El caso de Ernest Ian King

Hace unos diez años escribí este relato a petición de una editorial que estaba haciendo un homenaje a Lovecraft, no pagaban un céntimo pero me animé por el reto de intentar imitar el estilo del maestro del terror cósmico. Por supuesto la editorial cerró antes de publicar este recopilatorio de relatos así que la historia quedó en el limbo de un disco duro escondido entre subcarpetas de contenido incierto... Así que lo comparto con vosotros.

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           El presente diario está escrito en el camarote del barco que me devuelve a casa. Lo entregaré a mi tío, el profesor Jonathan Archibald King, de la Universidad de Manchester en New Hampshire. Única persona en este mundo que tendrá en seria consideración lo que voy a narrar en las siguientes páginas y que tuvieron lugar en junio de 1923.

           Me llamo Ernest Ian King, soy profesor adjunto de psicología en la misma universidad donde mi estimado tío imparte clases. Nací y me crié en Havencold, en una antigua casona de la calle Hillman, cerca de Silver Road; y no fui a Manchester, en el condado de Hillsborough, hasta que ingresé en la Universidad del mismo nombre en 1895, como estudiante de psicología. En 1900 pasé a ser profesor adjunto del prestigioso psicólogo William H. Webster y pronto comencé a prepararme para asistir a los cursos especiales en universidades europeas, ya que en ningún momento me faltaron contactos con personas doctas, gracias al renombre de mi tío y al buen hacer del señor Webster. No puedo olvidar la extraña relación que unía a mi tío y al prestigioso profesor: confusa, iracunda, tensa, afable, como si dicha relación oscilara según la época del año o las lluvias.

           Estudié minuciosamente libros como El Grimorio del Conde Du Bois, sobre un análisis científico de Peter Craft o los fragmentos conservados de Totentanz de Bern Diermissen, y sobre todo los trabajos del psicólogo italiano Bartolomeo Migliore, quien llamó más mi atención al saber que mi viejo amigo Arrigo Panettiere había sido internado, hacía pocos meses, en el nuevo sanatorio mental construido en la pequeña isla Poveglia, situada en la Laguna de Venecia. Mi interés por ampliar mis estudios con los novedosos métodos del profesor Migliore y el hecho de que mi colega y amigo hubiera ingresado en la institución que dirigía el afamado profesor, hicieron que mis deseos por conocer de primera mano las técnicas y conocimientos usados en dicho sanatorio me hicieran emprender un viaje de quince días en el Aquitania hasta Londres y de allí, llegar a Venecia una semana después.

           La isla de Poveglia está dividida por un pequeño canal y no escapan a mi memoria los libros que encontré en la biblioteca semanas antes de partir, donde se narraba con macabro detalle la oscura historia de la isla. En época romana fue usada para aislar víctimas de enfermedades contagiosas de la población general y siglos más tarde, con Europa asolada por la peste negra, todas las fuentes que consulté indicaban que hubo un lugar donde la muerte se cebó especialmente, Venecia. Las montañas de cadáveres se apilaban como horrendos cúmulos informes de seres humanos de todas las edades y en diverso estado de descomposición, y aún así la gente seguía muriendo, por lo que ante tal desgracia, las autoridades de la ciudad decidieron que los cuerpos fueran trasladados a la isla de Poveglia. Según cuenta en su obra A solis ortus cardine, de Giacomo Palermi, el enorme e inhumano crematorio parecía obra de un dios pagano olvidado dadas las proporciones dantescas de humanos calcinados. A día de hoy, el oleaje aún arrastra restos, despojos irreconociblemente humanos a las costas más cercanas a la isla.

           Según narra el reconocido historiador y filósofo, las autoridades de la época tomaron la terrible decisión de que no sólo fueran llevados a la isla los muertos, sino también los que padeciesen los síntomas. Todos los enfermos fueron llevados a la isla, entre gritos de agonía y lamentos eternos, hombres, mujeres y niños enfermos, aún vivos, eran arrastrados y arrojados a las piras crematorias.

           Muchos años después, la isla quedó totalmente abandonada, pero en junio de 1922, hace ahora un año, se levantó allí un sanatorio mental. La carta que recibí de la familia Panettiere no hizo más que avivar mis deseos de conocer no sólo el estado de la salud mental de mi amigo sino poder estudiar nuevas técnicas en el campo de la psicología.

