Un día viniste pero no apareciste.
El día que apareciste ni siquiera viniste.
Y cuando por fin viniste y apareciste,
simplemente no estabas.
(El texto es de 2004, creo que ya no soy la misma persona de ese año... curioso.)
Un ajado villorrio duerme entre las huertas esperando a que algún gallo lo
despierte. Pero es pronto: aún pueden soñarse condes los campesinos y reyes los
boticarios. Todavía tienen tiempo los blasones de restaurar sus castillos, bruñir sus
coronas y trasplantar sus flores de lis entre los puerros y las lechugas. Aún es
tiempo de quimeras.
A lo lejos, los campos urden su vieja épica de briznas que se quiebran,
cacerías alocadas en los rastrojos y caparazones que crujen entre las mandíbulas
del más fuerte: en esa lengua guerrea la llanura bajo la indiferencia de los astros,
desdeñosos con minucias como la vida y la muerte.
La noche pasa sin prisas suspendida de la luna, blanca peonza que
acompasa sus giros con astucia de tahúr para mostrar siempre el mismo lado,
como la dama que baila en el salón de palacio consiguiendo ocultar el roto de su
vestido.
Duermen los hombres, pero todo es afán y murmullo en las tierras asoladas
por este feroz noviembre, sin absolución de nieve ni anatema de granizo, que se
venga con aguachirles de niebla de la prohibición de pasar sin crónica ni memoria.
Todo es lucha y movimiento, pero por un instante se detiene el rumor de los
campos tratando de identificar un murmullo que se acerca. Donde hay cuestas y
hondonadas llega antes el sonido que la luz: la velocidad casi siempre es cuestión
de buen tino.
Aplasta el tren las estrellas en los bruñidos raíles, hierro sobre hierro,
potencia sobre reflejo, y el estruendo de su paso dicta el silencio en la campiña,
que aún lo observa con admirada extrañeza.
En la locomotora, junto al maquinista y el fogonero, van dos soldados con
el fusil al hombro como un certificado de forzada madurez de dieciocho años. Van
callados los cuatro, cada cual por sus razones aun siendo todas la misma. De
cuando en cuando escuchan los susurros provenientes de los vagones y se
enteran de que uno está a punto de casarse, pero va a dejarlo para más adelante,
para cuando haya ahorrado para una casa nueva, porque no quiere que su mujer
y su madre convivan bajo el mismo techo. Un compañero le contesta que si quiere
casarse lo haga cuanto antes, que mejor esperan las casas que las carnes. Sigue
un jolgorio de risas, y luego cada cual trata de explicar sus aprehensiones hasta
llegar a la destartalada disyuntiva de si es mejor hacer las cosas de todo modos,
o si es mejor renunciar a ellas cuando no se pueden hacer bien del todo.
El paisaje tiene sueño y sus bostezos se contagian a los pasajeros del tren.
Rezan entre tanto las bielas su áspero responsorio, rosario profano, obsesión de
acero, acunando a los que aún no se han dormido.
Por encima del fragor se escucha a un joven contándoles a sus camaradas
un lejano lance amoroso, mil veces reinventado, otras tantas descreído, pero
siempre merecedor de la atención de quienes ni llegaron a tenerlos ni inventarlos
saben. También en esto vale tanto la imaginación como la memoria. Más atrás, en
el mismo vagón, bocean otros, aferrados a los naipes, y riñen por nada los que no
tienen mejor cosa de que reñir. No llegará la sangre al río, que ya va quedando
poca; ni siquiera habrá amenazas, ni graves acusaciones, y pronto se resolverá
el altercado; o quizás no tan pronto, porque se discute más por no ceder que por
verdadero interés en el conflicto.
Dos vagones más adelante hacen planes tres soldados de un mismo pueblo,
y compran y venden vacas, y terneros, y yeguas incapaces de parir menos de dos
veces al año. Con esta se han hecho ricos ya en doscientas conversaciones
parecidas, y ellos mismo se ríen de su devaneos pensando que la buena intención
aún no ha sacado a nadie de pobre. Pero el mirarse las manos sin discurrir algún
modo de emplearlas, aún menos. Eso dice uno de ellos y los otros tienen que darle
la razón por fuerza.
En la locomotora, el fogonero lía un cigarrillo. Luego, tras encenderlo, se
despereza y espabila la modorra de las llamas. Prisa por llegar hay poca, pero el
horario es para todos. No quiere hacer esperar a las familias de los viajeros, a sus
novias, sus madres y sus esposas, ansiosas por tenerlos de nuevo a su lado. El
fogonero piensa sólo en la impaciencia de las mujeres: los hombres tienen la
obligación de ocultar los sentimientos, de mantener la compostura sin que una sola
mueca descomponga su semblante. A buen seguro los habrá que se emocionen
a la llegada del hijo, pero luego, ya en privado, se avergonzarán del gesto y no
hablarán con nadie de ello.
Siguen en el vagón de antes los gritos de los jugadores, pero poco nuevo
hay que escuchar en sus palabras: los que riñen y los que se aman vienen
diciéndose las mismas cosas desde el principio de los tiempos. La atención se
extravía hacia otro grupo, más numeroso, que planea una regata contra un equipo
considerado invencible. Si de veras es invencible el adversario, poco tendrán que
hacer ante ese estorbo, pero si hay un resquicio seguro que lo aprovecharán estos
muchachos, estrategas del peso y el ritmo. Han cambiado ya varias veces los
remeros sobre el papel y creen haber conseguido la mejor formación posible, pero
seguro que dentro de unas horas han pensado algo mejor. No puede ser de otro
modo cuando un equipo de regatas tiene que entrenarse en un vagón de ferrocarril
en vez de en el río.
El fogonero se ha parado a descansar. El maquinista bosteza. Es un hombre
ya experimentado en todas las vigilias y no se va a dejar vencer el sueño, pero
echa de menos la conversación de sus jóvenes acompañantes. Demasiados años
conduciendo estruendos para intentar ahora escuchar conversaciones lejanas;
demasiados años transportando todo género de cargas para preocuparse del
pasaje. Demasiados años para todo.
Pero las voces siguen atrayendo la atención de los dos soldados y el
fogonero. Son voces de todo tipo, atipladas unas, casi infantiles, graves las otras,
proclamando en sus múltiples dejes y acentos el lugar que les dio forma. Unas van
leyendo cartas en voz alta, otras declaman versos aprendidos en ridículos
manuales de seducción y cortejo. Se oyen incluso canciones, y disputas, y
confidencias, y preguntas inoportunas. Es un loco revoltijo de oraciones, y
discursos, y salmodias, y promesas, y algunos chistes antiguos, y consejos, y
mentiras, y mil formas más de charla embrollándose en la mente de los jóvenes
soldados que siguen, fusil al hombro, custodiando la llanura con celo inútil.
Ahora canta el maquinista, sobre todo para escucharse a sí mismo, pero
también para enseñar a sus bisoños compañeros que no vale la pena tratar de
escuchar lo que dicen esas voces que se empeñan en traer a sus oídos. Ni esas
ni ninguna. Son sólo palabras y más palabras.
Nada importa en este mundo, y aún menos en el otro, lo que digan los
profetas, ni los tortuosos oráculos de los magos, ni las plegarias de los eremitas.
No son más que brindis al viento, grilletes forjados de quimeras, ventanas
dibujadas sobre un muro: forraje para necios.
Nada importan los exorcismos de los sacerdotes ni las maldiciones de los
condenados; sólo son torpes gruñidos, impotentes anatemas contra el diablo o el
verdugo, que implacable, cobra su pieza riéndose de semejantes enredos.
Palabras.
El maquinista calla un instante y sonríe, espiando los rostros de sus
compañeros, que no se atreven a concretar el reproche que burbujea en su pecho.
Quisieran mandarle callar, pero a bordo de la locomotora él es como el capitán en
su barco, y no se atreven.
El maquinista comprueba que aún no han entendido nada y vuelve a cantar
aún más alto, con su voz desentonada como una su estela de cazalla.
Es una canción obscena, nacida en noches de borrachera para noches de
borrachera y su son irreverente se cimbrea en la tonada, venciendo a las otras
voces, las que pugnan en los vagones, ahora ya impotentes para seguir
haciéndose oír. Triunfa la canción del maquinista y se impone su enseñanza: nada
importan las ceremoniosas bendiciones ni las implorantes letanías; sólo son
cáñamo sutil para el cuello de los pobres, nepente de miserias cotidianas,
absurdas cantilenas. Nada importan los solemnes testamentos, cargados de
preceptos, ni los fríos epitafios que se pretenden eternos. No son más que voces
muertas, ecos del fango exigiendo tributo: intolerable osadía.
Sonríe al fin el fogonero. Ya lo entiende. No se atreve a cantar pero silba,
primero entre dientes, luego con entusiasmo. Lo ha entendido.
Nada importan tampoco los decretos de los reyes, por más que su mano
cure la escrófula y su palabra se convierta en realidad. Porque los reyes, aun los
mejores, incuban deseos de escasa misericordia, perpetran traiciones, asaltan
virtudes, profanan candores, mancillan la honra de los inocentes. Por placer o a
su pesar, amasan calumnias, amasan vergüenzas y amasan deshonras. Marchitos
sus ojos por brillos dorados, por joyas ganadas en guerras injustas, abaten su vista
en vidas sin nombre, banderas fugaces, destinos ajenos que en paz no dan honra,
y buscan la gloria comprada con sangre, victorias que puedan acaso menguar su
miseria, la eterna miseria que vive en los cetros, que anida en los tronos y
emponzoña las puntas de cada corona.
Salobres y yermas, las reinas conciben sólo venganzas, pergeñan
desquites, planean revanchas, inacabables revanchas que sólo los culpables
eluden, inventan rencores y acopian querellas. Esclavas del tiempo, transido su
cuerpo por mil cicatrices, clavan sus garras en gentes sencillas, existencias aún
frescas que puedan acaso morir por ser plenas, pagar con sangre tanto
atrevimiento y menguar su vergüenza, la eterna vergüenza que vive en las piedras,
los cuadros, los rostros, ayer tan perfectos, después asolados, inermes, vencidos,
por siempre vencidos.
Y cuando los reyes se van vienen otros sin corona. Vienen otros que
proclaman que el pueblo todo lo vale, eufemismo descarado que evita la sinceridad
de afirmar en voz alta que todos se valen del pueblo. Y en vez de a por gloria van
a la guerra por paño, por carbón, petróleo, cebada, fosfatos y puntillas de brocado.
