas, frondosos setos y árboles de aspecto cuidado. Reparé en una construcción elevada, que más tarde descubrí que era conocida por el nombre de "el Octágono," desde la altura del campanario se podía ver el insólito hecho de que ni una sola planta crecía sobre la amplia zona con forma octogonal. Mi silencioso chófer y barquero me dejó en el pequeño muelle donde me esperaba una de las asistentas del eminente médico y psicólogo, una mujer de aspecto recio, de nariz firme y perfilada, de ojos oscuros y de rasgos latinos que me recibió interesándose por mi interés en los avances del profesor, ya que a todas luces éste no le había dado más información que la que pudiera obtener de mí.

           El profesor Migliore me esperaba fumando una pipa a la puerta de su despacho, resultó ser un hombre mayor, agradable e inteligente, y sus conocimientos de psicología le permitieron entablar larguísimas discusiones conmigo sobre el mundo de los sueños y sus estudios realizados en el sanatorio con ciertos pacientes, me explicó que la mayoría tenía pesadillas informes y recurrentes, inconexas narraciones que él atribuía a la desconocida sensibilidad de la pseudo-memoria.

           Amablemente, me invitó a acompañarle en una ronda por los pabellones de sanatorio, el olor en el ala sur, destinada a los casos más horribles, era un hedor que no guardaba parecido con nada conocido y que no podía provenir de nada sano ni de esta tierra. Pero sé que los sanatorios mentales suelen tener las huellas de los gritos descarnados, las emociones inhumanas de la locura en su estado más primitivo. Nos dirigimos a una de las terapias que tenía dispuesta para un paciente. En la habitación, atado a la cama con fuertes correajes un hombre de tez oscura y mirada perdida balbuceaba palabras sin sentido. El profesor me indicó la costura en el cráneo por donde se había hecho el primer acceso con un taladro manual para anular el senso primordio, un término que había creado el psicólogo para definir la zona del cerebro que somete y contiene los sueños preternaturales, con todo lujo de detalles me contó las visiones que el paciente había descrito en caótico desorden, arquitecturas imposibles, seres gigantescos y deformes.

           En el mismo instante que el profesor me señaló con su propia pluma la boca sin dientes del atormentado paciente, un destello de formas extrañas se formó ante mis ojos y comprendí que me hallaba en una habitación grotesca distinta de la de un sanatorio. Mis palabras se separaron de las ideas y éstas a su vez de los pensamientos, encadenando una desconexión de las sensaciones, ese breve instante fue suficiente para que un sabor acre se me formara en la boca. Me disculpé del profesor y pedí descansar en mis habitaciones, alegando el largo viaje y el haber dormido mal la noche anterior.  

           Ya en la cama, cerré los ojos y me desperté ya bien entrada la noche, encendí el pequeño candil y me asomé a la ventana de mi austera habitación, desde allí se veía el ala sur del sanatorio y una parte del “octágono”. Un grito sobrecogedor se oyó en alguna parte, salí corriendo hacia el pasillo, donde una enfermera, candil en mano, me saludó inclinando la cabeza mientras se dirigía veloz hacia alguna parte del sanatorio. Seguí a la enfermera movido por la curiosidad y con la intención de ayudar en lo que fuera posible, vi que el profesor estaba entrando en una habitación justo cuando otro desgarrador aullido salió de allí. Dentro, el horror me esperaba, contemplé la familiar forma humana de una persona que no parecía tal cosa, y en el rostro una expresión congelada de alivio, como de haber superado un temor infinito. Sus facciones eran extrañas, el pronunciado mentón, la nariz perfilada como el nudo de un árbol, la expresión de los ojos, grandes y oscuros, sus carnosos labios, su tez porosa y sus orejas increíblemente alargadas, hacían un conjunto atrozmente feo. Pregunté al profesor por su caso y me dijo que había tenido que extirpar a golpe de cincel y martillo una parte del cráneo para que la mejoría fuera notoria ya que este paciente se devoraba a sí mismo, dándose dentelladas y comiéndose su propia carne, cosa que pude comprobar cuando levantó el camisón para mostrarme la falta de carne en brazos y piernas. A continuación me explicó que hundiendo la parte petrosa del hueso temporal en el cerebro había conseguido que dejara de infringirse daño, y que este hecho pudiera haber dado paso a las pesadillas, los gritos y el habla inconexa, cuando es bien sabido que el habla no se aloja en esa parte del cerebro.

           No quedé demasiado convencido de las técnicas del profesor, pero en aquel momento me embargó la duda de que quizás estuviera delante de uno de los grandes avances en materia mental y delante de un genio, de ahí que anotara todos los datos en mi cuaderno para su posterior análisis. En el camino de vuelta a mis habitaciones, me detuve en una habitación de la salía luz y la puerta estaba entreabierta, por simple curiosidad, empujé la puerta y dentro encontré una sala vacía y sin ventanas, iluminada por candiles en las paredes, en el centro de la estancia había una maquinaria que era una rara mezcla de palancas, espejos, cristales, ruedas y engranajes, mediría un metro de alto, por treinta de ancho y unos cincuenta de profundidad. Uno de los espejos era convexo y circular, otro era plano y hexagonal, había también una pirámide de cristal ambarino que estaba engarzada a una suerte de palanca dorada y plateada y ésta a su vez a innumerables engranajes. La voz de Bartolomeo Migliore a mi espalda me sobresaltó y encendiendo una pipa me contó que esa máquina la había construido Arrigo Panettiere, mi antiguo amigo.

           Continuó explicándome, camino de nuestras habitaciones, cómo en uno de los primeros delirios de Panettiere se le dieron algunas herramientas y materiales como parte del proceso de terapia mental, pero que nunca descubrieron de dónde sacó los espejos, los cristales y algunos metales para tan extraña construcción. Sospechaban que algún otro demente le habría facilitado algunas de esas cosas. Cuando le pregunté cuándo podría verlo y en qué estado lo encontraría, me dijo que a la mañana siguiente y que sobre su estado poco podía contar. 

           Al filo del alba, una terrible pesadilla dominó todo mi ser, lo primero que sentí fue la abstracta sensación de profundo e inexplicable horror, como si mi propia mente sintiera mi cuerpo ajeno e inconcebiblemente extraño. Me encontraba en una cripta sin ventanas, adornada con una extraña sillería pétrea y con una primitiva bóveda redonda. Una abertura en el muro daba acceso a un pasillo oscuro con una fuerte corriente de aire muy húmedo, allí y unos pocos metros más adelante, llegué a un sobrecogedor y vasto espacio vacío en el que mi candil no revelaba la existencia de muros ni de bóvedas. Volví sobre mis pasos para encontrar un cruce en el pasillo que no había visto antes, quizás abrumado por la sensación de terror que dominaba mi alma, dirigí la luz del candil hacia el final de ese corredor y vi una cripta baja y circular con arcos que se abrían sin orden geométrico. Las paredes, o las partes que quedaban al alcance de la luz, estaban casi por completo cubiertas de jeroglíficos y cinceladas con símbolos curvilíneos, toque una de las paredes y un grito estremecedor llenó la sala. Me desperté abriendo los ojos sin mover un sólo músculo del cuerpo, aterrorizado.

           Esa mañana, tras un frugal desayuno, me dispuse a dar un paseo antes de ver al profesor, intentando borrar de mi mente la aterradora pesadilla que había tenido. Salí al jardín exterior, bordeando enredaderas de parra virgen primorosamente cuidadas y dirigiéndome sin rumbo hacia el ala norte del sanatorio. Cuando ya me disponía a regresar encontré una puerta en el extremo norte del edificio, así que decidí ir hacia el despacho del profesor atravesando el interior del sanatorio. La puerta parecía no haberse usado en mucho tiempo, aún cuando el edificio había sido terminado de construir el año pasado. Empujando con el hombro, conseguí abrirla y me encaminé pasillo abajo hacia el sur hasta que un olor indefinido, parecido al de hierro oxidado y aguas pútridas, hizo que tuviera que taparme las fosas nasales y la boca con el pañuelo. Una de las puertas se encontraba entreabierta y la empujé ligeramente para ver si de allí provenía el fuerte olor. Un estanque de cemento de un metro de alto y unos diez por diez metros era todo lo que había en la sala. Su interior estaba vacío pero había restos de limo y de algas y en el centro de la alberca había una trampilla de hierro oxidado con dos candados a cada lado del pasante que mantenía cerrada la extraña compuerta. Semi borrado por el óxido se podía ver un rostro a medio camino entre un simio y un pez grabado en el frontal de la trampilla, hice un pequeño esbozo en mi cuaderno de notas con la intención de preguntar al profesor qué uso tenía esta habitación.

           Me dirigí a buen paso orientándome hacia el sur en todo momento, los pasillos estaban jalonados de puertas cerradas, las pocas que se encontraban abiertas dejaban ver en su interior camastros conectados a bobinas eléctricas de uso desconocido, o a habitaciones con grandes cilindros a modo de calderas pero sin tubos o conexiones a ninguna parte, estaba abocetando una de esas extrañas calderas en mi cuaderno cuando escuché unos pasos claros y un murmullo de voces en aumento, claramente una de las voces pertenecía al profesor y la otra debía ser de alguna de las enfermeras que lo asistían. Guardé mi cuaderno y al doblar una esquina en dirección a las voces, los vi venir hacia mí, ambos parecieron sorprenderse de verme, pero al instante el profesor esbozó una sonrisa y se dirigió con paso firme hacia donde me encontraba. Cuando ya estuvo a mi lado hablamos de banalidades a las que no otorgué importancia, sólo cuando me preguntó por cómo había pasado la noche me di cuenta de que algo no terminaba de parecerme racionalmente adecuado. Así que mientras le contaba la pesadilla que había sufrido la noche anterior estuve pendiente de sus respuestas y sus expresiones, valorando cada una a medida que le iba narrando el horror del pasado sueño. Se interesó mucho por ciertos aspectos arquitectónicos que para mí carecían de importancia o no recordaba y me pidió si, tras visitar al señor Panettiere, me prestaría a una sesión de hipnosis para poder vislumbrar el sentido profundo de mi pesadilla. No podía dudar de las cualidades del profesor ni de sus intenciones, acepté insistiendo en que tomara nota de todo para poder analizar yo mismo los datos resultantes de la hipnosis.

           El cuerpo estaba sentado muy tieso en la silla de metal que había en su habitación junto a la ventana. Me acerqué a ver la cara de mi colega y amigo y sólo vi uno ojos vidriosos y desorbitados, unas facciones irreconocibles en un rostro sobrecogido por el terror. El profesor me explicó que había intentado sacarlo del trance en el que se encontraba con técnicas de electroconmoción, de ahí las marcas en sus sienes y las zonas rapadas de su cabeza. Llegó al sanatorio aquejado de sobrecogedores dolores de cabeza que sólo le hacían gritar día y noche, balbuceando palabras extrañas y en un estado que el profesor sólo podía calificar de demencia extrema, me reconoció que todos sus intentos habían resultado infructuosos y le preocupaba que llevara semanas con los músculos contraídos en esa misma expresión.

           Le pedí unos instantes a solas con Arrigo y el profesor asintió indicándome el pabellón donde estaría, recordándome la propuesta de usar sus técnicas de mesmerismo para intentar arrojar algo de luz sobre lo que me había sucedido. Me senté en la cama contemplando la expresión de terror en su cara, como si el tiempo se hubiera paralizado en ese instante eterno lleno de horror y miedo indescriptible. La carta de sus padres no me había aclarado qué sucesos podrían haber desembocado en el estado mental actual de su hijo, tan sólo una vaga frase que venía a decir que estaba obsesionado con un trabajo que estaba realizando para la Sapienza-Università di Roma.

           De pronto, mi mente dejó de estar allí, recorría a toda prisa los pasillos pintados de verde del ala norte hacia una escalera de caracol que descendía interminablemente hasta una estancia con un agujero informe en el suelo, y en su interior, y a mucha profundidad, llegué a vislumbrar bloques de piedra negra de ingente tamaño unidos con algún material de increíble dureza, formando una masa tan firme como extraña, una especie de espiral imposible coronada por una pétrea figura humanoide, a su lado yacía el cuerpo destrozado de Arrigo, sin brazos ni piernas y apenas media cabeza, vivo y consciente. El horror de la visión me hizo volver a la habitación donde me encontraba, Arrigo se había movido de la silla y se encontraba sentado a mi lado en la cama, inexpresivo, impasible en su mueca de terror ignoto. 

           En ese instante, comencé a entender que algo extraño e insano me estaba sucediendo, ahora ya no eran meras dudas o fantasías, sentía que algo estaba apoderándose de mi ser en contra de mi voluntad.

           Pasé la mañana tomando notas sobre las técnicas del profesor, fui testigo de una extracción del puente de Varolio en el cerebro de un paciente aquejado de rigidez y espasticidad motora, mientras hacía pasar una corriente eléctrica por el torrente sanguíneo para estimular, según el profesor, la regeneración mental del movimiento. Acompañé a su despacho al profesor, donde estuvo preparando la lista de fármacos y sus dosis para los ciento doce enfermos que había en el sanatorio. Tras un ligero tentempié nos dirigimos a una habitación donde me pidió que me vistiera con una de las batas del sanatorio mientras me explicaba que su técnica recogía lo mejor del mesmerismo y las técnicas más depuradas de la hipnosis moderna, me narró con todo lujo de detalles que si todo el universo se había desarrollado de una sustancia homogénea primordial, se podía acceder a esa corriente ancestral mediante el uso de brazaletes magnetizados, maderas aislantes, bebidas saturadas de sales y piedras como la geoita, que ayudaban a entrar en trance de modo inequívoco.

           Bebí una solución de color cetrino y sabor ácido, me colocó un brazalete de metal en cada muñeca, estos estaban conectados a una intrincada red de cables que terminaban en una máquina con una bobina de cobre de un metro de diámetro. Me encontraba sentado sobre una plancha de madera de cedro que se había colocado sobre la cama y tenía los pies sumergidos en un barreño de metal con una solución salina y otros minerales. El profesor se puso unos gruesos guantes de cuero y una asistenta le abrió una cajita de madera donde dentro había una piedra de color negro que me señaló como geoita. Una ligera corriente eléctrica recorrió todo mi cuerpo cuando se activó la máquina conectada a docenas de cables, mientras el profesor pasaba la piedra por diversas partes de mi cabeza, por dónde esta tocaba el cuero cabelludo parecía que una parte de mi mente quisiera irse hacia la extraña piedra negra.

           En uno de esos pases sólo vi negrura y al instante noté una corriente de aire frío y muy húmedo, me veía envuelto en una tenue luz y a mi lado estaba la presencia del profesor, sabía que era él, pero su apariencia era la de algo deforme, con la piel verdosa con zonas amarronadas, la cara totalmente deformada y colmillos saliendo de bocas situadas en hombros y cuello. El profesor musitaba palabras que no podía reconocer y algunas de las que más repetía se me quedaron grabadas a fuego en el alma. “N’graht Yopghog Sothoth”, repetía cada cierto tiempo como si quisiera llamar a alguien o buscar a alguien en un escenario de irreal locura.

           Estábamos en una estancia de techo altísimo, con grandes ventanas redondas dispuestas simétricamente, rampas y cilindros de piedra repartidos en caótico orden, una de esas rampas se dirigía a la titánica altura donde se vislumbraba una plataforma pétrea, a través de las ventanas se podían ver extraños jardines, rodeados de edificios gigantescos, me sentía incapaz de calcular las proporciones de lo que veía y la sensación de abotargamiento ante lo que contemplaba sólo era rota por la creciente sensación de voces en mi mente. Las construcciones en el exterior podían medir cientos de metros de altura, todas hechas de esa piedra negra de aspecto viscoso. El brumoso cielo estaba cubierto por una especie de vapor violeta y en el horizonte se divisaban enormes torres cilíndricas negras, cuya altura superaba la de cualquier otro edificio. Los jardines provocaban desasosiego, la desconocida vegetación tenía una fantasmal palidez amarillenta, las flores eran irreconocibles y parecían hongos floreciendo caóticamente. Mi acompañante se dirigió con paso irregular hacia una de las entradas y me hacía toscas señas para que lo siguiera, algo en mí me obligó a ir por otra de las gigantescas arcadas de la estancia, ignoraba por qué había tomado aquel camino en particular, pero mi acompañante me siguió repitiendo frases incongruentes. 

           Cuando llegué a la siguiente estancia, tras recorrer un lóbrego pasillo, vi una trampilla situada en el suelo y un sinfín de estructuras parecidas a estanterías llenas de bloques de piedra de extraordinarios colores y formas. Una nueva oleada de pánico se apoderó de mí.

           Con una seguridad que no parecía mía, me dirigí al mecanismo curvo de apertura de la trampilla, y la abrí con un movimiento sencillo. El profesor parecía estar muy alterado y hablaba con una rapidez inhumana. Dentro, había un pasillo de geometría imposible que ascendía incomprensiblemente, sin dudar un instante el profesor, o su representación mental, entró en el pasillo que había en la trampilla del suelo y comenzó a ascender por la rampa, sin mirar atrás, con paso irregular pero firme. Seguí al profesor por el irreal pasillo hacia arriba hasta que lo encontré detenido ante otra trampilla, parecía no querer o no poder tocarla y se acercaba y alejaba de ella como deseoso y temeroso a la vez. Su cara informe me miró en silencio, la boca de su hombro derecho lanzó una dentellada al aire, puse la mano sobre el gancho de la portilla, lo giré y entonces sólo vi negrura.

           No sabía qué había ocurrido entre el momento de la hipnosis y el 15 de junio, fecha que supe después cuando me recogió una barca en las aguas entre Venecia y la Poveglia. Me desperté sentado en la misma cama donde hacía minutos había estado el profesor y su ayudante, el horror me nubló la vista al ver su cuerpo esparcido por todas las paredes, sangre seca, carne putrefacta y huesos mezclados en horrible desorden por toda la habitación, noté que la sangre me había dejado el pelo pegajoso, y aunque parecía estar ileso, tenía tremendos dolores musculares. Atardecía en el exterior así que aprovechando los últimos rayos de luz, me vestí y salí al pasillo donde sólo pude ver destrucción y muerte, paredes destrozadas, muros caídos, escombros por todas partes, agua borboteando de tuberías destrozadas y suelos levantados por una fuerza indescriptible. Como pude, avancé entre el derruido pasillo, encendí una cerilla con la intención de buscar algo con lo que iluminar mi camino en la cercana noche. En una habitación, también destrozada, encontré en el suelo un candil con aceite y lo usé para intentar descubrir qué hechos tan terribles podrían haber creado la locura allí reinante. En una de las esquinas, en el suelo, me encontré con una abominación, dos hombres mezclados de cabeza a pies, como si una mano fantasma los hubiera partido en dos y unido de nuevo con las partes del otro. El pánico en su estado más puro se apoderó de mi ser cuando el engendro humano comenzó a hablar. “Abrió la luz del infierno y de ella entró galopando el dolor en sus formas carnosas.” Como pude, olvidándome de toda ética profesional o científica, huí despavorido de semejante monstruo inhumano.

           Aún no había terminado de correr cuando un ser viscoso y con forma semihumana se plantó delante de mí, fue tal el terror que sentí que se me cayó el candil al suelo, y la negrura se apoderó del pasillo. Sólo podía oír los siseos que emitía la criatura y el goteo constante de agua de una tubería del techo sobre el suelo. Una mano viscosa y seca me apresó por el cuello y me levantó en el aire como si fuera de papel, luego se oyeron otras voces hablando en lengua extraña y caí al suelo liberado del apresamiento. Como pude, me arrastré por el pasillo huyendo de la criatura y en mi cabeza estallaron cientos de voces gritando, pidiendo ayuda, todas a la vez en caótico babel de gritos y lamentos. En mi atropellada huida a oscuras llegué a un pasillo con escalinata y hacia una luz que parecía venir de alguna habitación, un zumbido extraño salía de allí.