           En la tarde del sábado 26 de mayo me alojé en el Hotel Ca' Doge, situado a pocos metros de Santa Croce, donde a la mañana siguiente un hombre delgado, de tez extremadamente pálida, mirada ausente y acuosa, llegó en automóvil, para llevarme a mi cita con el afamado experto Bartolomeo Migliore.

           La llegada en barca a la isla dejó una fuerte impresión en mi alma, algo indescriptible que atenazó mi espíritu y que, en ese momento, no fui capaz de identificar. El sanatorio era amplio, de ladrillo sólido y paredes gruesas, ventanales con sólidas rejas, frondosos setos y árboles de aspecto cuidado. Reparé en una construcción elevada, que más tarde descubrí que era conocida por el nombre de "el Octágono," desde la altura del campanario se podía ver el insólito hecho de que ni una sola planta crecía sobre la amplia zona con forma octogonal. Mi silencioso chófer y barquero me dejó en el pequeño muelle donde me esperaba una de las asistentas del eminente médico y psicólogo, una mujer de aspecto recio, de nariz firme y perfilada, de ojos oscuros y de rasgos latinos que me recibió interesándose por mi interés en los avances del profesor, ya que a todas luces éste no le había dado más información que la que pudiera obtener de mí.

           El profesor Migliore me esperaba fumando una pipa a la puerta de su despacho, resultó ser un hombre mayor, agradable e inteligente, y sus conocimientos de psicología le permitieron entablar larguísimas discusiones conmigo sobre el mundo de los sueños y sus estudios realizados en el sanatorio con ciertos pacientes, me explicó que la mayoría tenía pesadillas informes y recurrentes, inconexas narraciones que él atribuía a la desconocida sensibilidad de la pseudo-memoria.

           Amablemente, me invitó a acompañarle en una ronda por los pabellones de sanatorio, el olor en el ala sur, destinada a los casos más horribles, era un hedor que no guardaba parecido con nada conocido y que no podía provenir de nada sano ni de esta tierra. Pero sé que los sanatorios mentales suelen tener las huellas de los gritos descarnados, las emociones inhumanas de la locura en su estado más primitivo. Nos dirigimos a una de las terapias que tenía dispuesta para un paciente. En la habitación, atado a la cama con fuertes correajes un hombre de tez oscura y mirada perdida balbuceaba palabras sin sentido. El profesor me indicó la costura en el cráneo por donde se había hecho el primer acceso con un taladro manual para anular el senso primordio, un término que había creado el psicólogo para definir la zona del cerebro que somete y contiene los sueños preternaturales, con todo lujo de detalles me contó las visiones que el paciente había descrito en caótico desorden, arquitecturas imposibles, seres gigantescos y deformes.

           En el mismo instante que el profesor me señaló con su propia pluma la boca sin dientes del atormentado paciente, un destello de formas extrañas se formó ante mis ojos y comprendí que me hallaba en una habitación grotesca distinta de la de un sanatorio. Mis palabras se separaron de las ideas y éstas a su vez de los pensamientos, encadenando una desconexión de las sensaciones, ese breve instante fue suficiente para que un sabor acre se me formara en la boca. Me disculpé del profesor y pedí descansar en mis habitaciones, alegando el largo viaje y el haber dormido mal la noche anterior.  