Llevan a los hombres maniatados a luchar por la libertad, bombardean por la paz,
disparan por la concordia. Asientan sus repúblicas en matanzas y guillotinas, en
expolios y turbamultas exigiendo su hornacina en el panteón de la historia.
Reyes, reinas y repúblicas trajeron la guerra y ahora lleva el tren los
ataúdes. La culpa será del tren y su figura sinónimo de desgracia: no existe otra
justicia.
El maquinista y el fogonero saben que su rostro se asociará para siempre
en la mente de cientos de seres humanos con la más honda desgracia. Los dos
jóvenes soldados lo adivinan, presienten ya el momento de mirar al suelo, de
agachar la vista ante el padre, ante la madre, ante la esposa. Sólo escoltan el tren,
pero no se atreverán a mirara cara a cara a las familias. Esa es toda la justicia que
hay en el mundo.
Se hace un instante el silencio y vuelven las voces que nada importan
porque son sólo recuerdos, memoria pasajera de unos hombres que viajan hacia
su tumba. Cada cual tiene su cruz y al final acaban por juntarse todas en los
cementerios.
Los dos jóvenes soldados de la locomotora no aguantan más el silencio.
Uno de ellos bate palmas simulando que intenta calentarse las manos, pero lo
hace en realidad para espantar las voces de los compañeros muertos.
Canta de nuevo el maquinista.
Canta ahora también el fogonero. Otro más que ya no escucha los cañones
de Verdún, de Bagdad, de Leningrado... No tardan en unirse los soldados a ese
coro agradecido por la línea que clarea en el remoto horizonte.
Cantan una tonada infantil conocida por todos, bandera de la añoranza.
A la claire fontaine...
Wie einst, Lily Maleen...
Ay, Carmela...
Es mejor cantar, y cantan todos. Cantan hasta los muertos en sus vagones.
Panzer rollen in Afrika vor...
There´s a valley in Spain called Jarama..
Oh, bella ciao, bella ciao..
Canta el silbato del tren. Si la caldera pierde presión, pues que la pierda.
Silba el tren por la llanura.
Rezan las bielas.
Miserere.
Miserere.
Miserere.
El príncipe de un lejano reino partió a conseguir una misteriosa flor para curar al rey de una extraña dolencia, pero la primera noche se quedó dormido y fue devorado por los lobos.
El dadaismo canalizado transforma lo menos obvio en grosero y lo oscuro en la esencia misma de lo hermético.
La confusión inherente a los conceptos desplaza el sentido racional de las palabras, convirtiéndolas en hechos cuestionables de la sinrazón coherente, y la misma incomprensión de los hechos los convierte en verdades azarosas. Como la misma sustancia de la permeable realidad, medida en porcentajes aleatorios de síes y noes.
La pérdida del orden, del núcleo de los acontecimientos en una realidad centrada en la percepción personal de las cosas, conceptos y hechos; y con la intención última de interpretar el orden como forma de orden, nos lleva irremisiblemente a sólo poder entender lo que no es hermético.
De ahí que nos movamos entre el desconocimiento y el miedo, la ignorancia y la fé ciega, entre el orden forzado y la simpleza de significados, y manejados por ellos a través de otros mecanismos de comprensión, vivamos en un mundo recreado con la imaginación, excluyéndonos de la inhibición del orden frente a un caos fundamental y paciente.
(2005)
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Si no has leído la Parte 1 de este relato, es un buen momento para que lo hagas pulsando aquí: 50 por ciento (Parte 1)
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El Barbudo estaba experimentando esa sensación tan característica que produce la gravedad cero en las tripas, que es tan divertida cuando la sientes en una montaña rusa, pero que no lo es tanto cuando el vehículo en el que viajas está experimentando una caída libre. De hecho, en su cuerpo se había producido una involuntaria tormenta endocrina de adrenalina y cortisol, que había puesto corazón, pulmones y cerebro a trabajar a toda máquina para tratar de salvar su vida.
La voz sintética de SACTA, comenzó a sonar dentro del vehículo, en un tono extrañamente suave y tranquilo.
—Señor, la nave ha quedado sin propulsión. Prepárese para el impacto.
El Barbudo, intentaba ponerse el cinturón de seguridad mientras luchaba contra la ingravidez, sin oír a SACTA.
—Señor...
Cuando por fin consiguió abrochar la hebilla del infernal artefacto, su cerebro pudo empezar a centrarse en la voz que sonaba en la cabina.
—Señor...
—¿Sí? —dijo con los ojos muy abiertos.
—Señor, la nave ha quedado sin propulsión. Prepárese para el impacto.
—Tengo el cinturón —dejo escapar en voz tan baja que SACTA casi no lo captó.
—Señor, el cinturón es innecesario. Siento decirle que no hay ninguna posibilidad de supervivencia en estas circunstancias.
El Barbudo estuvo 5 segundos intentando encajar aquella frase en su cerebro.
—Señor, la nave ha quedado sin propulsión. Prepárese para el impacto.
—¡Me cag...! ¿Y cómo quieres que me prepare para el impacto si voy a palmar de todas formas?
Continuará...
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Si no has leído la Parte 1 y 2, te aconsejo que lo hagas ahora. Parte 1. Parte 2.
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El Barbudo había pasado en pocos segundos del pánico al shock, para acto seguido ser dominado por la ira. SACTA le acaba de anunciar su inevitable muerte, y a la vez le pedía que se preparase para el impacto. Aquel condenado ordenador se había vuelto loco. El Barbudo pensó que quizá la causa de la parada de motor del aero taxi que ocupaba, era precisamente que la computadora había sufrido algún tipo de error informático. Lo desesperado de la situación, hizo que su instinto de supervivencia se aferrase a esta posibilidad. Haciendo un gran esfuerzo consiguió tranquilizarse lo suficiente, y estimó que desde la altura a la que estaba por lo menos disponía de un minuto y medio antes de estamparse contra el suelo.
—¡Ordenador! Te has quedado colgado y eso ha parado el motor. ¡Resetéate! ¡Ya!
La voz de SACTA sufrió un casi imperceptible cambio de tono.
—Señor, mi nombre es SACTA. Sistema Aútonomo de Control de Tráfico Aéreo. Usted sólo escucha mi voz a través del altavoz pero mi hardware esencial no está a bordo y no se puede resetear fácilmente. No soy un simple ordenador, sino un sistema de inteligencia artificial distribuida.
Por el tono de voz que empleo SACTA, el Barbudo hubiese asegurado que había herido el "orgullo" de aquella máquina. Esto era imposible, porque aquel sistema informático no estaba capacitado para sentir emociones, pero con las redes neuronales artificiales complejas, uno nunca las tiene todas consigo.
—¡No puede ser! Tiene que haber un paracaídas...algo...¡un sistema de emergencia!
—Siento informarle de que el dron supersónico de rescate de esta zona, está ocupado asistiendo a otro vehículo.
El Barbudo se tomó un segundo de su escaso tiempo para maldecir mentalmente su mala suerte, y dedicar un recuerdo a quién quiera que hubiese diseñado el sistema de rescate. Esto actuó como una válvula de escape en su cabeza, que le sirvió para calmarse un poco y luego seguir a lo suyo.
—¿Por qué el dron está asistiendo a la otra nave y no a mí?
—Señor, hay más ocupantes en la otra nave que en la suya.
—¿Lo ves? ¡Tienes que resetearte! ¡Tienes algún sensor mal! ¡Todo el mundo sabe que en un aero taxi solo cabe una persona!
—En la otra nave hay 1,011235 ocupantes y en la suya sólo 1, usted.
Aquel cacharro había perdido la cabeza completamente, pensó el Barbudo.
—¿Pero qué estás diciendo? ¡Eso es absurdo!
—La ocupante de la otra nave está embarazada, señor. Lo siento.
Maldita sea. Aquella máquina funcionaba mejor de lo que parecía. Aún así el Barbudo insistió.
—¿No hay ninguna posibilidad de que el motor vuelva a funcionar?
—0% de posibilidades, señor. El motor se ha desprendido del vehículo por un error humano de mantenimiento. La nave no tiene capacidad de planeo. Cuando el vehículo se estrelle las baterías se incendiarán y el fuego acabará con su vida si no lo hace el impacto.
Aquello no paraba de mejorar.
—¿Y entonces que es eso de prepararme para el impacto?
—Señor, todavía tiene tiempo para grabar un mensaje de despedida para sus seres queridos. Y si así lo desea, ahorrarles pasar un mal rato en los tribunales, acordando en este momento que sean indemnizados con 250.000 euros y renunciando a futuras reclamaciones sobre este accidente.
Aquella máquina del demonio tenía capacidad para negociar indemnizaciones y chantajearle emocionalmente, cuando a él le quedaban apenas 40 segundos de vida.
Continuará...
Imagen: Ben Smith, CC BY 2.0 creativecommons.org/licenses/by/2.0, via Wikimedia Commons
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Clac. K-Clic. Bueno, toca la cara be de la cinta. Los listillos dicen que las caras be de los discos sólo traen relleno. Todavía tengo por ahí, en unas cajas, un disco a cuarentacinco con “Tino Marcial y su Orquesta Dorada”. Cara be: “Mil lobos” y “Muerte sin miedo”... “Y si me ahogas con tus manos y la muerte acometes no me importa ser festín de lobos. Reventar entre mil lobos es mejor que morir en cama”. Unas letras acojonantes. ¿Por dónde iba? Ah, sí.
El año del hospital pasó poca cosa. Por decir algo. Las obras continuaron y en primavera se terminó con lo de las piscinas. Por fin. El local de Carlo también quedó listo en verano. Por fin. No volví a tocarme la nariz y volví a mi coñac. Volvía a tener olfato, pero no para lo importante, para eso tendría que haber nacido otra vez. Lo de las licencias de taxis iba bien y lo de las peluquerías algo peor. Ana se había convertido en la imagen de marca de Carlo y de su puticlub, y ya le ofrecían acudir a algunas pasarelas a cambio de bajar cremalleras de braguetas o meter la cabeza debajo de alguna falda. Lo normal. Inés ya no necesitaba más clases y ahora me las daba a mí. Joder. Volvía a tener ganas de matarla. Y hablando de matar, los rusos intentaron cargarse a Enrique tres veces. Un año tranquilo.