           Entré atropelladamente en la habitación y cerré lo que quedaba de puerta apilando piedras y restos del derrumbe del techo. Me encontraba en la sala donde ya había estado, la del estanque de cemento, sólo que ahora estaba lleno de agua putrefacta. Toda la estancia estaba manchada de sangre como si se hubiera rociado con ella la sala. El extraño fulgor verde azulado provenía del interior del estanque, concretamente el brillo era más intenso donde estaba la trampilla. En mi apresurada huida no me había fijado que en una esquina, agazapado tras una contraventana rota había un paciente del profesor. Balbuceaba frases inconexas, me acerqué a él y se puso de pie como movido por un resorte, de pronto sus ojos cobraron vida y comenzó a relatar que se habían abierto las puertas del infierno, que por fin el profesor había hablado con ellos, que el único lugar seguro era el campanario y que si le ayudaba podríamos subir hasta allí ahora que ya habían saciado su hambre de almas. Luego se puso a hablar sobre plasticidad monstruosa y de ruidos semejantes a silbidos y chasquidos. Intenté calmarlo pero sólo conseguí que se pusiera a liberar de piedras el modesto parapeto que había fabricado tras la puerta, intenté detenerlo, pero su fuerza era muy superior a la mía. De pronto, el puño de uno de esos seres viscosos atravesó la puerta y después toda la puerta salió despedida con gran fuerza, al pobre hombre que se encontraba frente al monstruoso ser apenas le dio tiempo a gritar antes de que los brazos ciclópeos de esa cosa lo partieran en dos tirando de los hombros. Unos ojos sin pupila y de color ámbar se clavaron en mí, me miraba mientras cogía por una pierna el cadáver del paciente y de un chasquido se lo metía en la boca, donde una colosales mandíbulas con dientes como cuchillos destrozaban carne y huesos. Seguía mirándome y yo seguía paralizado, escupió sangre sobre el suelo así como algunos huesos de la pierna mientras esos ojos inexpresivos no me perdían de vista. Antes de que pudiera pensar en nada, o fuera consciente de lo que hacía me zambullí en el estanque y buceé con todas mi fuerzas hacia la trampilla ayudado por el intenso fulgor que de allí salía, buceé lo que para mí fueron horas, hasta que las fuerzas me abandonaron sabiendo que mi hora había llegado.

           Abrí los ojos y me encontré en un bote de pescadores, los allí reunidos me miraban como si hubiera vuelto de la misma muerte. Me explicaron que me encontraron flotando a poco metros de Venecia, traído por las extrañas corrientes que a veces fluyen desde la ciudad a la isla. Me dirigí a mi hotel sin dar más explicaciones, caí en la cama, y la fiebre y los dolores musculares se apoderaron de mí, durante tres días yací en cama, débil, temiendo que la fiebre me hiciera volver a tener pesadillas, la sola idea de que eso pudiera suceder me estremecía.

           Cuando por fin me recuperé, comencé a completar en mi cuaderno todos los hechos que me sucedieron intentando no perder los detalles que recordaba, aun cuando muchos otros fueran borrados de mi memoria. No creo poder expresar de manera aproximada el horror y temor contenido en tales recuerdos. Días más tarde, en el comedor del hotel, supe de los terribles hechos que habían sucedido en el sanatorio, entre susurros y habladurías me contaron que el profesor enloqueció y empezó a ver los torturados espíritus de los muertos por la peste, que la locura se había apoderado de su alma y que subió a la torre del campanario desde donde había saltado y, según un paciente que sobrevivió a la locura allí desatada, el profesor no murió con la caída y mientras se retorcía de dolor en el suelo, una especie de niebla salió del suelo y lo estranguló hasta la muerte.

           Tengo que contarle a mi tío lo que vi o creí ver, y dejar que utilice su criterio como científico para analizar la realidad de mi experiencia. Todavía no me siento dispuesto a garantizar la verdad acerca de lo que creo que encontré en la isla de Poveglia. Hay motivos para creer que mi experiencia fue una alucinación, para la cual, existían algunas causas. Y, sin embargo, su realismo fue tan horrendo que, a veces, encuentro imposible seguir viviendo.

 --FIN--

 

 

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Los tarareos de un ciego

Andrei Voloshimin no se preguntaba nunca por qué sucedían las cosas. Había nacido campesino, cerca del Dnieper, y su tierra no admitía preguntas, como un orador altivo que se limitase a declamar su doctrina de trabajo y privaciones. Si la crecida del río se llevaba animales y cosechas, respiraba hondo, se echaba al hombro la pala para retirar el barro y volvía a comenzar. Si los hielos abrasaban los brotes tiernos de los frutales, acariciaba las llagas negras de los árboles a la espera de que más tarde volviesen a verdecer. 

Cuando le dijeron que los alemanes habían invadido su patria se encogió de hombros, y no cambió de actitud ni siquiera cuando lo reclutaron para participar en la mayor hecatombe de todos los tiempos: la guerra total en las estepas, sin cuartel, sin un montículo tras el que guarecerse, sin esperanza de que el enemigo dejase de luchar un instante antes de haber vertido la última gota de sangre. De la propia y de la ajena.

Participó en la batalla de Kursk, a bordo de un T34, uno más de los miles de carros de combate que se enfrentaron sin descanso y sin esperanza a las divisiones panzer germanas, ya convencidas de que no podrían ganar, pero de todos modos entregadas a consumar su inmolación: sólo les importaba luchar. Sonaron las trompetas de Jericó de los Stukas, tronaron los millares de cañones antitanque emboscados en cada arbusto, y el mundo se pasmó, no tanto ante la destrucción, ya conocida, como ante el feroz encono con que se emplearon los contendientes. 

Después de aquel desastre común, la guerra rodó cuesta abajo para los rusos, pero Voloshimin comprobó, sin sorpresa, que aplastar al enemigo no significa alejar la muerte: a cada batalla que iba ganando con su ejército se multiplicaban las tumbas; a cada victoria le sucedían interminables millares de entierros. Los rusos no se detendrían jamás, como los ríos, que sólo en el mar se calman; los alemanes no se rendirían nunca, como la roca en la playa, indiferente a las olas, que se convierte en arena en cada arremetida pero no vuelve la espalda.

Muchos se preguntaban dónde o cuándo terminaría aquello, pero Voloshimin no: él no hacía preguntas. Había nacido en el Dnieper, campesino, hijo de siervos, emancipado de la tierra por la misma revolución que lo encadenaba a las armas.

En una orgía de fuego y locura los rusos liberaron su patria, cruzaron el Vístula, cruzaron el Oder, y se plantaron finalmente en Berlín. Allí tenía que acabar todo; aquel era el mar que por fin los acogía. Entre las casas derrumbadas, y los hombres derrengados, y los restos de los libros, y las estatuas, y las universidades, y los patíbulos, les salieron al paso las mujeres y los viejos de Alemania. Y allí aprendió Voloshimin que las armas también matan cuando las dispara un niño, y que da igual que hayas recorrido cien o cinco mil kilómetros desde tu casa, o que nada pueda ya arrebatarte la victoria, porque también los perdidos pueden perder a otros.

El cuatro de mayo de 1945 hacía ya tres días que se había suicidado Hitler. Aquella misma tarde se firmaría al fin la paz. Por la mañana, un hombre sin piernas, sentado en una silla de ruedas, asomó tras una esquina y disparó su panzerfaust, el bazoka alemán, contra el tanque de Voloshimin. Con aquel, eran ya treinta y dos los tanques que destruía el excombatiente, lisiado en la Gran Guerra, la del catorce. El artillero murió en el acto. Voloshimin, envuelto en llamas, consiguió salir del tanque y trató de apagar el fuego que consumía su cuerpo revolcándose en el barro y en sus propios gritos. Cuando al fin lo consiguió, su carne abrasada quedó tendida exhausta sobre los cascotes. Sobre la victoria.

Despertó diez días después en un hospital de campaña construido a toda prisa con jirones de rapiña y retales de miseria. Había quedado tan desfigurado que nadie en su pueblo podría reconocerle. Él ni siquiera tuvo la oportunidad de intentarlo porque se había quedado ciego.

Tampoco entonces Voloshimin se preguntó por qué le había sucedido aquello.

Durante meses arrastraron sus despojos de un hospital a otro, en camiones, en carromatos, en trenes que iban siempre hacia el Este. Paraban de vez en cuando en hospitales y pasaba días, o semanas, postrado en una cama sin echar de menos el aire libre ni agradecer el reposo. Algunas enfermeras se acercaban a veces a hablar con él, pero Voloshimin descubría en su tono el espanto y la compasión, y las dispensaba del deber de su simpatía guardando silencio.

A mediados de 1946 percibió en el aire el aroma de la genista y el eneldo y supo que había llegado al Dnieper. Allí, en alguna parte, vivirían seguramente su madre y sus hermanas, y por primera vez sintió miedo del daño que aún podía hacer. Pero entonces lo subieron a otro tren, camino del Este, y siguieron avanzando hacia el nacimiento del sol en un rodar infinito, en una machacona letanía de bielas y chirridos que a veces rezaba y a veces maldecía, y a menudo, casi siempre parecía hipnotizada por el polvo y el olvido.

Entonces Voloshimin perdió la cuenta de los días y las noches y extravió el último calendario de su memoria. Ya no supo si estaban en invierno o en verano; ya no pudo imaginar en qué región, o en qué remota provincia de tártaros cetrinos o jinetes mogoles le habían dejado a reposar hasta el siguiente viaje. Conoció habitaciones gélidas, y cuartuchos diminutos donde enseguida se viciaba el aire. Conoció habitaciones como hangares, con eco lejano; inventarió olores a cuadra, olores a mujeres de otras razas, olores a aceite de camión, de oliva y de linaza; aprendió los sabores de todas las tierras posibles, de las tierras blancas de cal, de la sílice, de la arcilla, y de los campos que nunca, jamás habían sido cultivados ni esperaban el arado en los próximos milenios.

Y entonces, un día, años o siglos después de Berlín, escuchó, olió y saboreó algo imposible: era el mar. Habían llegado al Pacífico.

Poco después lo subieron a un barco y, tras una corta travesía, le dijeron que estaba en Sajalín, una isla remota a la que los japoneses llaman Karafuto, habitada sólo por unos cuantos pescadores, descendientes de otros que, en tiempos remotos, dieron por muertos después de alguna tormenta. 

Allí le devolvieron a Voloshimin su uniforme y le comunicaron que había sido ascendido a sargento. No era un inútil sino todo lo contrario: tenían para él una misión de gran responsabilidad y esperaban que supiera cumplirla con el espíritu de sacrificio y la dedicación de que hablaba su impecable hoja de servicios.

El oficial que se lo comunicó esperaba seguramente que Voloshimin preguntase qué era lo que podía hacer él, ciego y cojo, con sólo tres dedos útiles de una mano y dos de otra, pero tuvo que contentarse con prolongar su silencio antes de proseguir su explicación.

Lo habían trasladado a la marina. Aprendería Morse y se ocuparía de una de las modernas estaciones de escucha, recién instaladas. En aquel lugar remoto poco podía importar su aspecto exterior. Su condición de ciego, con lo que eso suponía de desarrollo del oído, sería una ventaja para la misión que debía desempeñar. Su trabajo consistiría en informar puntualmente de todo lo que escuchase en sus auriculares. Los imperialistas occidentales patrullaban aquella zona con sus barcos y submarinos y era imperativo detectarlos a tiempo. Para ello, se habían colocado centenares de micrófonos en el mar, y un buen operador de radio debía distinguir el sonido de los motores de un submarino de los de un simple carguero, un barco de pesca, o incluso un navío propio.

Voloshimin era el hombre adecuado. De vez en cuando debía emitir también grabaciones de motores para confundir a los micrófonos adversario, y estar muy atento para que los señuelos sonoros de los norteamericanos no lo confundieran, obligándolo a transmitir informes falsos.

Voloshimin se cuadró como mejor pudo y se llevó a la frente su mano mutilada.

Aprendió Morse, y recibió las felicitaciones de su instructor por la rapidez y el empeño con que lo hizo. Aprendió en pocos meses a distinguir los motores chinos de los japoneses, los rusos, los norteamericanos y los británicos, y pronto supo descartar, por el siseo de fondo, los falsos motores procedentes de grabaciones emitidas por boyas militares occidentales.

Cuando ocupó su puesto, los tres hombres que compartían con él la estación de escucha lo saludaron amablemente, pero Andrei supo enseguida que sólo uno de ellos era también ciego, pues era el único al que no le temblaba la voz al dirigirse a él.

Y allí, sobre una roca infestada de antenas que sólo las gaviotas visitaban, dejó correr los años. Cuanto más aprendía de motores, más tiempo pasaba pegado a sus auriculares, negándose a ser relevado hasta que el sueño lo vencía.

Los otros, uno a uno, fueron pidiendo el traslado a otros lugares menos azotados por los vientos o más frecuentados por otros seres humanos con quien poder compartir sus pocas alegrías y sus muchas frustraciones, pero Voloshimin permaneció en su puesto, ganando pericia, distinguiendo ya no sólo el tipo de navío y su nacionalidad, sino también la unidad concreta, su tonelaje, y su nombre. Cuando aparecía en el espectro un barco que no conocía llamaba a la central de mando, pedía que identificasen al buque y ya no se olvidaba de su nombre ni del año en que había sido botado.

En 1957 su único compañero, el otro ciego, contrajo una pulmonía y fue evacuado al interior. Se recuperó, pero ya no volvió a Sajalín, y Voloshimin se quedó solo.

Los hombres de la base de la marina que le llevaban la comida, le lavaban la ropa y se preocupaban de cubrir sus escasa necesidades observaron que a veces hablaba solo y canturreaba a todas horas. Preocupados porque estuviese empezando a perder el juicio, elevaron un informe a sus superiores y la marina soviética envió un equipo médico para comprobar el estado de salud mental del ya conocido radioescucha que siempre, a cualquier hora, permanecía en su puesto. Lo examinaron durante dos días enteros, convencidos de que sus heridas y la clase de vida que había llevado durante tantos años tenía que haber minado necesariamente su cordura, pero no pudieron encontrar nada más allá de las rarezas y las manías de un hombre que no hace preguntas, acepta lo que le toca vivir y cumple con su deber sin reservas. 

La historia de Voloshimin empezó a correr de boca en boca hasta llegar a oídos del almirante Kirilenko, que quiso darle un descanso. En Crimea. En el sur, en un lugar cálido. Donde hiciese falta y sin reparar en esfuerzos. Voloshimin, sin abandonar la posición de firmes, rogó al almirante que no lo devolviese a su casa ni lo alejase de su puesto, pues sólo allí sabía orientarse y sólo allí sabía cómo ocupar el tiempo.

El almirante accedió, y transmitió la historia y el deseo del radioescucha a su sucesor, y este al siguiente. En 1970, Voloshimin tenía cuarenta y ocho años y llevaba veintitrés en Sajalín, doce de ellos completamente solo.

Canturreaba a todas horas, pero había aprendido puntualmente a distinguir los nuevos motores, uno a uno, de todos los barcos que atravesaban el Pacífico Norte. Su habilidad para confundir a los micrófonos adversarios con grabaciones hábilmente mezcladas y moduladas era ya tan proverbial que los soviéticos llegaron a temer que Norteamérica acabase por enviar un comando para asesinarle. 

En 1987, con la URSS en pleno proceso de reformas y a punto de abandonar el comunismo, llegó el momento de la jubilación de Voloshimin. Aquel día estuvieron en la isla dos almirantes, un ministro, y una banda de música. Le impusieron a Voloshimin la medalla al mérito militar y le ofrecieron el retiro que deseara. Por decoro, se impidió a los reporteros gráficos participar en el acto, pero ni uno solo de los medios escritos oficiales, ni de los pequeños periódicos libres que comenzaban a surgir, dejó de enviar su representante. Con el paso de los años se habían agravado las manías del radioescucha, sus soliloquios y sus extrañas canciones, y aunque todos los presentes trataban de pasar por alto el delicado asunto de su salud mental, se percibía en el ambiente el temor a algún incidente que empañara el acto.

Los temores se materializaron cuando Voloshimin, después de recibir la medalla, solicitó la palabra. El almirante al mando de la zona marítima, como superior directo, le dio permiso para hablar. Entonces, delante de todo el mundo, y como el que quiere jugar su última carta, Voloshimin rogó, casi suplicó, que le permitieran seguir con su trabajo. Sabía que no tenía derecho, pero solicitaba el privilegio de poder seguir en la base y esperaba que, en atención a su hoja de servicios, se le concediera este favor al margen del reglamento.

El ministro era el único que podía otorgarlo, y aunque no quería negarse, dijo que la salud de hombres como Voloshimin, ejemplo para la nación, eran una prioridad para el Gobierno. Y que quizás, por el bien de esa salud, fuese mejor retirarse a descansar después de tantos años de heroica entrega a la patria.

—¿Debo irme, entonces, señor ministro? —preguntó el radioescucha con la barbilla temblorosa.

—Puede hacer lo que quiera, por supuesto —respondió el ministro, conmovido—. Pero díganos, por favor, qué es lo que tanto le fascina de este lugar, si ya conoce todos los buques que viajan por este océano.

Voloshimin, agradecido, no dudó en explicar entonces que no tenía familia, ni amigos, y que la única conversación que de veras le interesaba era la que, desde hacía treinta años, mantenía con las ballenas. No estaba loco. No tenían nada que temer: eso eran solamente sus inocentes canturreos.

A la prensa se le pidió que no reflejase este último comentario.

Voloshimin murió en 1999.

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Sujétame el cubata (7)

Origen: www.meneame.net/story/sujetame-el-cubata

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Ya mismo terminamos.

*******************

Los médicos me han dado seis meses de vida. Uno me dijo que quizás fueran tres meses y otro que hasta un año podría estar vivo. Al del año le pregunté que en qué condiciones y me dijo que con poca calidad de vida. Menuda mierda. Jodido y con morfina. Eso no es estar vivo, coño. Aunque tengo pasta para pagar una de esas residencias en la costa para los condenados a cáncer, prefiero palmar en casa. A tomar por culo todo.

Hablando de palmar. El día de Reyes Magos de aquel año que Ana me había dicho que había que ejecutar su plan, comenzó la cosa. El rocambolesco plan. Y me han pasado cosas raras, pero ésa... No sé ni qué pensar. A ver cómo lo explico para que se entienda. Ernesto tenía en su casa un ático donde guardaba las obras de arte que iba comprando y que no tenían sitio en paredes o estancias, que ya es decir, pero bueno... las almacenaba allí con mierdas de temperatura y humedad. Iba cambiándolas según se levantaba ese día, ahora quitaba el cuadro de esos dos borrachos apoyados en la farola y ponía el de unos garabatos en blanco y negro... estilo futurista decía, estilo menuda cara, decía yo. En fin, usaba el ático como almacén de las piezas que iba comprando y las iba alternando según su criterio. O la mala leche que tuviera ese día. También tenía esculturas. Había una hecha con hierros oxidados que daba pena, un Henry Nosecuántos. Una pasta, decía. Una plasta, le contestaba, mientras él se reía de mi cultura y yo de la suya.