           Ya en la cama, cerré los ojos y me desperté ya bien entrada la noche, encendí el pequeño candil y me asomé a la ventana de mi austera habitación, desde allí se veía el ala sur del sanatorio y una parte del “octágono”. Un grito sobrecogedor se oyó en alguna parte, salí corriendo hacia el pasillo, donde una enfermera, candil en mano, me saludó inclinando la cabeza mientras se dirigía veloz hacia alguna parte del sanatorio. Seguí a la enfermera movido por la curiosidad y con la intención de ayudar en lo que fuera posible, vi que el profesor estaba entrando en una habitación justo cuando otro desgarrador aullido salió de allí. Dentro, el horror me esperaba, contemplé la familiar forma humana de una persona que no parecía tal cosa, y en el rostro una expresión congelada de alivio, como de haber superado un temor infinito. Sus facciones eran extrañas, el pronunciado mentón, la nariz perfilada como el nudo de un árbol, la expresión de los ojos, grandes y oscuros, sus carnosos labios, su tez porosa y sus orejas increíblemente alargadas, hacían un conjunto atrozmente feo. Pregunté al profesor por su caso y me dijo que había tenido que extirpar a golpe de cincel y martillo una parte del cráneo para que la mejoría fuera notoria ya que este paciente se devoraba a sí mismo, dándose dentelladas y comiéndose su propia carne, cosa que pude comprobar cuando levantó el camisón para mostrarme la falta de carne en brazos y piernas. A continuación me explicó que hundiendo la parte petrosa del hueso temporal en el cerebro había conseguido que dejara de infringirse daño, y que este hecho pudiera haber dado paso a las pesadillas, los gritos y el habla inconexa, cuando es bien sabido que el habla no se aloja en esa parte del cerebro.

           No quedé demasiado convencido de las técnicas del profesor, pero en aquel momento me embargó la duda de que quizás estuviera delante de uno de los grandes avances en materia mental y delante de un genio, de ahí que anotara todos los datos en mi cuaderno para su posterior análisis. En el camino de vuelta a mis habitaciones, me detuve en una habitación de la salía luz y la puerta estaba entreabierta, por simple curiosidad, empujé la puerta y dentro encontré una sala vacía y sin ventanas, iluminada por candiles en las paredes, en el centro de la estancia había una maquinaria que era una rara mezcla de palancas, espejos, cristales, ruedas y engranajes, mediría un metro de alto, por treinta de ancho y unos cincuenta de profundidad. Uno de los espejos era convexo y circular, otro era plano y hexagonal, había también una pirámide de cristal ambarino que estaba engarzada a una suerte de palanca dorada y plateada y ésta a su vez a innumerables engranajes. La voz de Bartolomeo Migliore a mi espalda me sobresaltó y encendiendo una pipa me contó que esa máquina la había construido Arrigo Panettiere, mi antiguo amigo.

           Continuó explicándome, camino de nuestras habitaciones, cómo en uno de los primeros delirios de Panettiere se le dieron algunas herramientas y materiales como parte del proceso de terapia mental, pero que nunca descubrieron de dónde sacó los espejos, los cristales y algunos metales para tan extraña construcción. Sospechaban que algún otro demente le habría facilitado algunas de esas cosas. Cuando le pregunté cuándo podría verlo y en qué estado lo encontraría, me dijo que a la mañana siguiente y que sobre su estado poco podía contar. 

           Al filo del alba, una terrible pesadilla dominó todo mi ser, lo primero que sentí fue la abstracta sensación de profundo e inexplicable horror, como si mi propia mente sintiera mi cuerpo ajeno e inconcebiblemente extraño. Me encontraba en una cripta sin ventanas, adornada con una extraña sillería pétrea y con una primitiva bóveda redonda. Una abertura en el muro daba acceso a un pasillo oscuro con una fuerte corriente de aire muy húmedo, allí y unos pocos metros más adelante, llegué a un sobrecogedor y vasto espacio vacío en el que mi candil no revelaba la existencia de muros ni de bóvedas. Volví sobre mis pasos para encontrar un cruce en el pasillo que no había visto antes, quizás abrumado por la sensación de terror que dominaba mi alma, dirigí la luz del candil hacia el final de ese corredor y vi una cripta baja y circular con arcos que se abrían sin orden geométrico. Las paredes, o las partes que quedaban al alcance de la luz, estaban casi por completo cubiertas de jeroglíficos y cinceladas con símbolos curvilíneos, toque una de las paredes y un grito estremecedor llenó la sala. Me desperté abriendo los ojos sin mover un sólo músculo del cuerpo, aterrorizado.

