Andrei Voloshimin no se preguntaba nunca por qué sucedían las cosas. Había nacido campesino, cerca del Dnieper, y su tierra no admitía preguntas, como un orador altivo que se limitase a declamar su doctrina de trabajo y privaciones. Si la crecida del río se llevaba animales y cosechas, respiraba hondo, se echaba al hombro la pala para retirar el barro y volvía a comenzar. Si los hielos abrasaban los brotes tiernos de los frutales, acariciaba las llagas negras de los árboles a la espera de que más tarde volviesen a verdecer.
Cuando le dijeron que los alemanes habían invadido su patria se encogió de hombros, y no cambió de actitud ni siquiera cuando lo reclutaron para participar en la mayor hecatombe de todos los tiempos: la guerra total en las estepas, sin cuartel, sin un montículo tras el que guarecerse, sin esperanza de que el enemigo dejase de luchar un instante antes de haber vertido la última gota de sangre. De la propia y de la ajena.
Participó en la batalla de Kursk, a bordo de un T34, uno más de los miles de carros de combate que se enfrentaron sin descanso y sin esperanza a las divisiones panzer germanas, ya convencidas de que no podrían ganar, pero de todos modos entregadas a consumar su inmolación: sólo les importaba luchar. Sonaron las trompetas de Jericó de los Stukas, tronaron los millares de cañones antitanque emboscados en cada arbusto, y el mundo se pasmó, no tanto ante la destrucción, ya conocida, como ante el feroz encono con que se emplearon los contendientes.
Después de aquel desastre común, la guerra rodó cuesta abajo para los rusos, pero Voloshimin comprobó, sin sorpresa, que aplastar al enemigo no significa alejar la muerte: a cada batalla que iba ganando con su ejército se multiplicaban las tumbas; a cada victoria le sucedían interminables millares de entierros. Los rusos no se detendrían jamás, como los ríos, que sólo en el mar se calman; los alemanes no se rendirían nunca, como la roca en la playa, indiferente a las olas, que se convierte en arena en cada arremetida pero no vuelve la espalda.
Muchos se preguntaban dónde o cuándo terminaría aquello, pero Voloshimin no: él no hacía preguntas. Había nacido en el Dnieper, campesino, hijo de siervos, emancipado de la tierra por la misma revolución que lo encadenaba a las armas.
En una orgía de fuego y locura los rusos liberaron su patria, cruzaron el Vístula, cruzaron el Oder, y se plantaron finalmente en Berlín. Allí tenía que acabar todo; aquel era el mar que por fin los acogía. Entre las casas derrumbadas, y los hombres derrengados, y los restos de los libros, y las estatuas, y las universidades, y los patíbulos, les salieron al paso las mujeres y los viejos de Alemania. Y allí aprendió Voloshimin que las armas también matan cuando las dispara un niño, y que da igual que hayas recorrido cien o cinco mil kilómetros desde tu casa, o que nada pueda ya arrebatarte la victoria, porque también los perdidos pueden perder a otros.
El cuatro de mayo de 1945 hacía ya tres días que se había suicidado Hitler. Aquella misma tarde se firmaría al fin la paz. Por la mañana, un hombre sin piernas, sentado en una silla de ruedas, asomó tras una esquina y disparó su panzerfaust, el bazoka alemán, contra el tanque de Voloshimin. Con aquel, eran ya treinta y dos los tanques que destruía el excombatiente, lisiado en la Gran Guerra, la del catorce. El artillero murió en el acto. Voloshimin, envuelto en llamas, consiguió salir del tanque y trató de apagar el fuego que consumía su cuerpo revolcándose en el barro y en sus propios gritos. Cuando al fin lo consiguió, su carne abrasada quedó tendida exhausta sobre los cascotes. Sobre la victoria.
Despertó diez días después en un hospital de campaña construido a toda prisa con jirones de rapiña y retales de miseria. Había quedado tan desfigurado que nadie en su pueblo podría reconocerle. Él ni siquiera tuvo la oportunidad de intentarlo porque se había quedado ciego.
Tampoco entonces Voloshimin se preguntó por qué le había sucedido aquello.
Durante meses arrastraron sus despojos de un hospital a otro, en camiones, en carromatos, en trenes que iban siempre hacia el Este. Paraban de vez en cuando en hospitales y pasaba días, o semanas, postrado en una cama sin echar de menos el aire libre ni agradecer el reposo. Algunas enfermeras se acercaban a veces a hablar con él, pero Voloshimin descubría en su tono el espanto y la compasión, y las dispensaba del deber de su simpatía guardando silencio.