Había una peluquería en cuestión que daba buenos resultados. Raro. Un día fui a ver cómo hostias sacaban más pasta que el resto. Luiggi. Así se llamaba. Originales. La peluquería estaba en un local a las afueras, encajonada entre una tienda cutre de alquiler de vídeos y un bar rarito, demasiado limpio. Un bar sin cascarrias ni es un bar ni es nada. No conocía a los peluqueros. Sí, los tres eran tíos. En cuanto les dije quién era y a qué había venido me explicaron cómo funcionaba la cosa. Tardaron un poco. Pero el miedo muchas veces es buen consejero. La peluquería tenía una puerta falsa que comunicaba con la parte de atrás de la tienda de películas de vídeo, que la llevaba un tipo también del gremio. No, del gremio de peluqueros, no, de otro gremio. Su clientela eran todo hombres. Bueno, hombres pero con gustos diferentes. Maricas encubiertos. Gays, me dijeron. Pasaban de la trasera de la tienda de vídeo a la trastienda de la peluquería y allí pues, a demanda del cliente y con tarifas más que razonables, le daban el servicio. O tanto monta o monta tanto, o cardado desde la punta hasta la raíz, o le rizaban los pelos del culo con bigudíes. Negocio redondo que se habían montando a mis espaldas estos sarasas de los cojones. Tenía dos opciones, o me los quitaba de enmedio o les pedía comisión aparte para mí. Por supuesto, la opción be siempre es la mejor. Yo no decía nada a Ernesto sobre sus actividades al margen del corte de pelo y ellos me daban una pequeña mordida, simbólica, eh, no hay que abusar de los emprendedores con talento. Y talento tenían, vaya que sí.
El taxi iba bien, había comprado más licencias para lavar más dinero. Siempre había más y más pasta que tenía que pasar por la lavandería. Sólo hubo un problemilla con un taxista que se quiso pasar de listo. Denunciaba accidentes compinchado con su cuñado que estaba en una aseguradora. Y eso me costaba a mí la pasta. Como es lógico me puse el uniforme de cobrar fracturas y le partí las dos piernas en un callejón al lado de un bingo, porque además el muy cabrón se lo gastaba en el juego. Hay que tener los huevos cuadrados para hacerme eso a mí. Nunca aprenden y mira que siempre aviso. Me estaba tocando los cojones llorando de dolor. Si sólo eran dos piernas rotas, no sé de qué se queja esta gente, la verdad. Y para colmo, para que se callara, le pegué en el cuello una hostia. Y el muy hijodeputa casi se me ahoga allí mismo, encima. Al cuñado lo dejé pasar. Una llamada a su jefe y a la puta calle. Si es que la gente no entiende que mejor dos piernas rotas que un despido, coño, no aprenden nunca.
A Ana cada vez la veía menos, como ahora era famosa, bueno, famosa por el cuerpazo que tenía y lo viva que estaba mientras bajaba braguetas o se metía felpudo en la boca. Qué talento tenía la jodía. Las pocas veces que la veía en el Hotel Duque o como se llamara, se duchaba antes y todo. A saber a qué vendría oliendo, de dónde y cómo. Ni preguntaba. Le recordaba la prisa para liquidar a Enrique, a Ernesto, coño, Ernesto. No le había contado la sesión de barbacoa rusa. Y decía que sí con la cabeza pero estaba encantada con sus pasarelas casposas de moda hortera en antros de mala muerte. Soñaba con las pasarelas de verdad, las de postín. Pobre ingenua. Bueno, de pobre nada que aun no sabía cómo sacar sus maletitas llenas de billetes. Como soy un hijodeputa, una noche que sabía que estaba de gira... De gira, ja, estaría a cuatro patas mirando a Cuenca o a León, dependiendo de quién la fuera a contratar. Bueno, que me colé en su casa para buscar las maletas repletas de dinero. Registré a fondo, teniendo cuidado de que no quedara todo manga por hombro. Nada. Allí no estaban. Esa noche, recuerdo que dos tipos me habían seguido. A esos sí que los vi venir. ¿De parte de quién venían? Ni idea. Me quedé hasta las tantas, hasta que se marcharon.
El plan absolutamente increíble de Ana para hacer desparecer el cuerpo de Enrique incluía un escayolista, al que le había comprado más coca que la que había vendido en toda su vida. Él creía que me tenía pillado a mí por la droga pero la verdad es que lo tenía pillado yo a él, sabiendo dónde guardaba los dos kilos que le pasaban cada cierto tiempo. Así que le dije que ya le llamaría para hacer un trabajito concreto y ser una momia. Ja. Momia. Qué hijodeputa soy. Que tuviera la boca cerrada de por vida.
Con Inés, bueno, con Inés todo era muy extraño. Echaba de menos a la otra persona, porque al final a esta también me la quería cargar por humillarme. Antes me humillaba de una manera, ahora de otra. Inés era la persona más rara del mundo, le gustaban los pobres y los ayudaba como podía. No le gustaba la gente buena, le gustaba volverlas buenas. Para esos mendigos, pobretones, muertohambres... Inés era una bendición. Ayudaba a mantener a sus familias y la trataban como si fuera una diosa. Tener pasta y ser buena no pegan ni con cola, y en los negocios no era una santurrona, claro. Siempre daba alguna limosna a algún pedigüeño zarrapastroso con más pulgas que el perro que le hacía compañía. Inés tenía la idea de que era el Redentor pero con tetas. Qué locura. Siempre me ha tocado lidiar con locos y locas.
Ernesto veía poco a Ana también, una vez la había encarrilado a las pasarelas. Se aburría y buscaba nuevas presas. Se aburría mucho. Volvía a los barrios cutres buscando candidatas. Por eso me encontró aquella vez que yo iba a comprar matarratas en aquel barrio de mierda, iba buscando savia nueva. Siempre encontraba a alguien. Claro. No tenían mucho, así que cualquier migaja era un lujo. Él tenía sus reglas, mientras estaban con él, no podían ni mirar a nadie más. Y una vez que las colocaba o de modelos, o de putas de nivel, las olvidaba. A veces las convertía en regalos para sus clientes. En una de esas búsquedas por barrios oscuros y tugurios, un coche cargado de testosterona rusa intentó agujerear su coche con él dentro. Como casi siempre que iba a lo suyo en esos barrios, no llevaba matones y conducía él mismo. Le rompieron dos cristales y le hicieron agujeros en la chapa del coche, unos cuantos, hasta treinta y tantos contaron los maderos. Embistió el coche de los rusos y los tiró por un terraplén. Veinte metros de caída. Ya tendrían trabajo en el anatómico forense. Un poco más allá, desde una cabina teléfonica, dio parte a la Policía. Qué huevos. Puso una denuncia y todo. Sabía que nadie le iba a tocar los cojones y quedaría con un ciudadano víctima de unos locos rusos. Eso y que tenía abogados al peso.
Un mes más tarde, se colaron en su jardín, el del abeto inmenso, pero esa vez sí que llevaba compañía con hierros. Se liaron a tiros. Dos rusos muertos y tres armarios heridos. A uno de ellos lo remató Ernesto porque está muy mal, como se hace con los caballos para que no sufran. Esa vez, empaquetó los fiambres rusos y los envió a la ciudad de Dimitri, Volgogrado, en ataúd de esos de plomo o de metal y todo. Eso no eran huevos, era darle con un palo a un puto avispero.
Y justo cuando se inauguraba el puticlub de Carlo, los del vodka tuvieron la genial idea de tocarle las narices al italiano también intentando liquidar a Ernesto. Ahí ya se montó la internacional. Carlo llamó a unos primos suyos. A la semana siguiente, las conducciones de gas de cuatro edificios en Volgogrado hicieron explosión. Todas casas de familiares de Dimitri, incluyendo vecinos que no tenían nada que ver. Una de las explosiones echó abajo un edificio de diez plantas enterito. Por si no habían pillado el mensaje en el país del frío. Nunca más se volvió a saber de los rusos.
La cosa se complicó para mí cuando Ana me dijo que ya nos podíamos cargar a Ernesto. El mismo día de fin de año. De ese año en el que no había pasado nada. O casi nada.
(Continuará...)
Tres años juntos, mascando polvo, tragando bilis con un jefe tiránico y un sol como un brasero de martirio. Tres años juntos, y al fin se acaba.
Cada cual a su casa, como sabían de antemano. Cada cual a su vida, o a su muerte, como simulaban ignorar. Amelia y Henry se abrazan con un sentimiento mezcla de dolor y de pasión. Más que una mezcla es casi una redundancia.
En la oscuridad
de los cementerios
con ansia se abrazan
dormidos los sueños
Afuera se está poniendo ya el sol, pero no tienen prisa. El sol no importa demasiado cuando es el pulso, el golpear de la sangre que se rebela lo que cuenta los segundos y los minutos, y los cuenta en vano, tan en vano como todo lo que debe agachar la cerviz ante el yugo de los números. Y son números los calendarios, las cuentas corrientes, los aniversarios de boda. Números son los que esperan fuera, pero aquí tienen vetado el paso. Aquí no existe el tiempo, ni los hombres existen, ni sus normas logran ejercer poder alguno.
Amelia y Henry se besan, sin pasión y sin prisa, como dos ancianos esposos antes de emprender un viaje a un hospital.
En la oscuridad
de los camposantos,
con ansia se besan
marchitos los labios
La oscuridad reina afuera por completo. Dentro sólo queda una linterna sorda que pronto será ciega. En los últimos estertores de la luz, Henry la abraza y se lanza con ella a un alocado vals sin música sobre el suelo de piedra, entre los techos pintados, las inscripciones, los símbolos herméticos, los fragmentos copiados del Libro de los Muertos, los hombres con cabeza de animal y los animales con pasiones humanas. La linterna se apaga, y bailan a oscuras, en la mayor oscuridad del universo, en tinieblas concentradas de siglos, de olvidos, de secretos y profanaciones. Bailan bajo la protección de un faraón, bajo el ala extendida de un dios tan protector como otro cualquiera.
Un vals, un vals con orquesta de pasos, un vals de abandono y fracasos, un vals escapado del país del qué dirán.
En espesas sombras
por entre las tumbas,
con ansia se besan
los muertos a oscuras.
En Tebas, en el valle de los Reyes, en la tumba de faraón Userhet.