El plan de Ana era sencillo pero extraño, tenían que coincidir ella y él en el club. Hasta que eso no sucediera nada se podía hacer y debía ser que fueran los dos a petición de Ernesto. Así que el mismo día seis de enero se la llevó al club para presentarle a unos tipos de Londres para una pasarela de moda punk, debía de estar de moda allí esa mierda de cadenas y cuero barato, ni puta idea. Ese día, tras su aviso, fui a la nave de mi escayolista de cabecera. Allí estaba, no le quedaba otra. Ana tenía que echarle a Ernesto en la bebida una mezcla de Libaris y Margedon. Adormecedores sencillos pero potentes. No lo dejarían frito pero sí le impediría conducir. Tenía que ser un día que no llevara armarios. Y ese día no los llevaba. Ana tendría que llevarlo porque se estaba quedando medio dormido, pero tan suavemente que no notaría nada.

A eso de las diez de la noche apareció en la nave. Juan, el escayolista, estaba que se subía por las paredes y se metió tanta coca para aguantar el tirón que casi se le rompe la nariz. Ana, vestida de blanco, estaba alegre, como si no fuera con ella lo que iba a pasar allí aquella noche; se iba a trabajar a Londres, a una pasarela de verdad. Estaba tan pasada que para seguir el ritmo se puso a meterse en la nariz el polvo del colega. Fiesta. Supongo que no creía que los ingleses también la pondrían mirando para el este o para el oeste antes de darle el trabajo. Estaba espantosamente deseable con un mini vestido blanco, supongo que sin sujetador, unos labios rojo vivo y una nariz ahora empolvada de blanco. Juan y yo sacamos al dormido Ernesto del coche y lo plantamos en la mesa de trabajo. El plan era envolverlo en un armazón de alambre y luego cubrir todo con vendas y escayola, dejando un espacio hueco para cuando los líquidos del cuerpo estallaran. Previsores. Antes había que matarlo para que no molestara en los trabajos técnicos. Con un trapo en la boca y la nariz tapada lo ahogué, pataleó un poco al final y me dio un rodillazo en el estómago, pero débil como estaba poco podía hacer.

Ya se había preparado un pequeño pedestal con cemento. Se le metió en el armazón de alambres y para que estuviera de pie se le ató una cuerda al cuello y a la parte superior de la estructura de metal. Brazos y piernas por allí, como un muñeco de trapo. Juan empezó envolviendo con vendas mojadas en escayola el cuerpo y luego siguió con la capa externa sobre la maraña de alambres, más vendas y escayola. Cuando el cuerpo estallara, los líquidos quedarían dentro de la escultura. Dos horas después ya estaba listo. Ahora a esperar que secara. Juan fue a hacer otro viaje a donde la coca y volvió blanco, pero no de polvo. No. Todo siempre es tan complicado en la vida real. Siempre pasa algo. Me llamó moviendo la mano como si llamara a un fantasma. En la salita donde estaba la mesa con el montón blanco estaba Ana, en el suelo. Tenía espuma blanca en la boca. El corazón parado. Muerta. El mío había aguantado en su día el abuso, el suyo más joven, no había aguantado tanta mierda encima. Pero, coño, podría haber muerto otro día, no precisamente esa puta noche, no. Ese día. No sé por qué pero creo que me acordé de alguna de esas frases idiotas que me largaba Inés de la Biblia. “Debes dar un paso de fe y Dios se encargará de lo demás.” Siempre he pensado que mejor que no se encargue de las cosas, que me la lía de mala manera siempre, coño, cagonsandios. ¿Señal divina? ¿De qué? Yo seguía vivo. Ella no. Punto.

 Juan estaba fuera de sí y se metió más coca para sobrellevar el marrón. Algo se me tenía que ocurrir. Así que algo se me ocurrió. Ampliar la malla de alambre y meterla a ella también, además ya tenía título para la escultura: “Los amantes”. Se cortó el alambre y se amplió un poco para dos cuerpos. Se amplió la base con madera, no había tiempo de hacerla de cemento y se la recubrió de escayola. Se colgó a Ana de la misma manera pero pegada al cuerpo de Ernesto. Cuando esos cuerpos se hincharan, la explosión llenaría de mierda... Y aquí fue cuando el escayolista dijo que se podía echar un poco de cemento en polvo sobre la escayola húmeda exterior para darle aun más consistencia. Un artista. A las siete de la mañana se terminó la faena. A las siete y cinco, Juan tenía abierta la cabeza del golpe que le di con una palanqueta. Lo dejé sobre la mesa del polvo del demonio. Ajuste de cuentas, pensarían los maderos. Y aquí paz y mañana gloria.

 Cogí el coche de Ernesto y lo dejé donde ya tenía el mío. En un callejón de mala muerte donde solía ir a buscar nuevas víctimas, nuevas futuras modelos. Ni muy escondido, ni muy descarado. Lo encontrarían, claro. Volví en mi coche a la nave. Esa noche no iba a dormir. Claro. Cuando llegué, me quedé mirando la obra de arte, una forma sin forma de algo que no parecía nada. Contenido sin forma. Me tuve que reir. Tardaría venticuatro horas en secar. Así que cerré y me fui a casa a dormir. No dormí. Estuve atento por si recibía visitas o tenía gente en la calle buscándome. Nada. Ni una llamada de teléfono. Nada. Había pasado un día de Reyes Magos de los raros. Ana ya no existía y Ernesto tampoco. En alguna parte, alguna gente empezaría a preguntar por él. Aunque por otro lado, que desaparecieran los dos a la vez era un golpe de suerte. “Dios se encargará de lo demás.” Me tuve que reir y abrí una botella de coñac. Recuerdo que no sentía absolutamente nada por Ana, por su muerte. Nada. Nada.

Dos días después me acerqué a la nave del escayolista. Allí lleguía donde lo dejé. Cerré esa habitación y esperé a la empresa de transporte especialista en obras de Arte. Embalaron en un cajón de madera, forrado con material de protección la escultura. Unos profesionales. Caros, pero muy buenos. En el albarán puse “Los amantes, obra de Fedes Inland.” El primer nombre que se me ocurrió. La dirección de envío era la de Ernesto y una vez allí lo subirían al ático hasta que se diera la orden de abrirlo. Nadie lo haría, ya que el dueño y señor iba dentro, enlatado en escayola. Un plan rocambolesco.

Estuve tentado de llamar a la policía para que descubrieran al escayolista y la coca, y así cerrar el círculo. No lo hice. Menos mal. Una semana después los traficantes se comieron todo el marrón, los pillaron allí mismo mientras le llevaban un kilo de coca y se encontraron además con un cuerpo. Suerte la mía. Los maderos contentos.

Mientras, yo seguía con todo el tinglado como si nada. Taxis, peluquerías, lavado por aquí, por allí. Alguna vez llamaba a casa de Ernesto y siempre me decían que no estaba. En fin. Lo normal.

Inés estaba más amable de lo normal. Eso me mosqueó. Incluso propuso un viaje a Roma para primavera. Una semana romántica. Miedo. Mientras me preguntaba más de la cuenta por Ernesto. Y lo mejor fue cuando estábamos en la agencia de viajes para lo del viaje romántico y me dejó caer que una empresa suya había comprado la casa de Ernesto. No tenía ni idea de que no era suya, no sabía que era de alguna empresa de alguno de los barandas que se la cedía para uso propio. Un grupo de esos con nombre inglés raro. En ese momento recuerdo que pensé dos cosas. Tenía que buscar con más ganas las maletas de pasta de Ana y comprar matarratas.

(Continuará...)

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La noche que besé a Rita Hayworth

Yo quisiera ser poeta y vivir de lo que escribo. Me gustaría sentarme bajo la sombra de un sauce y llorar por los amores que perdí o que imaginé. Fingir las tardes marchitas en los claustros de otra mente y apurar hasta los posos el beleño de los besos y el azar de las ortigas.

Eso quiero algunas veces, pero luego me convenzo, quizás por necesidad, de que es mejor tramar versos o andamiar relatos cortos sin más previa cortapisa ni más temprana intención que escribir lo que ese día me interese, me atraviese, me endemonie, o empuje mi curiosidad.

Es mejor ser fontanero, dijo la zorra a las uvas. Quizá el racimo sea usted, que está leyendo este cuento, y eso mismo le repito: es mejor ser fontanero, después de acabar un módulo de formación profesional con casi treinta años, tirar de soplete y grifa y poder celebrar de vez en cuando que vendiste lo escrito en vez de devanarte la mollera para escribir lo que venderías.

Mientras haya grifos que cambiar, tuberías que se piquen y desagües que se atasquen, las letras de la hipoteca y la cesta de la compra no dependerán de si mi estilo llega mejor o peor a los lectores, o de si están o no de moda los temas de mis obras.

Y además, la fontanería también es una fuente de inspiración. Todo lo es, para el que cambia la herramienta que lleva entre las manos, pero no la mirada que arrastra sus ojos.

Fue hace años. Si muchos o pocos, no importa. Los bastantes para que la verdad se haya transformado en relato pero no tantos como para que sus protagonistas hayan cambiado tanto que no puedan reconocerse por la calle e intercambiar un saludo, o una sonrisa. Yo aquí sigo, con mis cañerías. Y también ella, por ahí, en algún lado. 

Fue una de esas tardes de invierno, con media lluvia perdiendo media apuesta y un frío completo ganándolas todas. Una de esas tardes que sólo necesitan tres golpes de hisopo para convertirse en cementerios.

Hacía ya rato que había oscurecido cuando me llamaron de un restaurante de las afueras para decirme que el friegaplatos echaba toda el agua fuera. Yo miré el reloj y sugerí que llamasen al servicio técnico del electrodoméstico, pero el dueño del establecimiento no se dejó desviar tan fácilmente y repuso que al aparato no le pasaba nada y que estaba seguro que era cosa del desagüe. Ya había intentado desatascarlo él por los método habituales, pero sólo había conseguido empeorar la avería. Esa noche tenía reservada una cena para treinta personas y no podía permitirse cerrar por avería, así que me rogaba que el echara una mano, aunque le cobrase un poco más de lo corriente. 

Resignado a salir con aquel tiempo, tomé nota de la dirección y le aseguré que estaría allí en media hora, armado de los ácidos más corrosivos y los alambres más largos que pudiese encontrar. Si las cosas iban bien, o razonablemente tranquilas, podía hacerme un buen pellizco en una hora, y siempre era bueno anotarse un tanto con un empresario de la hostelería, que seguramente volvería a llamarme en la siguiente oportunidad o daría mi teléfono a algún otro profesional.

No fue voluntario, lo puedo jurar, pero media hora justa después de la llamada estaba en restaurante, un local donde los fluorescentes temblorosos, más que dar luz, acentuaban el aspecto de trabajoso decoro de mesas, sillas y baldosas fatigadas por los años y la administración con tres decimales de un negocio demasiado a las afueras para ir andando, demasiado céntrico para los clientes de paso por la ciudad.

El dueño, un hombre gordo, calvo y con bigote teñido, me condujo a la cocina y me señaló el desagüe por donde debería evacuarse el agua sucia del fregaplatos. Lo hizo con un solo gesto, como una presentación en sociedad: aquí el desagüe, aquí el fontanero. Espero que disfruten ustedes de las horas que van a pasar juntos. A la chica, alta y con el pelo recogido con horquillas, no se molestó en presentarla.

Yo la saludé con media sonrisa e intenté decirle algo mientras sacaba la herramienta, pero enseguida me di cuenta de que era extranjera y que sólo a duras penas conseguía entender lo que le decía mientras troceaba verdura en una fuente grande y oxidada como el casco de un pesquero alcanzado por la reconversión del sector.

Cuando fallaron los alambres y tuve que echar mano de los ácidos, le dije que saliera de la cocina para evitar los vapores y tuve ocasión de hablar un rato con ella mientras la química intentaba lo que no había podido la física.

Supe entonces que se llamaba Ludmilla y que era húngara, concretamente de Debrecen. Hablaba español mucho mejor de lo que lo entendía, lo que tampoco es mucho decir cuando soy yo el interlocutor, pues reconozco que vocalizo poco, mal y entre muelas.

Había venido a la ciudad a estudiar castellano, pero llegado el momento de regresar había preferido quedarse a trabajar en aquel restaurante antes de volver a su ciudad a buscar un trabajo parecido, pero peor pagado y con menos expectativas de mejorar. Llevaba dos meses en el trabajo y estaba un poco cansada, pero según ella valía la pena.

hablamos un cuarto de hora. A mí me gustaba mirarle los ojos, que se sobreponían al delantal, la blusa de trabajo y las zapatillas, y a ella le gustaba que se los mirase. Tenía una sonrisa que no fui capaz de descifrar y cuando al fin el ácido deshizo lo que fuese que bloqueaba el desagüe le pregunté a qué hora salía de trabajar.

Ella negó con la cabeza y me dijo que nunca salía de trabajar. Que trabajaba todo el día. Toda la vida. Que había sido muy mala y ese era su castigo.

Nunca había oído rechazar una cita de una manera tan original. El gesto de humo me resultó tan atractivo que me prometí intentarlo de nuevo otro día.

Lo hice aquel mismo domingo y luego algunas otras veces, pero parecía cierto que trabajaba todo dos los días, hasta las dos o las tres de la mañana. Me recibía siempre con una sonrisa, me daba las gracias por acordarme de ella y charlaba un rato conmigo mientras seguía trabajando en la cocina.

Un mes después volvió a fallar el desagüe y el dueño del restaurante me llamó de nuevo, un sábado por la noche. esta vez le dije que estaba muy ocupado y que era mejor que llamase a otro. Un sábado a aquellas horas no encontraría a nadie, ni siquiera de los servicios de emergencias, que tardase menos de un par de horas en acudir. Eso mismo dijo él, y cuando vi que estaba medio desesperado le propuse un trato: si me prestaba a su cocinera el domingo por la noche para ir a una fiesta, estaría allí en veinte minutos. Si no, que llamase a Superman.

No lo dudó ni un momento: era más fácil encontrar cocinera para el día siguiente que fontanero para ese mismo momento, así que aceptó.

La más sorprendida fue ella. Tuve que explicarle que al día siguiente tenía una cena, la de todos los años, con los compañeros de Facultad, porque antes de hacerme fontanero había empezado una carrera, y que ya estaba harto de ir sin pareja. Tuve que conseguir que lo considerase un pretexto barato para poder pedirle realmente un favor y que creyese lo que en el fondo era la pura verdad. Así le sucede a menudo a la verdad, que se viste de carnaval para atreverse a salir de la boca.

Al final aceptó. Y cuando aceptó me dio las gracias, como si nunca se hubiera opuesto, y me dijo que ya tenía ganas de descansar algún día. Le pregunté dónde quedábamos y cundo le dije dónde sería la cena me dio una dirección y me dijo que fuese a buscarla a su casa.

No pensé nada. No di nada por hecho. No me hice ilusiones. No sabía siquiera lo que pensaba de ella, salvo que estaba sola, trabajaba demasiado y planeaba volver en cuanto ahorrase algo de dinero a un país demasiado grande y demasiado lejano. No sabía casi nada de ella, pero me bastaba lo que veía: unos ojos grandes, una sonrisa inteligente y alguien con quien evitar el incómodo número impar de tantos años.

Al día siguiente me puse el traje oscuro de las cenas y los entierros y me comprometí conmigo mismo a disfrutar de lo que surgiese, sin darle demasiadas vueltas.

La cena era a las nueve y media y tenía que pasar por su casa a buscarla a las nueve. Cuando llegué estaba aún en vaqueros y zapatillas, y con el eterno atado de horquillas, pero prometió que no tardaría mucho. 

Me fui a la salita a esperar que se cambiara, y cuando regresó diez minutos después casi me caigo de espaldas.

-¿Qué te parezco? - me preguntó apoyada con cuidadosa indolencia bajo el marco de la puerta.

Era Gilda. Tal cual. Con la misma melena roja, el mismo vestido negro y los mismos guantes hasta el codo. Era ella.

No sé lo que tardé en responder. Sólo pude decirle que estaba increíble, o alguna vulgaridad por el estilo. El poeta que se supone que soy no había logrado volver en sí y tuvo que responderle el fontanero. Luego me contó que su país se ganaba algún dinero extra posando como doble de la Hayworth para las revistas o imitándola en pequeños espectáculos locales. Por eso tenía el vestido y había aprendido a maquillarse como ella.

Lo único que pude hacer fue acercarme y besarla suavemente, como quien besa a un santo en su hornacina.

Quizás otro hubiera pensado que era falsa, que sólo era una pobre chica húngara sin amigos, asustada por sus penurias de inmigrante. Algún otro hubiese encontrado patético el remedo, pero yo no la hubiese cambiado por la auténtica.

Porque nunca hubo una Rita Hayworth auténtica.

No más que la mía.

Feindesland. 2011

 

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La leyenda del saco de cebada

Cuentan que hace muchos, muchos años, en un reino muy lejano, las autoridades decidieron que la gente no podía viajar salvo por causas de necesidad, y que salvo estas excepciones, bien tasadas, no podían desplazarse a los feudos de otros condes y marqueses. Unos dicen que fue por causa de la peste, otros que por la escasez de de levadura y hay quien afirma, incluso que fue sólo pro capricho, por ver si la gente se rebelaba o sería dócil ante las nuevas servidumbres que los señores maquinaban en sus cancillerías.

Fuera como fuese, el caso es que la norma cundió, y se impuso, y se publicó con gran abundancia de pregoneros y henchida pompa de heraldos reales.

Encantados de obedecer haciéndose obedecer, los nobles, celoso cada cual de su dominio y su dignidad, controlaban puentes y desfiladeros al acecho de quienes contraviniesen la recia norma, si bien habían acordado que no se interrumpiese el comercio, ni las peregrinaciones extranjeras, ni las labores diarias de los muchos peones que, por razón de su servidumbre, debían moverse con su jumento río arriba o río abajo, montaña abajo o montaña arriba.

Y así se hizo, aunque cada cual fue buscando el ingenio y el artificio que le permitiese cubrir sus necesidades o dar satisfacción a sus gustos. Y de entre estos, de entre los que apelaron al ingenio, dicen que el más popular fue un tal Formoso, tocayo y familiar del Papa del mismo nombre, y tan amigo como este de meterse en camisas de once varas. O aún de doce.

Porque Formoso forjó su leyenda viajando de Compostela a Bizancio, y no al revés, por el simple procedimiento de cargar en su jumento un saco de cebada. Cada vez que lo detenían en algún puente o en algún paso, afirmaba que iba a dar de comer a sus gallinas, una legua más allá, y como dar de comer a los animales era norma forzosa, porque siempre fue gran delito y gran pecado dejar perecer de hambre a los animales domésticos, lo dejaban pasar, sin mayores comprobaciones.

Los dueños de una vaca o un caballo debía portar la bula que justificase la propiedad del animal. Y casi otro tanto los dueños de un perro o un gato, pero las gallinas y los conejos, hasta número de seis, no necesitaban documentación alguna.

Y así salió Formoso de Compostela, y tres veces fue parado antes de Cebreiro, y otras cinco antes de Sahagún, y tres más antes de Burgos... Y hasta setenta veces siete lo pararon y preguntaron, antes de entrar en la vieja Constantinopla, cargado con su saco de cebada que, finalmente, se comió su burro. Allí lo recibió Agapito Coprónimo, haciendo honor a su nombre y al del viejo Constantino, y extendiendo el apelativo a la norma que impedía desplazarse por las tierras de la Cristiandad.

Desde entonces, Coprónimas son todas las leyes que se ponen por poner, sin intención de hacer que nadie las cumpla, ni voluntad de hacerse respetar.

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Por qué dimitió el presidente de los espiritistas

Como un pastor despidiendo afablemente a los fieles a la puerta de su templo, Sir Benjamin Malory estrecha la mano de los miembros de la Society for Researching of Unexplaineden el jardín del sólido edificio que sirve de sede a la Sociedad, una de las más reputadas, ya que no de las más antiguas, del Edimburgo elegante. Absolutamente decidido a no ofrecer ninguna explicación sobre lo ocurrido, acaba de presentar su dimisión como presidente, e incluso ha solicitado la baja como miembro.