A mediados de 1946 percibió en el aire el aroma de la genista y el eneldo y supo que había llegado al Dnieper. Allí, en alguna parte, vivirían seguramente su madre y sus hermanas, y por primera vez sintió miedo del daño que aún podía hacer. Pero entonces lo subieron a otro tren, camino del Este, y siguieron avanzando hacia el nacimiento del sol en un rodar infinito, en una machacona letanía de bielas y chirridos que a veces rezaba y a veces maldecía, y a menudo, casi siempre parecía hipnotizada por el polvo y el olvido.
Entonces Voloshimin perdió la cuenta de los días y las noches y extravió el último calendario de su memoria. Ya no supo si estaban en invierno o en verano; ya no pudo imaginar en qué región, o en qué remota provincia de tártaros cetrinos o jinetes mogoles le habían dejado a reposar hasta el siguiente viaje. Conoció habitaciones gélidas, y cuartuchos diminutos donde enseguida se viciaba el aire. Conoció habitaciones como hangares, con eco lejano; inventarió olores a cuadra, olores a mujeres de otras razas, olores a aceite de camión, de oliva y de linaza; aprendió los sabores de todas las tierras posibles, de las tierras blancas de cal, de la sílice, de la arcilla, y de los campos que nunca, jamás habían sido cultivados ni esperaban el arado en los próximos milenios.
Y entonces, un día, años o siglos después de Berlín, escuchó, olió y saboreó algo imposible: era el mar. Habían llegado al Pacífico.
Poco después lo subieron a un barco y, tras una corta travesía, le dijeron que estaba en Sajalín, una isla remota a la que los japoneses llaman Karafuto, habitada sólo por unos cuantos pescadores, descendientes de otros que, en tiempos remotos, dieron por muertos después de alguna tormenta.
Allí le devolvieron a Voloshimin su uniforme y le comunicaron que había sido ascendido a sargento. No era un inútil sino todo lo contrario: tenían para él una misión de gran responsabilidad y esperaban que supiera cumplirla con el espíritu de sacrificio y la dedicación de que hablaba su impecable hoja de servicios.
El oficial que se lo comunicó esperaba seguramente que Voloshimin preguntase qué era lo que podía hacer él, ciego y cojo, con sólo tres dedos útiles de una mano y dos de otra, pero tuvo que contentarse con prolongar su silencio antes de proseguir su explicación.
Lo habían trasladado a la marina. Aprendería Morse y se ocuparía de una de las modernas estaciones de escucha, recién instaladas. En aquel lugar remoto poco podía importar su aspecto exterior. Su condición de ciego, con lo que eso suponía de desarrollo del oído, sería una ventaja para la misión que debía desempeñar. Su trabajo consistiría en informar puntualmente de todo lo que escuchase en sus auriculares. Los imperialistas occidentales patrullaban aquella zona con sus barcos y submarinos y era imperativo detectarlos a tiempo. Para ello, se habían colocado centenares de micrófonos en el mar, y un buen operador de radio debía distinguir el sonido de los motores de un submarino de los de un simple carguero, un barco de pesca, o incluso un navío propio.
Voloshimin era el hombre adecuado. De vez en cuando debía emitir también grabaciones de motores para confundir a los micrófonos adversario, y estar muy atento para que los señuelos sonoros de los norteamericanos no lo confundieran, obligándolo a transmitir informes falsos.
Voloshimin se cuadró como mejor pudo y se llevó a la frente su mano mutilada.
Aprendió Morse, y recibió las felicitaciones de su instructor por la rapidez y el empeño con que lo hizo. Aprendió en pocos meses a distinguir los motores chinos de los japoneses, los rusos, los norteamericanos y los británicos, y pronto supo descartar, por el siseo de fondo, los falsos motores procedentes de grabaciones emitidas por boyas militares occidentales.
Cuando ocupó su puesto, los tres hombres que compartían con él la estación de escucha lo saludaron amablemente, pero Andrei supo enseguida que sólo uno de ellos era también ciego, pues era el único al que no le temblaba la voz al dirigirse a él.
Y allí, sobre una roca infestada de antenas que sólo las gaviotas visitaban, dejó correr los años. Cuanto más aprendía de motores, más tiempo pasaba pegado a sus auriculares, negándose a ser relevado hasta que el sueño lo vencía.
Los otros, uno a uno, fueron pidiendo el traslado a otros lugares menos azotados por los vientos o más frecuentados por otros seres humanos con quien poder compartir sus pocas alegrías y sus muchas frustraciones, pero Voloshimin permaneció en su puesto, ganando pericia, distinguiendo ya no sólo el tipo de navío y su nacionalidad, sino también la unidad concreta, su tonelaje, y su nombre. Cuando aparecía en el espectro un barco que no conocía llamaba a la central de mando, pedía que identificasen al buque y ya no se olvidaba de su nombre ni del año en que había sido botado.