           Esa mañana, tras un frugal desayuno, me dispuse a dar un paseo antes de ver al profesor, intentando borrar de mi mente la aterradora pesadilla que había tenido. Salí al jardín exterior, bordeando enredaderas de parra virgen primorosamente cuidadas y dirigiéndome sin rumbo hacia el ala norte del sanatorio. Cuando ya me disponía a regresar encontré una puerta en el extremo norte del edificio, así que decidí ir hacia el despacho del profesor atravesando el interior del sanatorio. La puerta parecía no haberse usado en mucho tiempo, aún cuando el edificio había sido terminado de construir el año pasado. Empujando con el hombro, conseguí abrirla y me encaminé pasillo abajo hacia el sur hasta que un olor indefinido, parecido al de hierro oxidado y aguas pútridas, hizo que tuviera que taparme las fosas nasales y la boca con el pañuelo. Una de las puertas se encontraba entreabierta y la empujé ligeramente para ver si de allí provenía el fuerte olor. Un estanque de cemento de un metro de alto y unos diez por diez metros era todo lo que había en la sala. Su interior estaba vacío pero había restos de limo y de algas y en el centro de la alberca había una trampilla de hierro oxidado con dos candados a cada lado del pasante que mantenía cerrada la extraña compuerta. Semi borrado por el óxido se podía ver un rostro a medio camino entre un simio y un pez grabado en el frontal de la trampilla, hice un pequeño esbozo en mi cuaderno de notas con la intención de preguntar al profesor qué uso tenía esta habitación.

           Me dirigí a buen paso orientándome hacia el sur en todo momento, los pasillos estaban jalonados de puertas cerradas, las pocas que se encontraban abiertas dejaban ver en su interior camastros conectados a bobinas eléctricas de uso desconocido, o a habitaciones con grandes cilindros a modo de calderas pero sin tubos o conexiones a ninguna parte, estaba abocetando una de esas extrañas calderas en mi cuaderno cuando escuché unos pasos claros y un murmullo de voces en aumento, claramente una de las voces pertenecía al profesor y la otra debía ser de alguna de las enfermeras que lo asistían. Guardé mi cuaderno y al doblar una esquina en dirección a las voces, los vi venir hacia mí, ambos parecieron sorprenderse de verme, pero al instante el profesor esbozó una sonrisa y se dirigió con paso firme hacia donde me encontraba. Cuando ya estuvo a mi lado hablamos de banalidades a las que no otorgué importancia, sólo cuando me preguntó por cómo había pasado la noche me di cuenta de que algo no terminaba de parecerme racionalmente adecuado. Así que mientras le contaba la pesadilla que había sufrido la noche anterior estuve pendiente de sus respuestas y sus expresiones, valorando cada una a medida que le iba narrando el horror del pasado sueño. Se interesó mucho por ciertos aspectos arquitectónicos que para mí carecían de importancia o no recordaba y me pidió si, tras visitar al señor Panettiere, me prestaría a una sesión de hipnosis para poder vislumbrar el sentido profundo de mi pesadilla. No podía dudar de las cualidades del profesor ni de sus intenciones, acepté insistiendo en que tomara nota de todo para poder analizar yo mismo los datos resultantes de la hipnosis.

           El cuerpo estaba sentado muy tieso en la silla de metal que había en su habitación junto a la ventana. Me acerqué a ver la cara de mi colega y amigo y sólo vi uno ojos vidriosos y desorbitados, unas facciones irreconocibles en un rostro sobrecogido por el terror. El profesor me explicó que había intentado sacarlo del trance en el que se encontraba con técnicas de electroconmoción, de ahí las marcas en sus sienes y las zonas rapadas de su cabeza. Llegó al sanatorio aquejado de sobrecogedores dolores de cabeza que sólo le hacían gritar día y noche, balbuceando palabras extrañas y en un estado que el profesor sólo podía calificar de demencia extrema, me reconoció que todos sus intentos habían resultado infructuosos y le preocupaba que llevara semanas con los músculos contraídos en esa misma expresión.

           Le pedí unos instantes a solas con Arrigo y el profesor asintió indicándome el pabellón donde estaría, recordándome la propuesta de usar sus técnicas de mesmerismo para intentar arrojar algo de luz sobre lo que me había sucedido. Me senté en la cama contemplando la expresión de terror en su cara, como si el tiempo se hubiera paralizado en ese instante eterno lleno de horror y miedo indescriptible. La carta de sus padres no me había aclarado qué sucesos podrían haber desembocado en el estado mental actual de su hijo, tan sólo una vaga frase que venía a decir que estaba obsesionado con un trabajo que estaba realizando para la Sapienza-Università di Roma.