Sólo una hora antes maldecía el infausto momento en que se ocurrió invitar a aquel condenado Dr. Shore, geólogo y psiquiatra, a la sociedad paracientífica que dos semanas atrás le brindara el honor de la presidencia. No había sido una imprudencia, ni siquiera una decisión poco meditada: los muchos y celebrados experimentos del doctor en el campo de la detección de presencias paranormales parecieron un inmejorable aval para elegirlo como primer conferenciante dentro del ciclo programado. De hecho, todos los miembros de la Sociedad que vivían a menos de cien millas acudieron puntualmente para ocupar su sitio en el salón. A la hora de inicio de la conferencia sólo quedaba media docena de sillas vacías, tantas como cartas de disculpa dirigidas a Si Benjamin felicitándole por su criterio y aclarando que la inasistencia se debía a otras razones, y nunca a desinterés por el acto programado.

Cuando el doctor Shore se presentó en la sala fue recibido por una cerrada ovación que dio paso enseguida a un silencio casi ritual, somo si el eminente especialista en fenómenos paranormales se dispusiera a conjurar un espectro sobre la tarima en vez de a exponer sus conocimientos sobre los procedimientos técnicos.

Los primeros treinta minutos, destinados a explicar la metodología de sus experimentos, resultaron verdaderamente sustanciales, brillantes hasta el punto de obligar a la concurrencia —poco dada a reconocerse lega en tales materias— a tomar notas sobre la marcha del torrente de novedades que desde el estrado se exponía. Concluida la detallada descripción de los procedimientos, pasó acto seguido a enumerar los hallazgos a que estos habían dado lugar, deteniéndose muy especialmente en las magníficas fotografías de hectoplasmas que se habían ido acumulando en su laboratorio. Tres de ellas fueron arrancadas ansiosamente de mano en mano por los asistentes, que no pudieron evitar romper el casi sacro silencio mantenido hasta ese momento. 

Si la conferencia hubiera concluido en ese punto, Sir Benjamin Malory hubiera podido seguir dedicando su tiempo a la gratificante desocupación de presidir la Sociedad, y con todos los parabienes además, pero el Dr. Shore pasó a continuación a precisar, aún más minuciosamente si cabe, las técnicas con que los mediums profesionales falsificaban tales pruebas. No menos de una docena de ellos estaban presentes, pero ninguno quiso ser el primero en darse por aludido mientras desfilaba ante el público una veintena de fraudes, trucos de magia, prestidigitación, manipulación de placas fotográficas y cuantas añagazas pasaron alguna vez por mente humana: los fuegos fatuos fueron acumulaciones de fósforo, la maldición de Tutankhamon envenenamiento por esporas de un hongo venenoso y hasta la resurrección de Jesucristo se convirtió allí en un simple acto de profanación de sepulcros. El irrefrenable doctor había conseguido en sólo quince minutos poner en su contra a los mediums, los investigadores de la magia egipcia y hasta a los cristianos en general, pero el malestar se tornó ya en estupor cuando, tras recoger las fotografías que con tanto agrado acababa de contemplar su auditorio, pasó a describir los métodos que él mismo había empleado para conseguir aquellas falsificaciones. Y lo dijo así, textualmente.

El altercado que contemplaron los adustos salones de la Royal Society diez años antes con motivo de la poco diplomática teoría de William Walham fue una tibia protesta comparado con el que allí se formó. Acaso los caballeros de la Royal conservaran cierta compostura en aquellos momentos por débito a su linaje y posición, también porque vivían casi todos de otra cosa (rentas, principalmente), pero la abigarrada colección de tahures, quiromantes, mediums, egiptólogos, hipnotistas, astrólogos, espiritistas, hechiceros, adivinos, telépatas, exorcistas, curanderos y levitantes, se tomó mucho peor que fuera tan directa e impúdicamente vituperada su medio de subsistencia. No se pararon tales personajes en apelativos cultos: fue mencionada allí la madre del doctor, la compleja identificación de su padre, sus gustos sexuales, el consentido adulterio de su esposa y su extraordinario parecido con no pocas especies animales de poco recomendable aspecto y cualidades.

El Presidente, Mr. Malory, más por sentirse en su deber que por desacuerdo con lo escuchado de labios de sus administrados, trató de poner orden, pero sólo lo consiguió cuando los insultaros comenzaros a ser repetitivos. Al fin, tras arduos esfuerzos, logró imponer su voz sobre el griterío, y la severidad judicial de sus palabras decretó al fin una pizca de orden en aquel injurioso maremágnum.

—Abandonar la conducta que dos mil años de civilización nos han enseñado como la más apropiada entre personas sensatas no va ayudar en absoluto a demostrar lo veraz de nuestras posturas. Guarden, por tanto, silencio, y escuchemos lo que el doctor tenga que decirnos.

—Gracias— empezó el doctor, que se había mantenido absolutamente indiferente al escándalo de la platea—. Quería decir hace un momento que mis investigaciones no han hallado más que fraudes porque no es posible otra cosa en el campo que nos ocupa. No sabemos qué hacer con los muertos y como nuestra conciencia no nos permite abandonar a los seres queridos en el cementerio y dejar que allí se pudran tranquilamente, inventamos mil historias distintas con que resucitarlos a medias. Y los resucitamos, eso sí, con poderes extraordinarios, con conocimiento e inteligencia superlativas, de lo que resulta que la muerte da más de lo que quita, pues hasta el fantasma del más imbécil puede responder a las difíciles inquisiciones de un espiritista avezado. Pero no es así, señores; se impone la seriedad: los muertos pueden ir al cielo o al infierno, según los creyentes, o a ninguna parte, según los ateos, pero de ninguna manera es admisible pensar que se quedan por aquí, flotando en el vacío, apareciéndose estúpidamente sin mensaje alguno que comunicar. Reconozco, cierto es, que a lo largo de la historia son tantos los casos en que se informa de su presencia que sólo ese motivo es suficiente para dar crédito a su existencia, pero si por un momento se deciden a razonar, convendrán conmigo en que tan perenne es su presencia en la historia como las causas que a mi parecer originan la alucinación que les da vida: el miedo a la muerte y el ansia de justificar lo injustificable.

Nuevos murmullos, atajados sin piedad por la presidencia.

—Cuando se es una persona importante, un rey digamos, resulta doloroso reconocer que el día en que nos abrace la tierra se acabará nuestra influencia, nuestro poder y nuestro dominio sobre las decisiones ajenas. Los que en tal coyuntura no se conforman con escribir testamentos, que es la forma en que habitualmente tratan los muertos de seguir imponiéndose a los vivos, suelen ser los más propensos a ver las almas de quienes les antecedieron, o a creer a quienes dicen haberlas visto; y si el rey lo cree mejor será a sus súbditos hacer otro tanto. Nace así un mito que de puro conocido llega a ser indiscutible: la literatura no hace más que darme la razón, y ustedes que lo niegan, mejor harían en leer a Shakespeare en vez de esos burdos folletones que tan ajados descansan ahora en la biblioteca de esta sociedad.

  Regreso de los gritos, sofocados sin necesidad de intervención alguna al margen de quienes querían seguir escuchando, así fuera por curiosidad, el resto del razonamiento.

—Si, por contra, una persona ni ha sido rey, siquiera en su casa, ni ha hecho nada en la vida, ni encuentra posibilidad alguna de hacerlo, parece lógico que el deseo de prolongar la existencia, y no en mundo superior alguno, sino al lado de parientes, conocidos y enemigos, le impulse a creer que es posible vagar por las casas, los campanarios o los cruces de caminos. De ese modo no es extraño que esas gentes, que de pura abundancia son legión, suelan creer lo que otras más imaginativas les cuenten acerca de lo visto u oído en tal o cual abandonado paraje. Porque convendrán conmigo en que los fantasmas jamás son vistos por muchedumbres.

Dos docenas de discursos brotaron entre el público, tratando de contradecir al orador, pero Sir Benjamin quería acabar con aquello cuanto antes y con un gesto ordenó silencio. Con menos partsimonia de la habitual, secó el sudor que coronaba su frente e indicó al doctor que podía continuar. 

—Pero hay otras muchas causas que producen las apariciones que hoy nos interesan. Una de los más interesantes partos de un fantasma es el del que sabe algo que no debe saber o quiere decir algo que no debe decir, y se libera de las crueles ataduras del sigilo o la prudencia atribuyendo sus palabras al oráculo de un muerto. ¡Bravo por su osadía!, pero si bien está creerlo en público para evitar otras investigaciones, siempre enfadosas, no han puesto aún los lingüistas nombre a la superlativa estupidez que constituye seguir creyéndolo en privado. Tal sería seguir defendiendo la existencia de Papá Nöel o los Reyes Magos después de que los niños se hayan acostado.

Los gritos que siguieron a esta aseveración tardaron en ser silenciados algo más que los anteriores. 

—Por último, porque observo que poco tiempo más podré dirigirme a ustedes, está el aburrimiento. La gente se aburre, terrible, espantosamente se aburre, y en tales sofocos de fastidio está dispuesta a buscar lo que sea, cualquier superchería capaz convencerles de que la vida que llevan es algo distinto de la porquería que en realidad es. Los fantasmas cumplen la doble misión de prometerles una prolongación más allá de la fosa y entretenerles mientras viven, ¿qué más se puede pedir?

Y para que no digan que no dejo una puerta abierta a la posibilidad, porque posible lo es todo, quiero terminar diciendo que si alguien tuviera una existencia posterior a la muerte sería alguien con una gran obra inconclusa, y los hombres con grandes obras son gente de talento o de coraje, gente muy ocupada que ni se dejaría convocar por mediums ni fotografiar por espantajos como ustedes, de lo que resulta que el famoso Más Allá del que esta Sociedad se ocupa está habitado por las almas de los tontos muertos que se dedican a dejarse interrogar y retratar por los tontos vivos. Muchas gracias.

Como nadie recordaba otros distintos, los insultos del principio se repitieron de nuevo, aunque diez veces magnificados en volumen.

Viendo que allí no tenía nada más que hacer ni que decir, el doctor Shore se puso tranquilamente su abrigo, dio la mano a su anfitrión, se calzó los guantes y atravesando la pared, se fue.

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Cuatro plumas y un relato (1): El club de los suicidas involuntarios [+18]

Eso es lo que alguien había escrito en el sobre que había encima de su mesa: "El club de los suicidas involuntarios". Ramón arqueó una ceja mientras pensaba si aquello era otra broma de Javi. Javi siempre estaba haciendo el payaso, o mejor dicho, era el tío más payaso de la redacción. Del mundo quizá. Miró en dirección a la mesa de su compañero, y cuando vio la silla vacía, recordó haber visto a Javi caminando en dirección al archivo del periódico. Con toda seguridad iba a surtirse de fotografías. Las necesitaba para poder realizar su ejercicio favorito en horario laboral: un pajote en el baño. Tenía más vicio que una garrota el mamón.

—Anita, cariño, ¿Javi ha dejado este sobre aquí?—le preguntó a su compañera de al lado.

—Hasta el coño me tenéis los dos con vuestras gilipolleces. Y yo aquí haciendo el trabajo de los tres. —bufó sin levantar la vista del teclado.

—Joder Ana, que solo he ido a mear. Luego te invito a un pincho y un pelotazo.

Ana suspiró, y levantó la vista del teclado mirando a Ramón con una mezcla de ternura y hastío.

—Javi ha dicho que iba a repasar no sé qué de Sofía Loren en el archivo. Eso lo ha dejado en tu mesa un mensajero que preguntaba por ti. Ahí tienes también el albarán. Y que sean un pincho y dos pelotazos mejor, que estoy viendo que me vais a dar el día.

Ramón miró el albarán y cantaba de lejos. Era más falso que un duro de madera. Él figuraba como destinatario, pero no se habían molestado en escribir ni la dirección, ni el nombre del periódico, ni redactor de sucesos ni nada más. Esto era cosa de Javi seguro. Esa dejadez le delataba.

En estas cavilaciones estaba Ramón, cuando de reojo le pareció ver una sombra que pasaba a toda velocidad por detrás de la ventana que daba a la calle. Casi inmediatamente después, llegó a través de la ventana entreabierta, un estruendo de metal chocando con cristales. Ramón corrió hacia la ventana, se asomó, y dos pisos más abajo observó estupefacto la marquesina de la entrada destrozada. Encima de aquella ensalada de aluminio, sangre y cristales rotos se recortaba en una postura imposible, el cuerpo retorcido de un chico. Llevaba puesto un casco de moto. Mierda. El mensajero. Ramón se fijó en que el chico no había muerto en la caída porque movió el brazo izquierdo hacia su pecho, en un gesto que parecía querer proteger algo que apretaba con fuerza dentro de su puño.

CONTINÚA

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____4____

Nunca olvidaré la madrugada del 4 del 4 del 2004. La Presa de las 4 Gargantas cuando abre sus compuertas no hace más ruido que la cisterna (del cuatrero) de mi vecino del 4º. Me despertó. Me giré, me puse a 4 patas con cuidado de no despertar a mi mujer en nuestro 4º aniversario, ni a mis 4 hijos, alcancé mi Nokia 4444. Vi la hora, eran las 4:44 y.... 44 segundos, momento exacto en el que la batería estaba al 44%. Todo cuadraba. Esa misma mañana fui al concesionario de la marca de los 4 aros a comprarme ese S4 Quattro. Me cautivaba su potente motor de 444 caballos que lo impulsaba de cero a cien en 4 segundos, era un rápido 4 puertas de 4 plazas y por supuesto tracción 4x4. Nunca olvidaré mi 44 cumpleaños.

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En lo profundo de la noche, he llorado

En lo profundo de la noche, he llorado. He recordado que también soy ser humano, que amar no está vetado.

He anhelado desde que te fuiste, y por vez primera he vuelto a llorar. He cortejado a las sombras para que me maten y aún no lo he logrado. Te echo de menos y duele que nunca puedas saberlo.

Soñé contigo. Triste, distante, una persona profunda que pocos conocieron de verdad. Mirada inteligente, creadora de mundos desconocidos. Tu imaginación impregnaba el hogar, con aquellos mandalas y la cascada de melodías. Una vieja radio moderna confesaba el interior; tu interior; nuestro interior.

Los solitarios con naipes, tus cartas del tarot, ritual inquebrantable. Era tu momento de reflexión, la buda junto al río. Un hogar sólido que empezó a deteriorarse el mismo día que te fuiste. Aves muertas en la calle fueron testigos de un juicio que nadie comprendió.

Te llevó el humo desde dentro. Se expandió y formó la silueta de tu cuerpo como si fuese una segunda sombra. El negro más puro carcome. Y desde siempre ya sabías que podría ocurrir, esa fue la verdadera maldición. Una calada tras otra y de repente, oscuridad. Una eterna noche desde el día hecho diagnostico. Un sol negro en tu interior, penumbras a nuestro alrededor.

Y mi historia con el hospital se prolonga por culpa de que me alimento de recuerdo. Bucles me azotan. Pero debo borrar las huellas que son el rastro para aquel día. Debo lograr hasta que tus cenizas sean parte del paisaje idílico, y el mejor modo de hacerlo es recordar lo bueno: siempre, para siempre.

Recordar que también reías...

Siempre.

Recordar tu sabiduría,

Así siempre.

Recordar que eras bella.

Por siempre.

Creo que te lo debía, un texto, el testimonio que te merecías. Quiero que descanses en las mentes de los demás, que seas guardián. Sonríe, porque no hay final, esa es la realidad. Sigue leyendo y sigue creciendo junto a la cultura que nos diste. Sigue paseando y sigue siendo la persona más responsable. Sigue luchando y sigue siendo consciente, con ese sentido común de mujer valiosa que vivió la época equivocada.

Sigue siendo. Por ti, por nosotros.

Para siempre.

Y en lo profundo de la noche, he llorado.

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El corrector de estilo

“Llovía sobre el epitafio que amaneció cubierto de escarcha.”

Si empezamos así vamos a acabar mal, Cristina.

Una frase y dos tonterías: acabamos mal.

....

Si no pones una coma en medio, resulta que sólo llovía sobre un epitafio: sobre el que amaneció cubierto de escarcha. Esa coma ausente da a entender que había otros. ¿Sobre los otros no llovía?

....

Y a ver cómo explicas la lluvia y la escarcha, todo a la vez. Primero la escarcha, al amanecer, y luego, a las cinco de la tarde, la lluvia. Muchos cambios de tiempo para tan poca cosa.

No sé si quieres fijar la atención en el amanecer, la lluvia o la escarcha, o sólo hacer ilusionismo con palabras biensonantes. La frase es hueca. La frase es una bobería.

Y no me mires así, como si te estuviera pegando. Tu padre me contrató para eso: para corregirte y para hacer de ti una escritora de provecho.

....

No sé de quién va a ser el provecho. Eso pregúntaselo a tu padre que es el que paga.

....

Venga, mujer. No pongas esa cara. Ven.

....

No. Tu padre no me paga también por acariciarte. No seas venenosa. Esto es de balde.

....

Vaya: veo que algo has aprendido. Si: de balde significa también en vano. ¿No vas a darme un beso?

....

¿Ni siquiera uno?

....

¿Y a mí que más me da que tengas novio formal y vayas a casarte en marzo? Eso es un matrimonio de conveniencia.

....

De mi conveniencia, no, por supuesto. No seas injusta. ¿Cómo puedo presentarme a pedir tu mano con lo que gano? ¡Me echarían a patadas!

....

Mira: hago lo que puedo. Sigo mi vocación. Qué más quisiera yo que vender mis libros y no tener que dedicarme...

....

Lo de complacer niñas malcriadas lo has dicho tú. Yo iba a decir a la enseñanza.

....

¡Pero es mi vocación!, ¡debes entenderlo!

....

Pues mira: no lo sé. No sé cómo se llama el hombre que, por no aceptar un trabajo digno, consiente que la mujer que ama se case con otro.

....

No. Ese es el que consiente en el adulterio de su esposa y yo no hago eso. Insultemos con propiedad.

....

Mira: vamos a dejarlo. Otra frase: “Y, sin embargo, murió sola” 

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Por envidia

Marina llegó sin avisar, esas cosas pasan y le pasan a ella más que a nadie. Le dijo a Javier que tenían que hablar, como siempre que había algún pequeño lío, dramatizado como si fuera la caída del muro de Berlín. “Que a la niña la han llamado chinita de mierda en el colegio.”

A Javier se le erizó la nuca, esta vez no era nada ligero ni poco grave. En ese momento recordó, sin venir a cuento, su divorcio y lo amigable que había sido todo, ni escándalos, ni quejas, ni jueces de un color o de otro, nada. Todo fue bien como personas civilizadas.

No es que Marina buscará en Javier que hiciera algo que ella no podía hacer, no, ella se bastaba y se sobraba para resolver esta cuestión, pero sabía que él era el padre de Yeni, su hija adoptada.

Yeni era una niña fuerte, lo era, y podía encajar muchos golpes que la sociedad pudiera intentar lanzarle, pero aquel día llegó llorando a casa de Marina. Ella y Javier compartían el tiempo en casas separadas pero seguían siendo los padres de Yeni, los dos la querían, sin matices.

 -Cuéntame más... ¿qué ha pasado? –dijo Javier mientras le traía un té con hielo a Marina.

-Unos niños, en el patio, cuando estaban jugando al fútbol, le dijeron que a la “chinita de mierda” no la querían en su equipo –dijo ella mirando al suelo con pena.

-Joder, no me jodas... pero si lleva años en ese colegio...