Feindesland, 1999
Juan Benalúa 322 llegó a su puesto de trabajo como todos los días. Comenzó a repasar las tareas pendientes colocándose el casco que le producía tantos dolores de cabeza, posiblemente porque había perdido la calibración y nadie se molestaba en cambiarlo o repararlo. Veía mentalmente las órdenes de trabajo que estaban pendientes para ese día. LaborisAG678: Brazo inutilizado. LaborisHY878: Fallo de programa y posterior asesinato de sus dueños. IngeniusZ23: Fallo en sinapsis que había abierto en canal al paciente mientras lo operaba de apendicectomía. Así hasta un total de treinta y dos reparaciones pendientes para ese día. Con un pensamiento, se saltó los más aburridos y se fue directo a uno que le llamó la atención. Alfa7: Fallo indeterminado.
-¿Qué demonios es eso? -pensó a sabiendas de que el casco le devolvería la respuesta enciclopédica estándar.
-No tenemos ninguna entrada en la base central -respondió la voz con ese soniquete pedante y estúpido que algún gracioso había puesto para las respuestas mentales de la enciclopedia técnica.
Muy a su pesar, se conectó al casco de la supervisora de planta, esto le producía un intenso dolor de cabeza e intentaba evitar hacerlo si no era muy, pero que muy urgente comunicarse con ella.
-¿Qué es esto que tengo aquí pendiente? -No hacía falta explicar más ya que la supervisora veía exactamente lo que estaba repasando mentalmente Juan.
-Ni idea. Busca en las cajas a ver qué forma tiene o si tiene sello de lectura mental -respondió ella desconectando la conexión.
Juan se quitó el casco y cogió un bote de Sensofeliz, se tomó dos pastillas para que el dolor de cabeza remitiera. Al instante notó el efecto del producto, generó en la impresora un cleanoclean y se limpió el hilo de sangre que normalmente le salía de los oídos cada vez que se tomaba las pastillas para el dolor de cabeza.
En el almacén, estaban clasificadas las cajas por colores y por códigos de lectura que su ojo derecho leía automáticamente al cerrar el izquierdo.
-No. Este es el del brazo. No. Tampoco. No. Este no es -pensaba mientras repasaba contenedores de laboris defectuosos.
Hasta que encontró una caja de un metro cúbico aproximadamente, de color rojo y sin código de lectura. Ni siquiera tenía llavetáctil para abrirlo.
-Seguro que esto me lo han enviado por error, los de reparto cada vez funcionan peor. Claro, los señoritos diseñadores de inteligencia siempre mejorando lo que ya funciona bien -pensó mientras rodeaba la caja intentando descubrir cómo abrirla y ver su contenido.
El contenedor de polisinte no parecía pesar demasiado, así que se colocó de nuevo el casco y ordenó a la grúa del techo que colocara la caja sobre su banco de trabajo. Intentó conectarse al cubo rojo sin éxito. Y volvió a llamar a la supervisora, pero esta vez nadie devolvió la conexión. Se encogió de hombros y se dispuso a abrir la caja a las bravas. Llamó al láser de corte, le marcó mentalmente dónde quería que hiciera la apertura y… el láser no se puso en marcha. Volvió a dar la orden usando ahora el imperativo mental. Nada.
Cabreado, se quitó el casco y fue a por un máser de corte manual. Vio el brillo azulado de la hoja virtual y en ese instante el láser de corte se giró hacia él, apuntando directamente a su cara pero sin conectarse. Soltó el máser en el banco de trabajo y el láser volvió a la posición de espera.
Las puertas del almacén se abrieron de par en par y cuatro pacificadores armados hasta los dientes entraron apuntando a todo lo que se pudiera mover con sus guantes neuronales. Juan levantó las manos automáticamente sin llegar a articular palabra.
-Juan Benalúa 322, soy el pacificador 01.21.09 -dijo en tono monocorde el que se había acercado hasta él-, estoy asignado a su cuarentena. Mi obligación es protegerlo y evitar el contagio informativo, por favor, colabore. Cualquier resistencia, obstaculización, comentarios a terceros, recepción o envío de información en cualquiera de sus formas o cualquier otra actividad no recogida en la Ley de Protección Informativa, será sancionada en el instante mismo en que tenga lugar. Ahora, por favor, colóquese este casco para su propia seguridad.
Juan no se había fijado, todos traían colgado del cinto una especie de casquete negro. Nervioso y desconcertado se puso el casco que le cubría ojos y oídos. En cuanto lo tuvo colocado, una vibración y un ligero siseo le indicaron que se había activado algún cierre magnético, el casco se le pegó a la cabeza fijándose de tal modo que parecía pegado a su piel. Un pacificador lo cogió del brazo y comenzaron a andar, Juan ni oía ni veía nada. No se atrevía a pronunciar palabra. Llegado a un punto. Le ayudaron a sentarse en algún tipo de asiento sin brazos y se le indujo sueño forzoso.
Juan se despertó como cada mañana cuando el crono de llamada comenzó a mandar zumbidos a su oído interno. Tocaba levantarse y largarse al trabajo. Ese día llegó un minuto tarde a su puesto y le descontarían 60 eurobites de su paga semanal. Comenzó a repasar las tareas pendientes de ese día colocándose el casco y pensando que hoy le dolía la cabeza incluso antes de ponerse el maldito cacharro. Comenzó con la lista de órdenes de trabajo que estaban pendientes para ese día. LaborisAG678: Brazo inutilizado. LaborisAG678: Brazo inutilizado. LaborisHY878: Fallo de programa y posterior asesinato de sus dueños. IngeniusZ23: Fallo en sinapsis que había abierto en canal al paciente mientras lo operaba de apendicectomía. Así hasta un total de treinta y una reparaciones pendientes para ese día. Suspiró y comenzó con el primero de la lista, el más fácil, el brazo inutilizado. Sólo tenía que cambiarlo por otro y reconectar la inteligencia al nuevo modelo, quizás podría cambiarle los dos brazos y así se ahorraba tiempo de recalibración, pero pensó que no merecía la pena o le quitarían más eurobites por reparación no solicitada.
-¿Qué demonios hace el máser manual en el banco de trabajo? -pensó mientras lo colocaba en el estante corrspondiente-. Este maldito casco va a terminar por freirme el cerebro. Y tengo que comprarle algo a B-Jota, hoy es su aniversario de transformación. Le gustan los lactones, los venden en unas cajas rojas muy de su gusto. Una imagen fugaz cruzó su mente, la de una caja roja, la imagen fue borrada al instante por la inteligencia del casco mostrando los diagramas del brazo que tenía que cambiar.
-Hoy va a ser uno de esos días en los que el maldito casco no me deja tranquilo -maldijo pensando en otros regalos para B-Jota-. Mientras una palabra y un número parecían volver insistentemente a su mente para ser borradas al instante por el casco.
Juan volvió a mirar el máser, ahora ya en su estante, se quitó el casco y abrió el brazo que iba a cambiar al laboris, con mano temblorosa escribió con el dedograf en la parte interior de la rótula del codo, en un lugar inaccesible: Alfa Siete. Lo cerró con los tornillos magnéticos y se colocó el casco de nuevo para continuar con la reparación.
Son las 12 de la noche en una tranquila calle del Pinar de Móstoles. Está lloviendo a cántaros. Una joven muchacha está volviendo a su casa después de estar con unos amigos, pero se está mojando, no lleva paraguas.
La mujer anda tranquila, no tiene prisa. Disfruta de la lluvia resguardándose junto a los edificios. Escucha a lo lejos unos pasos de alguien que anda con prisa, cómo si persiguiera a alguien.
—Correrá para no mojarse—piensa, mientras aligera el paso. Las zancadas se escuchan cada vez más cerca, el individuo empieza a gritar, llamándola para que se detenga. Se vuelve. Ve a un hombre alzando algo semejante a una espada. Del susto la joven empieza a huir sin rumbo fijo. Pero él es más rápido y la alcanza. La coge del hombro, le da la vuelta y le espeta: “se te olvidó el paraguas en casa de Antonio”.
Ésta es la historia de Bakaridjan y lo que le sucedió en tiempos de los Templos Sagrados de Massala, cuando el árbol Sanké era el dios de la palabra, cuando madre sol y padre tierra bailaban al son del tambor del tiempo marcando el latido de los seres vivos.
Bakaridjan era un joven que soñaba con tallar en madera todas y cada una de las estrellas del firmamento, por las noches subía al monte Badougou Bara y miraba las estrellas. Bakaridjan las reconocía por su nombre verdadero: Dahuj (la Grande del Norte), Kabugao, Bojaé Duni (la Brillante Sangre), Cankaossono (la Perla del Sur), sabía de memoria todos sus nombres, las reconocía y las amaba. Todas las noches soñaba que las tocaba, las acariciaba, recreaba cómo eran y hacía suyas las esbeltas formas de esos dioses inalcanzables, esos que él deseaba tallar.
En el poblado muchos se burlaban de Bakaridjan. Los ancianos del poblado miraban tanto a los que se burlaban de él como al propio Bakaridjan con esa mirada enigmática que da la sabiduría y con ese silencio que todos conocían como bangao, “el silencio del sabio”, mientras la brisa de la noche olía a madera de kolimazá y a palabras silenciosas.
Una noche, un joven de su misma edad, Ségoukoro, le pidió acompañarle a ver las estrellas. Los dos, sin mediar palabra, subieron al monte sagrado Badougou Bara y desde allí soñaron juntos. Bakaridjan le contó cómo había comenzado a tallar las estrellas en madera, del cuchillo nacían las formas de cada obra mientras iba susurrando el nombre verdadero del astro. Ségoukoro le dijo que quería contar la historia de los dioses de África, soñaba con ser griot, ser el encargado de transmitir la cultura de generación en generación; sabía que sólo unos pocos elegidos por el consejo de ancianos eran llamados griots, los únicos que podían narrar la historia de los antepasados a los más jóvenes, contarles que el agua y la luna crearon del barro y de un rayo lunar a Baumbali y a Limpukonó: la primera mujer, fuerte y sabia, y el primer guerrero, noble y valiente; y que ese mismo día crearon la muerte para que los hombres no se creyeran dioses. Sólo los griots podían recordarle al consejo de ancianos, en la noche más larga del verano, cómo el cocodrilo perdió su hermosa piel dorada, lisa y bella, por pavonearse ante todos los animales saliendo del agua al tórrido sol. Cómo la vanidad hizo que su piel se le cuarteara y quebrara hasta convertirse en lo que es ahora la piel del cocodrilo; y cómo desde entonces, avergonzado por el castigo a su soberbia y altanería, cuando alguien se le acerca, se sumerge a toda prisa, dejando fuera del agua sólo los ojos y la nariz.
