Conocí hace un tiempo a una vagabunda que nunca pidió limosna. Nunca pidió nada, en realidad.
Iba siempre limpia y aseada y dormía en cualquier hostal. Comía en bares de carretera, o en restaurantes de lujo, o en un puesto de castañas: comía donde el hambre la encontraba.
Cuando no tenía dinero se acercaba a la primera sucursal bancaria que encontraba y con sólo una llamada le entregaban la cantidad que pidiera. Decían que era rica y probablemente fuese cierto.
Porque aunque a nuestra desidia le cueste diferenciarlos, no son lo mismo los vagabundos que los mendigos. No son lo mismo. Ambas condiciones se unen con frecuencia, porque no es fácil ganarse la vida sin raíces ni refugios, pero las diferencias son muchas y no sólo materiales: también hay matices de carácter, y son distintas las circunstancias que llevan a un ser humano a convertirse en lo uno o en lo otro, en un orden determinado. Los hay que empiezan pidiendo y acaban trasladándose de un lugar a otro empujados por el desgaste de la caridad; otros no encuentran su lugar en ninguna parte y es su falta de acomodo lo que los reduce a la mendicidad.
Pero no son lo mismo. La mujer que yo conocí era sólo vagabunda.
La vi algunas tardes caminando sola por el campo, agachándose de vez en cuando a recoger una piedra o una concha de caracol para guardarla en sus bolsillos gigantescos. Cien o doscientos metros más adelante volvía a arrojar lo que había recogido, y pasaba así horas. Otras veces me la encontré en grandes almacenes, recorriendo las mercancías y las miradas, por igual ajenas, como si las viera en un televisor. Dicen que en ocasiones hablaba, y probablemente fuese cierto.
Algunos se interesaron por su vida y trataron de saber qué historia la había dejado en nuestra puerta. Aquella mujer ocultaba una desgracia, y las desventuras son buen atuendo para el misterio. Alguien dijo haber oído que se trataba de una mujer abandonada por su marido y repudiada por su familia, seguramente por alguna infidelidad, real o supuesta, y que llevaba ya varios años mendigando por las calles cuando el esposo murió en un accidente, sin tiempo de dictar testamento que la perpetuara en la miseria. Heredó entonces una importante suma, pero la fuerza de la costumbre y el juicio quebrantado por las penalidades le habían impedido regresar a su casa.
Otros, por contra, dijeron que la mujer se volvió loca tras perder a sus dos hijos en un incendio, y que nunca, jamás tocaba un céntimo del mucho dinero que le pagó el seguro salvo cuando se veía en la más extrema necesidad. Esta hipótesis se dio por buena mucho tiempo, hasta que de puro manoseada comenzó a parecer falsa, tal y como sucede a algunos billetes de mala calidad, y enseguida comenzaron a circular otros rumores.
El más insistente fue el que atribuyó a la mujer dotes adivinatorias, pues muchos atestiguaron haberse beneficiado ellos mismos de la clarividencia de la vagabunda. Según este rumor, había hecho ganar mucho, muchísimo dinero a un industrial extranjero que, agradecido, le había dado acceso libre a su cuenta corriente: sólo tenía que pedir una cantidad de dinero y el banco se lo entregaba de inmediato, sin hacer preguntas.
Al final, a fuerza de hablar de ella, hicieron entre todos famosa a la vagabunda, y un par de periódicos se interesaron por su historia, convencidos de que las circunstancias ocultas bajo una vida como la suya serían un inmejorable forraje para sus ávidos lectores. La mujer no los rechazó cuando se acercaron a ella, pero se limitó a sonreír y asegurarles que no había nada que contar. No les quiso dar su nombre, ni mencionó su lugar de origen, ni dato algo alguno por el que pudieran identificarla. Por supuesto, esto aguijoneó aún más la curiosidad de los periodistas, que recorrieron el barrio entero en busca de testimonios sobre la vagabunda.
Supieron así que a veces comía tres platos y que otras pasaba el día entero en su habitación, sin salir a comer. Supieron que a veces se levantaba al amanecer y otras pasaba la noche en vela, y se quedaba en la cama hasta mucho después del mediodía, cuando iban a despertarla, preocupados, los gerentes de los establecimientos donde se alojaba. Supieron que a veces dividía un periódico en cientos de pequeños cuadrados y pasaba horas enteras construyendo grandes flotas de barquitos de papel que botaba río abajo, junto al puente del hospicio, rumbo al inevitable desastre naval de la represa. Supieron que engarzaba flores o colillas, según su ánimo, y se adornaba luego con esos collares hasta que la casualidad o el desgaste acababan con la tanza.
La pequeña semilla de lo anecdótico había encontrado tierra fértil en la imaginación colectiva y los periodistas quisieron saber más. Preguntaron, husmearon, lisonjearon con micrófonos a comadres y camareros, en busca de la piedra angular de aquel edificio humano que tanto les intrigaba.
Al fin, sin necesidad de soborno, por el sólo placer de convertirse en llave de una puerta inexpugnable, un empleado infiel de banca les dio el nombre. Dos periódicos y una televisión local se dirigieron de inmediato a otra ciudad mediana, al norte, ansiosos de tragedias revenidas y angustias ocultas.
Y allí, sin dificultad, encontraron la casa de sus padres, y el lugar donde nació, y una foto de su perro. Encontraron a un dentista que había sido novio suyo, un hombre medio calvo que arrugó el ceño tratando de recordarla cuando le mencionaron su nombre. Hacía años que no sabía nada de ella. Se conocieron en un baile. Dejaron de salir juntos por lo mismo que empezaron: por un capricho. Se alegró cuando le dijeron que ella estaba bien, los despidió con un apretón de manos y siguió con su trabajo.
Los periodistas no cedieron en su determinación. Recorrieron la ciudad interrogando rincones, entrando en las sacristías, los cafés, las bibliotecas y las secretarías de los colegios.
Como premio a su ahínco, encontraron a los amigos de su infancia y escucharon anécdotas de fiestas y profesores. Encontraron unas trenzas de brillante color castaño en la ficha de un parvulario, una bicicleta oxidada en un garaje y un vestido de primera comunión embebido de alcanfor.
Pero no había una desgracia, ni un atisbo de la historia desgarrada que querían ofrecer a su público. En el pasado de aquella mujer no había drama ni aventura, ni siquiera una comedia, y regresaron con las manos vacías, y las cámaras vacías, y los cuadernos en blanco, y una mueca en el semblante de mellada decepción.
Y enseguida la olvidaron. Dejaron incluso de mirarla, todos menos el director de la televisión local, que a veces la veía pasar desde la ventana de su despacho y le dedicaba un vistazo rencoroso recordando la cuenta de gastos de la infructuosa búsqueda.
Los periodistas hablaron con sus amigos en los bares, y con sus parientes en las cenas navideñas, y pronto se corrió la voz de que no había nada que saber. Algunos no lo creyeron al principio, obstinados en el convencimiento de que cualquier silencio oculta un misterio, pero las nevadas de febrero acabaron de vencer su reticencia con el peso de su tiempo suspendido.
No había nada que contar. Ella Iba siempre limpia y aseada, paseaba todo el día y dormía en un hostal. Besaba en bares de carretera, o en restaurantes de lujo, o en un puesto de castañas: besaba donde el deseo la encontraba.
Nunca dormía en el mismo hostal, ni besaba al mismo hombre ni comía en el mismo bar.
Y a su aburrimiento trashumante le llamaba libertad.
—Eres más tonto que una mata de habas —gruñó Ramírez, cabo de la guardia civil, con nueve trienios y cuarenta y tantos pares botas gastados por los andurriales más rasposos de la muy noble, leal y asilvestrada 612 Comandancia.
—Quiero ver a mi abogado —contestó el aludido, con la cabeza encajada entre los hombros.
El cabo Ramírez, comandante de puesto por la gracia de Dios y porque ni Dios quería el puesto, llamó a gritos al guardia de puertas.
—¡Cifuentes, venga para acá y escriba!
—Sí, mi cabo.
—El detenido, Argimiro Pérez Musgaña, de treinta y cuatro años de edad y residente en Valdorria, se confiesa líder de la banda de malhechores que ha cometido setenta y dos atracos en la última semana.
—Yo no confieso nada —niega el detenido.
—Tú calla la boca. Sigo: asimismo, reconoce haber participado en algunos de esos actos delictivos y haber designado los lugares, las fechas, y los objetivos elegidos.
—Yo no reconozco nada y quiero ver a mi abogado.
—Como te pongas tonto te esposo a la reja de la ventana, con la que está cayendo. Sigo: el detenido dice no conocer a Benito Musgaña del Río, en paradero desconocido por el momento, a pesar de ser primos carnales y de haber sido detenidos juntos en cinco ocasiones anteriores.
—Eso es verdad.
—Que te calles. Tú firma la declaración y luego le dices al juez que te la saqué a hostias. Pero no me líes la marrana, que me jubilo la semana que viene.
—Bueno —se conformó Argimiro.
—Sigo: el detenido dice haberlo hecho por dar trabajo a sus amigos, presidiarios en su mayoría, a los que pagó fianzas y libertades condicionales con un premio de 16 millones de euros que le correspondió en la lotería primitiva. Dice también que como no sabía hacer otra cosa y estaba orgulloso de su oficio de chorizo profesional, quiso ampliar el negocio aprovechando que tenía capital, lo mismo que convirtió su tío la carpintería en fábrica de muebles cuando heredó a su suegra. Dice que prueba de todo esto es el hecho de que los sicarios y maleantes contratados estaban todos dados de alta en la Seguridad Social y con contrato en regla. Dice, por último, que si dio de alta la empresa como compañía de limpiezas no fue por eludir al Fisco, sino porque el funcionario encargado del Registro Mercantil se negó a inscribirla de otro modo.