           De pronto, mi mente dejó de estar allí, recorría a toda prisa los pasillos pintados de verde del ala norte hacia una escalera de caracol que descendía interminablemente hasta una estancia con un agujero informe en el suelo, y en su interior, y a mucha profundidad, llegué a vislumbrar bloques de piedra negra de ingente tamaño unidos con algún material de increíble dureza, formando una masa tan firme como extraña, una especie de espiral imposible coronada por una pétrea figura humanoide, a su lado yacía el cuerpo destrozado de Arrigo, sin brazos ni piernas y apenas media cabeza, vivo y consciente. El horror de la visión me hizo volver a la habitación donde me encontraba, Arrigo se había movido de la silla y se encontraba sentado a mi lado en la cama, inexpresivo, impasible en su mueca de terror ignoto. 

           En ese instante, comencé a entender que algo extraño e insano me estaba sucediendo, ahora ya no eran meras dudas o fantasías, sentía que algo estaba apoderándose de mi ser en contra de mi voluntad.

           Pasé la mañana tomando notas sobre las técnicas del profesor, fui testigo de una extracción del puente de Varolio en el cerebro de un paciente aquejado de rigidez y espasticidad motora, mientras hacía pasar una corriente eléctrica por el torrente sanguíneo para estimular, según el profesor, la regeneración mental del movimiento. Acompañé a su despacho al profesor, donde estuvo preparando la lista de fármacos y sus dosis para los ciento doce enfermos que había en el sanatorio. Tras un ligero tentempié nos dirigimos a una habitación donde me pidió que me vistiera con una de las batas del sanatorio mientras me explicaba que su técnica recogía lo mejor del mesmerismo y las técnicas más depuradas de la hipnosis moderna, me narró con todo lujo de detalles que si todo el universo se había desarrollado de una sustancia homogénea primordial, se podía acceder a esa corriente ancestral mediante el uso de brazaletes magnetizados, maderas aislantes, bebidas saturadas de sales y piedras como la geoita, que ayudaban a entrar en trance de modo inequívoco.

           Bebí una solución de color cetrino y sabor ácido, me colocó un brazalete de metal en cada muñeca, estos estaban conectados a una intrincada red de cables que terminaban en una máquina con una bobina de cobre de un metro de diámetro. Me encontraba sentado sobre una plancha de madera de cedro que se había colocado sobre la cama y tenía los pies sumergidos en un barreño de metal con una solución salina y otros minerales. El profesor se puso unos gruesos guantes de cuero y una asistenta le abrió una cajita de madera donde dentro había una piedra de color negro que me señaló como geoita. Una ligera corriente eléctrica recorrió todo mi cuerpo cuando se activó la máquina conectada a docenas de cables, mientras el profesor pasaba la piedra por diversas partes de mi cabeza, por dónde esta tocaba el cuero cabelludo parecía que una parte de mi mente quisiera irse hacia la extraña piedra negra.

           En uno de esos pases sólo vi negrura y al instante noté una corriente de aire frío y muy húmedo, me veía envuelto en una tenue luz y a mi lado estaba la presencia del profesor, sabía que era él, pero su apariencia era la de algo deforme, con la piel verdosa con zonas amarronadas, la cara totalmente deformada y colmillos saliendo de bocas situadas en hombros y cuello. El profesor musitaba palabras que no podía reconocer y algunas de las que más repetía se me quedaron grabadas a fuego en el alma. “N’graht Yopghog Sothoth”, repetía cada cierto tiempo como si quisiera llamar a alguien o buscar a alguien en un escenario de irreal locura.

           Estábamos en una estancia de techo altísimo, con grandes ventanas redondas dispuestas simétricamente, rampas y cilindros de piedra repartidos en caótico orden, una de esas rampas se dirigía a la titánica altura donde se vislumbraba una plataforma pétrea, a través de las ventanas se podían ver extraños jardines, rodeados de edificios gigantescos, me sentía incapaz de calcular las proporciones de lo que veía y la sensación de abotargamiento ante lo que contemplaba sólo era rota por la creciente sensación de voces en mi mente. Las construcciones en el exterior podían medir cientos de metros de altura, todas hechas de esa piedra negra de aspecto viscoso. El brumoso cielo estaba cubierto por una especie de vapor violeta y en el horizonte se divisaban enormes torres cilíndricas negras, cuya altura superaba la de cualquier otro edificio. Los jardines provocaban desasosiego, la desconocida vegetación tenía una fantasmal palidez amarillenta, las flores eran irreconocibles y parecían hongos floreciendo caóticamente. Mi acompañante se dirigió con paso irregular hacia una de las entradas y me hacía toscas señas para que lo siguiera, algo en mí me obligó a ir por otra de las gigantescas arcadas de la estancia, ignoraba por qué había tomado aquel camino en particular, pero mi acompañante me siguió repitiendo frases incongruentes. 