Un día, Ségoukoro hizo un pobre hatillo con un cuenco de madera, un pañuelo miburu y dos sandalias de piel, se despidió de su padre y de su madre y se marchó al norte, a las tierras del dios hipopótamo, tras las colinas de Niono y más allá del río Coulibalé; quería aprender en la tierra de los griots a ser uno de ellos. Bakaridjan fue a despedirlo, le dio un abrazo de guerrero para entregarle parte de su fuerza y le regaló una estatuilla de madera, la estrella Grande del Norte. Ségoukoro le devolvió el abrazo de guerrero y le recitó las palabras de su padre: "Quizambougou estará contigo, hijo mío, no olvides a los que te han amamantado, a la tierra y a la luna".
Bakaridjan siguió haciendo hermosas estatuillas de madera, las más bellas eran las que creaba cuando nadie le veía: estrellas del firmamento. Las tallaba con madera de gobeh y un sencillo cuchillo le bastaba para reproducir las formas que veía en el cielo. Pasó el tiempo, y el joven Bakaridjan creció, cada vez se acercaba más a las propias estrellas, cada muesca en la madera era más perfecta, hecha con más precisión, con el amor que sólo un maestro tallista puede sentir por la obra bien hecha. Ya conocía por su verdadero nombre a todas las estrellas que su vista alcanzaba, las del frío invierno y las del cálido verano, las del sur y las del norte, las de más allá del río Coulibalé, las del alba y las del atardecer.
Un día, un pastor que llevaba vacas desde el norte hasta el sur del río Bamtata, le contó que Ségoukoro seguía aprendiendo a ser un buen griot. El pastor le dijo que donde él vivía ahora era tierra de hombres sabios que comprarían todas sus estatuillas sin dudar un instante, ya que no existía nadie que conociera las estrellas por sus nombres verdaderos como Bakaridjan. El joven tallista eligió la más hermosa de las estrellas de madera -Akwaba, el corazón de África-, la envolvió en tela y se la dio a un comerciante que iba todos los inviernos más allá de las colinas de Niono a vender cuencos de barro, para que se la entregara a su amigo Ségoukoro. La estatuilla de Akwaba gustó tanto que le pidieron más, nunca habían visto una estrella de madera tallada por alguien que supiera su nombre verdadero.
Bakaridjan se sentía feliz sabiendo que sus noches mirando estrellas, aprendiendo sus nombres, habían dado dulces frutos como el amibara en verano. La primavera siguiente recibió palabras de su amigo más allá del río Coulibalé, le decía que aún no era griot pero sí kumasigi -que en lengua bambara significa “el que hace sonar la palabra”-, y que mirando las estrellas había soñado con una nueva, una que no existía en el firmamento sino en su corazón, Bakaridjan también creía haberla soñado, en un momento fugaz, en un instante perdido entre la noche y el alba. Ségoukoro le contó la estrella haciendo sonar la palabra desde más allá de las colinas de Niono y del río Coulibalé, al instante Bakaridjan sabía su nombre verdadero y se puso a trabajar esa misma tarde, cortó la madera que tallaría de un árbol anciano de noebe, afiló su cuchillo en brasas de miambo, y a la mañana siguiente comenzó a trabajar la talla, despacio, respetando la madera con el cariño que sólo un gran tallador siente, modelando con cada corte, con cada hendidura y con cada muesca. Tres días más tarde ya tenía una nueva figura de madera con una estrella que nadie había visto jamás, una que decía la leyenda en idioma bambara que uniría a los pueblos de más allá del océano verde, de más allá de la roca rugiente, de mucho más allá del desierto perlado, uniéndolos para siempre con esa nueva estrella de madera, de la que sólo Bakaridjan sabía su nombre verdadero: “Kumadumán”, la Buena Palabra.
Estoy acostado bajo el milenario aceríneo cómo todas las tardes que tengo tiempo libre. Contemplando el vasto campo que hay alrededor, viéndolo todo, pensando en nada.
De pronto un pensamiento fortuito recorre mi cabeza, esa chica, si, esa que he visto un par de veces y casi no se nada de ella. Lo único claro que tengo es su nombre y su aspecto. Sé lo suficiente para crearme una imagen mental de su personalidad, sus metas en la vida y sus deseos más profundos.
No puedo quitármela de la cabeza, mi mente está ocupada solo reflexionando sobre ella, en una posible vida juntos, en conocerla y compartir todos nuestros más íntimos secretos. En ser un solo ser y vivir juntos, originar recuerdos placenteros de nuestra vida juntos. Cuando pasen los años poder rememorar esa vida que hemos compartido juntos.
Son solamente ilusiones, pero me mantienen entretenido mientras estoy acostado a la sombra de este gran árbol. Creer que en un futuro podría ser feliz me ayuda a soportar esta vida, creer que dando un paso valiente y expresando mis sentimientos de una forma clara y sincera puedo cambiar mi vida por completo.
Ya está oscureciendo y es hora de que vuelva a mi casa con mi esposa.
Aunque nadie quedó libre de ella, la acumulación de nieve no causó a todos los mismos problemas; hubo incluso quien dio gracias al Cielo por aquel mullido manto, pues a su amparo no eran tan duras las piedras como de ordinario, ni tan insensato saltar desde una ventana para pasar a la casa de enfrente. Así lo hizo Adalberto, con las calles desiertas y la noche en pleno triunfo.
Tras largas marchas por los campos, comiendo el pan reseco de las alforjas o lo que se podía tomar de amigos y enemigos, cualquier cosa le parecía mejor que las campañas contra los turcos o contra los partidarios de Iancu. Recordaba todavía las escenas de espanto que se vio obligado a presenciar, y aunque trataba de borrarlo de su memoria, no lograba olvidar el infausto día en que tuvo que ordenar a sus hombres plantar estacas en el camino.
Sabía de sobra que era eso o la muerte, que el terror es la última esperanza de los que no tienen nada más, pero se preguntaba si valía la pena conquistar la libertad a ese precio. ¿De qué vale ser libre cuando no se puede escapar de uno mismo y es ahí donde está la peor cadena? Los turcos huían, sí, pero quedaba tras ellos algo mucho peor que sus caballos y sus emires: quedaba el espanto, porque cuando se desata el terror, sus fauces no reparan entre aliados y adversarios y desgarran a todos por igual.
La nieve era un alivio para Adalberto, y no sólo porque amortiguase primero su caída y luego el eco de sus pasos. Aquel embozo blanco extendido sobre lo que había tenido que contemplar las últimas semanas era como una absolución de las tierras y los montes, condenados a la infamia de la sangre. Cuando la tierra resucitara de su letargo, tal vez no quedara de lo sucedido más que algún mal sueño. Esa era su esperanza.
Con la habilidad acumulada en una docena de asaltos por empinadas y peligrosas murallas, Adalberto encontró los salientes de la pared y trepó rápidamente hasta la ventana de Irina. Ella estaba distraída, de espaldas, peinándose ante el espejo, y el joven capitán prefirió contemplarla un instante, apoyado en el alféizar, ante de llamar su atención con un toque en los cristales.
Cuando al fin se hizo notar, Irina le abrió la ventana con más alegría y menos temor que en pasadas ocasiones, en que cualquier mirada inoportuna podía haber sido la perdición de ambos. Miró un instante a la calle y sólo pudo ver remolinos en el aire.
Luego se abrazaron los amantes como no lo hubieran hecho de haber sido lícito su encuentro. Un año entero de miradas y palabras tiernas, de caricias furtivas siempre cercenadas en flor, había impuesto sus modos y sus costumbres. Pero todo el tiempo acumulado en acopiar modales y prudencias se sintió de pronto desvalido ante el nuevo deseo en que envolvía sus corazones aquel manto blanco de abandono, de blanda irrealidad, dueño de la ciudad toda. La nieve se había convertido en señora del mundo y era inútil tratar de resistirse al influjo de su poder.
Adalberto había soñado con Irina todas aquellas noches de aullar de lobos, entre los desmembrados cadáveres enemigos y los gritos de los agonizantes. La había visto en el brillo de las corazas y en las formas de las nubes, y por ella había conseguido multiplicar su furia cuando se veía rodeado por las armas enemigas. Era su bandera y su señuelo, y por fin la tenía, la tenía junto a sí y la abrazaba con el ansia de un resucitado.
La habitación de Irina era una estancia amplia, de techo alto, suficiente para albergar las sombras de los dos amantes, una sola sombra afilándose en un lazo de locura. La luz de una vela bastaba para hacer dudar a las tinieblas de su imperio, pero un soplo de la calle acalló la posible delación y los amantes estrecharon su abrazo en la oscuridad.
Irina se zafó entonces y volvió a encender la vela, pero enseguida volvió a los brazos de Adalberto que la estrechó como si temiera que ella se le fuera a escapar para no regresar a su lado. Juntos se alejaron de la ventana intercambiando tiernas palabras, y a medida que se acercaban a la vela el brillo de los rostros y de los ojos alimentaba su pasión. El ulular de la ventisca apretó fuera como un coro de espectros, y algunos copos más duros rasguearon la ventana, pidiendo la caridad de un cobijo. Los amantes se miraron un momento, escuchando con deleite su propia respiración apresurada.
Lo que sucede en un lugar imposible es como si nunca hubiera sucedido, y las conveniencias sociales, los eternos miedos, parecían pertenecer a otro mundo, a un mundo en que los carros rechinaban por las calles entre las voces de los arrieros, los vendedores rezagados de las plazas y los siseos de los caballeros, enfrascadas en eternas conjuras o nuevas querellas. Adalberto se atrevió a separarse un instante de ella y acariciar su costado, asiéndola finalmente por el talle. Luego la abrazó de nuevo y sorbió el aroma de su cuello con labios ávidos mientras ella se abandonaba al placer de aquel contacto, de aquel sueño al fin cumplido.
Crujían las vigas de la casa, rechinaban por el peso de la nieve y el impulso del viento, pero nadie las escuchaba. Los amantes juntaron sus cuerpos con vehemencia, casi con fiereza, ajenos a todo lo que no fuera parte de ellos mismos. Y nada podía cumplir tal exigencia, porque era como si flotasen en el espacio sin mundo, antes de la Creación.