-Aún no he hablado con la dirección del colegio –seguía mirando al suelo, más preocupada por lo sucedido que por lo que él pudiera decir.

-Vamos mañana y hablamos con el tutor... –Javier se sentó a su lado sin saber si cogerla de los hombros afectuosamente o dejarlo correr.     

 Marina comenzó a llorar lentamente, sin voluntad ninguna, como si fuera el acto natural del rocío por la mañana. Sólo apuntó a decir un par de palabras.

 -¿Por qué?

 Tras pensar mucho en lo que quería decir esa pregunta, que evidentemente no tenía nada que ver con ir a hablar con el tutor, Javier, masculló una frase.

 -Los niños son crueles.

 Marina se lo quedó mirando por un instante. Javier corrigió la frase dándose cuenta de la estupidez que había dicho.

 -Es buena en fútbol, por eso la rechazan. Por envidia.

 Ella siguió sin entender la frase y ya estaba pensando que Javier no entendía el problema.

 -Lo sé, lo sé, Marina, es nuestra hija y hay que hacer algo. Hablo con ella esta noche, antes de que vayamos mañana en el colegio.  

 Concretaron hora para hablar con el tutor y enviaron un mensaje al colegio. Mensaje que nadie respondió.

 Esa noche, Javier y Yeni habían quedado en una cafetería debajo de casa de Marina. A una hora prudente. Ella muy preocupada por el tiempo de estudio que estaba dedicando a hablar con su padre.

 -Papi, ya sé que no eres mi padre real, sólo mi padre-padre, el que me ha cuidado todo este tiempo.

-Y yo sé que tú sabes que soy un padre-padre... no quien te engendró. Lo hablamos cuando eras muy pequeña.

-Papi, me gusta mucho jugar al fútbol... –dijo ella con un mohín de incomodidad.

-Lo sé.

-Pero no me dejan jugar con nadie porque marco goles... No lo entiendo.

-Yo tampoco –dijo Javier suspirando porque en el fondo sí entendía el comportamiento humano.

-Tú seguro que sí lo sabes –respondió ella con un ligero brillo de admiración en los ojos.

-Mañana iremos a hablar con tu tutor.

-Ya. Pero seguiré siendo la chinita que marca goles –dijo ella dándole vueltas al vaso de su refresco.

-¿Sabes una cosa? Me encanta que te guste el fútbol y que seas tan buena jugadora.

-Lo sé, papi, y a mami también le gusta.

-Te voy a ser sincero porque sé que no eres nada tonta. No sé qué vamos a conseguir mañana hablando en el colegio en tu defensa de este abuso cultural, racista o simplemente de envidia pura.

-¿Y si dejo el fútbol?

-Hagas lo que hagas algunas personas seguirán faltándote al respeto. La única solución sería... –Javier sabía que no podía terminar la frase.

-Olvidarlo todo y seguir adelante, ¿no?

-Sí, eso, eso mismo... –Menos mal que su hija era más calmada y serena que él.

  A la mañana siguiente, el tutor no tenía mucho tiempo para hablar con ellos. Dos frases educadas y poco más. Fuera, en el patio, se estaban organizando los equipos para jugar un rato al fútbol.

 

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La leyenda equivocada (I)

Hay quien piensa que en tiempo de guerra y de tormento se suspenden las vidas de los hombres, hasta que de nuevo impera al fin la paz y es posible regresar a las pequeñas alegrías y las navegables cuitas cotidianas.

Hay quien cree que las batallas y las grandes hecatombes congelan los años y los alientos a la vez que hacen correr la sangre, y que los tiempos de tumulto y desolación pertenecen a otra cuenta diferente de los días y los siglos, ajena al cómputo somnoliento que rige el transcurrir de las existencias comunes.

Pero están equivocados: nada interrumpe el curso de la vida. Durante el mayor seísmo o la mayor erupción, cuando la tierra eclosiona en grietas y llamaradas, prosigue la primavera, y el arbusto que está en flor se resiste a marchitarse por mucho que la muerte haya devorado ya a todos sus vecinos. 

Lo mismo sucede con los hombres y sus anhelos.

Porque el amor no descansa, como no descansa el odio, y hasta en los años sombríos de terror y destrucción, en los más escondidos rincones de la Tierra, donde la historia y la leyenda se confunden en un aquelarre de sangre, florecen apasionados testimonios de que siempre hay un espacio y un momento para olvidar los pesares y mirar con esperanza los años venideros.

La guerra es entonces un instante entre paréntesis, y cada cual, espada en mano, mientras aguarda el momento de cargar contra el enemigo, piensa en su dama o en sus tierras, en la ofensa del vecino o la herencia del padre anciano, porque morir en la batalla sólo mueren los demás, y en pocas horas todo habrá terminado y cada cual regresará a su casa, al entorno que cada uno haya sido capaz de procurarse.

Porque no hay guerra que valga la pena si no es por defender un hogar, aunque sea una cueva, o un modo de hacer las cosas. Sólo se lucha por lo que se ama, y nadie ama lo que le es ajeno.

« Cada paso que retrocedáis, la muerte se acercará a vuestras casas». Eso les dijo el conde, y señores y villanos, caballeros y escuderos, supieron que era verdad, que no había más remedio que resistir día a día, o pasar a la ofensiva para morir de una vez y quitarse de tanto trasiego como estaban padeciendo.

Pero incluso en los peores momentos, acosado por el hambre y la fatiga, con las manos desolladas de manejar el arriaz, con los hombros en carne viva de sujetar el escudo, cualquier soldado lleva impreso en su cerebro o en sus tripas que hay que volver.

Siempre hay que volver para seguir viviendo, incluso cuando se va a la guerra tras la bandera de un hombre como Vlad el Empalador, hijo de Vlad Dracul, El Demonio. Hay que pensar en el amor y en las cosechas incluso después de haber empalado a cien hombres y cortado las cabezas de otros tantos para dejarlas como mojones sobre el camino. Hay que olvidar para volver.

Y para poder olvidar no hay que ofrecer resquicio a la duda: hay que estar siempre seguro, convencido hasta la médula de que cuando faltan los diez mil soldados precisos para plantar batalla, sólo queda el terror como aliado. 

Y es difícil convencerse de tal cosa porque repugna a la conciencia. Pero los que quedaron en sus casas no esperan deber sus vidas y sus haciendas al peso de tu conciencia, sino al peso tu espada. Y te imaginas el día en que tu esposa o tus hijos sean los degollados, como tantos otros que has visto, y te imaginas ante sus cuerpos exangües tratando de explicar que tal cosa sucedió por temor a ser tachado de salvaje. Y te rebelas. Y comprendes que sólo importa volver y tener un hogar al que volver. Y comprendes que si no es posible alejar a los turcos por las armas se los ha de alejar por el espanto.

Un espanto inolvidable. Un horror tan desmedido que hasta los nervios se aflojen y la historia se estremezca. Eso es lo que está a punto de desatarse. Suenan como tambores los cascos de los caballos: va a comenzar la hecatombe.

A la misma hora, al mismo tiempo que Miguel Ángel nace en Caprese y le es concedido a Da Vinci el título de maestro, cuando Boticelli firma satisfecho su retrato de Giuliano de Medici. En esa inolvidable y precisa hora, Vlad Tepes el Empalador desenvaina su espada y ordena cargar contra el enemigo. 

Dirán de él que es un bárbaro en tiempo de luces, pero él es quien guarda la puerta para que la fiesta pueda continuar en los jardines. Él es quien se enfrenta al turco, batiéndolo por tierra antes de que los españoles lo detengan también por mar en Lepanto. Vlad Tepes no sabe a quién defiende. Ni lo sabe ni le importa: le basta con seguir llamando suya a su tierra. 

Y con perfecta ignorancia de lo que en su campaña se juega el mundo, asegura el broche de su capa, se cala el yelmo y con un horrendo grito se lanza al ataque. Le siguen los suyos, sedientos de sangre, o borrachos de miedo. No importa: le siguen.

El estruendo de los caballos se impone a todos los demás sonidos, y pronto entrechocan las primeras armas. Las mazas silban en el aire, gritan los hombres, arrojando gritos de dolor o maldiciones, y resuenan los escudos al parar cada mandoble. Los turcos tratan de imponer su mayor número, pero ya no hay fe en los ojos de sus soldados, ni sienten en sus corazones la ardiente y santa furia del combate contra los infieles. Porque no se enfrentan en esos campos helados la cruz y la media luna: lucha el mundo contra el infierno, la codicia contra el terror. 

Los turcos se ven perdidos. Son siete contra uno y se ven perdidos. Iban a la Guerra Santa a luchar contra las huestes de Satanás, pero se encontraron con Satanás en persona. Siempre fue así: la sombra negra detiene a la bestia hambrienta; lo que emerge del cementerio intimida a lo que sale del antro; lo feroz se asusta de lo siniestro. 

Ya no hay esperanza de victoria para los turcos, y pronto emprenderán la retirada mientras los heridos, los que no pueden huir, tratan de darse muerte a sí mismos para no ser hechos prisioneros. Esta es la hora que anunció el profeta en que los vivos envidiarían a los muertos. Esta es la hora.

Los capitanes de Vlad Tepes ordenan perseguir a los fugitivos, sin descanso, sin miedo a que puedan reagruparse y tender una emboscada. Saben que el enemigo ha perdido cualquier vestigio de coraje, cualquier voluntad de resistencia. Los que pueden, huyen hacia sus propias líneas; los que no, tratan de escapar hacia los bosques, o hacia los montes, a la espera del momento en que puedan abandonar sus escondrijos. 

Los hombres del conde Tepes no dan tregua en su cacería, celebrando su victoria, celebrando sobre todo que tampoco este año los musulmanes cercarán sus castillos, ni quemarán sus cosechas, ni le exigirán tributo alguno. Se acordarán de la sangre hirviendo, en vez de aceite, que les fue arrojada desde las almenas, y creerán más conveniente probar su fuerza en otro lado. 

Se arrancarán las barbas, rasgarán sus vestiduras recordando a los amigos, a los parientes empalados en los caminos, dejados a la merced de los cuervos y las fieras. Verán en sueños las manos cercenadas colgando de los árboles, pero aunque les arda el corazón de odio y deseo de revancha, no tendrán valor para volver, y la tierra de Valaquia será libre mientras siga bajo la protección de este fiero Lucifer de las montañas.

Tres días duró la persecución después de la batalla, hasta que al amanecer del cuarto llegó la nieve a poner punto final, por unos meses, a aquella orgía de espanto. 

Nieve cerrada, en tupidas cortinas, que en pocas horas cubría los caminos y las copas de los árboles. Nieve que absorbía las palabras de las bocas antes de que fueran pronunciadas, que allanaba las huellas de las pisadas y hasta el relieve del horizonte con su mortaja de frío.

Por fin la nieve de la paz.

—Volvemos a casa —anunció escuetamente el conde. 

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La leyenda equivocada (II)

Fue en aquellos días cuando comenzaron a escucharse extrañas historias, murmuradas entre dientes en las interminables noches de las aldeas, o susurradas con miedo en las perdidas majadas de los pastores trashumantes. Los primeros lugares donde se oyó hablar de tales prodigios fue en los pequeños villorrios donde se detuvieron los hombres del conde Tepes de regreso a casa. Ni caballeros, ni soldados ni escuderos se hubiesen atrevido a despegar los labios de sospechar que sus palabras pudiesen llegar a oídos del conde, pero sin duda algunos aliviaron el peso de sus conciencias en la intimidad de las alcobas o en la camaradería de los campamentos, y pronto la región entera se vio estremecida por un temor sin nombre, distinto al de los turcos, más oscuro y más antiguo que cualquier horror de guerra.

Se decía que unas horribles criaturas formadas de lodo y sombra atacaban por la noche a los animales, sorbiéndoles la sangre. Algunos, los más funestos, saciaban también su voracidad en seres humanos, hasta que sus víctimas morían extenuadas y se convertían en un nuevo engendro sediento de vida. Se decía que algunos hombres dormían en catafalcos, y que después de morir permanecían intactos en sus tumbas, con la piel siempre fresca, y que mantenían su lozanía alimentándose con la sangre de los vivos en un constante aquelarre de tinieblas infernales, sin esperanza de verdadera muerte ni de verdadera resurrección. 

Se decía que los hombres del conde Tepes habían visto tanto horror y tanto espanto en el campo de batalla que muchos se habían vuelto locos y se bañaban en la sangre de los animales, comían carne cruda y aullaban a la luna por las noches, lo mismo que los lobos. Era el precio que el espanto se cobraba a cambio de la fuerza de su brazo en aquella guerra. Era el precio y había que pagarlo a cambio de la libertad: si hasta el más clemente y liberal de los señores exigía un estipendio por su auxilio en la campaña, ¿qué otra cosa podía esperarse del demonio?

Los hombres del conde Tepes regresaban victoriosos, sí, pero se decía que sus almas se habían extraviado en los laberintos de lo atroz y que muchos se habían vuelto locos, arrojándose con sus caballos por los precipicios de las montañas, y que otros habían perdido la facultad del habla. En todas las mesnadas que regresaron a los pueblos y ciudades de Valaquia había un loco, portador de una historia que ya no podría contar. En sus ojos había algo más allá de todo miedo, y los que aún podían hablar y recordar lo sucedido callaban inundándose en vapores de vino o de hidromiel.

Pero el pueblo hablaba. Hablaba de todos modos. Burgueses y campesinos aumentaban a su sabor lo poco que había oído e inventaban lo que no podía saber. Descifraban historias de espanto en los rostros de los que habían vuelto con la misma determinación y la misma fe ciega con que interpretaban la historia sagrada en los retablos de las iglesias. Y crearon así la iconografía del miedo. 

Se decía que algunos de los hombres del conde Tepes, y el propio conde incluso, habían vendido su alma al diablo para poder salir victoriosos de aquella guerra imposible, y el diablo se cobraba su precio impidiéndoles morir para que hicieran otros adeptos a la satánica hueste mordiéndolos en las horas más oscuras de la noche.

No era la primera vez que circulaban tales rumores por aquella región, pero nunca habían causado tanta alarma ni encerrado a los campesinos en sus casas con tantas trancas y cerrojos. Porque la historia era antigua, pero no así el semblante de los hombres que la repetían, ni la milagrosa victoria que la acompañaba. Algunos pensaron que hubiese sido mejor caer en manos de los turcos, pero la mayoría convino en que era una bendición deberse a un señor como el conde Tepes, que prefería vender su propia alma al diablo antes que rendir a su gente al enemigo. Nunca un señor feudal hizo tanto; nunca con otro se contrajo deuda tan enorme.

Las gentes se escondieron en sus casas esperando que la víctima fuese otro, y cuando alguien moría, aunque fuese la más esperable de las muertes, decapitaban el cadáver antes de hacerlo descender a la tierra.

Así, en pocas semanas, la monstruosa historia de los seres de sombra y lodo se extendió por todas las montañas de Valaquia.

El rumor no tardó en llegar también a Kronstadt. Primero lo repitieron las mujerucas que atendían miserables puestos de fruta o de carne en el mercado, pero luego, en poco tiempo se hicieron eco de él también algunas personas de calidad. Sin miedo a empañar su prestigio por unirse a lo más bajo del pueblo en sus supersticiones, repitieron a quien quiso que escucharles que varias veces habían visto a las siniestras criaturas de las que hablaba la conseja intentando abrir las ventanas de sus casas, o merodeando por los callejones. La superstición y el miedo no entienden de diferencias sociales.

Uno de aquellos hombres, un hidalgo medianamente rico, perdió a su hija y a una joven sirvienta en el corto espacio de diez días, ambas aquejadas de una inexplicable languidez, y la leyenda cobró alas.

Se decía que aquellas criaturas, a las que habían dado el nombre de vampiros, no podían subsistir sin la sangre de los vivos. Podían flotar en el aire y no eran reflejados ni por el agua ni por los metales, ni por el azogue de los espejos. Sus víctimas morían poco después de ser atacadas y se convertían inmediatamente en nuevos siervos de Dracul, que en la lengua de aquellas regiones significa Satanás. Así se quedarían, a medio camino entre la vida y la muerte, durmiendo en sus tumbas y saliendo de noche a cometer sus crímenes, hasta que fueran liberados de la maldición, pero nadie conocía la manera exacta de hacerlo: uno decían que bastaba con decapitarlos; otros que se les debía clavar una estaca en el corazón mientras dormían; otros afirmaban que se les debía atravesar de parte a parte con una espada de plata y algunos afirmaban que bastaba exponerlos a la luz del sol, pues semejantes criaturas no podían soportarla y se convertían en polvo en cuanto los rayos solares alcanzaban sus repugnantes cuerpos.

La leyenda prosperó y el miedo se adueñó en la ciudad de tal modo que al caer la tarde pocos eran los que se aventuraban a recorrer las calles.

Entonces, a principios de diciembre, comenzó a nevar, y los que no querían reconocer que preferían quedarse encerrados en sus casas por miedo a las terribles criaturas de sombra y lodo, encontraron en la nieve el pretexto ideal para permanecer en lugar seguro.

Comenzó a nevar a primeros de diciembre y no paró en tres semanas.

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Desorientado

Le dolían la cabeza, la espalda, las rodillas y algunas partes más de su cuerpo: demasiadas para enumeraras todas. Había intentado incorporarse, pero se había golpeado contra el techo. Después de aquello prefirió quedarse inmóvil, tratando de vencer las náuseas. 

Llevaba despierto algún tiempo aunque no sabía exactamente cuánto. Podía ser una hora, o dos, o cinco, porque a ratos volvía sentirse atenazado por el sopor para hundirse en una vorágine de recuerdos y pesadillas en las que todo daba vueltas, confundiéndose en oleadas sucesivas de euforia y angustia. Luego retomaba las riendas de su mente y se obligaba a permanecer despierto buscando respuestas a la larga lista de preguntas que se iba acumulando: ¿dónde estaba?, ¿qué hacía allí?, ¿qué había ocurrido?, ¿por qué se sentía tan mal?

Al fin parecía amanecer y ese mínimo eslabón lo mantenía atado a la consciencia. Tenía que permanecer despierto y tratar de adivinar qué había ocurrido. Y escapar, por supuesto. Eso era lo primero. No necesitaba lucidez alguna para darse cuenta de que estaba atrapado en alguna parte. La fracción más primitiva de su cerebro se bastaba y se sobraba para avisarle de ese peligro.

La luz se colaba por una mínima rendija sobre su cabeza. La apuró con avaricia, e incluso lanzó sus manos hacia ella, como si alguien le hubiese arrojado una cuerda en medio de un naufragio.

Pero con ese gesto desesperado, en vez de atrapar la luz, la cegaba, así que retiró de nuevo las manos, se las pasó por el rostro y comprobó que estaba empapado. No sabía si era sudor. Esperaba que sí. También podía ser sangre o algún tipo de humedad que goteara sobre su cabeza. Podía ser cualquier cosa: se llevó los dedos a la boca y no distinguió sabor alguno: por lo menos no era sangre.

Trató de mirar la hora pero no tenía reloj. Se palpó el resto del cuerpo y comprobó sorprendido que estaba completamente desnudo. No importaba: era verano y los días solían ser lo bastante calurosos para no temer morir de frío. ¿Pero por qué demonios lo habrían desnudado? Para humillarlo, seguramente, y complicarle la huida.

Tal vez lo peor ya hubiera pasado. O no. Seguro que no. En situaciones como la suya lo peor está siempre por venir. Tenía que encontrar la manera de salir, buscar otras rendijas, lo que fuese. Averiguar dónde estaba y pensar el modo de escapar.