—Yo quiero ver a mi abogado —insistió el detenido.
—En cuanto llegue de la capital, lo mando pasar. ¿Firmas?
Argimiro agarró el bolígrafo como si fuera un destornillador y logró trazar un garabato al final del folio.
—Pues hala, macho, ya está. Ya me enteraré por los periódicos de en qué paró la cosa. Porque de esta sales en los periódicos. Sales hasta en la CNN, animal de bellota —concluyó el cabo Ramírez encasquetándose el tricornio.
Reunidos los dioses en el Walhalla, como era preceptivo según el riguroso turno establecido, iniciaron su banquete anual de puesta en común de sus divinos asuntos.
Odín, como buen anfitrión, ofreció a sus compañeros un par de hermosos ciervos, servidos impecablemente por dos de sus amadas Walkyrias, y les habló de su decisión de abrir la mano en cuanto a los suyos, pues a partir de ese momento recibiría también en su seno a los que murieran con el subfusil en la mano: desde que la espada cayera en desuso, las puertas de su morada se abrían cada vez con menos frecuencia y no podía tolerar tal abandono.
Todos aprobaron la enmienda, e incluso algunos propusieron un mayor relajo, a fin de que fueran admitidos también los integrantes de los comandos suicidas, aun cuando por causas de fuerza mayor no portaran ningún arma.
Aniquilados los ciervos por el voraz apetito de los señores celestiales, comenzó a correr el vino, acompañado por las exquisiteces que cada uno trajo de su reino: dátiles de Alá, uvas de Zeus, dulces de Júpiter y leche de Visnú.
Entonces, cuando la fiesta estaba en su apogeo, el dios de cristianos y judíos, Yaveh, se sacó de las entretelas un manjar que antes nadie había probado y prometía ser algo realmente fabuloso: lomo de ángel. No obstante, y por respeto a sus compañeros, el barbado señor cristiano advirtió que aquella golosina podía tener efectos alucinógenos mezclado con la ingente cantidad de vino que habían consumido.
Aunque no le hicieron caso en un principio, confiados todos en su inatacable omnipotencia, pronto se vio que los presentes empezaban a desvariar, hablando de cosas inexistentes y negando evidencias de su propio cuerpo dogmático, lo que se tradujo en tal confusión que por poco desemboca en un conflicto armado entre los mortales.
Entre aquellos desvaríos, Allah tuvo la gloriosa idea de hacer realidad al genio de la lámpara que los suyos inventaran para enjaezar su cotidiano aburrimiento con mejores arreos que el trabajo. La idea fue aprobada por unanimidad, pero Zeus, un tipo con muy poca gracia, logró introducir la enmienda de que el agraciado no se enterara de su su suerte y viera, simplemente, concedidos sus tres primeros deseos sin que pudiera saber que estos habrían de cumplirse.
De esta guisa, Baco, que era el que más borracho estaba, fue encargado de señalar a uno de los mortales para el juego, y la gracia le correspondió a un tal Cándido Pérez, que vivía en un país un trecho por encima del Ecuador.
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Blasfemaban las cigüeñas en las esbeltas agujas, acordándose del cernícalo que les dijo que ese año no volvería a nevar. Y blasfemaba también el pobre Cándido, peléandose con la enésima avería de su coche en los últimos meses. Para colmo de males, su jefe le estaba esperando y la gorda gruñona disfrazada de policía municipal parecía ignorar que no podía mover el coche, precisamente porque no funcionaba. No tardó en llegar un motorista de la misma cofradía, y el sufrido contable hubo de empujar su propio vehículo hasta la plaza cercana, donde había un par de huecos, para esperar tranquilamente a la grúa.
Realizaba tal hazaña cuando un desalmado, conductor de un cochazo rojo, pasó a su lado a más velocidad de la conveniente y lo remojó de pies a cabeza.
—Así te estrelles—. Gritó Cándido.
Y el conductor, obediente, siguió sus instrucciones.
Fue un batacazo descomunal, un tremendo porrazo que hizo sonar la farola de la plaza como un gong oriental.
Arrepentido de sus palabras, Cándido corrió hacia la plaza. De todas maneras, a su jefe le parecería mejor pretexto un accidente que una nueva avería mecánica.
El conductor, medio inconsciente, juraba a los viandantes, arremolinados a su alrededor, que no podía comprender lo sucedido. El coche, con el morro encogido como una anciana perpleja, humeaba ligeramente, agradeciendo el extintor del tapicero.
La ambulancia llegó varios minutos después de que Cándido se fuera como una flecha en dirección a la oficina.
Don Gustavo, siempre complaciente, dijo no creerse una palabra del accidente y que, además de ser la última vez que soportaba sus patochadas, le descontaría aquel tiempo de su salario.
Cuando el compungido empleado repitió por tercera vez que no se volvería a repetir, Don Gustavo se dio por satisfecho y le pidió que cerrara la puerta por el lado de afuera, si era tan amable, lo que Cándido hizo con mucho gusto, aún a sabiendas de la montaña de trabajo que le esperaba sobre la mesa.
La jornada no se le dio del todo mal, enfainado en la regularización anual, la liquidación del IVA y otras portentosas maravillas: una empresa como aquella siempre tenía mil emocionantes maneras de entusiasmar a sus empleados.
Peor fue la vuelta a casa, donde Antonia le esperaba con un plato de berzas de primero y un rabo de cerdo de segundo, aunque aquello, de cerdo no parecía tener más que la mano de obra. De todos modos, no hubiera estado mal de no ser porque parecía recién extraído de una mina de sal.
Y fue la sal precisamente la causa de los pesares de Cándido, pues sediento como estaba y acérrimo enemigo del agua, escanció más vino del debido y la siesta habitual de la sobremesa se prolongó unos cuantos minutos de más, los justos para saber que esa tarde volvería a llegar tarde al trabajo.
De nada le sirvieron sus ímprobos esfuerzos por batir la plusmarca de la milla, ni tampoco sus disculpas al llegar a la oficina: Don Gustavo, inexorable, señaló el reloj nada más verle aparecer por la puerta.
—¿Sabe qué hora es?
—Si, si señor.
Iba a decir algo más, pero la aplastante verborrea de su jefe secó todas sus fuentes de inspiración con una larga perorata sobre lo poco que le gustaba que le tomasen el pelo y sobre la cantidad de escaleras que tendría que fregar su mujer para mantener a un marido inútil, holgazán e irresponsable si eso volvía a suceder una, una sola vez más.
Cándido hizo otro par de inclinaciones y cerró la puerta con algo más de fuerza que la debida.
—¡Que te den por el culo!—. Masculló indignado.
Se dirigía a su mesa cuando le interrumpieron unos terribles gritos procedentes del despacho del jefe. Escucho un instante y no le cupo duda: era Don Gustavo. Los otros dos empleados, que habían contemplado la escena anterior con una mezcla de lástima y regusto placentero, le habían adelantado, camino del despacho. Los gritos eran tan estremecedores que hasta un par de empleados del almacén habían subido a las oficinas a ver qué ocurría.
La puerta estaba cerrada por dentro, pero no aguantó más que un par de empujones. Cuando Aquilino, un fornido ex-minero reconvertido, franqueó la entrada, se encontró con Don Gustavo, de bruces sobre la mesa y con los pantalones bajados, gritando que el hijo de puta se había ido por la ventana.
El suceso no quedó nada claro, pero todo el personal de la empresa supo enseguida que era mejor no tratar de averiguar lo sucedido. Don Gustavo, apenas recuperado, cerró la puerta y mandó a todo el mundo a sus puestos, pero aquella tarde se trabajó muy poco.
La escasa labor de la jornada vespertina y el hecho de que era jueves alegraron la cara de Cándido, que hasta se permitió una copa a la salida de la oficina mientras esperaba a Helena, un anteproyecto de ligue que no estaba dispuesto a dejar escapar, así le costara la vida.
Antigua compañera suya de escuela, cómplice incluso de algunos escarceos juveniles, Helena se había perdido en el marasmo de los años hasta la muerte de Eusebio, su marido, pero nunca era tarde para recuperar viejas amistades.
Ansiosa ella de compañía y él de variedad, empezaron a verse, sólo a verse, un par de meses atrás, y a pesar de lo inocente de su relación, Cándido había tenido que soportar el olfato de podenco de su esposa, siempre atenta a un perfume desconocido.
Aquella tarde Helena estaba particularmente atractiva cuando entró en el bar y el contable se las prometió muy felices. Y más que felices se las juró luego, cuando ella le pidió que la acompañara a casa para mostrarle la colección de mariposas de su marido.
En tales felicidades estaba cuando, ya en el portal de ella, se abrió la puerta del ascensor y apareció Antonia, que acaba de salir de casa de una amiga.
—¡Trágame, tierra!—. Musitó Cándido.
Y los dioses se partieron de risa durante toda una era geológica.
Él habló con los ojos fijos en un punto concreto de la pared que tenía delante. — ¿Sabes? La primera vez que enseñaron a un chimpancé a hablar mintió. Le enseñaron el lenguaje de signos y lo primero que hizo con ello fue acusar a su cuidador de ser él quién se había cagado en la jaula — Sentado sobre la camilla de al lado con los pies colgando sin tocar el suelo.
