La leyenda del saco de cebada

Cuentan que hace muchos, muchos años, en un reino muy lejano, las autoridades decidieron que la gente no podía viajar salvo por causas de necesidad, y que salvo estas excepciones, bien tasadas, no podían desplazarse a los feudos de otros condes y marqueses. Unos dicen que fue por causa de la peste, otros que por la escasez de de levadura y hay quien afirma, incluso que fue sólo pro capricho, por ver si la gente se rebelaba o sería dócil ante las nuevas servidumbres que los señores maquinaban en sus cancillerías.

Fuera como fuese, el caso es que la norma cundió, y se impuso, y se publicó con gran abundancia de pregoneros y henchida pompa de heraldos reales.

Encantados de obedecer haciéndose obedecer, los nobles, celoso cada cual de su dominio y su dignidad, controlaban puentes y desfiladeros al acecho de quienes contraviniesen la recia norma, si bien habían acordado que no se interrumpiese el comercio, ni las peregrinaciones extranjeras, ni las labores diarias de los muchos peones que, por razón de su servidumbre, debían moverse con su jumento río arriba o río abajo, montaña abajo o montaña arriba.

Y así se hizo, aunque cada cual fue buscando el ingenio y el artificio que le permitiese cubrir sus necesidades o dar satisfacción a sus gustos. Y de entre estos, de entre los que apelaron al ingenio, dicen que el más popular fue un tal Formoso, tocayo y familiar del Papa del mismo nombre, y tan amigo como este de meterse en camisas de once varas. O aún de doce.

Porque Formoso forjó su leyenda viajando de Compostela a Bizancio, y no al revés, por el simple procedimiento de cargar en su jumento un saco de cebada. Cada vez que lo detenían en algún puente o en algún paso, afirmaba que iba a dar de comer a sus gallinas, una legua más allá, y como dar de comer a los animales era norma forzosa, porque siempre fue gran delito y gran pecado dejar perecer de hambre a los animales domésticos, lo dejaban pasar, sin mayores comprobaciones.

Los dueños de una vaca o un caballo debía portar la bula que justificase la propiedad del animal. Y casi otro tanto los dueños de un perro o un gato, pero las gallinas y los conejos, hasta número de seis, no necesitaban documentación alguna.

Y así salió Formoso de Compostela, y tres veces fue parado antes de Cebreiro, y otras cinco antes de Sahagún, y tres más antes de Burgos... Y hasta setenta veces siete lo pararon y preguntaron, antes de entrar en la vieja Constantinopla, cargado con su saco de cebada que, finalmente, se comió su burro. Allí lo recibió Agapito Coprónimo, haciendo honor a su nombre y al del viejo Constantino, y extendiendo el apelativo a la norma que impedía desplazarse por las tierras de la Cristiandad.

Desde entonces, Coprónimas son todas las leyes que se ponen por poner, sin intención de hacer que nadie las cumpla, ni voluntad de hacerse respetar.