           Cuando llegué a la siguiente estancia, tras recorrer un lóbrego pasillo, vi una trampilla situada en el suelo y un sinfín de estructuras parecidas a estanterías llenas de bloques de piedra de extraordinarios colores y formas. Una nueva oleada de pánico se apoderó de mí.

           Con una seguridad que no parecía mía, me dirigí al mecanismo curvo de apertura de la trampilla, y la abrí con un movimiento sencillo. El profesor parecía estar muy alterado y hablaba con una rapidez inhumana. Dentro, había un pasillo de geometría imposible que ascendía incomprensiblemente, sin dudar un instante el profesor, o su representación mental, entró en el pasillo que había en la trampilla del suelo y comenzó a ascender por la rampa, sin mirar atrás, con paso irregular pero firme. Seguí al profesor por el irreal pasillo hacia arriba hasta que lo encontré detenido ante otra trampilla, parecía no querer o no poder tocarla y se acercaba y alejaba de ella como deseoso y temeroso a la vez. Su cara informe me miró en silencio, la boca de su hombro derecho lanzó una dentellada al aire, puse la mano sobre el gancho de la portilla, lo giré y entonces sólo vi negrura.

           No sabía qué había ocurrido entre el momento de la hipnosis y el 15 de junio, fecha que supe después cuando me recogió una barca en las aguas entre Venecia y la Poveglia. Me desperté sentado en la misma cama donde hacía minutos había estado el profesor y su ayudante, el horror me nubló la vista al ver su cuerpo esparcido por todas las paredes, sangre seca, carne putrefacta y huesos mezclados en horrible desorden por toda la habitación, noté que la sangre me había dejado el pelo pegajoso, y aunque parecía estar ileso, tenía tremendos dolores musculares. Atardecía en el exterior así que aprovechando los últimos rayos de luz, me vestí y salí al pasillo donde sólo pude ver destrucción y muerte, paredes destrozadas, muros caídos, escombros por todas partes, agua borboteando de tuberías destrozadas y suelos levantados por una fuerza indescriptible. Como pude, avancé entre el derruido pasillo, encendí una cerilla con la intención de buscar algo con lo que iluminar mi camino en la cercana noche. En una habitación, también destrozada, encontré en el suelo un candil con aceite y lo usé para intentar descubrir qué hechos tan terribles podrían haber creado la locura allí reinante. En una de las esquinas, en el suelo, me encontré con una abominación, dos hombres mezclados de cabeza a pies, como si una mano fantasma los hubiera partido en dos y unido de nuevo con las partes del otro. El pánico en su estado más puro se apoderó de mi ser cuando el engendro humano comenzó a hablar. “Abrió la luz del infierno y de ella entró galopando el dolor en sus formas carnosas.” Como pude, olvidándome de toda ética profesional o científica, huí despavorido de semejante monstruo inhumano.

           Aún no había terminado de correr cuando un ser viscoso y con forma semihumana se plantó delante de mí, fue tal el terror que sentí que se me cayó el candil al suelo, y la negrura se apoderó del pasillo. Sólo podía oír los siseos que emitía la criatura y el goteo constante de agua de una tubería del techo sobre el suelo. Una mano viscosa y seca me apresó por el cuello y me levantó en el aire como si fuera de papel, luego se oyeron otras voces hablando en lengua extraña y caí al suelo liberado del apresamiento. Como pude, me arrastré por el pasillo huyendo de la criatura y en mi cabeza estallaron cientos de voces gritando, pidiendo ayuda, todas a la vez en caótico babel de gritos y lamentos. En mi atropellada huida a oscuras llegué a un pasillo con escalinata y hacia una luz que parecía venir de alguna habitación, un zumbido extraño salía de allí.