Sólo recordaba una discusión, unas cuantas amenazas en un lugar lleno de gente. No podía haber pasado nada allí. Tenía que haber sido después, ¿pero cómo?, ¿y cuándo? No lograba recordarlo. Si pudiese recordar lo que había sucedido quizás eso le diese alguna idea sobre el lugar en el que se encontraba. Un zulo seguramente. Un escondrijo de mierda para mantenerlo fuera de circulación una temporada o pedir algo a cambio de su liberación. 

Quién lo había hecho estaba claro. Había sido Argüelles. Seguro. ¿Quién iba a ser si no? ¿Pero qué demonios podía pedirle Argüelles?, ¿por qué lo tenía allí? Quizás quisiera asustarlo.

Sus pensamientos fluían cada vez con mayor claridad. ¿Lo habían drogado? Posiblemente. No recordaba nada. Sólo la discusión. Quizás alguien le hubiese echado algo en la bebida, y simplemente habían esperado a que perdiera el conocimiento. Muy propio de Argüelles, el miserable. Nada de violencia. Nada de sangre. ¿Qué clase de gangster de medio pelo se puede desmayar al ver la sangre? Había sido Argüelles: era propio de él. Lo habían desnudado, pero no estaba atado, ni esposado. Las típicas chorradas de Argüelles y su repugnancia por todo lo que fuese violento.

A través de la rendija sólo se veía el cielo. No podía localizar el lugar en que lo habían metido, pero si era un maletero, el coche no estaba en movimiento. Probablemente estaría en el campo, junto a un chalé o una finca de las afueras. No se oía ni un ruido. Seguramente lo habrían dejado allí a la espera de que alguien fuese recogerlo, o estaban preparando un sitio donde retenerlo. 

Pensó un momento si debía gritar y decidió que sí. Podían oírlo sus secuestradores y darle otro golpe en la cabeza, como el que aún le dolía, pero era su única oportunidad. Quizás estuviese en una urbanización y lo oyesen los vecinos.

Gritó con todas sus fuerzas y un pájaro le respondió con sus trinos. Estaba en el campo, de eso no cabía duda. Argüelles tenía un chalé, pero no recordaba si en la sierra del Norte, junto a Villalba, o cerca de Toledo. O a lo mejor en los dos sitios. A Argüelles no le gustaban los lugares solitarios, así que tenía que seguir intentando que lo oyese alguien. Gritó de nuevo y aguzó el oído: esta vez ni siquiera escuchó al pájaro. Sólo el rumor de la brisa sobre los árboles.

En las horas que había pasado inconsciente podían haberlo llevado a cualquier sitio, pero seguramente seguía cerca de Madrid. Argüelles no se arriesgaría a dejarlo al cargo de otra persona sin poder ir a comprobar de vez en cuando cómo iban las cosas, y era demasiado vago para tomarse la molestia de viajar muy lejos.

No estaba en un coche. En un coche tendría las piernas encogidas. Estaba en un chalé, casi seguro, ¡y lo habían metido en el hueco del calentador del agua! Por eso la humedad, por eso el techo sobre su cabeza! Volvía a sentir el tacto en los dedos y no era metálico, como había pensando en un principio. Sólo frío, pero no metálico. Empujó el techo con todas sus fuerzas pero no se movió ni un milímetro.

Gritó de nuevo, y nada. Aún era pronto para que pasara por allí ningún excursionista, ni el cartero, ni un coche siquiera. Tenía que reservar fuerzas. Además, si gritaba antes de que pudiera oírlo otra persona, podía alertar a los secuestradores y volverían a golpearlo, o lo forzarían a tomar alguna porquería que lo mantuviese fuera de combate hasta que encontrasen un lugar más discreto. Lo mejor era escuchar, mantenerse atento, y estar listo para simular que seguía inconsciente si aparecía alguien sospechoso. Conocía a casi todos los hombres de Argüelles, por lo menos a los de toda la vida, y seguramente no hubiesen encargado algo tan delicado a un novato o a alguien que no fuese de toda confianza.

Aguzó el oído y nada. Sólo algunos pájaros, algún insecto, y la rendija de luz, que parecía vibrar por sí misma.

La luz seguía creciendo y su ojos trataban de aprovecharla para reconocer el lugar. Era un zulo blanco, húmedo y frío, con algunos árboles en las cercanías.

Haciendo un gran esfuerzo, torció el cuello para mirar por la rendija y tratar de ver los árboles. Los vio al fin y gritó con todas sus fuerzas.

Eran cipreses.

Comprendió de pronto.

Siguió gritando.

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La última cena

La última cena

Aquella era una noche especial. Si todo salía como estaba previsto, uno de los comensales en aquella cena le traicionaría a las autoridades religiosas. No tenía dudas sobre lo que pasaría después, se imaginaba que intentarían eliminarle, ejecutarle.

Pero la autoridad religiosa estaba sometida al poder civil de Roma, y no podía tomarse la justicia por su cuenta, por lo que necesitaban que fuera el gobernador de aquella lejana provincia judía quien le condenara a muerte. Lo que no sabían era que al cumplir la sentencia, probablemente mediante la crucifixión, sus revolución se afianzaría.
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Un encuentro inesperado

Eran los últimos días del verano. Carolina había pasado unos días sola en aquellas playas del sur. Siempre que podía se escapaba a disfrutar de las blancas arenas del Atlántico, intentando alejarse de las zonas más turísticas.

Si había algo que le resultaba agobiante, era la noche de aquellos barrios de copas, llenos de turistas y autóctonos buscando carne fresca, una mujer con la que tener una aventura. Ella no era así, no servía para ello.

Se acercó a ver el ocaso sobre el mar. La tarde había sido muy cálida en aquel mes de septiembre, en aquel final de la época estival. Pronto tendría que regresar a casa, a incorporarse al trabajo. En ello estaba pensando, sintiendo la brisa cálida, viendo el sol bajar hacia el océano en un horizonte rojo de fuego cuando escuchó una voz a su lado.

- La mar
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El último concierto de Sako de Pota

13 de enero de 1984, viernes

Recuerdo que estaba supercolgado. En el escenario ya estaba el resto del grupo haciendo ruido. Entré desde atrás y me tropecé con los cables que iban a los altavoces. El Pipas tocaba la batería a toda hostia, mientras que Pelopintxo aporreaba el bajo.
Txelo estaba a la guitarra. Sólo se sabía dos acordes, pero era más que suficiente, lo fuerte del grupo eran las letras. Bastante teníamos con que el Pipas mantuviera el ritmo de las canciones.

La verdad que no tenía ni puta idea de la canción que estaban tocando como comienzo del concierto, pero tampoco me importaba mucho. Cantaría cualquiera de las letras de las que me acordara y a correr.

Me asomé al borde del escenario. Había un porrón de gente pegando brincos, totalmente borrachos. No se esperaba mucho más de un concierto un viernes por la noche en el gaztetxe de Somorrostro...
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La puta jaqueca

Le dolían la cabeza, la espalda, las rodillas y algunas partes más de su cuerpo: demasiadas para enumeraras todas. Había intentado incorporarse, pero se había golpeado contra el techo. Después de aquello prefirió quedarse inmóvil, tratando de vencer las náuseas. 

Llevaba despierto algún tiempo aunque no sabía exactamente cuánto. Podía ser una hora, o dos, o cinco, porque a ratos volvía sentirse atenazado por el sopor para hundirse en una vorágine de recuerdos y pesadillas en las que todo daba vueltas, confundiéndose en oleadas sucesivas de euforia y angustia. Luego retomaba las riendas de su mente y se obligaba a permanecer despierto buscando respuestas a la larga lista de preguntas que se iba acumulando: ¿dónde estaba?, ¿qué hacía allí?, ¿qué había ocurrido?, ¿por qué se sentía tan mal?

Al fin parecía amanecer y ese mínimo eslabón lo mantenía atado a la consciencia. Tenía que permanecer despierto y tratar de adivinar qué había ocurrido. Y escapar, por supuesto. Eso era lo primero. No necesitaba lucidez alguna para darse cuenta de que estaba atrapado en alguna parte. La fracción más primitiva de su cerebro se bastaba y se sobraba para avisarle de ese peligro.

La luz se colaba por una mínima rendija sobre su cabeza. La apuró con avaricia, e incluso lanzó sus manos hacia ella, como si alguien le hubiese arrojado una cuerda en medio de un naufragio.

Pero con ese gesto desesperado, en vez de atrapar la luz, la cegaba, así que retiró de nuevo las manos, se las pasó por el rostro y comprobó que estaba empapado. No sabía si era sudor. Esperaba que sí. También podía ser sangre o algún tipo de humedad que goteara sobre su cabeza. Podía ser cualquier cosa: se llevó los dedos a la boca y no distinguió sabor alguno: por lo menos no era sangre.

Trató de mirar la hora pero no tenía reloj. Se palpó el resto del cuerpo y comprobó sorprendido que estaba completamente desnudo. No importaba: era verano y los días solían ser lo bastante calurosos para no temer morir de frío. ¿Pero por qué demonios lo habrían desnudado? Para humillarlo, seguramente, y complicarle la huida.

Tal vez lo peor ya hubiera pasado. O no. Seguro que no. En situaciones como la suya lo peor está siempre por venir. Tenía que encontrar la manera de salir, buscar otras rendijas, lo que fuese. Averiguar dónde estaba y pensar el modo de escapar.

Sólo recordaba una discusión, unas cuantas amenazas en un lugar lleno de gente. No podía haber pasado nada allí. Tenía que haber sido después, ¿pero cómo?, ¿y cuándo? No lograba recordarlo. Si pudiese recordar lo que había sucedido quizás eso le diese alguna idea sobre el lugar en el que se encontraba. Un zulo seguramente. Un escondrijo de mierda para mantenerlo fuera de circulación una temporada o pedir algo a cambio de su liberación. 

Quién lo había hecho estaba claro. Había sido Argüelles. Seguro. ¿Quién iba a ser si no? ¿Pero qué demonios podía pedirle Argüelles?, ¿por qué lo tenía allí? Quizás quisiera asustarlo.

Sus pensamientos fluían cada vez con mayor claridad. ¿Lo habían drogado? Posiblemente. No recordaba nada. Sólo la discusión. Quizás alguien le hubiese echado algo en la bebida, y simplemente habían esperado a que perdiera el conocimiento. Muy propio de Argüelles, el miserable. Nada de violencia. Nada de sangre. ¿Qué clase de gangster de medio pelo se puede desmayar al ver la sangre? Había sido Argüelles: era propio de él. Lo habían desnudado, pero no estaba atado, ni esposado. Las típicas chorradas de Argüelles y su repugnancia por todo lo que fuese violento.

A través de la rendija sólo se veía el cielo. No podía localizar el lugar en que lo habían metido, pero si era un maletero, el coche no estaba en movimiento. Probablemente estaría en el campo, junto a un chalé o una finca de las afueras. No se oía ni un ruido. Seguramente lo habrían dejado allí a la espera de que alguien fuese recogerlo, o estaban preparando un sitio donde retenerlo. 

Pensó un momento si debía gritar y decidió que sí. Podían oírlo sus secuestradores y darle otro golpe en la cabeza, como el que aún le dolía, pero era su única oportunidad. Quizás estuviese en una urbanización y lo oyesen los vecinos.

Gritó con todas sus fuerzas y un pájaro le respondió con sus trinos. Estaba en el campo, de eso no cabía duda. Argüelles tenía un chalé, pero no recordaba si en la sierra del Norte, junto a Villalba, o cerca de Toledo. O a lo mejor en los dos sitios. A Argüelles no le gustaban los lugares solitarios, así que tenía que seguir intentando que lo oyese alguien. Gritó de nuevo y aguzó el oído: esta vez ni siquiera escuchó al pájaro. Sólo el rumor de la brisa sobre los árboles.

En las horas que había pasado inconsciente podían haberlo llevado a cualquier sitio, pero seguramente seguía cerca de Madrid. Argüelles no se arriesgaría a dejarlo al cargo de otra persona sin poder ir a comprobar de vez en cuando cómo iban las cosas, y era demasiado vago para tomarse la molestia de viajar muy lejos.

No estaba en un coche. En un coche tendría las piernas encogidas. Estaba en un chalé, casi seguro, ¡y lo habían metido en el hueco del calentador del agua! Por eso la humedad, por eso el techo sobre su cabeza! Volvía a sentir el tacto en los dedos y no era metálico, como había pensando en un principio. Sólo frío, pero no metálico. Empujó el techo con todas sus fuerzas pero no se movió ni un milímetro.

Gritó de nuevo, y nada. Aún era pronto para que pasara por allí ningún excursionista, ni el cartero, ni un coche siquiera. Tenía que reservar fuerzas. Además, si gritaba antes de que pudiera oírlo otra persona, podía alertar a los secuestradores y volverían a golpearlo, o lo forzarían a tomar alguna porquería que lo mantuviese fuera de combate hasta que encontrasen un lugar más discreto. Lo mejor era escuchar, mantenerse atento, y estar listo para simular que seguía inconsciente si aparecía alguien sospechoso. Conocía a casi todos los hombres de Argüelles, por lo menos a los de toda la vida, y seguramente no hubiesen encargado algo tan delicado a un novato o a alguien que no fuese de toda confianza.

Aguzó el oído y nada. Sólo algunos pájaros, algún insecto, y la rendija de luz, que parecía vibrar por sí misma.

La luz seguía creciendo y su ojos trataban de aprovecharla para reconocer el lugar. Era un zulo blanco, húmedo y frío, con algunos árboles en las cercanías.

Haciendo un gran esfuerzo, torció el cuello para mirar por la rendija y tratar de ver los árboles. Los vio al fin y gritó con todas sus fuerzas.

Eran cipreses.

Comprendió de pronto.

Siguió gritando.

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Homenaje al mundo real

Al principio Dios creó el cielo y la Tierra.

Y quiso verlos brillar con brillo eterno, y la mirada del Señor se posó sobre el mundo recién nacido, que guardó en su seno el destello de los divinos ojos.

Vio Dios que la luz era buena y se prendó de ella, haciéndola reina del Universo, y por todas partes se extendieron los haces de aquella fuerza deslumbrante que prestaba nueva forma a todo lo creado, preparándose para alumbrar lo que aún estaba por venir, porque la luz bullía ansiosa de abrir los ojos a cuanto el Señor quisiera poner sobre el mundo.

Al segundo día, dijo Dios: reúnanse las aguas y formen el mayor de los espejos, y así quedó seca parte de la tierra, y la luz halló en las quietas aguas donde reflejarse, y se amaron mutuamente con un gran amor, pues los dos se miraban en quietud sin turbar el uno al otro.

Y dijo Dios: produzca la tierra vegetación y árboles grandes y pequeños que pueblen lo seco. Y al llamado de su palabra muchos millones de árboles se alinearon ordenadamente cubriendo el manto de la tierra, que los abrazó agradecida, recibiendo con deleite sus raíces. Así los tonos ocres se volvieron verdes, y el polvo reseco fue sustituido por la fragante frescura de la hierba, que crecía tierna y jugosa esperando a las bestias a las que habría de servir como alimento.

Al tercer día, quiso Dios crear las hogueras de los cielos, y el sol y las estrellas ardieron con poderoso fuego, calentando las aguas, las tierras y los árboles, y todos amaron aquel calor que les daba nueva vida, impulsando su savia, haciendo abrirse a sus flores y madurando sus semillas.

En el día cuarto Dios pobló los aires con pájaros multicolores de amables gorjeos, y sus alas se enseñorearon de la luz, tomando de ella su liviandad, y de ellos nació la música, delicada y dulce, que arrullaba al Creador en su morada.

En el quinto día, Dios creó innumerables criaturas diferentes para que poblaran las tierras y los mares. Todos los seres vivientes hallaron su lugar en la creación y reinó la armonía entre ellos, porque todos querían servir al Creador y a su magnífica obra. Y pronto se multiplicaron llenando las montañas, los desiertos, los prados, las campiñas y los bosques, y el bullicio de la vida animó hasta los últimos rincones, bendiciendo constantemente la mano de aquel que de la nada les dio forma y consistencia. 

Llegado el sexto día, el señor quiso coronar su obra, y dijo: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza. Domine sobre los peces del mar, las aves del cielo, los ganados, las fieras campestres y los reptiles de la tierra.

Macho y hembra los creo, a su propia imagen y semejanza. Luego les dio el imperio y el poder sobre todo lo creado, porque habrían de ser los enviados de Dios en el mundo, los que rigieran el producto de su amor, y nada les sería ajeno de cuanto en la tierra hubiese.

Y los ángeles del Señor, en unánime regocijo, cantaron alabanzas sin número al sublime Hacedor del Universo, y sin excepción consagraron su existencia a llenar el orbe de bendiciones y bienaventuranzas.

El Señor Dios plantó un jardín en Edén, al oriente, y en él puso al hombre que había creado. Hizo germinar del suelo toda clase de árboles agradables a la vista y apetitosos para comer, y entre ellos estaba el árbol de la vida, en medio del jardín, y el árbol de la ciencia del bien y del mal. Y el Señor Dios puso al hombre en el paraíso recién creado para que lo cultivara y lo guardase, y este mandamiento le dio: puedes comer de todos los árboles del jardín, pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que lo hagas, ciertamente morirás.

Y así lo hizo el hombre, porque de nada le faltaba y el amor que sentía por su señor le impedía pensar siquiera en contrariarle. Y pasaron los años, y los siglos, y las criaturas se multiplicaron bendiciendo son su fertilidad al Hacedor. El hombre reinó sobre ellas desde el Edén y los ángeles multiplicaron sus alabanzas, entonando himnos de gloria.

Y vio Dios que todo aquello no era bueno. No podía ser bueno.

Uno a uno, retorció el cuello a sus ángeles, desplumó a las aves de los cielos y abrasó con su aliento los árboles hasta reducirlos a cenizas. Puso en movimiento al aire para que rompiera la quietud de las aguas, y desterró la luz de la mitad de sus dominios. Hizo hervir las aguas para acabar con todas las criaturas que en ellas moraban, y el cielo se llenó de nubes negras listas a engendrar poderosos rayos. Rasgó la tierra por innumerables partes para que de ella brotara el fuego y la desolación, y aplastó con su mano a todas las criaturas que la poblaban.

Después fue al Edén, donde halló al hombre y sus descendientes, perplejos por lo que habían visto, y también a todos dio muerte.

Y así, Dios, descansó. Este fue el séptimo día.

Luego, al principio, Dios creó el cielo y la tierra....

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La destrucción de un mundo

Cuando nací lo primero que vieron mis ojos fue una vasta llanura llena de riqueza. Todo el alimento que pudiera imaginar estaba allí para nuestro disfrute. Después vi a varios de mis hermanos, que como yo se recostaban en el suelo de nuestra cueva. Arriba se observaba un vasto cielo blanco, cuya luminosidad se apagaba en determinados momentos del día, volviendo a resurgir al día siguiente para mostrar los infinitos prados llenos de los más diversos manjares. Aquello era sin duda el paraíso.

En los días siguientes a mi nacimiento, comenzamos a tener problemas con un depredador que, en ocasiones, rondaba nuestra cueva y devoró a alguno de mis hermanos. Pero, como sólo era uno, el resto podíamos escapar mientras se lanzaba sobre su presa, y yo nunca llegué a caer en sus garras. A pesar del peligro, mi vida seguía siendo maravillosa y cada día me encontraba más fuerte. Pronto me volvería adulto y podría volar para explorar nuevas tierras.

Pero un acontecimiento lo truncó todo. Durante un momento en que el cielo estaba apagado, se desató un terremoto seguido de un ruido ensordecedor. Todo comenzó a moverse, el suelo comenzó a rotar, las paredes de mi cueva se desprendieron y quedé atrapado en un amasijo de materiales que no podía identificar. Desde mi prisión, comprobé que ahora el mundo se movía a gran velocidad. Aquello era una locura, pues no sólo se habían derrumbado los cimientos del mundo, sino que ahora lo que quedaba de él viajaba velozmente a un destino desconocido.