— No lo entiendo ¿Por qué iba a mentir un chimpancé? — Cuando ella negó con la cabeza los pequeños tubos que salían de su nariz y le colgaban por la cara, la siguieron también. — Cuéntame otro, este no me gusta
— Hay una especie de insecto que solo vive un día; Ni siquiera tiene boca ni estómago, porque sabe que va a morir.
Ella tardó un rato en responder. — ¿Cuánto tiempo llevo aquí tumbada, en esta camilla?
— Un poco más de 3 horas
— ¿Y has estado ahí todo el rato?
— No me he separado de ti
— El de los insectos ya me lo habías contado. Se llaman efímeras
— Creí que no te acordabas
— ¿Cuántas veces me has preguntado cuánto llevamos aquí?
En ese momento la puerta se abrió. El médico entró ladeando la cabeza a modo de saludo. Atravesó la instancia en silencio y comprobó los goteros. Cuando habló lo hizo mirándole a él en la otra camilla.
— ¿Cómo está? ¿Se ha dormido en algún momento?
— No, no me he dormido — contestó ella
— Sí, se acaba de despertar como quien diría
— ¿Y usted? ¿Ha descansado algo?
— No, no he podido
— Bueno. Ella al menos ha conseguido descansar algo. No se le pasará el efecto de la medicación hasta dentro de unas cuantas horas más. Será mejor que descansen ambos.
Ella miró las muñecas, ahora vendadas.
— Me duelen las muñecas. Y encima esto es incómodo, no me gusta.
— No. Es por tu bien. Descansa, regresaré luego para ver como evolucionas.
El médico salió de la sala y ella se quedó mirando la puerta por la que acababa de salir. Él se levantó hacia la mesilla donde estaban los dos móviles. Cogió el suyo y se quedó mirándolo un rato.
— Es guapo
— Sí, supongo que sí lo es
— Pero tú eres más guapo
— Si tú lo dices, será…
— ¿Me pasas el móvil?
— No. Aquí no hay cobertura, no sirve de nada
— ¿Y por qué lo coges tú? — Él no contestó, se quedó mirando la pantalla de su móvil. Ella volvió a hablar al ver que no había respuesta — ¿Y si tengo que hablar con alguien?
— Me lo dices, salgo y le digo lo que necesites decirle a alguien.
— Prefiero salir yo
— Eso no va a poder ser
— ¿Por qué?
Él dejó el móvil en la mesilla, la miró largo y tendido y pareció abrir la boca un par de veces para hablar. Al final volvió a su camilla, al lado de la suya sabiendo que la silla que había era más incómoda. Se recostó igual que ella, pero con menos tubos y sabiendo que él sí podría salir de la habitación.
El silencio volvió a llenar la habitación una vez más. Se posó sobre las mantas de ella. Se colgó de los hombros de él. Se escondió tras los aparatos eléctricos. Se hundió en la silla de ruedas de la esquina. Ella no se percató de cómo lo invadía todo, como se extendía entre ella y él. Él agradeció que lo hiciera.
— ¿Me puedes quitar lo de las muñecas?
— No, no soy médico
— Pero podrías quitármelo, son solo unas vendas. Lo haré yo misma — Intento mover las manos para empezar a quitarse las vendas. Cuando sus manos llegaron al borde de sus vendajes apenas tenían fuerza para empezar a tirar. Él bostezaba ruidosamente.
— ¿Te vas a dormir? La verdad es que son cómodas estas camas. Yo me echaba una siesta si pudiera
— No creo que pueda
— ¿Y qué hacemos?
— Podemos hablar. Tampoco es que podamos hacer otra cosa
— Vale… ¿Te cuento una cosa que sé?
— ¿Sobre insectos que no tienen boca y se mueren por no morir?
Ella abrió mucho los ojos — ¡Cómo lo has sabido! Pues …, cuéntame una cosa que yo no sepa
— ¿Qué te parece una de Chimpancés que mientan y caguen?
— No veo por qué un Chimpancé tendría que mentir … pero vale, cuéntamelo
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⧫ Exulansis: La tendencia a renunciar a hablar acerca de una experiencia porque la gente es incapaz de entenderla.
Cosecha propia
Juan nació para morir. En el camino se encontró con una esposa, a la que no quería, unos hijos a los que odiaba y una vida miserable en la mina. Murió de silicosis a los cuarenta años. Antes de morir, mando poner en su lápida: Gracias.
Cuando me doy cuenta de que necesito las pastillas me arrepiento de haber puesto la cama tan lejos de la cocina. Cuando la dificultad de llenarme el pecho de aire empieza a importar piensas en el arquitecto de la casa. Habitación, pasillo, salón, cocina. Así la diseño y por eso le maldigo.
Giro mi cabeza y miro al pasillo. Al suelo de linóleo que imita a la madera. Lo pusimos después que Marcos nos insistiera que era lo más bonito y duradero del mundo. Ambos sabíamos que no aguantaría sin rayarse y echarse a perder. Pero a Marcos se lo debíamos. Al fin y al cabo él nos presentó. En eso pienso cuando miro el linóleo.
Tengo que hincar la rodilla en el suelo por el mareo que me provoca levantarme. La última vez que estuve en esta posición fue cuando te pedí matrimonio. Una semana después de hacerlo, el recuento de células T de Marcos dio 197. Ahora, en vez de ver tus piernas, lo único que veo es el baño. Marcos murió en el baño. Lo encontraron desnutrido sobre un charco de sus propias heces, ensuciando el linóleo que puso en su baño. Diarrea crónica.
Avanzo por el pasillo agarrándome a los marcos de las puertas. Paso por delante de tu oficina y me quedo mirando las flores que siguen ahí. El día que las trajiste a casa el médico te había dicho que tenías seroconversión. “¿Sero-qué?”, pregunte yo. “Que estoy jodido” respondiste. Las flores siguen aquí y tú no. Claro, ellas son de plástico y tú no. En eso pienso cuando miro las flores.
Llego delante del espejo del pasillo. Dios mío, qué flaco estoy. Es lo primero que pienso. Lo segundo es que debería tirar el espejo. A ti te encantaba mirarte como te quedaban los vaqueros, o las camisas de sisa, o pendiente que te ponías en tu oreja. Hasta incluso solías bailar mientras sonaba “I Will survive” en la gramola de bar delante del espejo. Y yo te miraba mientras movía la cabeza siguiendo la canción.
La gramola fue un regalo del bar donde solíamos ir a bailar. El bar cerro cuando las células T del camarero bajaron a 476. Recuerdo que cuando nos la regaló dijo “Espero que nos os toque esta mierda. De verdad. Y si os llega que al menos hayan inventado una vacuna o algo”. Él al menos no se cagó hasta morir. Lo que llaman “enfermedad oportunista” se lo llevo rápido y antes. Fue en el esófago. En sus últimos días no podía ni hablar. En eso pienso cuando miro la gramola y por fin llego al salón.
Al llegar al salón, el sofá turquesa, sobre el que decidiste no morirte, se interpone entre yo y la cocina. Me quedo un rato pensado en ese color turquesa tan feo. Pensando porque me pediste que te llevara al hospital. Cuando tu recuento de células T llego a las 300 exactas me dijiste que no querías morirte en casa. No querías acabar en el baño como Marcos. O sobre el turquesa del sofá sin poder llamarme. Que no sería justo para mí.
Cuando, por fin, llego a la cocina cargo con demasiados recuerdos. Las flores, el espejo, la gramola y el sofá pesan sobre mi pecho. Impidiendo respirar con normalidad. En el armario de las medicinas aún quedan cajas de azidotimidina. Al lado están mis cajas de amitriptilina. Las tuyas, para evitar que no te fueras. Las mías, para soportar que te has ido.
Y ahí, en el suelo de la cocina, tragando mis pastillas, pienso. Pienso en toda la mierda que nos cayó. De tus idas y venidas del hospital. De como perdiste peso. Cuando aprendimos las diferencias entre VIH y SIDA. Cuando supimos qué seroconversión es otra manera de decir que tu cuerpo ya ha dado el pistoletazo de salida. De cuando el tiempo que nos quedaba juntos lo marcaba el recuento de una letra del abecedario.
Acostado, en el suelo vencido por el peso de tantos recuerdos, te veo en el salón. De espaldas. Sentado en el horrible sofá que habías traído. Y suena el abrirse de una lata de esa cerveza de esas que solo te gustaban a ti. Y te confieso que el fondo me gusta. No queda del todo mal el color. Que jamás habría pensado que el espejo haría más grande el pasillo. Que me encanta. Y que aún pongo las canciones que solíamos bailar en la vieja gramola. Y aunque sean de plástico, adoro las flores que me trajiste como a mi vida.
El otro día el médico que dijo que había empezado en mi cuerpo la seroconversión. Me preguntó si sabía lo que significaba. “Que estoy jodido” le respondí. Pero al menos tengo las flores, el espejo, la gramola y el sofá. Y que todo eso lo trajiste tú a mi vida. Y por eso mereció la pena.
Yo mismo
No es que necesitara el dinero ni que fuese un avaro incorregible. El problema de Roberto era que no sabía decir que no a las mujeres.
Y a Clara menos. A Clara no se le podía negar nada, con aquellos ojos verdes capaces de alumbrar por sí solos un apagón del Bernabéu, y aquella sonrisa, tan equívoca, tan arcana, tan imborrable en la memoria como un sofisma griego.
Sabía que era una imprudencia llevarla a casa. Una imprudencia y una locura, pero no supo negarse. Andrea no cogía el teléfono, pero eso no quería decir, necesariamente, que fuera a quedarse un día más en Madrid. Lo más probable es que estuviera aún en una de aquella reuniones interminables que luego tenía el mal gusto de contarle con pelos y señales, pero también podía ser que se hubiera quedado sin batería, o que no tuviese cobertura y estuviera ya camino de casa.
