Como había acordado por el teléfono de número oculto, allí estaba el traficante en el callejón, a las dos después de medianoche. Fijaron sus miradas y él terminó de acercarse. El tipo olía a tabaco, y llevaba una pelliza antigua, parcialmente iluminada por la farola inclinada que surgía del muro tras su espalda.
—Vamos al grano —dijo el traficante—. Te presento a las chicas.
Movimientos se intuyeron en la zona oscura de la calle. Era como si las sombras cobraran vida y comenzaran a traspasar un manto intangible. Una decena de mujeres de varias edades se mostraron, colocándose en paralelo como soldados.
Vestían ligeras, algunas con ropas más propias de una obra de teatro, y sin embargo no mostraban un ápice de frío. Estaban serias, entre disgustadas y preparadas para reaccionar. El traficante le dejó tocar una en el hombro desnudo, comprobando que poseían la misma textura que una persona.
—¿Para qué tipo de historia la necesitas? —preguntó el comerciante desde las sombras de la esquina—. Todas te sirven para el sexo, por si quieres dejarte de rodeos.
—No, no busco ni erotismo ni pornografía. Desearía una para novela negra. Investigación.
—¿Más tópica o alternativa?
—Punto medio.
—Sabía que dirías eso.
El traficante se acercó para hablar con las musas. Éstas comenzaron a desplazarse, regresando a las sombras del muro, dando la impresión que realmente desaparecían. Quedó una, observando a ambos hombres con un temor verdaderamente inspirador.
Una vez en casa, la musa se mostraba reacia a moverse del sitio. Se quedaba de pie contra una pared del comedor mientras él realizaba los quehaceres del hogar. Costó llevarla hasta allí, arrastrada a empujones hasta el coche por el vendedor y a insistencias verbales del comprador para que bajase del coche y entrara a la pequeña casa apartada de la ciudad. No hablaron durante el trayecto, a pesar de que él le preguntaba y la animaba. Le explicaba que se trataba de un trabajo sencillo: le faltaba la inspiración en esos días, arrastrando ya un mes. Ella sólo tenía que dar su toque.
Se deslizó un día entero y la musa seguía de pie en el mismo punto del comedor. Él desayunaba y la seguía animando. Ella enarbolaba el mismo rostro. Decidió darle su tiempo, ignorándola.
Una semana después, la descubrió en la cocina examinando dentro de las puertas. Tenía colocada una cacerola en la cabeza. La observó palpar los envases y las frutas. Días después la chica se movía por toda la casa, aunque de un modo como si él no existiese. De mientras, él trabajaba en la novela con insistencia. A pesar de no sentirse creativo, debía escribir a diario para no perder la costumbre. Al fin, cierto día, la musa se colocó detrás de él para observar qué escribía.
—Coloca una vía más.
—¿Cómo? —El hombre se giró. La musa llevaba casi dos horas detrás observando en silencio. La expresión había surgido en parte al descubrir cómo sonaba su voz.
—Dos vías de opción es poco desafiante para la mente. Cuatro en ocasiones demasiado. Tres es el número.
Su leve discurso sonaba propio de un científico. Decidió hacer caso y escribir que el protagonista tenía tres vías por escoger.
En los siguientes días la musa fue mostrando su carácter variable y forma de ser con la que cualquier persona se podría identificar. Algunas noches la descubría semidesnuda en el comedor realizando una especie de performance. Él observaba en silencio, sin miedo a ser descubierto, analizando esa figura que no malgastaba su energía en ningún movimiento en vano. Un giro, otro… varias ideas brotaban en su mente, y por primera vez en mucho tiempo, se sentó a escribir de madrugada.
Dos meses después, convivían con la naturalidad propia de quienes han compartido durante años. A ella le gustaba preparar café, bebiendo un par de tazas en cada vez. A él le maravillaba verla beber, acompañando la extrañeza sobre el hecho de que jamás iba al baño.
—Báñate conmigo.
La musa lo miró y su rostro fue evolucionando al mismo de temor de cuando la conoció.
—¿He dicho algo malo? —Quedó un momento callado—. Perdona.
—Todos comienzan igual. Se empieza por ahí…
La musa se levantó del asiento y corrió hacia el pasillo. Se escuchó cerrarse la puerta de lo que intuyó que era el cuarto habilitado para ella. El escritor se quedó pensativo, decidiendo darse un baño para despejarse.
Era la madrugada y el comienzo de capítulo seguía en blanco a contraste de los ojos rojizos. Permanecía en una posición encorvada, apoyando el codo en la pierna. El título figuraba solitario siendo un “De delitos y bendiciones”. Sabía cómo tenía que enfocar, jugando con esas dos palabras como si fuesen las dos caras de la misma moneda. El investigador, con tal de atrapar a uno de los asesinos (que en juego paródico uno se trataba de un mayordomo), se proponía delinquir para comprender mejor la mente criminal. Sabía de un compañero anterior, cierta leyenda, comenzó robando y terminó atando a una prostituta en el sótano de su casa. El protagonista no pretendía llegar tan lejos, sólo comprar droga para vender parte y meterse el resto, entonces con ese colocón culpable lograr robar o asaltar a algún transeúnte…
—¿No te das cuenta de lo ridícula que resulta esa idea?
Se giró. Allí estaba ella, analítica hacia la mente de él.
—Puedes leer mi pensamiento.
—Sólo la parte creativa.
—Comienzo a entenderlo —dijo y escupió un poco de aire—. Eso es peor que poder leer el pensamiento.
El silenció los vistió.
—Todos y todas —dijo la musa—. Todos y todas —repitió asumida— termináis realizando el mismo acto. He pasado gran parte de mis días en la cama.
Él se levantó sin apartar sus ojos de los suyos. Le acarició una mejilla. Ella pensó que esta vez sería diferente, y él supo interpretar aquella impresión. La silueta de ambos se alargaba hasta el balcón, quedando unidas a la sombra de las rejas sobre el suelo.