De repente, todo se detuvo por un breve tiempo. A los pocos segundos, un estruendo insoportable se desató y el mundo comenzó a achicarse rápidamente. El cielo empezó a caer sobre mi cabeza y todo se volvió oscuridad. Después desperté en otra cueva, abrazado por mi madre y bajo un cielo que esta vez era azul. Espero tener más suerte en este nuevo mundo.

Historia de las dos últimas reencarnaciones de un alma. De larva de mosca nacida en una bolsa de basura durante una huelga de recogida de residuos que duró 6 días, a cría de ser humano.

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Locos con botones rojos

Locos con botones rojos

“Buenas noches, mis conciudadanos.

Este gobierno, como prometió, ha mantenido la más estrecha vigilancia sobre la proliferación de individuos en posesión de impresoras biológicas y los archivos de instrucciones correspondientes, potencialmente capaces de representar una amenaza para la seguridad global.

En la última semana se ha demostrado de manera inequívoca que una serie de individuos en localizaciones alrededor del globo se están preparando para obtener dicha capacidad. El propósito de estos no puede ser otro que el de proporcionar la posibilidad de la destrucción total de la vida sobre la faz de la Tierra.” 

—Bruce, me tienes de los nervios, ¡no me contestas desde hace horas!

—Como comprenderás estaba ocupado, Alice. Te he llamado en cuanto he tenido un hueco, ahora que estamos en el coche.

—Ya me imagino. ¿Has redactado tú el discurso? ¿Qué está pasando? ¿Sabes lo que va a decir? Lo están poniendo ahora mismo. Espera un momento, ¿has dicho que vais en el coche? ¿A dónde vas?¡¿Dónde llevas a los niños?!

Bruce colgó y bloqueó las llamadas. Le daría un rato para que se calmara y luego le diría que hubo algún problema con la conexión o pondría alguna otra excusa. Cuando se ponía así, casi se alegraba de que le hubiera engañado con ese niñato imberbe de la compañía de teatro, forzando un divorcio que ambos deseaban desde hacía años, aunque se compadecía de que los niños todavía tuvieran que aguantarla. Pero esta vez no le faltaba razón para estar nerviosa, no podía culparla.

Volvió a activar el teléfono, y no tuvo tiempo ni de acabar la frase para activar la rellamada; ya estaba recibiendo la suya.

—Ni se te ocurra volver a colgarme.

—Ha debido ser el túnel que acabamos de pasar.

—Ya, claro. ¿A dónde vas?

—Alice, ya lo hemos hablado mil veces. Me toca el fin de semana con ellos, y no tengo por qué darte explicaciones.

—Esto es distinto, además ¿cuándo ha sido la última vez que te he molestado mientras estabas con ellos?

—¿Mi último fin de semana?¿La ley seca del ketchup? 

—Ja, ja, muy gracioso. Sabes que los dos están en riesgo de prediabetes. Pero no me cambies de tema. Esto es distinto, todo el mundo está asustado. ¿A dónde vas? ¿Por qué no te has quedado en casa? En todos los canales no paran de decir que evitemos salir si no es imprescindible.

—Ya sabes como son los tubers, tienen que llamar la atención, viven de eso. ¿No estás escuchando al presidente?

—Sí, pero está dándole muchas vueltas y no me entero de lo que quiere decir. ¿Por qué no me haces un resumen?

—Básicamente está proclamando la ley marcial y toques de queda indefinidos, con inspecciones domiciliarias globales.

—¿Como cuando los ciberataques? Al final solo fue un incordio y no pasó nada.

—Sí, más o menos. Aunque bueno, esta vez se ha proclamado a nivel mundial, no sólo para los aliados. Pero para nosotros sí, lo de siempre.

—¿Y cuánto va a durar?

—Semanas, puede que meses. Son muchos hogares y empresas que registrar.

—Pues deberías traer ya a los niños a casa, ya doblarás otro fin de semana.

—No cuela, Alice. Tú revisa las caducidades de los suministros del refugio y compra lo que te falte. No hay de qué preocuparse.

—¿Sabes qué? No me creo nada de tus amiguitos del gobierno. Son todos como tú, sólo quieren tenernos a todos controlados y manejarnos a su antojo. Y que compremos. Eso sí, todo el día comprando como si se fuera a acabar el mundo. Para luego tirarlo todo porque caduca. Eso cuando no declaran antipatriota alguna empresa de suministros y hay que renovar medio refugio. 

—Me alegra que te preocupes por los gastos que pago yo. Puedes darle los productos cancelados a tu artista de poca monta, seguro que se le ocurre alguna performance revolucionaria. Pero que tenga cuidado, que ahora mismo no está el horno para bollos.

—¿Tú te estás escuchando, amenazando a Jacques como si fueras un abusón de instituto? Deja de hacer el ridículo y supéralo de una vez. 

—No es una amenaza. Esta vez no nos vamos a andar con tonterías, el problema es serio.

—Pues antes decías que no había de qué preocuparse. ¿En qué quedamos?

—A ver, el peligro es real, pero si hacemos las cosas bien, no hay de qué preocuparse.

—Pues yo creo que no estáis haciendo las cosas bien. De hecho creo que las estáis haciendo fatal, y no nos vamos a librar gracias al gobierno, sino pese a él.

—Eso se lo has escuchado a un tuber, ¿o ahora te has convertido en analista de seguridad global?

—Por eso te dejé por Jacques. Él no me minusvalora como tú. Tengo ideas propias, ¿sabes? Vosotros creéis que el camino es controlarlos a todos, hacerles obedecer usando el miedo. Yo creo que el camino es otro, el camino siempre ha sido el amor.

—Lo que te gusta es llevar la contraria ¿Ahora eres más de zanahoria que de palo? No he notado que aplicaras ese método conmigo.

—No te enteras de nada. ¿Desde cuando el amor es lo opuesto al miedo? Lo ves todo en blanco o negro, y el mundo está lleno de grises, y lo que es más importante, de colores.

—¿Estás fumando otra vez?

—Te lo diré para que lo entiendas, estáis pensando en una dimensión cada vez, una linea en la que encajar el comportamiento de la gente. Derecha o izquierda, seguridad o libertad, palo o zanahoria, y las personas eligen su camino siguiendo muchas más dimensiones a la vez. Y el amor está en todas ellas, las rodea, las distorsiona, dobla todas esa líneas y las lleva a un único punto. El amor es lo único que puede hacer eso.

—Eso suena a religión o pseudociencia barata.

—A ver, ¿cuál es el problema ahora? Hay una maquinita que cualquiera puede tener en casa con la que crear un virus mortal que acabe con todo el mundo, ¿no? Todo el mundo tiene un botón rojo en casa con el que desatar el infierno.

—No es tan fácil como un botón, pero sí, desde que colgaron los diseños en internet, cualquiera podría hacerlo en unas semanas. 

—Y vosotros creéis que la solución es ir casa por casa, metiendo vuestros drones, vigilar cada movimiento y castigar a los que se salgan de vuestro guión. Reprimir, hostigar, acosar a todo el mundo hasta que se plieguen a vuestras exigencias. ¿No ves el problema?

—Ilústrame con tu sabiduría.

—¿Quién crees que haría algo así?¿Destruirse a sí mismo y a todos los demás?

—El problema es que cualquiera podría hacerlo si no los controlamos. Un fanático religioso, un criminal, un perturbado, ¡cualquier loco!

—Cualquier loco que no tenga nada que perder, Bruce. Nadie a quién amar. Los locos también aman, y lo que conseguís con vuestra actitud es que cada vez haya más odio y menos amor en este mundo. Pero como te he dicho antes, no superaremos esto gracias al gobierno, sino a pesar de él. El amor triunfará. Luego os apuntaréis el tanto, pero sabremos que la victoria ha sido nuestra. Nadie pulsará el botón rojo porque nadie querrá hacerlo, no porque lo hayáis impedido.

—Mira Alice, no tengo tiempo para tontiuearrrlliaasg.

—¿Qué?

—Perdona. Niños. ¡Niños! Meteos lo que os ha dado el agente debajo de la lengua un segundo. Es para identificaros.

—¿Bruce?¿Están bien los niños?

—Escúchame. El presidente me espera. Vamos a entrar en el búnker. 

—¡¿Cómo que en el búnker?!

—Si tienes razón, los volverás a ver en unas semanas, y serán tuyos para siempre. Puedes denunciarme. No pelearé por la custodia, aunque sabes que podría hacerlo y ganaría. 

—Eres un bastardo hijo de la gran…

—Aunque no me creas, me encantaría que tuvieras razón. Yo tampoco pienso que sea posible controlar a todo el mundo. Adiós Alice, entramos en la madriguera de conejo.

“El camino que hemos elegido para el presente está lleno de peligros, como todos los caminos; pero es el más coherente con nuestro carácter y coraje como nación y con nuestros compromisos en todo el mundo. El coste de la libertad siempre es alto, pero los estadounidenses siempre lo han pagado. Hay un camino que nunca elegiremos, y ese es el de la rendición o la sumisión.

Nuestra meta no es la victoria del poder, sino la reivindicación de nuestros derechos; no la paz a expensas de la libertad, sino tanto la paz como la libertad, tanto en este hemisferio como en todo el mundo. Si Dios quiere, esa meta se alcanzará.

Gracias y buenas noches.”

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Un producto complicado

—¡Pero no hay derecho!, ¡llevo cinco años trabajando en esto! —se quejó Murphy con un golpe en la mesa. 

Normalmente prefería la prudencia cuando hablaba con el Director General, pero aquel día su cólera era tan grande que no le importaba que lo despidiesen o lo trasladaran a otro proyecto. Al de enfermedades tropicales por ejemplo, un departamento donde acaban todos los que tenían buenas ideas y ni un céntimo que ganar.

El Director General cruzó las manos encima de la mesa, armándose de paciencia. Apreciaa a Murphy y hasta admiraba en su fuero interno el entusiasmo con el que defendía su trabajo, pero no podía dejar traslucir aquellos sentimientos.

—Mire, Murphy: sé de sobra que el Outdepre ha superado todas las pruebas clínicas. Sé también que ha conseguido importantes mejorías en algunos pacientes con depresión crónica, y que puede ser empleado con éxito a nivel hospitalario. Pero no voy a gastar ni un céntimo de la compañía en publicitarlo. De hecho, pensamos comercializarlo...

—¿Comercializar? ¿Llama usted comercializar a despachar unas cuantas cajas a centros sanitarios, cuando podríamos vender millones en el mercado, como vende la competencia? Por mi parte, mi contrato especifica claramente...

El Director general alzó una mano.

—Su contrato dice claramente que se le abonará a usted un 1 % de los beneficios que produzca, pero no dice nada de que debamos suicidarnos todos para engrosar ese porcentaje. No abuse de mi paciencia.

Murphy se mordió los labios. Iba a decir algo más pero sabía que no valía la pena. El 1 % ded los beneficios significaba única y exclusivamente eso: un uno por ciento de lo que se ganara, sin obligación explícita de invertir más o menos en marketing, en desarrollo, ni en niguna de las otras fases del proceso productivo.

—¿Se me permitirá, de todos modos, intentar mejorar el producto?

El Director General alzó las cejas violentamente, como si hubiese visto un fantasma.

—¿Que si se le permitirá? ¿Pero qué me está preguntando? ¡Se lo ordeno personalmente!, ¡Póngase desde ya mismo a trabajar en las mejoras! ¡Y si alguien le encarga otra tarea que lo distraiga de esa labor dígale que venga a hablar conmigo!

El rostro de Murphy se dulcificó un tanto.

—Gracias, señor Director. Haré lo que pueda, pero tal vez podríamos ir empezando por...

—Usted mejore el producto y déjeme a mí la estrategia de comercialización.

El gesto con el que el Director General acompañó aquella frase dejaba bien claro que no le agradaría escuchar ni una palabra más. Bastante hacía ya con seguir invirtiendo en desarrollo en vez de sepultar el compuesto bajo cien toneladas de hormigón burocrático.

—Le pasaré un informe mensual sobre los avances —acató Murphy a modo de despedida.

—O semanal si consigue algo interesante. Buenas tardes.

Murphy salió del despacho arrastrando los restos malheridos de su dignidad.

El Director General se quitó las gafas, se frotó el puente de la nariz y volvió a colocárselas para releer el informe que amenazaba con abrasar su mesa. De hecho, le extrañaba que no hubiese empezado ya a salir humo de alguna parte.

“Outdepre. Antidepresivo de uso general. Indicado para todo tipo de procesos depresivos. Contraindicaciones: ninguna. Incompatibilidades: ninguna. Toxicidad: ninguna. Efectos secundarios: caspa, anorgasmia y halitosis.”

—No podemos anunciar esto, joder. No podemos —maldijo el Director General en voz alta, lamentando una vez más la oportunidad perdida.

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Apócrifo de la Ilíada (el precio de la inmortalidad)

Cantad la cólera, musas, del pelida Aquiles, maldita, que causó a los aqueos incontables dolores y precipitó al Hades muchas valientes vidas de héroes y a ellos mismos los hizo presas para los perros y las aves todas.

Cantad hasta que los montes y los mares consumen su aplazado matrimonio, hasta que no queden en el mundo oídos que negaros puedan su atención, hasta que madure la bullente pulpa de la Tierra y esparza por el Cosmos sus fatigadas semillas. Cantad, musas embusteras, embaucadoras de hombres, hasta que el Olimpo entero implore clemencia con los ojos anegados en llanto, cantad en el desierto de la historia, en los páramos de Chronos, en los hielos de Leteo, pues de todos modos resonará mi voz, justiciera, incapaz ya de callar lo que el orbe ha de saber por más que imponga silencio la asamblea de los dioses todos.

Los cronistas son gentes que, hartas de ordeñar una vaca que no quiere dar más leche, acaban por ordeñar un toro. También los historiadores. De los héroes viven, y empeñados en buscarlos agotan la luz de sus ojos entre piedras centenarias y escrituras sin sentido a la caza de la prueba que refrende sus asertos; así como escoge la cabra los más suculentos bocados para su inmunda boca, así eligen ellos lo que mejor se acomoda a la tesis que empeñaron; igual que el que busca oro aparta la grava y la deshecha, y el que busca carbón menosprecia la pizarra, así el historiador se deshace de documentos y testimonios que no refrendan su idea.

Después llegan los poetas y reinventan lo inventado, y aunque no buscan fe ciega, malamente se acomodan a pintar debilidades en los protagonistas de sus ficciones, porque tienen que ser grandes los que grandes empeños acometen.

Ah, Troya, divina Troya, que te llevaste a los mejores en un torbellino fratricida, insensato, en una lucha de gigantes enfebrecidos que no ha conocido par entre los siglos. Ah, Troya, ciudad maldita, enemiga de los Hombres, que acabaste con la vida de aquellos que eran ejemplo y enseñanza de los niños, orgullo de los ancianos, baluarte de sus hogares, enseña de la tierra que la tierra alimentó y al fin abrazó en su seno sin que de nada sirviera tanto esfuerzo por alumbrar seres nuevos, orgullosos, capaces de reclamar a Zeus el dominio de los astros. 

Y todo por una mujer que, aún siendo hermosa, no valía la mitad que una sola de las que hubieran engendrado aquellos guerreros formidables. Todo por una mujer que de buena gana hubiera entregado Príamo de haber estado con él, en vez de hallarse en Egipto, en manos de Proteo, donde malos vientos la habían llevado en compañía de Alejandro. Fue así como los griegos, acampados ante Ilio para exigir satisfacción por la injuria que se les había hecho no hallaron más que promesas y buenas palabras entreveradas con la memoria de lo que ellos mismos habían hecho con Medea. También lo supo el poeta y prefirió callar, porque no sirve a las musas el que no sabe fingir. 

Pero yo no he de guardar más tiempo este silencio rancio, esta verdad que me oprime el pecho con flejes incandescentes, esta historia que arrastro tras mis pasos como el buey arrastra el arado por un campo en exceso pedregoso.

No pudieron los troyanos entregar a una mujer que no tenían, y encendida la avaricia de los aqueos por las muchas riquezas que adivinaron en la sitiada ciudad, dieron al olvido el origen de la querella y juraron no volver a casa con las manos vacías. Muchos hay que, como ellos, acuden a una ejecución pública y nada más enterarse de que el reo ha sido perdonado por la indulgencia del gobernante, enseguida buscan otro que lo sustituya en el patíbulo, pues menos importa quién muere que el común deseo de contemplar una muerte.

Así los griegos, cegados, como el toro que no embiste al enemigo sino a todo el que se mueve, pusieron sitio a su propia destrucción y no cejaron hasta alcanzarla. Mas también la sinrazón viste su propia grandeza y la locura se hizo epopeya de tanto esfuerzo y tesón como emplearon en ella.

¡Cuanta sangre derramada, cuanto lodo rojo que ni siquiera halló la mano redentora de un alfarero para darle nueva consistencia, renovada utilidad!, ¡cuantos vientres se marchitaron aguardando la semilla de aquellos hombres! Si hubiera justicia en el cielo, si no fueran los dioses una absurda camarilla de borrachos y fornicarios, si en verdad los buscadores de leyendas persiguieran algo más que el herrumbroso resto de unas armas como rapaces buhoneros, ¡no habría gloria en el mundo para repartir entre los héroes de la gesta que alumbró el Bósforo!

Vaga mi memoria por el sol de aquellos días, brillantes como lanzas, como bruñidas rodelas, empapados en combates muchas veces traicioneros, encarnizados siempre, sin excepción gloriosos, porque nada importa si se gana o si se pierde: sólo importa luchar, luchar hasta el olvido de uno mismo, hasta el exterminio de la fatiga. Nada valía tampoco la causa, la primera causa: aquella mujer, maligna, que logró enfrentar dos pueblos, ni las razones de Príamo, ni los cálculos de Agamenón. Oigo todavía los atrocísimos gritos de los guerreros, las impensadas bravatas, los aullidos de dolor, los cascos de los caballos llamando a sus propias tumbas, el silbido de las flechas que arrojaba Teucro, la risa de Diomedes, y lo mismo que los trigos se remecen sin remedio cuando el viento los azota, así vibra todavía el corazón de este viejo con tan distantes recuerdos.

Ciegos de cólera, de justa cólera siempre, desgranamos amenazas emplazando a los mismos dioses a saltar al escenario, y gozamos la delicia de verlos, victoriosos o vencidos, quebrantar las leyes que ellos mismos impusieron. Y los pedazos de esas leyes sembraron el mundo de prodigios, de vivientes imposibles, vivientes incoherencias y vivientes desatinos, menos pruebas de poder que de impotencia, más demostración de mezquindad que de magnificencia.

Pero los dioses no entienden de razones, acaso porque la razón no fue creación suya, y sorprendidos por tamaño descubrimiento bendijeron el día en que nacieron los Hombres y pronto se hicieron tan miserables como ellos, enfrentando su olímpico tedio con perpetuamente renovados dislates.

Fue la contemplación de la divina vesania lo que insufló en muchos pechos el ansia de libertad, imprudente, que nunca ha llegado a apagarse, el deseo de conocer todos los caminos sin que para nada importe lo recto o sinuoso de su trazado. En ese parto vieron la luz el orgullo del bandido y el valor del temerario, la sonrisa del traidor y el pretexto del culpable, el descaro del mediocre y el sudor del envidioso.

Y nació también el miedo: el de los que no querían dejar esta vida para compartir la espuria gloria de los dioses, el de todos los que amaban el mundo con inquebrantable arrojo y no se resignaban a que tal esplendidez fuera artificio ajeno.