Pero no podía negarse. Con Clara no.
A las nueve en punto, delante de la Encina, Roberto la esperaba con el nerviosismo de un colegial. De hecho, algunos adolescentes se habían citado allí también con sus amigos o sus parejas, proponiendo la dolorosa comparación entre él mismo y aquellos jóvenes ruidosos y desenvueltos. Diferencia sí que había: el no se sentía para nada desenvuelto. Todo lo contrario.
¿Y qué es lo contrario de desenvuelto?
Esa pregunta inútil le sirvió al menos para aislarse del entorno, para olvidarse de sí mismo, del ridículo que sentía, de la sensación de soledad en medio de aquella plaza empedrada, tan aburrida ya de juergas como de procesiones.
¿Tímido? No. Se puede ser tímido y desenvuelto a la vez. ¿Irresoluto? Tampoco. Indica acción y su problema no tenía nada que ver con la incapacidad de decidirse. Retraído. Sí, eso era.
Cuando supo al fin la palabra que describía su estado tuvo que desecharla en favor de otras que no tenía tiempo de buscar: Clara lo saludaba desde el castillo.
De allí a su casa Roberto cree que hablaron de algo, o sólo que hablaron, en general, pero no está muy seguro. Abrió el portal a la tercera, después de intentarlo con las llaves del garaje y el candado de la bici, esperaron al ascensor y ya arriba, entraron en casa de él sin cruzar palabra.
Clara había estado allí otro par de veces, así que enseguida se dirigió al dormitorio y comenzó a desvestirse, mostrando unas piernas aún mejor torneadas de lo que Roberto las recordaba. Muy poco después ella estaba ya sobre la cama, ofreciéndole el sexo, húmedo y sensible.
Roberto se había inclinado sobre aquel pozo de sensualidad y estaba tan ensimismado en su tarea que casi no oyó abrirse la puerta.
Clara, azorada, trató de vestirse a toda prisa, pero aún así no pudo escapar a la mirada de Andrea, que los contempló a los dos con el ceño fruncido y un gesto indignado que le hacía temblar las comisuras de los labios.
Roberto no tuvo tiempo ni de despedirse de ella.
Se quedó solo, frustrado, ante el rostro de su mujer y la placa la puerta de su casa, que rezaba:
“Dr. Roberto García Folgoso. Ginecólogo”
-¿Cómo tengo que decirte que no traigas el trabajo a casa? —gritó Andrea desde el recibidor.
Hoy es el día, por fin mi hija-B se presenta al examen de identificación. Y lo hace por el Partido Futuro Doznas, y aunque no me sé todo el ideario de ese partido, ya que yo tengo documento de identificación por el Grupo Consolidado Técnico y su madre-S es de Proyecto Universal Único. Supongo que debe tener que ver con que su madre-B sea del P.F.D. y hablan mucho por el visiaudio.
-¿A qué hora es el examen? –pregunté sabiendo de sobra la respuesta, pero por ver si estaba muy nerviosa o no.
-¿Hora lunar o terrestre?
-Esquivando la pregunta, eh, amiga... -dije por el privisi cambiando mi imagen a un pequeño diablillo de color rojo.
-Tranquilo, pa, que pasaré el examen... –respondió mientras cambiaba su cara a una de un oso panda con gafas redondas.
-¿Seguro que no quieres sacar tu identificación con el G.C.T.? Tenemos más ventajas en las máquinas de comida...
-Ya, pero menos en las dispensadoras de agua –repondió soltando una risita malvada, esta vez sin modificar su imagen.
-La Luna es así... debiste quedarte en Nueva Iberia...
-Ya, puestos a hacer locuras, no me saco el documento de identificación y punto... –dijo cambiando su imagen a la de un payaso aterrador.
-No digas bobadas, todo el mundo debe pertener a algún grupo político por ley, y lo sabes...
-No empieces, hay personas que tienen carnets de los tres partidos políticos...
-Rumores.
-Se dice que el director de Lanzaderas del Norte tiene pasaportes de los tres partidos –dijo cambiando su imagen a la de una pirámide de cristal, no tenía ni idea qué demonios quería decir con eso, la verdad, cosas de los jóvenes.
-Ya y que hay personas sin identificar que sobreviven en la selvas de Siberia... cuentos.
-Bueno, te dejo, pa, que tengo que terminar el turno revisión de válvulas en el sector amarillo...
-Adiós –dije lacónicamente cortando la comunicación.
Luego me quedé mirando la pantalla y pedí información sobre el programa básico de P.F.D. Al instante un amable joven vestido con los colores del partido, rojo, verde y amarillo comenzó a explicarme nociones de su programa. Le pedí que me explicara las ventajas y a los inconvenientes sociales de ese grupo.
“Muy resumidamente, ya que entrar en todos los detalles sería complejo y largo, las ventajas serían: Elección directa del animal del año por votación simple. Bono de transporte Tierra-Luna con un descuento del veinticinco por ciento. Mayor dotación de agua anual, pudiendo llegar incluso a una ducha completa cada semana. No hay obligación de usar el uniforme del partido en sus reuniones. Promociones anuales para compra y venta de días libres, pudiendo llegar a sumar anualmente un total de nueve días completos. Libre elección de pareja-S y pareja-B, siempre teniendo en cuenta que no haya una gran diferencia entre ingresos anuales.
Las desventajas, siempre en comparación con los otros dos partidos, se podrían resumir en: Menor dotación alimentaria semanal, por lo que el uso de planificadores de calorias y vitaminas es obligatorio. Limitación del número de viajes semanales permitidos en la Tierra. Obligación de coincienciar a los menores de dieciseis años de que saquen su identificador con el partido. Los hijos-S no tienen cabida en su estructura familar y los hijos-B se integran en las comunas habilitadas a tal efecto. Prohibición de usar el color negro en cualquier actividad o vestuario”.
Corté la charla de la enciclopedia política. Pensando que los tres partidos tenían sus ventajas y sus inconvenientes, pero en el fondo de mi cerebro pensaba que mi identificación universal era mucho mejor que las otras. Miré la hora en la pared y me di cuenta que debía acercarme al Centro Religioso del C.G.T. donde hoy darían la charla sobre el “Nuevo Ente Cuántico, Melquíades 2.33”, era de obligado cumplimiento, claro.
-Sí, mi identificación es mucho mejor que las demás –pensé convencido, mientras me colocaba el cubo de color tornasolado en el implante del cuello y un chisporroteo de energía me recorrió el cuello y la espalda-. Ah, mi cubo del C.G.T., qué puede haber mejor.
FIN
—¿Pero tú estás loco, tío? —me espetó Malibú cuando le dije que me había llamado mi abuela para ir al entierro de un falangista famoso.
Malibú es mi mejor colega y el que siempre se apunta a lo que sea, sin preguntar con quién hay que jugársela. Desde que okupamos Malaya no me ha fallado nunca, y creo que yo tampoco a él. Nos lo contamos todo y nos tenemos más confianza que si fuésemos hermanos, pero esto le parecía una pasada: un falangista, nada menos... un tío de aquellos engominados, lleno de mala leche y prejuicios contra todo el que no pensara como él. Y a saber lo que había hecho, porque si era amigo de mi abuela, a lo mejor hasta había estado en la guerra y tena alguna cuenta pendiente aunque nunca hubiese salido a relucir...
De todas maneras, aunque no fue capaz de comprenderlo, se encogió de hombros y me dejó la chupa de cuero, porque la mía estaba ya muy rozada y quería tener un poco de buena pinta cuando me viese mi abuela. No por mí, ¿eh? A mí me la suda. Por ella. Porque no la mirasen mal todos el montón de carcas que seguramente habría en el puto entierro.
Se lo expliqué a Malibú y lo vuelvo a explicar. No podía dejar a mi abuela tirada. Tenía que hacerlo. Si era un falangista, pues mala suerte. Mi abuela era mi abuela, la única que alguna vez me pidió explicaciones de lo que hacía sólo para enterarse de cómo me iba la vida y no para lanzarme rerpoches.
Cuando sonó el móvil y vi que era el número de mi abuela, me preparé para una conversación larga sobre lo que saliera. Ella es así. Luego, cuando me habló del favor que quería pedirme, lo primero que me salió de dentro fue decir que me alegraba de que hubiera un fascista menos, pero el muerto no era un fascista cualquiera: era Fernando Salcillo, y yo sabía de sobra lo que había sido ese tío para mi abuela. Algunos incluso piensan que fueron amantes, y hasta se dijo que mi padre era hijo suyo, o sea que yo podía ser su nieto. Pero luego pasó el tiempo y se vio que mi padre se parecía demasiado a mi abuelo, al abuelo oficial, para seguir manteniendo esa patraña y los tocapelotas se callaron la boca.
No sé si la abuela se metía con ese tal Salcillo en la cama. Ni lo sé, ni me importa. Me la sopla.
Lo que sí sé es que a mi abuelo lo sacó de la cárcel. Y que a mi padre le pagó los estudios de maestría, y que a la abuela la trató siempre como una reina. O eso dice ella, porque mi padre responde sólo con un gruñido cuanto tratas de sacarle a relucir el asunto. Mi padre sólo habla de lo que quiere. De hecho, mi padre no sabe decir las cosas y mi madre no sabe callar, y por eso me largué de casa a los diecisiete. Pero a lo que estaba: que el Salcillo era un fascista hijoputa, pero mi abuela lo quería. Por la razón que fuera. Porque le debía unos cuantos favores. Porque le caía simpático. Porque le daba la gana.