           Entré atropelladamente en la habitación y cerré lo que quedaba de puerta apilando piedras y restos del derrumbe del techo. Me encontraba en la sala donde ya había estado, la del estanque de cemento, sólo que ahora estaba lleno de agua putrefacta. Toda la estancia estaba manchada de sangre como si se hubiera rociado con ella la sala. El extraño fulgor verde azulado provenía del interior del estanque, concretamente el brillo era más intenso donde estaba la trampilla. En mi apresurada huida no me había fijado que en una esquina, agazapado tras una contraventana rota había un paciente del profesor. Balbuceaba frases inconexas, me acerqué a él y se puso de pie como movido por un resorte, de pronto sus ojos cobraron vida y comenzó a relatar que se habían abierto las puertas del infierno, que por fin el profesor había hablado con ellos, que el único lugar seguro era el campanario y que si le ayudaba podríamos subir hasta allí ahora que ya habían saciado su hambre de almas. Luego se puso a hablar sobre plasticidad monstruosa y de ruidos semejantes a silbidos y chasquidos. Intenté calmarlo pero sólo conseguí que se pusiera a liberar de piedras el modesto parapeto que había fabricado tras la puerta, intenté detenerlo, pero su fuerza era muy superior a la mía. De pronto, el puño de uno de esos seres viscosos atravesó la puerta y después toda la puerta salió despedida con gran fuerza, al pobre hombre que se encontraba frente al monstruoso ser apenas le dio tiempo a gritar antes de que los brazos ciclópeos de esa cosa lo partieran en dos tirando de los hombros. Unos ojos sin pupila y de color ámbar se clavaron en mí, me miraba mientras cogía por una pierna el cadáver del paciente y de un chasquido se lo metía en la boca, donde una colosales mandíbulas con dientes como cuchillos destrozaban carne y huesos. Seguía mirándome y yo seguía paralizado, escupió sangre sobre el suelo así como algunos huesos de la pierna mientras esos ojos inexpresivos no me perdían de vista. Antes de que pudiera pensar en nada, o fuera consciente de lo que hacía me zambullí en el estanque y buceé con todas mi fuerzas hacia la trampilla ayudado por el intenso fulgor que de allí salía, buceé lo que para mí fueron horas, hasta que las fuerzas me abandonaron sabiendo que mi hora había llegado.

           Abrí los ojos y me encontré en un bote de pescadores, los allí reunidos me miraban como si hubiera vuelto de la misma muerte. Me explicaron que me encontraron flotando a poco metros de Venecia, traído por las extrañas corrientes que a veces fluyen desde la ciudad a la isla. Me dirigí a mi hotel sin dar más explicaciones, caí en la cama, y la fiebre y los dolores musculares se apoderaron de mí, durante tres días yací en cama, débil, temiendo que la fiebre me hiciera volver a tener pesadillas, la sola idea de que eso pudiera suceder me estremecía.

           Cuando por fin me recuperé, comencé a completar en mi cuaderno todos los hechos que me sucedieron intentando no perder los detalles que recordaba, aun cuando muchos otros fueran borrados de mi memoria. No creo poder expresar de manera aproximada el horror y temor contenido en tales recuerdos. Días más tarde, en el comedor del hotel, supe de los terribles hechos que habían sucedido en el sanatorio, entre susurros y habladurías me contaron que el profesor enloqueció y empezó a ver los torturados espíritus de los muertos por la peste, que la locura se había apoderado de su alma y que subió a la torre del campanario desde donde había saltado y, según un paciente que sobrevivió a la locura allí desatada, el profesor no murió con la caída y mientras se retorcía de dolor en el suelo, una especie de niebla salió del suelo y lo estranguló hasta la muerte.

           Tengo que contarle a mi tío lo que vi o creí ver, y dejar que utilice su criterio como científico para analizar la realidad de mi experiencia. Todavía no me siento dispuesto a garantizar la verdad acerca de lo que creo que encontré en la isla de Poveglia. Hay motivos para creer que mi experiencia fue una alucinación, para la cual, existían algunas causas. Y, sin embargo, su realismo fue tan horrendo que, a veces, encuentro imposible seguir viviendo.

 --FIN--