Lo que ocurre en horas imposibles es como si nunca hubiera sucedido, y así quedaron atrás los pactos y los acuerdos, los compromisos de sujetar las caricias para que sólo caricias fuesen, el amor cortés aprendido en los cantos, los besos de amigo robados de los romances y los roces apenas insinuados a la espera de la respuesta de la piel, protegida y encarcelada por ropajes excesivos. Ella se sintió presa de una desconocida dulzura, pasó sus brazos en torno al cuello de su amado y lo apartó un instante para dedicarle luego un beso que era algo más que un beso. Sabía que él era un caballero, estricto cumplidor del tácito pacto que lo autorizaba a entrar en su casa y nunca daría el paso que ella insinuaba. Él era un caballero y debía ser ella quien dijese, a su manera, que aquel día había nacido para distinto.
La llama de la vela tembló sobre la palmatoria y con ella las sombras, desdibujando la realidad, añadiendo un nuevo desmayo a las difusas lineas de los objetos. El vértigo se hizo dueño de la estancia en una forma distinta, refinada en sutilezas hasta ese día ignoradas: no era miedo a caer, sino miedo al deseo de caer.
Cuanto sucede en las horas de sueño a los sueños pertenece, y cuando Adalberto sintió en su boca los labios de su amada pensó que aquello no era posible, que tanto atrevimiento pertenecía sin duda a otra mujer, o a otra hora, o a otro pliegue del mundo de los vivos, o acaso de los muertos, pues no era posible tanta felicidad entre aquellos muros acostumbrados a la contención y a la demora.
El beso se prolongó con ligereza a la espera del siguiente, y luego de otro, y otro, mientras en la calle seguía cayendo la nieve como un tupido cortinaje de plumas. Adalberto se detuvo entonces y colocó su mano sobre el pecho de Irina, que echó hacia atrás la cabeza al sentir aquel delicioso contacto. Él era un caballero y nunca se atrevería, pero lo que ocurre en lugares apartados del temor y la conciencia es como si nunca hubiese sucedido.
Irina, con gesto de abandono y ensoñación, como si fuese otra voluntad la que gobernaba sus actos, dejó caer al suelo su camisón y mostró a su amado su espléndida desnudez, cubierta tan sólo por su larga melena dorada.
Adalberto se apartó sobrecogido, pero enseguida volvió hacia ella para recorrer su cuerpo con manos torpes, extraviadas sin remedio entre tanta belleza. Ella se volvió hacia el espejo a contemplar su propio atrevimiento mientras él pugnaba con sus propias ropas. Irina se encontró hermosa y se entregó al deleite de verse conducida al lecho, de sentirse acariciada, de ser dueña de unos ojos que la miraban como si acabase de bajar del cielo. Juntos, sobre sábanas de lino, tensaron el arco del más dulce suplicio ofreciéndose interminables caricias.
En la calle arreciaba la nevada, acompañada por el viento, y se estiraban las exclamaciones que en sus enigmáticos idiomas dejaban escapar los tejados, las veletas de los campanarios y las piedras mal ajustadas de edificios ateridos por el frío y la vejez.
Aullaban los perros, asustados por el temporal, cuando Adalberto se colocó sobre ella y entró en su cuerpo, convirtiéndola para siempre en su futura esposa o en una desgraciada. Ella ni siquiera lo pensó. Recibió el pequeño dolor con un gesto sonriente y se entregó al delirio que socavaba su vientre.
Encendidos de pasión, exploraron juntos los secretos resortes del placer hasta que, unidos en el más hondo de los abrazos, rodaron ofuscados hacia el inevitable, ansiado abismo. Bella era Irina, muy bella, pero nunca tanto como cuando le llegó su hora y hasta la vela se pasmó, no queriendo perturbar con su temblor tanta hermosura.
Su suerte estaba echada. Ante Dios, el dios que no podría considerar aquello una ofensa a pesar de sus ministros, estaban ya unidos para siempre.
Luego vinieron las palabras amables, apenas audibles complicidades floreciendo en la única atmósfera posible. Exhaustos y sudorosos, complacida la carne y el espíritu tras el arduo exterminio del deseo, contemplaron las caricias de la paz en el espejo, empañado por los incontables años del azogue.
María había nacido en un pesebre, literalmente, entre el mulo de casa y una vaca rancia. Se ocupó de su padre hasta que murió con setenta años, con siete años daba de comer a las ovejas, con diez las ordeñaba, con veinte su novio se pegó un tiro en el pantano, con cuarenta le entraron unas fiebres de Malta y murió, antes regaló una cruz a la parroquia que el cura no quiso porque le parecía muy fea.
Aquella noche un enano gigante bailando al son de Lynch vió pasar camiones repletos de maderos camino de la serrería mientras Bob se acercaba y se alejaba en una danza extradimensional y una mujer flotaba en el río.
Aquella noche un hombre manco me explicó el sentido del Kwizatz Haderach.
Aquella noche me asomé a un vagón de tren abandonado y vi el horror del fuego, escuché un pájaro trinar sobre fichas de casino y mujeres con lengua hábil anudando rabitos de cereza.
Aquella noche de terciopelo azul un camión de bomberos pasó por delante de mi casa mientras un tal Perú se mofaba del deseo de una chica.
Aquella noche no conseguí dejar de beber café mientras me servían bacon crujiente en aquel bar de camareras con uniforme rosa.
Aquella noche seres de iris azules me pasaban destiltrajes por debajo de la puerta mientras un hombre comía en la mesa pollos que se movían como cabezas borradoras.
(Texto dedicado a David Lynch. Año 2000. ContinuumST.)
Estoy desempolvando material de cosas que escribía con 20 añitos... hace ya... un montón de años. Están en papel, escritos a mano y eran de la época en la que comenzaba a intentar trabajar en el mundo del cómic y enviaba docenas de guiones a las editoriales. Cuánta ingenuidad adolescente. Pero bueno... Por si alguien quiere entretenerse un poco. Aunque no sea un relato corto... tampoco es un artículo, así que lo coloco en este sub... porque no sé dónde podría encajar mejor. Si no es así que algún admin me diga algo o lo cambie o...
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Página 1.
Título: Sol blanco, barro rojo.
Viñeta 1.-
Texto: Recuerdas el sabor amargo del miedo.
Dibujo: El sol cae a plomo sobre unas trincheras en una zona de guerra de la I Guerra Mundial. Un día soleado en contraste con las alambradas, el barro del suelo, los charcos, huecos dejados por las bombas, humo a lo lejos.
Viñeta 2.-
Texto: Recuerdas la carta que le has escrito a tu novia y que no has podido enviar.
Dibujo: Un soldado en una trinchera, el uniforme destrozado y manchado, su fusil lleno de barro y el casco con abolladuras en algunas zonas. El soldado está inexpresivamente calmado, como ausente a lo que sucede. Detrás de él varios soldados de su compañía, uno enciende un gigarrillo, otro sacude el casco de barro y otro apunta con el fusil hacia la línea del enemigo. Son jóvenes, no tienen más de 25 años.
Viñeta 3.-
Dibujo: Los soldados se agachan en la trinchera, las bombas caen a su alrededor levantando barro, humo y tierra.
Viñeta 4.-
Texto: Recuerdas la estatua que veías todos los días en tu pueblo, un hombre dándole la mano a otro y grabado en la piedra una frase que decía...
Dibujo: Primer plano de las manos del soldado agarrando con fuerza su fusil.
Viñeta 5.-
Texto: “... Hermano, mi brazo es tu brazo”.
Dibujo: Una bomba explota justo al lado del soldado, que es lanzando por la onda expansiva.
Página 2.
Viñeta 1.-
Texto: Recuerdas el olor a comida de tu madre cuando hacía caldo los martes y los sábados.
Dibujo: El soldado, se incorpora apoyándose en el fusil, manchado de barro, tierra, agua sucia. Mira hacia donde estaban sus compañeros.
Viñeta 2.-
Dibujo: En el lugar donde estaban sus compañeros ahora sólo hay un amasijo de cuerpos mutilados.
Viñeta 3.-
Texto: Recuerdas el día que te alistaste ahora con horror.
Dibujo: El soldado se acerca intentando ayudar a los que pudieran estar vivos. Todos parecen muertos.
Viñeta 4.-
Dibujo: El soldado vomita mientras a su alrededor siguen cayendo bombas. El sol brillante y limpio contrasta con lo que sucede.
Viñeta 5.-
Texto: “... Hermano, mi brazo es tu brazo”.
Dibujo: En una de las zancadas en la trinchera el soldado tropieza con el brazo de un compañero.
Página 3.
Viñeta 1.-
Texto: Recuerdas las trenzas de tu hermana, su carita tan dulce, tan sonrosada.
Dibujo: El soldado avanza por la trinchera entre el barro y el humo con pasos descuidados. Las bombas han parado de caer.
Viñeta 2.-
Dibujo: El soldado cae de rodillas en el barro manchado de sangre y comienza a llorar.
Viñeta 3.-
Texto: Recuerdas los campos de trigo de tu abuelo.
Dibujo: El soldado arroja el fusil al suelo y mira al brillante sol de mediodía.
Viñeta 4.-
Dibujo: El soldado sube por la trinchera y sale de ella, ausente, absorto, con la mirada perdida.
Viñeta 5.-
Dibujo: Avanza despreocupadamente por el campo de batalla sin rumbo aparente. Con la mirada perdida.
Página 4.
Viñeta 1.-
Dibujo: Sigue avanzado mientras comienzan a caer bombas a su alrededor
Viñeta 2.-
Texto: Recuerdas la carta que le has escrito a tu novia y que no has podido enviar.
Dibujo: Una esquirla de una bomba se le clava en el hombro y comienza a brotar sangre de allí.
Viñeta 3.-
Dibujo: Llega a un pequeño riachuelo que serpentea en el bosque.
Viñeta 4.-
Dibujo: Lentamente se quita el sucio uniforme.
Viñeta 5.-
Dibujo: Y desnudo entra en el agua, ajeno a todo.
Página 5.
Viñeta 1.-
Dibujo: Se frota la suciedad, el barro con ganas, con fuerza.
Viñeta 2.-
Dibujo: Cruza el riachuelo y sale por la otra orilla.
Viñeta 3.-
Texto: Recuerdas el sabor amargo del miedo.
Dibujo: El soldado, en la orilla, mira al sol en el cielo haciendo parasol con la mano.
Viñeta 4.-
Dibujo: Una bala le atraviesa limpiamente la sien.
Viñeta 5.-
Dibujo: Cae al suelo muerto.
Viñeta 6.-
Dibujo: El sol brilla luminoso ajeno al drama.