Y mi abuela, con sus ochenta y pico tacos me había llamado por teléfono para decirme que la acompañase en tren a Guadalajara para ir al entierro.
¿Cómo coño podía decirle que no a mi abuela, después de lo que me ha apoyado siempre? Y me había llamado a mí, y no a mi padre. Me lo dijo claramente:
—Enrique, ven tú, que no quiero llamar a tu padre. Quiero que vengas tú conmigo... que tú me entenderás y a tu padre no quiero aguantarle el mal humor. Ya sabes cómo es... Ven tú...
—Pero abuela, joder... —traté de quejarme.
—Ya estoy algo torpe y preferiría no ir sola. El único que puede venir eres tú. Seguro que tú me entiendes —me respondió tajante.
Y no tuve huevos para negarme. Por mucho que fuera el entierro de un falangista. Por mucho que hubiese que ir en tren a Guadalajara.
Así que allí me encontré aquella tarde, con la cresta remojada y peinada para un lado, unos vaqueros negros medio limpios y la chupa de cuero de Malibú quitándome el frío. Mi abuela era la primera vez que veía la estación de Atocha y le encantó. Se quedó medio pasmada mirando las palmeras y las plantas tropicales del vestíbulo mientras yo trataba de meterle prisa para que no perdiésemos el tren. Eso es lo que más me alucina de ella: que tiene ochenta y pico años y se sigue embobando con las cosas como una cría. Me alucina o me da envidia. No sé.
El viaje duró media hora larga. Lo justo para que charlásemos un rato, pero no tanto como para que yo tuviera tiempo de preguntarle por qué se empeñaba tanto en ir a ese entierro. No suelo cortarme para hablar de las cosas, pero no encontré el modo de preguntarle a mi abuela por el tema sin meterme demasiado en su vida. Al final me convencí de que no era asunto mío y pase de todo. Me había llamado para que la acompañase, pues la acompañaba, y punto.
Cuando llegamos, la abuela quiso que nos mantuviésemos atrás, sin que nadie nos viera, y ni siquiera firmó en el libro ese que ponen para que la gente fiche, porque digan lo que digan es para eso. De todos modos, una mujer vieja y enlutada pasó a nuestro lado y se detuvo un momento a mirar a la abuela. Las dos se miraron un buen rato, mientras el hombre que iba con él me miraba a mí, con cara de circunstancias. A mí no se me ocurrió nada mejor para quedar bien que tenderle la mano y darle el pésame. El hombre aquel, de traje negro, me estrechó la mano y me dio las gracias. Pero la abuela y la mujer no se saludaron ni se dijeron una palabra. No me hizo falta ninguna explicación para saber quién era.
Luego, en el entierro, había un montón de viejos y unos cuantos niñatos, todos muy trajeados, muy repeinados y con el gesto muy serio. La verdad es que daban ganas de partirles la cara a todos, por gilipollas. La misa duró una eternidad y el entierro otros dos o tres siglos, por lo menos, pero al final metieron cantaron el Cara el Sol, y otras cuantas canciones asquerosas de ese tipo, enterraron a su muerto, y se fueron a tocar los cojones a otra parte.
Entonces mi abuela también se acercó para estar allí, junto a la tumba, brazo en alto. Nunca pensé que mi abuela fuese fascista y me dejó de piedra. Me quedé tan hecho polvo que se lo pregunté, pero ella me miró como si estuviese tonto por hacerle aquella pregunta.
—¿Qué tendrá que ver ser fascista con cantarle el Cara al Sol a un muerto? —me respondió con el ceño fruncido— ¡Menudas cosas tienes!
—Pero abuela... —traté de discutirle.
—Tú, ¿qué pasa?, ¿no has querido nunca a nadie? —me soltó.
Y ante eso, pues claro, yo no dije ni pío. ¿Qué iba a decir? Ella iba por el muerto, y si el muerto hubiese sido cantaor flamenco, le hubiese cantado unos soleares. Pero como era facha, le cantaba el Cara al Sol. Manda cojones, vale, de acuerdo, pero se podía entender.
Luego, en el tren de vuelta, ya casi de noche, estuve un rato dándole vueltas al coco mientras miraba a la abuela y veía como se le llenaban los ojos de lágrimas de vez en cuando. Y no sé de dónde me vino la idea, pero entonces pensé que aquel entierro me había unido a ella más que todas las tardes que pasamos juntos cuando era niño y todas las veces que tapó mis desobediencias y mis putadas para que no me currase mi padre.
Cuando se lo conté a Malibú me dijo que se me había ablandado la sesera, pero es que él no lo entiende. Nadie lo entiende. Ni yo mismo.
La única que lo entiende es la abuela, y por eso me llamó a mí, y no a mi padre, que podía haberla llevado en coche en un momento, sin tanto taxi, ni tanta espera en la estación ni tanta historia, porque ella ya está cascada y vi que aquella jarana la había dejado hecha polvo.
Pero la abuela me llamó a mí, ¡coño! Y yo tenía que ir.
—¿Qué tal estás, abuela? —le pregunté cuando sólo faltaban diez minutos para llegar.
—Bien, hijo, y gracias por acompañarme.
—De nada. Ya sabes que tú, lo que quieras. Cualquier cosa.
—Ya lo sé, Enriquito, majo. Ya lo sé. ¿Y qué tal te va en ese sitio que ocupas con tus amigos?
—Bien, abuela, vamos tirando.
—Bueno, pues cuidado con la policía. No os dejéis pisar, pero tampoco os paséis de cabezones. Una término medio, ¿eh?
—Sí, abuela, no te preocupes —respondí.
Luego, en la estación la dejé en un taxi y la despedí con dos besos.
Antes de marchase, echó mano al bolso y sacó unos billetes.
—¿Os vendrían bien cien euros en ese sitio en el que estás?
—Joder, abuela, pues... —traté de negarme sabiendo que estábamos todos más pelados que la luna. Ella no es rica tampoco, pero para lo que gasta... —Nos vendrían como Dios —acabé reconociendo.
—Pues cógelos. Y saluda de mi parte a esos amigos tuyos, ¿eh? Y tened cuidado. No hagáis el tonto.
Los cien euros apaciguaron un poco a Malibú y a los otros. Pero siguen sin entenderlo.
Yo lo he estado pensando y creo que ya le he cogido el punto a la cosa. Ya sé por qué me llamó. ¡Hizo bien! ¡Y me alegro de haber ido!
La abuela se metía en la cama con ese Salcillo, ahora estoy seguro. Y lo quería. Y olvidaba con él los malos ratos y los disgustos que le daba mi abuelo, borrachín y malhumorado. Y casi creo que el cabrón fascista también quería a la abuela. La abuela hizo siempre lo que le salió de la punta de las narices: pasó de todo el mundo, de lo que dijeran, de lo que se suponía que tenía que ser una mujer casada, una madre de familia y la leche en verso. Le importaban un pijo las leyes, las normas sociales y lo que dijeran los demás. Le importaba un huevo todo.
La abuela hizo siempre lo que le dio la gana. ¿A quién coño iba a llamar para que la acompañara al entierro?
¿Quién más iba a entenderla?
Hizo bien.
Feindesland. 2003.
Le dolían la cabeza, la espalda, las rodillas y algunas partes más de su cuerpo: demasiadas para enumeraras todas. Había intentado incorporarse, pero se había golpeado contra el techo. Después de aquello prefirió quedarse inmóvil, tratando de vencer las náuseas.
Llevaba despierto algún tiempo aunque no sabía exactamente cuánto. Podía ser una hora, o dos, o cinco, porque a ratos volvía sentirse atenazado por el sopor para hundirse en una vorágine de recuerdos y pesadillas en las que todo daba vueltas, confundiéndose en oleadas sucesivas de euforia y angustia. Luego retomaba las riendas de su mente y se obligaba a permanecer despierto buscando respuestas a la larga lista de preguntas que se iba acumulando: ¿dónde estaba?, ¿qué hacía allí?, ¿qué había ocurrido?, ¿por qué se sentía tan mal?
Al fin parecía amanecer y ese mínimo eslabón lo mantenía atado a la consciencia. Tenía que permanecer despierto y tratar de adivinar qué había ocurrido. Y escapar, por supuesto. Eso era lo primero. No necesitaba lucidez alguna para darse cuenta de que estaba atrapado en alguna parte. La fracción más primitiva de su cerebro se bastaba y se sobraba para avisarle de ese peligro.
La luz se colaba por una mínima rendija sobre su cabeza. La apuró con avaricia, e incluso lanzó sus manos hacia ella, como si alguien le hubiese arrojado una cuerda en medio de un naufragio.
Pero con ese gesto desesperado, en vez de atrapar la luz, la cegaba, así que retiró de nuevo las manos, se las pasó por el rostro y comprobó que estaba empapado. No sabía si era sudor. Esperaba que sí. También podía ser sangre o algún tipo de humedad que goteara sobre su cabeza. Podía ser cualquier cosa: se llevó los dedos a la boca y no distinguió sabor alguno: por lo menos no era sangre.
Trató de mirar la hora pero no tenía reloj. Se palpó el resto del cuerpo y comprobó sorprendido que estaba completamente desnudo. No importaba: era verano y los días solían ser lo bastante calurosos para no temer morir de frío. ¿Pero por qué demonios lo habrían desnudado? Para humillarlo, seguramente, y complicarle la huida.