Pero no fue el desprecio al Olimpo ni el amor a lo terreno lo que provocó el encuentro de Aquiles con su perdición.

¡Oh, Aquiles, el héroe, el invencible, el valiente campeón de las batallas! ¡Oh, Aquiles el sobrio, el adalid de la justicia, el que nunca bebía hasta la embriaguez, ni luchaba hasta la extenuación ni amaba hasta el delirio! ¡Oh, Aquiles, el grande, el llamado desde niño a realizar las mayores de las hazañas! ¡Oh, Aquiles, el que supo con certeza que no hallaría el valor preciso para la hora decisiva y no pudo soportarlo!

Así fue cuando consultó al oráculo y le fue mostrada la hora de su muerte, alcanzado su talón, su único punto vulnerable, por la lanza del Destino. Y entonces sintió que le faltaba tiempo para llevar a término sus más íntimos deseos, tiempo para embriagarse, para desfallecer de cansancio en la batalla, para amar hasta el suicidio, y no quiso morir.

Incapaz de consumar su vida, no supo desprenderse de ella: con el valor que le faltó para empuñar la espada ante el enemigo la empuñó ante sí mismo y se cercenó el pie maldito de un sólo y poderoso tajo. Nada ya podría matarle.

Disfrazado de mendigo, abandonó lisiado el campo de batalla, dejando atrás a los suyos, la guerra y la dignidad.

Aún sigue de ese modo por el mundo, lamentando su cojera, recordando a cada paso su momento de suprema cobardía. Dicen los pocos que le reconocieron que, consumido su cuerpo por el fuego de incontables años, es tan sólo un manojo de harapos colgando de una mirada.

Y reparte maldiciones, terribles maldiciones, como todos los que deben su vida a una inagotable rendición.

Cuidad, pues, a quién dais una limosna.

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Como un tarot de Marsella

Hay cartas que parecen naipes, reyes borrachos, caballos desbocados, coperos que en vez de pajes son putas en el dicho popular. Hay cartas que se quieren naipes de algún tarot de Marsella poblado de jinetes descarnados, nigromantes, esqueletos y donceles boca abajo que se contonean ante nuestra angustia con la desvergüenza de quien augura un futuro ya concluso, terminado, pluscuamperfecto por de más. Hay cartas que se obligan naipes, por más que lleven matasellos de Pamplona y las reciba uno en Estambul.

Hay cartas de las que no puedes darte mus y pedir que se repartan de nuevo, que equivoquen el buzón, que se pierdan, se extravíen, se devuelvan a su origen por falta de franqueo o de código postal. Las recibes y te aguantas. Las desdoblas, las relees, las arrugas, las alisas, las conservas en un libro de cualquier desasosiego sin Pessoa que le ladre, de derrotas, de retratos que se ríen de Oscar Wilde.

Hay cartas que te hacen perder pie. Tomas aire y comienzas de nuevo. Con otra sangre. Con otro ritmo.

Era un sobre blanco, ribeteado en azul y rojo, y llevaba ya tres días esperando en el buzón, como casi todo lo que me llega. No tengo costumbre de recoger diariamente el correo: desde que vivo en el extranjero he comprobado que los que tienen algo verdaderamente importante que contarme me llaman por teléfono. Si el asunto no vale los cinco euros que cuesta la llamada es que puede esperar. Y si es alguien del país, entonces puede esperar en todo caso, cualquiera que sea el motivo por el que me escriba. En Turquía, hasta la declaración de impuestos puede esperar una semana o dos sin problemas.

Pero aquella no era una carta de publicidad, ni una invitación a votar por correo en unas elecciones autonómicas que maldito lo que me importaban; era una carta personal y mi nombre figuraba tan claramente escrito en el anverso que no pude suponer que me hallaba ante un error, y menos aún en Estambul, donde no abundan los García, por raro que parezca. El remite, sin embargo, era todo interrogantes y desafíos a la memoria entre sospechas carcomidas de dolor burbujeante.

Me escribía una tal Susana López Melgar, y yo no conocía a nadie que respondiera a ese nombre. Sin embargo, me sonaba. La idea que se me pasó de pronto por la cabeza me impulsó a abrir de inmediato el sobre y leer su contenido bajo la lluvia, al amparo de los aleros, camino de la oficina de Iberia donde suplantaba al consulado, un día sí y otro también, resolviendo los pequeños problemas que les surgían en la ciudad a los turistas españoles.

Esto decía la carta:

“Querido Antonio:

Me ha costado mucho encontrar tu dirección porque mi madre no me la quiso dar. Me parezco mucho a ella, así que hago siempre lo que quiero y al final te he encontrado.

Voy a estar una semana en Estambul y como me han hablado tanto de ti, sobre todo los que no debían hacerlo, quiero aprovechar la ocasión para conocerte y poder opinar por mí misma. De paso, si no estás muy ocupado y no te molesta esta especie de atraco, podrías enseñarme la ciudad de veras y así no tendré que ir a todas partes con el resto del rebaño.

Si te parece buena idea, vete a recogerme el jueves al aeropuerto. Llego a las once y media. Si también tú crees que estoy loca, archiva esta carta en la P de papelera y perdona que te haya incordiado.

Un beso.

Susana

P.D: procuraré vestir de rojo para que me reconozcas.”

Cuando acabé de leer tuve que apoyarme contra el escaparate de una ferretería. Era la hija: por eso no había reconocido el nombre. Era la hija, su hija, ¡maldita sea!

Eché un vistazo al reloj y comprobé que aún faltaban dos horas para que llegase. Llamé al trabajo y les dije que me encontraba mal esa mañana. Quise inventar un pretexto, una mentira cualquiera, pero no lo conseguí: me encontraba fatal; nunca había dicho nada tan cierto. Luego cogí el coche y me lancé al cotidiano intento de suicidio del tráfico turco.

Después de tantos años, más de veinte, volvía a saber de Pilar. Pero no era Pilar: era su hija. Sólo con pensar en encontrarme ante un vestigio de su rostro, ante un mínimo indicio de su mirada, me temblaban las manos sobre el volante. Pilar se llamaba ahora Susana y venía a verme, desde el pasado, a lomos de una carta descarada, de una broma adolescente.

Con todo el esfuerzo que me había costado no pensar en ella, me sentía como el preso que se despierta en su celda después de soñar que ha huido: el olvido, tanto tiempo atesorado, rodaba roto a mis pies. No soy muy aficionado a ideas poéticas, pero en aquellos momentos me imaginé cómo se sentiría el entomólogo que se encontrase un día con que todas las mariposas de su colección escapaban de los alfileres para arrojarse volando sobre su rostro; así me sentía yo: en medio de un gran prodigio, de un gran aquelarre, de un burla caducada que se volvía contra mí.

Tenía que aprender en dos horas a enfrentarme a mi peor fracaso, a la razón por la que había preferido irme lejos, aceptar un traslado a la otra esquina del mundo y empezar una vida, cualquier vida, sin pretensiones de llamarle nueva. Las vidas nuevas no existen, seamos serios: como mucho puedes lijar el óxido de la de siempre y darle una capa de pintura para que no te acabe de machacar la siguiente intemperie, pero eso es todo.

Y la costra protectora que había conseguido formar en aquellos años no iba a bastar. Me daba cuenta y me temblaban las piernas sólo de pensarlo.

Tenía dos horas para acostumbrarme a la idea de que Pilar seguía existiendo en alguna parte, y que durante aquellas dos décadas había hecho algo distinto de mecerse en un limbo apático, como había flotado yo. Había tenido una hija. Le había cambiado los pañales y la había llevado a vacunar, le había ayudado a hacer los deberes del colegio, y había hablado con ella cuando se hizo una mujer, y puede que incluso hubiese llorado alguna vez con ella. Pilar había estado ocupada en algo más que recordar, y allí, en aquel avión, venía la prueba irrefutable de ello: la prueba de que ella había encontrado continuidad mientras yo me eternizaba en un socavón moral. Eso es lo peor que tienen los agujeros, incluso los del alma: que cuantas más cosas quitas, más grandes son.

Llegué al aeropuerto media hora antes de tiempo y fumé un cigarrillo tras otro hasta que empezaron a salir los pasajeros, con su cara de despiste y sus maletas repletas.

Los miré a todos con avidez, hasta que una muchacha completamente vestida de verde hizo un gesto con la mano y se encaminó hacia mí. Me dijo que la reconocería porque vestiría de rojo y venía de verde: tenía que ser ella; tenía que ser la hija de Pilar. Al verla avanzar con decisión hacia donde me encontraba se me ocurrió que si podía reconocerme después de haber visto alguna foto mía de veinte años atrás, a lo mejor no había envejecido tanto como yo pensaba. Quizás tenga razón el tango y veinte años no es nada. Pero no, mejor dejarlo: como tengan razón los tangos, estamos jodidos.

—Hola, soy Susana —me dijo con una amplia sonrisa.

La miré fijamente y vi a Pilar, sí, como esperaba. Pero más honda que la sensación del encuentro fue mi desazón al descubrir, claramente, todo lo que en ella no era rastro de Pilar, todo lo que debió ser mío y era de otro hombre, todas las huellas de otra sangre ajena, intrusa, las marcas de otro rostro y otra historia suplantando a las mías. 

La miré fijamente, sin lograr sonreír como deseaba, y supe que el dolor no era la resurrección del pasado, sino aquel duro, implacable estrellarse con las consecuencias, con aquel presente que no era mío, con la prueba irrefutable de mi completa derrota.

No sabía si tenderle la mano o darle un beso. Finalmente tomé su cabeza entre mis manos y la besé en la boca. 

No tenía otra venganza.

Y ni esta bastó, porque ella se echó a reír y me dijo que esperaba justamente eso.

Y entonces supe que la peor carta del tarot no es la muerte, sino la torre alcanzada por el rayo.

Malditas cartas.

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León, 1994

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Sujétame el cubata (3)

Viene de aquí: www.meneame.net/story/sujetame-el-cubata

Sigue aquí: www.meneame.net/m/relatocorto/sujetame-cubata-2

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Creo que no se va a entender una mierda como siga contando las cosas así. Tampoco sé cómo coño contar cosas para que se entiendan, no tengo estudios de esas cosas, bueno, ni de casi nada. Ni falta que me hace. Estoy grabando esto por si las cosas se ponen feas cuando el cáncer me coma desde dentro. ¿Por qué se pueden torcer las cosas? Porque la semana pasada me di cuenta de que me estaban siguiendo y como ni me había enterado debían ser buenos en lo suyo, y que me sigan y no me entere, me mosquea. Y con el cabreo me acordé de aquel tango que tenía mi madre en aquel disco rayado de Fundador: “...Como juega el gato maula con el mísero ratón…¨ Profesionales, eso seguro.

Bueno, sigo... Aquel año, el año de las piscinas, fue jodido. Ana había aparecido de la nada y con Enrique, ni más ni menos. No podía habérmela encontrado por la calle pidiendo limosna, o en una güisquería mugrienta detrás de la barra con dos metros de pestañas postizas, no... tenía que ser así. Me jodió y me entró un ataque de celos de mil pares. Me calmé pensando que menuda pieza había cazado, lo malo es que él las coleccionaba. Supongo que lo sabía, no se puede ser tonta con ese cuerpazo. No he conocido a ninguna que fuera tonta y tuviera un cuerpo de infarto. Ninguna. De lo que estoy casi seguro es de que ella no se podía imaginar que a Enrique le gustaba usarlas, no tenerlas, usarlas.

En el club, el perfume de Ana aun seguía en el aire, los ricachones parloteaban entre palos de golf y bebidas estúpidas. Y pensando en Ana, llamé a Inés. Desde el mismo club, con dos cojones. Un clavo saca a otro clavo, creía en su momento, mucho después aprendí que hay clavos que piden a gritos una lluvia de martillos .

Nunca sabré por qué, pero Inés y yo quedamos en una cafetería cerca de su despacho al día siguiente. Y digo que nunca lo sabré porque ni yo lo pregunté ni ella me lo contó. Pensé que me mandaría al infierno o más lejos, pero no. Qué raras son, coño. Recuerdo la charla de ese día, otra de esas cosas raras que ni en diez vidas podría entender. La había mandado a la mierda, ella me había buscado para volver conmigo, no lo había conseguido y durante los seis meses de ruptura pasé de ella. La llamo y quedamos a tomar café. Acojonante.

Inés también había cambiado un poco su aspecto. Un poco. No llevaba traje gris con falda por debajo de las rodillas. No me acuerdo lo que llevaba, hace tanto tiempo, pero sé que no era su uniforme de empresaria recta y honrada. Me dijo que sabía lo mío con Ana y que lo entendía. Toma ya. Me contó que me había seguido varios días hasta la pensión de mala muerte. Joder. Y me soltó, así, a bocajarro algo como: “Si quieres que sea como ella, te va a tocar enseñarme”. Me quedé mudo. Me gustó. Creo que le dije que no creía que pudiera aprender ciertas cosas una mujer como ella. Me respondió que tenía fama de aprender rápido. Toma ya. A lo mejor los dos habíamos tenido suerte de que no la matara.

Como soy un cabronazo profesional, le dije que comenzaríamos las clases lo antes posible y que el debút social sería en la fiesta de Navidad que organizaba Enrique todos los años. Le conté que ahora Ana estaba liada con mi socio Enrique. Me apunté el tanto de ser su socio, aunque yo sabía que no era así. Ella ni se inmutó. Le dije, esperando que me diera una hostia de las suyas, que la había llamado por puro despecho al ver aparecer a mi secretaria sin título con otro. Se terminó el café, me escupió en la cara y se fue. No parecía la misma, debí notar las señales, pero no las vi.

No voy a entrar en detalles de cómo fueron las clases con “Inés delalmamía”, pero creo que a partir de entonces el Cielo podría esperar porque no iría allí seguro. Aunque claro, esta gente se confiesa, se rezan cuatro avemarías y aquí no ha pasado nada. Ya me gustaría ser creyente y más ahora que el puto cáncer se está peleando con los cartones de tabaco que le meto a los pulmones. De algo hay que morir.

Lo curioso es que aparentaba seguir siendo esa mujer decente que había sido mi novia. No sabía cómo encajaba eso de querer salvarme de las injusticias que había vivido. Puede que fuera eso de que nuestro amor era lo más importante de su vida.

Llegó la Navidad de aquel año y la fiesta de Enrique en su caserón. A Inés ya le había explicado al detalle qué tipo de ropa tenía que llevar al evento. Y le había dado tiempo para que comprara lo que no tuviera en su armario. Todo, claro. No se quejó, como venía haciendo desde que comenzamos las clases. Ni una queja. Mientras, había usado algunos de sus contactos legales para hacer un par de chanchullos de los míos y que me habían dado algo de pasta. No mucha, estos legalistas son un coñazo y además correosos. Menuda secta. Tantas leyes de los cojones, así no se pueden hacer negocios.

Con el mejor traje de chaqueta que me acababa de comprar y una corbata plateada, por joder, pasé a recogerla. Fuimos en su coche, claro. Impresionar siempre funciona. No íbamos a ir con mi cacharro de mierda. No penséis que tengo tanta memoria, es que tengo fotos del evento. Bueno, algunos de los gerifaltes invitados ponían mala cara cuando alguien se acercaba con una cámara, como cuando un perro de presa chorreando babas por la boca te va a comer vivo. Así que de esos no hay nada. Lógico.

Inés llevaba un traje de cóctel ajustadísimo de color verde, escote delantero potente y lo de atrás no era un escote porque le llegaba hasta el culo. Taconazos de aguja de color verde, bolso a juego y maquillaje de muñeca de porcelana. Un bombón elegante.  

Llegamos a casa de Ernesto y entramos en los jardines, desde uno de ellos se veía el gran salón a través de unas ventanas de cristal tan grandes como los del club de golf. Aparcamos cerca un gran abeto decorado con luces navideñas. Mucha pasta invertida en decoración. Un tipo con uniforme nos recogió el coche y se lo llevó. Dentro, en el salón inmenso que se veía desde el jardín, un grupo tocaba música de no molestar, con menos sangre que un jamón seco. Las mujeres de la fiesta, despampanantes. Ellos, traje negro. Champán, francés, claro. No me atreví a pedir un copazo, lo mismo me traían un coñac tan caro que ni sabría a lo que tiene que saber.

Enrique tenía claro que invertir en cargos públicos era la mejor manera de comprar corrupción y protección. Un día me explicó que era mucho mejor comprar políticos que comprar a la policía. Aunque también compraba los uniformados que podía, y más en aquellos años, hoy es algo más complicado. Vamos, más caro. Pero contaba que con los políticos era muy fácil. Sobre todo con los de moral monetaria. A otros simplemente los chantajeaba con publicar fotos comprometidas, muy comprometidas. Hacía más chantajes que pagos en efectivo.   

Aquella fiesta de Navidad fue mi presentación en sociedad con el grupo de barandas mandamases. Había potentados de la droga que nadie conocía, siempre escondidos, en las sombras, pasando desapercibidos pero con muchísimo más poder que Enrique. Del tipo de gente que quien intenta, sólo intenta, enfrentarse a ellos suele tener un futuro muy breve incluyendo un doloroso final. Habían sobrevivido a todo. Uno de estos que me presentó se encargaba de los casinos del país extraoficialmente. Ni idea de cómo se podría hacer algo así. Había también una mujer de unos ochenta años, arrugada como una pasa que era experta en viajes a Suiza. Sus porcentajes de beneficio eran iguales a su garantía de seguridad. Daba miedo aquella señora. Miedo del de verdad. Luego había por allí pululando otros que se veía a la legua que eran de seguridad personal, matones como armarios y cara de haber roto muchos platos en su vida.

Una de las cosas que recuerdo que me sorprendió, es que, estos tiparracos tan poco refinados, tan básicos, ni tenían estudios, ni hablaban idiomas... Bueno, había uno que se había educado en Londres, en una de esas universidades caras y se notaba, claro. Pero la gran mayoría eran unos zotes como yo o más. En esa fiesta también descubrí que mi admirado Enrique sólo era una pieza más de un gigantesco engranaje que él no controlaba. Lo respetaban, sí, pero sabían que lo podían eliminar y reemplazarlo sin pestañear cuando quisieran o cuando alguien se despertara con el pie cambiado. Enrique también lo sabía, claro.

Y allí estaba con Ana, bueno, estaba con Inés, pero yo sé lo que me digo. Ana, una mujer que ya no parecía despampanantemente pobretona, simplemente era un prodigio de la naturaleza animal. Y además, por si cabía alguna duda, iba de rojo. Un vestido con corte lateral de seda o de cualquiera de esas telas carísimas que le sentaban como un guante. Un collar de perlas que molestaba para mirarle el pecho y su nuevo pelo rubio platino. Zapatos rojos y brillantes de marca italiana. También tengo fotos de ella, claro.

Nos acercamos a saludar a la pareja del año. Los cuatro fingiendo. Al menos Enrique sabía que Inés había sido mi novia antes y que volvíamos a estar juntos. El resto de combinaciones de mentiras y silencios era complicado. A punto estuve de reirme en más de una ocasión viendo tanta actuación y tan bien interpretada. Después de mucho fingir ante Enrique que Ana y yo no nos conocíamos, siempre con la experta ayuda e inteligencia de Inés, claro, que intervenía habilmente cuando entraba en alguna curva peligrosa o me iba a deslizar por alguna pendiente peligrosa en la charla. En algún momento mi novia fue a por bebidas, acompañada por Enrique.

La mujer de rojo se acercó unos centímetros, discretamente, con un movimiento totalmente inocente y en voz baja, inexpresiva, me dijo que la ayudara, que quería liberarse de Enrique para siempre. Definitivamente.

(Continuará...)

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