En 1957 su único compañero, el otro ciego, contrajo una pulmonía y fue evacuado al interior. Se recuperó, pero ya no volvió a Sajalín, y Voloshimin se quedó solo.
Los hombres de la base de la marina que le llevaban la comida, le lavaban la ropa y se preocupaban de cubrir sus escasa necesidades observaron que a veces hablaba solo y canturreaba a todas horas. Preocupados porque estuviese empezando a perder el juicio, elevaron un informe a sus superiores y la marina soviética envió un equipo médico para comprobar el estado de salud mental del ya conocido radioescucha que siempre, a cualquier hora, permanecía en su puesto. Lo examinaron durante dos días enteros, convencidos de que sus heridas y la clase de vida que había llevado durante tantos años tenía que haber minado necesariamente su cordura, pero no pudieron encontrar nada más allá de las rarezas y las manías de un hombre que no hace preguntas, acepta lo que le toca vivir y cumple con su deber sin reservas.
La historia de Voloshimin empezó a correr de boca en boca hasta llegar a oídos del almirante Kirilenko, que quiso darle un descanso. En Crimea. En el sur, en un lugar cálido. Donde hiciese falta y sin reparar en esfuerzos. Voloshimin, sin abandonar la posición de firmes, rogó al almirante que no lo devolviese a su casa ni lo alejase de su puesto, pues sólo allí sabía orientarse y sólo allí sabía cómo ocupar el tiempo.
El almirante accedió, y transmitió la historia y el deseo del radioescucha a su sucesor, y este al siguiente. En 1970, Voloshimin tenía cuarenta y ocho años y llevaba veintitrés en Sajalín, doce de ellos completamente solo.
Canturreaba a todas horas, pero había aprendido puntualmente a distinguir los nuevos motores, uno a uno, de todos los barcos que atravesaban el Pacífico Norte. Su habilidad para confundir a los micrófonos adversarios con grabaciones hábilmente mezcladas y moduladas era ya tan proverbial que los soviéticos llegaron a temer que Norteamérica acabase por enviar un comando para asesinarle.
En 1987, con la URSS en pleno proceso de reformas y a punto de abandonar el comunismo, llegó el momento de la jubilación de Voloshimin. Aquel día estuvieron en la isla dos almirantes, un ministro, y una banda de música. Le impusieron a Voloshimin la medalla al mérito militar y le ofrecieron el retiro que deseara. Por decoro, se impidió a los reporteros gráficos participar en el acto, pero ni uno solo de los medios escritos oficiales, ni de los pequeños periódicos libres que comenzaban a surgir, dejó de enviar su representante. Con el paso de los años se habían agravado las manías del radioescucha, sus soliloquios y sus extrañas canciones, y aunque todos los presentes trataban de pasar por alto el delicado asunto de su salud mental, se percibía en el ambiente el temor a algún incidente que empañara el acto.
Los temores se materializaron cuando Voloshimin, después de recibir la medalla, solicitó la palabra. El almirante al mando de la zona marítima, como superior directo, le dio permiso para hablar. Entonces, delante de todo el mundo, y como el que quiere jugar su última carta, Voloshimin rogó, casi suplicó, que le permitieran seguir con su trabajo. Sabía que no tenía derecho, pero solicitaba el privilegio de poder seguir en la base y esperaba que, en atención a su hoja de servicios, se le concediera este favor al margen del reglamento.
El ministro era el único que podía otorgarlo, y aunque no quería negarse, dijo que la salud de hombres como Voloshimin, ejemplo para la nación, eran una prioridad para el Gobierno. Y que quizás, por el bien de esa salud, fuese mejor retirarse a descansar después de tantos años de heroica entrega a la patria.
—¿Debo irme, entonces, señor ministro? —preguntó el radioescucha con la barbilla temblorosa.
—Puede hacer lo que quiera, por supuesto —respondió el ministro, conmovido—. Pero díganos, por favor, qué es lo que tanto le fascina de este lugar, si ya conoce todos los buques que viajan por este océano.
Voloshimin, agradecido, no dudó en explicar entonces que no tenía familia, ni amigos, y que la única conversación que de veras le interesaba era la que, desde hacía treinta años, mantenía con las ballenas. No estaba loco. No tenían nada que temer: eso eran solamente sus inocentes canturreos.
A la prensa se le pidió que no reflejase este último comentario.
Voloshimin murió en 1999.