Tal vez lo peor ya hubiera pasado. O no. Seguro que no. En situaciones como la suya lo peor está siempre por venir. Tenía que encontrar la manera de salir, buscar otras rendijas, lo que fuese. Averiguar dónde estaba y pensar el modo de escapar.
Sólo recordaba una discusión, unas cuantas amenazas en un lugar lleno de gente. No podía haber pasado nada allí. Tenía que haber sido después, ¿pero cómo?, ¿y cuándo? No lograba recordarlo. Si pudiese recordar lo que había sucedido quizás eso le diese alguna idea sobre el lugar en el que se encontraba. Un zulo seguramente. Un escondrijo de mierda para mantenerlo fuera de circulación una temporada o pedir algo a cambio de su liberación.
Quién lo había hecho estaba claro. Había sido Argüelles. Seguro. ¿Quién iba a ser si no? ¿Pero qué demonios podía pedirle Argüelles?, ¿por qué lo tenía allí? Quizás quisiera asustarlo.
Sus pensamientos fluían cada vez con mayor claridad. ¿Lo habían drogado? Posiblemente. No recordaba nada. Sólo la discusión. Quizás alguien le hubiese echado algo en la bebida, y simplemente habían esperado a que perdiera el conocimiento. Muy propio de Argüelles, el miserable. Nada de violencia. Nada de sangre. ¿Qué clase de gangster de medio pelo se puede desmayar al ver la sangre? Había sido Argüelles: era propio de él. Lo habían desnudado, pero no estaba atado, ni esposado. Las típicas chorradas de Argüelles y su repugnancia por todo lo que fuese violento.
A través de la rendija sólo se veía el cielo. No podía localizar el lugar en que lo habían metido, pero si era un maletero, el coche no estaba en movimiento. Probablemente estaría en el campo, junto a un chalé o una finca de las afueras. No se oía ni un ruido. Seguramente lo habrían dejado allí a la espera de que alguien fuese recogerlo, o estaban preparando un sitio donde retenerlo.
Pensó un momento si debía gritar y decidió que sí. Podían oírlo sus secuestradores y darle otro golpe en la cabeza, como el que aún le dolía, pero era su única oportunidad. Quizás estuviese en una urbanización y lo oyesen los vecinos.
Gritó con todas sus fuerzas y un pájaro le respondió con sus trinos. Estaba en el campo, de eso no cabía duda. Argüelles tenía un chalé, pero no recordaba si en la sierra del Norte, junto a Villalba, o cerca de Toledo. O a lo mejor en los dos sitios. A Argüelles no le gustaban los lugares solitarios, así que tenía que seguir intentando que lo oyese alguien. Gritó de nuevo y aguzó el oído: esta vez ni siquiera escuchó al pájaro. Sólo el rumor de la brisa sobre los árboles.
En las horas que había pasado inconsciente podían haberlo llevado a cualquier sitio, pero seguramente seguía cerca de Madrid. Argüelles no se arriesgaría a dejarlo al cargo de otra persona sin poder ir a comprobar de vez en cuando cómo iban las cosas, y era demasiado vago para tomarse la molestia de viajar muy lejos.
No estaba en un coche. En un coche tendría las piernas encogidas. Estaba en un chalé, casi seguro, ¡y lo habían metido en el hueco del calentador del agua! Por eso la humedad, por eso el techo sobre su cabeza! Volvía a sentir el tacto en los dedos y no era metálico, como había pensando en un principio. Sólo frío, pero no metálico. Empujó el techo con todas sus fuerzas pero no se movió ni un milímetro.
Gritó de nuevo, y nada. Aún era pronto para que pasara por allí ningún excursionista, ni el cartero, ni un coche siquiera. Tenía que reservar fuerzas. Además, si gritaba antes de que pudiera oírlo otra persona, podía alertar a los secuestradores y volverían a golpearlo, o lo forzarían a tomar alguna porquería que lo mantuviese fuera de combate hasta que encontrasen un lugar más discreto. Lo mejor era escuchar, mantenerse atento, y estar listo para simular que seguía inconsciente si aparecía alguien sospechoso. Conocía a casi todos los hombres de Argüelles, por lo menos a los de toda la vida, y seguramente no hubiesen encargado algo tan delicado a un novato o a alguien que no fuese de toda confianza.
Aguzó el oído y nada. Sólo algunos pájaros, algún insecto, y la rendija de luz, que parecía vibrar por sí misma.
La luz seguía creciendo y su ojos trataban de aprovecharla para reconocer el lugar. Era un zulo blanco, húmedo y frío, con algunos árboles en las cercanías.
Haciendo un gran esfuerzo, torció el cuello para mirar por la rendija y tratar de ver los árboles. Los vio al fin y gritó con todas sus fuerzas.
Eran cipreses.
Comprendió de pronto.
Siguió gritando.
El barbudo dijo:
—Quiero grabar ese mensaje para mi familia.
—Adelante.
—Si muero quiero deciros que sois lo que más he querido, y que demandéis a la compañía de aerotaxis. Contratad abogados que cobren un porcentaje de la indemnización.
—Señor, no...
El barbudo continuó mientras mostraba una tarjeta de identificación laboral y un tablet a la cámara del interior del habitáculo.
—Y a los jefes de mi empresa, Medical Industries Inc., recomendar que demanden por daños y perjuicios. Este tablet contiene el proceso de síntesis de una vacuna para la gripe, que administrada una sola vez protege de por vida. Esta vacuna hubiese salvado millones de vidas.
El habitáculo quedó en silencio unos segundos.
- Señor, no será necesario enviar el mensaje ni negociar indemnización alguna. A la vista de los nuevos datos disponibles, el dron de rescate interceptará su vehículo en 5 segundos y le pondrá a salvo. Recibirá atención médica en cuanto aterrice. Lamento todo este incidente y le pido disculpas en nombre de Aerotaxis Asociados.
Sacó del armario su viejo vestido de novia, envuelto en varias capaz de papel de periódico, para evitar que lo devorasen el polvo, la polilla y los bostezos. Se desnudó ante el espejo y se lo intentó poner de nuevo. Y entonces descubrió que para lo único que podía servirle ya su vestido de novia era para ahorcarse.
-Algo es algo-pensó.
Es una historia lo que voy a contar, aunque no lo parezca. Es una historia, porque si digo que es una idea revestida de hechos, entonces nadie me creería. Y menos tú.
No estamos para lirismos, ¿verdad?. De nada sirve ahora decir que a veces, al mediodía, atravesaba tus ojos el misterio de la noche.
No estamos para gramáticas. Me da igual si es posible o no escribir la nostalgia en tiempo futuro. Leerás estas lineas como quien lee el prospecto de un jarabe y ya no estaré yo a tu lado para discutir tiempos verbales.
Ahora ya da lo mismo. Sólo quiero que sepas que es mentira, una absurda mentira, decir que las líneas paralelas se unen en el infinito. Sé que no es cierto desde que trabajo en los ferrocarriles, aunque sea en atención al público. He ido en tren desde Vigo hasta Rusia, y no es verdad. Las líneas paralelas son siempre paralelas, y separadas, porque el infinito es una esperanza absurda. No existe para nosotros.
Quizás hubo una época de filosofías, un periodo en el que el abandono de la consciencia nos alejaba de la realidad, pero han pasado los años, demasiados, y ahora cuanto más nos apartamos de los condicionantes que nos empujan, que nos avasallan incluso, más envueltos nos vemos en ellos, como el insecto que se enreda sin remedio en la tela de araña a fuerza de intentar zafarse de ella.
Pero no sigo por ahí. Ya dije que no estamos para lirismos. Ni para gramáticas. Ni para filosofías. No estamos para metáforas siquiera.
¿A quién le importa que tus ojos me persigan en sombras depredadoras, o que las noches supuren el veneno incandescente de lo que nunca te dije? A todo el mundo le da igual que duela el tiempo, y el olvido se acumule en la bayeta de fregar tantas ausencias.
Porque, ¿qué demonios es la ausencia?
Desde luego no es el simple hecho de que alguien no esté contigo. Es algo más palpable: es el hueco que deja.
Y si alguien se atreve a objetar que un hueco no es algo material, que machaque una rueda de su coche en un bache, y luego hablamos de nuevo.
¿Una salida de tono? De eso nada. Ya lo dije: no estamos para lirismos y un bache es uno de los fenómenos más prosaicos en los que se puede pensar. Los baches de las carreteras los causan las inclemencias y el exceso de presión por parte del tráfico pesado. Justo igual que los del alma. ¡Qué casualidad!
Pero nada de lirismos. Insisto.
Los tiempos no están para poesías, aunque a veces la realidad parezca amanecer con ganas de bromas. Se puede ser policía y que te entren a robar en casa. Tiene gracia para todos, menos para ti. Y también es posible que te abandone la mujer a la que amas y ocuparte de los objetos perdidos en una gran estación de trenes. La vida tiene estas burlas.
Y alguna más. Porque es una historia lo que voy a contar, aunque sigas sin creerlo. Es una historia con su conflicto o su extrañeza.
Hace un par de días llegó a mi mostrador un individuo, ojeroso y de pelo cano, con cara de estar muy preocupado. Le pregunté qué deseaba y me dijo que había perdido una puerta. Se le había quedado en el Alvia de Valladolid.
En atención al público tenemos que tratar chiflados todos los días. Es tan frecuente, que incluso existen un par de normas de actuación diseñadas para gestionar sus manías, con protocolo por escrito, y sonrisa estereotipada para que no se pongan nerviosos mientras acuden los de seguridad, o la asistencia médica incluso. Tenemos protocolos para todo, en realidad, aunque en lo momentos decisivos lo que cuenta de veras es el aplomo que consiga mantener el empleado que está de servicio.