-FIN-
María Luisa no aguantaba más. Quizás ya llevaba tiempo hundida, puede que por problemas económicos o familiares, nunca lo sabremos. Seguramente el ambiente tan enrarecido que se respiraba durante los primeros días del confinamiento en marzo fue la gota que colmó el vaso. Y sin despedirse de sus hijos saltó por la ventana desde la onceava planta mientras los gorriones empezaban a emitir sus desafinados cánticos.
Federico salió por la puerta rápidamente sin decir ni adiós y casi tropezó con una mujer que llegaba con las bolsas de la compra. Se le veía cabreado. Jacinto, el conserje, le había dicho que en los quince años que llevaba allí trabajando no se había perdido ningún paquete, y que si ahora se había perdido el suyo le daba igual. "Le da igual"... Pero, ¿cómo tiene tanta cara este tío?, pensó. Me había costado cinco euros, pero no es por el dinero, lo que me jode es que lo perdáis, dijo antes de largarse de la conserjería, obteniendo por respuesta el silencio de Jacinto, que evitó mirarle a la cara.
Cuando Jacinto llegó al trabajo esa mañana se encontró en la entrada de la urbanización con la chica de la limpieza que lloraba aterrorizada, y balbuceando señalaba un bulto en el suelo a unos cincuenta metros. Se acercó para ver lo que era, intuyendo la tragedia, y cuando estuvo cerca reconoció el rostro desfigurado de María Luisa. Resopló sin separar los labios, y pensó... Este va a ser, posiblemente, el peor lunes de mi vida.
I
Carolina Sigüenza era una dama ni demasiado entrada en años ni en fealdades excesivas. Su patrimonio se centraba sobre todo en su apellido y en la esperanza, disfrazada de repugnancia, de ser solicitada en matrimonio por un comandante francés de dragones aparentemente diez años más viejo que ella. Domar un dragón es una tentación demasiado fuerte para muchas mujeres.
Esa esperanza precisamente la inducía a desear que los suyos perdieran la guerra. Y que la perdiesen cuanto antes. No ensoñaba mejor futuro que un triunfo francés con José I en el trono y ella casada con un oficial de alto rango. Y al rey Fernando, que lo colgasen de un pino. En eso era razonable.
Pero la guerra no acababa, y menos aún después del desastre de Bailén, con lo que la dama, para no consumirse viendo pasar sus años, se hizo un poco visitadora, un bastante beata y un mucho criticona. Quien crea racionalmente incompatible este trío de atributos no conoce al ser humano.
Lo esperable en estas historias es que se muera el dragón, pero no sucedió tal: se murió la dama y de una pulmonía contraída al regresar bajo la lluvia de un partida de cartas en casa de una amiga.
Se murió la dama, afrancesada, insatisfecha y a medio descorchar.
Su entierro fue discreto.
Sus propiedades pasaron a un convento y a un sobrino.
Su memoria pasó de largo.
II
Casi doscientos años después, en el barrio madrileño de Chamberí, una familia media, de recursos y prejuicios medios, discute acaloradamente sobre la resolución más conveniente a su problema doméstico.
La esposa quiere vender el piso.
El marido quiere llamar a la policía.
La abuela quiere llamar a un cura.
Los hijos quieren llamar a la televisión.
Cada cual tiene su propia opinión sobre el asunto, pero el caso es que hay que hacer algo.
Así no se puede seguir.
Tener un fantasma, pase.
Que sea el fantasma de una casa vecina y se aparezca en la tuya, malo.
Pero que se aparezca siempre a las horas de las comidas, ya es intolerable.
Nadie me miraba cuando quería que me vieran. Todos me abrumaban cuando sólo pedía discreción. Los humanos que me han rodeado siempre han sido como pequeños granos en la piel. Una piel que tengo curtida, pero ellos no lo saben. Hoy se me ha estropeado el frigorífico. A nadie le importaba. Ni siquiera a los reparadores de frigoríficos. ¿Por qué? Porque no les importa tu frigorífico.
Desde su oscuro rincón, ajado su rostro por los años y los diversos accidentes que los acompañan, también el espejo los contemplaba a ellos, maldiciendo al hechicero que le negó unos párpados que poder cerrar.
Odiaba a la vela que le impedía ignorar aquel suplicio. La odiaba con toda su alma reconcentrada y oscura, como una vieja oquedad donde en un día perdido quedó atrapada el agua, imposibilitada de buscar una vía de escape. Odiaba la llama enhiesta, triunfante en su brillo, como odia el reo de muerte a la humanidad entera que lo ha de sobrevivir. Estaba inerme, abandonado, condenado sin remedio a ser testigo de lo que hubiese preferido no imaginar siquiera.
No podía recordar cómo había sido atrapado tras aquel cristal maldito, ni la hora ni la fecha en que había dejado su cuerpo, ni el delito cometido para merecer semejante castigo. En un último y renovado suplicio, hasta la memoria le habían robado. No podía recordar ni siquiera su nombre: sólo un vago sonido y algún retazo de conversación con algo que no era un hombre, ni una sombra, ni una luz. Algunas veces imaginaba una choza al lado de una montaña, entre pastos verdes, o el furioso correr de un río por una honda cavidad en la roca desnuda, pero no lograba encontrar un sólo detalle que le recordase a sí mismo. Sabía sólo que estaba allí atrapado, obligado a ver y a dejar correr los años, cien, doscientos ya, ¿quién sabe cuántos?
Se sabía capaz de gobernar los elementos, de pronunciar la palabra que pusiera a su servicio los vientos y las rocas, de convocar a su lado a los pájaros del cielo y las bestias de la tierra. Sabía que existía esa palabra y que en un algún momento del pasado había osado pronunciarla, pero no conseguía recordar nada más. Después de tantos años de abrasarse en el intento, había dejado ya de buscarla y se conformaba con los pequeños retazos de poder que había conseguido rescatar de su memoria.
Porque aún era fuerte. Aún conservaba parte de su dominio sobre los elementos. Quien quiera que le hubiese reducido al estado en el que se encontraba no había podía desarraigar completamente su pasado vigor. Era fuerte aún y tenía una razón para vivir: un amor que hacía soportable el dolor de su reclusión eterna. Desde que estaba ella, los días eran tolerables y ya no tan vacías las esperas. Tenía algo que esperar, una razón para no recibir la luz del sol como quien recibe un salivazo en el rostro.
Irina era todo lo que le quedaba, su único lazo de unión con el mundo, pero había llegado aquel hombre y ella se había entregado. Se había entregado con placer y ya no quedaba nada: sólo una eternidad sin esperanza tras un cristal. Días eternos y noches interminables hasta la hora de una muerte estúpida, sin esperanza de remisión, sin otro horizonte que días siempre repetidos en una habitación vacía, hasta que los muros de la casa se doblegaran por el peso de los años o la devastación del fuego. Sólo eso.
Si alguien hubiese mirado al espejo habría visto reflejarse centenares de veces la pequeña lengua de fuego, convertida en espantosa hoguera, en lumbre devoradora presta a tragarse la habitación y la casa toda, el mundo entero si era posible. Intentaba hacer salir de su ser el fuego para incendiar la casa toda, pero sólo conseguía un juego de luces propio de un bufón o un malabarista.
Tenía que resignarse a la tortura de verlos, de ser testigo de sus caricias, indefenso, atrapado en su catafalco de cristal, vencido por una distancia tan corta y a la vez tan larga, tan fieramente insuperable como todas las que malquistan lo posible y lo imposible. Tenía todo el tiempo del mundo para apurar hasta la hez su dolor, el gran dolor de saberse condenado a mirar siempre a distancia al objeto de su amor, su condena el silencio, el perpetuo silencio que sumía sus palabras, sus requiebros, eternamente perdidos en la lisa superficie de su bruñida, brillante, implacable maldición. Pero lo peor era sentirse impotente, inerme, sin una sola oportunidad ante el rival que acariciaba su piel haciéndose dueño de los temblores, señor de los estremecimientos tantas veces ensoñados por el verdadero amante, el que juró vivir por ella tan solo a cambio de un beso, aquel beso inocente y tierno que la joven Irina, poco más que una niña, dio a su propia imagen al descubrir los encantos del alba de su cuerpo.
Fue una mañana cualquiera, poco después de que Irina cumpliese los doce años. Su padre le había regalado un peine de carey y le había explicado que algunos países lejanos terminan en una extensión de agua tan grande que se puede tardar años enteros en cruzar de un lado al otro. En esos mares inmensos es donde viven las tortugas marinas, y con la concha de una de ellas un hábil artesano había fabricado ese peine para que ella se peinara. Irina pasaba mañanas enteras imaginando los mares mientras peinaba su melena con aquel instrumento casi mágico. Un día, regresó de pronto de sus ensoñaciones infantiles y fijó la vista en su propia imagen, como si no la hubiese visto nunca antes. Probó distintas trenzas y peinados, ensayó toda suerte de gestos y posturas ante el espejo y se encontró tan hermosa que besó sus propios labios en la fría superficie del cristal.
Desde entonces la adoraba con enfermiza constancia, anhelando la llegada de la noche, que le entregaría a la muchacha, para contemplar cómo se peinaba su largo cabello rubio, cómo se desprendía una a una de sus ropas y se ponía el camisón, antes de arrodillarse piadosamente para rezar sus oraciones.
Al principio tuvo vergüenza de verla desnuda, y aunque no podía evitarlo, sentía sobre sí la imagen de aquel cuerpo impúber como una mancha. Trató de convencerse de que la muchacha era tan sólo uno más de los objetos que a diario reflejaba en la habitación, pero todo fue en vano: la belleza de Irina crecía tan deprisa como su amor, y a fuerza de buscarlas halló razones para deleitarse en el único placer que le era dado. Tamaño privilegio lo había convencido de que era suya, sólo suya, hasta que aquella aciaga noche de diciembre entró por la ventana el apuesto capitán y deshizo el engaño, devolviendo al mundo lo que era del mundo y a Platón lo suyo: era de justicia que Irina entregara su amor a quien tuviera para ella algo más que miradas y silencio. Era natural que ella se entregase a quien pudiera estrecharla en sus brazos. Era lógico que prefiriese unos brazos de hombre a un anhelo de espectro.
Pero el alma del espejo no pudo, no quiso o no supo comprenderlo, y ebrio de rabia, de una rabia negra y mate como el basalto en que se tornan los ardientes ríos de lava, sospechó de pronto que el mismo poder que lo retenía a él podía aprisionarla también a ella.
Tras aquel cristal había sitio para los dos: en un abismo hay sitio para el universo entero.