En este caso, simulé que la solicitud me parecía perfectamente lógica, me di una vuelta por el almacén fingiendo buscar una puerta, y un minuto y medio después salí de nuevo para decirle al individuo que lamentaba comunicarle que no se habían recibido puertas. Nada de bromas ni de extrañezas sobre la cantidad de puertas que la gente pierde diariamente. Seriedad y mucha educación.
El hombre esbozó una mueca de disgusto, se frotó las manos con creciente nerviosismo e insistió con vehemencia en que tenía que haberla dejado alguien a nuestro cargo, así que no tuve más remedio que pedirle una descripción.
Era una puerta azul, con pomo blanco y herrajes de latón. Estaba en un cilindro de cartón verde, de casi un metro de longitud.
Entonces alcé las cejas, comprendiendo de pronto: era una fotografía de una puerta. Un póster. Algo así.
Estaba ante otra clase de chiflado. O de bromista. O de imposibilitado para ayudarse a sí mismo describiendo el objeto como es debido. También hay muchos de esos, a los que un antiguo jefe mío llamaba minusválidos verbales.
El hombre se me quedó mirando unos instantes, expectante. Sabía que había sido agraciado con una segunda oportunidad. Era un cilindro verde de un metro de largo y unos quince centímetros de diámetro. Un cilindro verde con tapas blancas y dos pegatinas de Malev, la compañía aérea húngara. Porque le habían enviado la puerta desde Budapest, o desde no sé qué ciudad de nombre impronunciable. Zekefehenosequé
Fruncí el ceño y volví al almacén. Eso mismo le pasaba siempre a ella: era incapaz de hacerme ver claramente lo que quería. O me pasaba a mí. No lo recuerdo. No quiero discutir conmigo.
Un cilindro verde no es tan difícil de encontrar entre mochilas, bolsos, abrigos y maletas cuadrangulares de todos los tamaños y durezas. Nada es difícil de encontrar en realidad si está entre los objetos que revisas. Y estaba.
En tres minutos volví al mostrador con el objeto recobrado. El hombre de pelo cano y traje ajado hizo un gesto de alegría. Le ofrecí un recibo a la firma y me pidió permiso para comprobar el contenido.
Era razonable y no me negué.
Del tubo de cartón salió un rollo de papel y el hombre lo desplegó ágilmente sobre la pared. Efectivamente era una puerta azul, con pomo blanco y herrajes de latón.
—Es preciosa, ¿verdad? —comentó el hombre, que estaba eufórico pro haberla recuperado.
Era una puerta. De todos modos, le di la razón todo lo amablemente que pude.
El hombre me dio las gracias, y me tendió la mano. Se la estreché. Luego, sin pedirme permiso, fijó el cartel contra la pared con cuatro trozos de cinta adhesiva, dio las buenas tardes, abrió la puerta, y se fue.
Cuando salí de detrás del mostrador a intentar averiguar qué había pasado, la puerta ya estaba difuminándose. No duró ni los tres minutos que tardaron en llegar los de seguridad.
No sé si fue una alucinación, una alegoría o un aviso.
Si no fuese una locura pensaría que fue un mensaje en forma de enigma.
Porque yo soy el hombre que espera que se me abra al fin una puerta. Y llevo dos meses aguardando ante un muro sin puerta.
La esperanza es eso.
¿Qué pasa cuando un sicario se entera de que su patrón ha muerto? ¿Tiene que seguir adelante con el crimen por el que ya ha cobrado o no? ¿Qué es lo realmente profesional?
¿Realmente el patrón, querría que de todos modos se cometiera el crimen tras su falleciemiento?
Quieres matar a tu exmujer porque no te deja ver a los niños. Vale. Pagas por ello. Ok. Pero coño, si te mueres... ¿De verdad querrías dejar huérfanos del todo a tus hijos?
¿Qué debería hacer un sicario honrado?
No lo podréis entender. No es el miedo al desastre lo que ofusca nuestra mente, sino el temor a los propios sentimientos, a los despojos mal enterrados de una derrota sin lucha.
Conócete a ti mismo, dijo el griego. Témete a ti mismo, se le olvidó añadir.
¿Qué haremos cuando el verdugo acaricie a nuestra novia y un ascua de memoria nos susurre que hace bien, porque él se lo ganó?, ¿qué le diremos a ella cuando nos mire condescendiente?, ¿a qué dios le rogaremos, mano sobre mano en casa, después de aceptar nuestro destino? El que lucha y pierda, ha cumplido. El que sólo pierde, sin luchar, ¿qué se dirá a sí mismo?
Cualquiera puede perder, pero se rinde sólo el que quiere. ¿Qué nos librará de esta mancha de ceniza sin haber probado el fuego?
Sólo son rumores, sólo palabras transmitidas de boca en boca, de beso en beso, entre transgresión y abandono. Rumor entregado por los labios carnosos de la niñera al mentón bien rasurado del sacerdote; palabra apenas esbozadas que pronunciaban los labios de la esposa fidelísima sobre el pecho del mozo de almacén; secreto confesado por la dependienta al gran doctor. Palabras de olvido, de indigencia moral, de pasión mal reprimida encarnada en liviandad para escapar de su asfixia y extrañar otros temblores.
Esta noche nada puede ser real, ni los abrazos que se prestan ni los ojos que se huyen en la oscuridad mal conseguida de una ciudad en guerra que reluce en exceso.
Demasiadas luces. Demasiado brillo. Ya no hay miedo a la aviación, ni se asustan las matronas con los estruendos lejanos de los obuses teutones: vuelve la claridad cuando menos se necesita, cuando todos quisiéramos ser sólo manos para abrazar y cuerpos estremecidos en ese hiriente placer, en la caricia resentida y voluptuosa de los que se odian a sí mismos.
Es la noche en que nadie puede avergonzarse de sus actos, la noche en que nada importa, porque alguien entro en Sevres y se llevó en un gran saco las medidas y los pesos, las barras de platino e iridio con que antes se cuantificaba el mundo, los termómetros, las escalas y las conciencias. Han saqueado el museo de pesos y medidas. Han arrasado las fuentes, y las almas, y el registro donde guardaban las hipotecas de la decencia No queda nada.
La conmoción es demasiado grande para que alguien se preocupe aún por el decoro: cuando se pierde el orgullo se abandona también toda contención, todo recato. Cuando se pierde el orgullo, sólo queda por defender el animal, y el animal humano se debate en el fango, entre espasmos de rabia, semen, saliva y bilis.
Esta noche se perdió la autoridad. Nadie se atreve a mandar, ni sirven las cerraduras, ni existen lugares santos. Esta noche todo vale porque todo perdió valor: los cálices son copas y las banderas son trapos, las leyes se han convertido en cantares de ciego y cada vecino anciano es sólo una oportunidad de obtener un buen botín sin riesgo y sin esfuerzo. Hoy los lobos son más lobos para el otro. Hoy los otros son infierno, purgatorio y paraíso, sin lindes que los separen. Sartre, Proust y Lautremont, reunificados.
Esta noche corre el fuego, entre los ladrillos de las esquinas, desgastados por el roce de los carros, entre los adoquines demasiado pulidos y los látigos de los cocheros. Esta noche corre el fuego, entre las prostitutas que no lo son, porque el naufragio todo lo iguala, y los clientes que no pagan, y los chulos que se miran los nudillos entre copa y copa, entre cerveza y cerveza, entre la espuma derrotada de su arrogancia de ayer.
Esta noche la ciudad aguarda, como un muchacho en posición de firmes al que se la ha prometido una bofetada. Y sabe que el golpe llegará, pero el profesor camina en torno suyo, apostrofando su falta; a veces se detiene y mira cara a cara al alumno, pero espera. Prefiere esperar. Sigue con su clase y entre explicación y explicación vuelve a pasar al lado del muchacho, y lo hará hasta que la bofetada sea recibida con alivio.
Esta noche el enemigo espera fuera, celebrando su victoria y preparando el desfile del día siguiente. Hace días que aguarda en los arrabales, en los castillos y en los palacios, en las fértiles landas donde cazaban los reyes y se reunían los jacobinos. Espera porque sabe que ha vencido sin luchar y que no hay ninguna prisa para tomar posesión de lo que se entrega con mansedumbre. Espera porque se siente amo y no sólo vencedor. No habrá fusiles en las ventanas, ni trampas en los recodos. No habrá más granadas que las que vendan los fruteros ni más luchas cuerpo a cuerpo que las libradas entre las sábanas de los vencedores. Habrá fotografías y desfiles, y paseos junto al Sena, y un gobierno de agua mineral, agua con gas, para reírles las gracias y ejecutarles los muertos. Y treinta o cuarenta judas por cada triste partisano que quiera sacudirse el yugo.
¿Para qué darse prisa?
Paris es ciudad abierta. Una ciudad que los suyos entregamos sin defender. París no es siquiera una ciudad mártir, ni una ciudad derrotada, ni una víctima de la guerra. Es ciudad abierta, madre entregada, novia vendida, botín graciosamente ofrecido. Regalo y no conquista.
París es ciudad abierta porque prefirió ser ramera antes que matrona despeinada.
Sobre las tablas ennegrecidas del salón bailan abrazados el joyero y la modista, el locutor de ojos enrojecidos y la pálida maestra de latín. Bailan como bailaron siglos antes las víctimas de la peste y los feriantes hambrientos: danza macabra
Un aragonés republicano, empapado hasta las ceas de vino, baraja sus documentos sobre la mesa sin hule arrumbada en una esquina. Tuvo que marchar de España, y no sabe adónde irá. Al infierno si es que existe, y si no a fundarlo de una vez, que buena falta va haciendo. Con los párpados cargados por el sueño y el alcohol mira a su alrededor mientras recuerda su tierra, y piensa que en España no hay ciudades abiertas, como no sea en canal. Recuerda entonces en la voz de un maestro viejo y mal afeitado una frase de Galdós: Zaragoza no se rinde. La recuerda palabra por palabra, y peleando dignamente con la borrachera consigue ponerse en pie:
—Y entre los muertos habrá siempre una lengua viva para decir que París sí que se rinde, y sin disparar un tiro —grita antes de caer de bruces sobre la mesa.
Ya lo han dicho. Ya no es pensamiento oculto espesándose entre las vigas hasta apagar los candiles.
Ya lo han dicho, pero nadie escucha. Todos bailan.
El tabernero con la esposa del banquero. El abogado con la niñera.
Todos bailan a la espera de la bofetada.
Nadie dormirá esta noche. Despiertos, soñaremos todos con que no amanezca.
Feindesland, 1998
Nube Larga se colocó el penacho de plumas, contempló ante el espejo sus pinturas de guerra y se dirigió a su caballo. Sabía que el director y todo el equipo esperaba sólo por él para dar comienzo al rodaje de la batalla, de la pantomima de batalla contra el hombre blanco, pero no tenía prisa.
Que esperasen. Por una vez, que esperasen.
Con la que estaba apunto de rodar, Nube Larga había participado ya en casi una treintena de derrotas contra la caballería Michigan.
Echó un vistazo a sus hombres y se encontró con un montón de sudamericanos, mulatos, varios indonesios y hasta algún hombre blanco. Él al menos era un verdadero piel roja, un residuo del extinto pueblo cherokee.
Pasó ante el director y las cámaras sin mirarlos, como si fueran arbustos, y se colocó en su puesto sin hacer caso a los gruñidos que afeaban su retraso.
Allí estaba, con el penacho de sus antepasados y las pinturas de sus mayores, listo para una farsa. Miró la llanura, suya por derecho propio, por ley de sangre, y en todas partes encontró cicatrices de su derrota.
Se había engañado a sí mismo diciendo que ese era el único amino para que los suyos no se hundiesen en el olvido, pero sabía en el fondo de su alma que estaba vendiendo también su memoria. Primero las tierras, luego el orgullo, por último la memoria. Si hubiera alguno, tal vez un hijo suyo vendería el cementerio.
Pero no había cementerios.
Sólo vergüenza y rabia, rencor e impotencia en los ojos de un hombre perteneciente a un pueblo que no supo defender lo suyo. Que no pudo.
Era una película de indios y Nube larga, un jefe indio, hacía de jefe indio.
Buen papel.
¿Pero hay mayor desgracia que convertir una persona en personaje?, ¿hay peor vergüenza que transformar en folclore las raíces?, ¿hay miseria más baja que convertir en espectáculo la historia de la propia destrucción?
Sí. La hay: hacerlo ante el mundo entero y cobrando.
Sólo el hombre blanco podía haber inventado el cine, capaz de empujar tan hondo a su pueblo en el pozo de la desgracia.
Pocos indios sonríen en las películas. Ya sabéis la causa.
Parte 1. Parte 2. Parte 3. Parte 4.
El Director de Tecnología de la compañía de aerotaxis, al que por abreviar llamaremos por las siglas de su cargo en inglés, CTO, rendía cuentas ante el capo di tutti capi, el CEO (Chief Executive Officer). Que a su vez, debería aguantar el chaparrón en la junta de accionistas.
- Explícame otra vez eso del 50 por ciento. Y no me saques ninguna formulita, o te juro por mi madre que te echo a la puta calle.
El CTO tragó saliva ruidosamente y dijo:
- En terminos de programación el asunto para SACTA se trataba de calcular una variable booleana y....
CTO noto un respingo en CEO al oír la palabra "booleana". CEO hizo una mueca y preguntó:
- ¿Qué has dicho, que has dicho, no te he oído bien, qué quieres el finiquito?
CTO intentaba tragar saliva, pero pareciera que tuviese una alpargata atravesada en la garganta porque no era capaz. Tenía el aspecto de un pollo ahogandose al tratar de comer un gusano demasiado grande y efectuaba ya sin disimulo grandes movimientos de cabeza arriba y abajo, a la vez que sus ojos se ponian más y más saltones, y su rostro enrrojecía.
- O sea, vamos a ver, quiero decir que se trató de que SACTA se vio forzado por las circunstancias a elegir entre dos opciones. O salvo a uno o salvo a otro. En términos informáticos eso es un 0 o un 1. Y se trata de calcularlo. Esa terrible decisión, cuando la hace un médico se llama triaje. Tenía que salvar a uno y dejar morir a otro. En general se suele priorizar al que mayor probalidad tenga de sobrevivir, como por ejemplo sucede en las listas de candidatos a recibir un trasplante de un organo.
CEO no mostraba signos de ira. Eso tranquilizó un poco a CTO, que prosiguió con la explicación.
- Así que antes de empezar a calcular ese 0 o ese 1, se puede decir que los dos ocupantes de los dos vehículos tenían un 50 por ciento de posibilidades de recibir la ayuda del dron de rescate. Y cuando terminó el cálculo, uno de los dos ocupantes, tenía el 100% de posibilidades y otro el 0%. Pero SACTA no contaba con que ese tipo nos lanzase un órdago...y tuvo que recalcular cuando quedaban pocos segundos para el impacto. SACTA no tenía claro si lo de la vacuna era cierto o no. El resto de cosas que dijo el sujeto sabía que eran ciertas. El caso es que consideró toda la nueva información y decidió salvar al tío de la barba.
El CEO procesó todo aquello y chasqueó la lengua mientras se despedía mentalmente de su carrera. Aquel mamonazo hijo de puta había conseguido salvar el pellejo mintiendo. Les había pasado una patata tan caliente como que se encontraban con la prensa de todo el mundo encima, y dos juicios pendientes. Uno con la familia de la mujer embarazada fallecida y otro con el barbas de los cojones. La rata inmunda, encima les había demandado por daños morales y psicológicos, y para más INRI y quedabienismo, había jurado ante notario entregar integra su indemnización a la familia de la fallecida.
Muy corto. Decían que Gabriel era muy corto, tan corto que llegaba con lo justo para opinar de cualquier tema. Con él una charla se volvía un cuento infantil, donde todo tenía un final feliz. Gabriel tenía un optimismo natural, porque todo y siempre se podía solucionar. Recordaba muchos cuentos de esos que nos leían de niños. Todos sabían que Gabriel era así y que era feliz y hacía feliz a todo el que le rodeaba. A veces, no parecía tan corto y no gustaba a los demás, que preferían al otro Gabriel, al de los cuentos con final feliz. Él se reía cuando alguno le llamaba "Grabiel", una de esas personas que sólo contaban cuentos con final triste y terrible. Se reía.
(2001.)
Son hermosas las horas que perdemos si en el perderlas, como en un jarrón, ponemos flores.
Quedó como Dios el poeta, pero, ¿qué flores pueden ponerse en el jarrón de una sepultura que no se enfría? Si acaso las de Baudelaire, y pare de contar.
Porque todos tenemos una idea clara de lo que se debe hacer cuando queda inútil una persona a la que queremos, y estamos seguros de que estar a su lado es la postura humana, la ética, y hasta la única posible. Decimos a la familia que yo me ocuparé de él, y lo decimos de corazón. ¿pero qué pasa luego?, ¿quién cuenta los días?, ¿qué ocurre cuando los calendarios se juntan en rebaños de alas negras girando sobre el silencio?
La medalla que dan al mutilado no vale más que su pierna. Ni la admiración del mundo entero por la abnegación y el sacrificio tampoco más que la vida, afantasmada en jirones de lo que pudo haber sido. ¿Ha visto alguna vez las esfinges, a la puerta de los templos? Así me sentía yo.
Tiene un nombre el que da la vida porque lleva vida dentro y tiene nombre también el que propaga la muerte. El primero no lo sé porque nunca he sido madre; el segundo es Satanás, me da igual si es o no es culpable.
¡Y aún hablan de los aztecas, con su sacrificios humanos! ¿Y qué es lo mío? Por lo menos el que moría en la piedra del ritual creía servir a un dios, ¿pero a quién sirvo yo? A un hoyo. Porque es un hoyo. Porque cuanto más le quitan, más grande es. Y más me traga. Y más me entierra.
No sé por qué lo hice. Sé sólo que una mañana salí a comprar pan y fruta y me encontré en la estación. No pensaba hacerlo. No pensaba irme tan lejos. Claro que sabía que sin mi no podía valerse, y por supuesto que agradezco de todo corazón a la vecina que llamase a la ambulancia, e incluso a la policía. Y me alegro de que en el hospital pudieran salvarlo. ¿Qué se cree que soy?
Fue sólo un error. No volverá a suceder.
Perdone, señor Juez. Creí estar viva otra vez. Claro que volveré con él. Sólo fue un espejismo.
María había nacido en un pesebre, literalmente, entre el mulo de casa y una vaca rancia. Se ocupó de su padre hasta que murió con setenta años, con siete años daba de comer a las ovejas, con diez las ordeñaba, con veinte su novio se pegó un tiro en el pantano, con cuarenta le entraron unas fiebres de Malta y murió, antes regaló una cruz a la parroquia que el cura no quiso porque le parecía muy fea.
menéame