Tras aquel cristal vivirían juntos eternamente, en una existencia sin fin, y la condena se tornaría recompensa, un premio aún mayor que cualquier paraíso que hubieran podido prometerle cuando aún era un ser humano.
El espejo sintió una rendija de luz, una tímida esperanza en la negrura de su pecho, y reconcentrando su voluntad miró fijamente a Irina, tendida lánguidamente sobre el lecho, hasta que en un esfuerzo supremo pudo también él poseerla, hacerla suya para siempre, aunque de muy distinta, lejana, siniestra manera.
Los amantes no se dieron cuenta de nada. Estaban demasiado embebidos en sí mismos para tener en cuenta la existencia de algo que no fueran sus propios sentidos. Nada cambió en la habitación. No sonaron distintos los silbidos del viento ni el crujir de las maderas. No hubo avisos del Cielo ni se oyeron las risas del infierno.
La noche continuó entre besos renovados y recién descubiertas caricias, delirantes a veces, remisas en ocasiones para acrecentar el ansia que habría de ser saciada luego.
Los primeros rayos de sol encendían ya las aristas de la nieve cuando Adalberto e Irina se despidieron.
Afuera, la nieve había dejado de caer.
Nicolás Montes sabía que tenía que entregar el informe de contabilidad del último semestre, también era consciente del desastre de la última lanzadera que había quedado a la deriva más allá de la Luna. El rescate había disparado la contabilidad del departamento de seguros para el que trabajaba, así que ese día no estaba de buen humor. Cansado, cerró la aplicación holográfica de administración moviendo los dedos como si fueran un molinete. Se levantó y comenzó a desvestirse camino de la ducha de vapor que todas las empresas tenían. La Ironhammer Ltd., donde trabajaba Nicolás, tenía además cubículos de sueño de última generación, una gran sala de desconexión neural, y lo que popularmente se conocía como el “cubo”; la enorme sala de realgame que poseía la compañía era lo que más le gustaba.
En la ducha, envuelto en microgotas de agua templada, en una nube de vapor que limpiaba cada poro, que lo abrigaba cálidamente en una fina bruma de agua, comenzó a relajarse pensando en su personaje: Elionor Atmiko. La última batalla contra el semidiós Ayperos había sido tan infructuosa como dura, sus compañeros de armas Potheros Wibling y Alena Miranda habían unido fuerzas en una de las cuevas laterales para cerrar el suministro de almas que abastecía al semidiós, durante horas habían defendido esa entrada con valor y destreza, hasta que el número de diablillos de plasma se había multiplicado por cuatro y tuvieron que retroceder para poder resucitar a Potheros, cosa que hizo hábilmente la cronomante Alena. Su ducha había terminado y el secador corporal con fragancia de cedro lo había dejado como nuevo, sacó de un armario el mono rojo con cierres magnéticos que se usaba en el “cubo” y se dirigió hacia allí con fuerzas renovadas.
La sala de realgame era un cubo perfecto de treinta metros de lado, con microsensores máser repartidos en un patrón que a él le parecía aleatorio, el generador iónico que producía los 250kw necesarios para poner en marcha el ingenio zumbaba imperceptiblemente. Tras cerrar la puerta de la sala, el mono que llevaba puesto se conectó a la interfaz neuronal que tenía implantada detrás de la oreja derecha. Al instante, los sensores de seguridad comprobaron el iris, la inducción del cuerpo de Nicolás y la biometría básica. Se situó en el centro de la sala y con voz clara dijo: “Confirmación de seguridad LH.954.VL. Orden voz mía, Profesor Kayington”. Al instante, la sala entera cambió a la presentación del realgame “Swashbuckler 2 RG”, un escenario de rocas oscuras con ríos de lava en las famosas Islas Flotantes de Morr.
-Orden voz mía, Elionor Atmiko –el escenario cambió a la sala de su clan en el Castillo de Gronnar.
El patio de armas se le mostraba en todo su esplendor, los pendones con el dragón dorado sobre campo de gules ondeaban movidos por la leve brisa marina de la Costa de Fashdor, una leve llovizna salpicaba las paredes y el suelo de piedra negra del patio; la armadura le pesaba en el cuerpo, la sala construía todo de un modo físico y real combinando haces de energía en objetos sólidos con una tecnología que a él le parecía mágica; la cota de mallas, áspera y fría, le caía pesadamente sobre los hombros debajo de la armadura de acero galaar forjada por su amigo Leonor Prizi, el mejor armero del clan, quien además había mejorado -con bismuto charriano- quijotes, rodilleras, grebas y escarpes. La armadura ya no brillaba como el primer día, los golpes, caídas, quemaduras, y demás penalidades que había soportado le habían pasado factura y ahora tenía partes abolladas, erosionadas, dobladas y reparadas a martillazos. En el camino a su estancia privada, dentro del castillo, saludó efusivamente a la nigromante Alissia Takiana. Gracias al traductor universal del juego la comunicación era fluida e instantánea en todos los idiomas del planeta.
-¿Váis a intentar hoy la cueva suroeste, Elionor? –preguntó la esbelta joven de corto pelo negro y tatuajes rojo sangre en cara y antebrazos, su armadura ligera tenía un abigarrado trenzado de huesos y tendones, terminados en una corta cota de mallas a modo de faldón protector, donde el verde obsidiana y el negro mate se mezclaban con sutil y oscura belleza.
-Sí, ¿vosotros iréis al flanco norte? –respondió Elionor mientras se ajustaba la correa del codal derecho.
-Ajá, esta vez se nos unen los aliados del clan Poscramon, vendrán todos... –contestó la nigromante encaminándose hacia sus aposentos personales en el castillo.
Elionor abrió el portón de su estancia y se acercó a la panoplia de armas, esta vez había pensado usar la espada larga de Victo, la puso sobre la mesa de trabajo y de una arqueta sacó un botecito rotulado como Almizcle de Dormur, con cuidado bañó la punta de la espada a sabiendas de que haría más daño a los peligrosos diablillos de plasma, y que para el resto de cadáveres andantes que pululaban por la cueva el efecto sería el contrario, sabía que si querían bloquear el avance en esa cueva había que tomar una decisión. Añadió a su pequeño zurrón varios ungüentos curativos pensando que ahora le llegaba el turno al escudo, sopesó su Kinslayer, evidentemente pesaba más que el que había usado la vez anterior y eso le quitaría movilidad, pero debía protegerse del fuego mágico que lanzaban los pequeños engendros voladores.
Se dirigió a la sala donde se encontraba el portal galaar, allí ya estaban varios compañeros de armas, ajustándose unos a otros correajes, yelmos y botas, podía ver a Izzy Junior, el neomante; dos nuevos guerreros que habían demostrado su valor en el combate; Lahsa Matador, el elementalista; Nina Porthbow, la esbelta arquera y Red Realms, experto animalmaestro con el que había compartido cientos de aventuras en el Bosque de Cristal.
El oficial al mando de esta incursión, Martin Bayer, dio las últimas indicaciones tácticas, recomendó un par de conjuros a Lahsa, regaló un elixir de aumento de la energía a Izzy y con el saludo del clan: “¡Igni Ferroque!”, atravesaron el portal galaar.
El Bosque de Miedoverde, desde el que se accedía a la cueva suroeste, era un caos: gritos, árboles ardiendo, carreras y gente herida asistida por otros compañeros de armas. El líder de la avanzadilla, Lord Strain, tenía el escudo partido en dos, el yelmo destrozado y un brazo herido, aún así seguía dando órdenes de retirada y de ayudar a los caídos, los gritos se mezclaban en confusa algarabía “¡¿Dónde se han metido los del clan Antorcha Oscura?!”, “¡Ayuda, aquí!”, “Nigro, levanta allí cadáveres”, “¡Maldita sea, dónde está Lady Regina, ¿alguien la ha visto?!”, “¿Y los refuerzos... dónde están los jodidos refuerzos?”, “¡No puedo andar, ayuda!”. Nicolás, cogió del brazo a un arquero que cojeaba herido, sin carcaj ni arco y con la coraza de cuero quemada en algunas zonas.
-¿Qué ha pasado, arquero? –preguntó Elionor, mientras le ayudaba apoyándolo sobre una roca para que descansara.
-Los diablillos de plasma... salieron de la cueva y... quemaron el bosque –respondió el arquero cogiendo aire mientras se palpaba la herida de la pierna.
-Pero si teníamos aquí apostados a tres clanes completos... Toma, bebe –dijo Nicolás mientras diluía su ungüento en agua para dárselo a beber.
-Los diablillos... vinieron con Lord Mortenecra, era cientos de diablillos y el... maldito demonio usaba escudo de alma... en todos ellos, era imposible contenerlos, mucho menos vencerlos.
La voz de Martin Bayer se sobrepuso al caos ordenando a la gente a reagruparse para el cambio de estrategia. Las instrucciones habían sido claras, para asistir a los heridos habían llegado dos clanes alemanes, apagando el fuego estaba el clan Kill Ten Rats y el argentino Espada de Justicia, varios guerreros galegoos armados con hachas talaban los árboles en llamas para contener el fuego y que no se extendiera, había que formar una línea defensiva mientras las labores de extinción y asistencia a los heridos se llevaba a cabo. Los miembros se habían distribuido en una variante de la formación macedonia, donde la primera línea estaba formada por guerreros, guardianes y neomantes con armadura pesada, piqueros de daño sagrado en segunda línea, y en formación de media luna arqueros, paladines y cronomantes, los aleros estaban cubiertos por ilusionistas y nigromantes.
De pronto, un rayo partió el cielo en dos a la altura del pico Kex, al norte, el trueno tardó pocos segundos en llegar y un fuerte aguacero comenzó a caer, el agua dificultaba la visión; Elionor se levantó la visera y se bajó la babera, para poder ver mejor, el barro sería un problema para las armaduras pesadas así que Martin estaba cambiando las posiciones cuando al fondo del bosque el grito chirriante de diablillos de plasma hizo que todos se girarán hacia donde se había oído el espeluznante tronar agudo de miríadas de diablillos.
Elionor apretó el escudo contra su cuerpo, puso la espada en posición tercera y apretó la empuñadura con tanta fuerza que nada se la arrancaría de las manos, ya veía acercarse volando al gran grupo de enemigos, aleteando sus negras alas mientras lenguas de plasma dorado se agitaban en sus pechos y brazos. Con un graznido salvaje, aceleraron hacia ellos.
La batalla iba a comenzar y ahora Elionor sólo podía oír el potente grito de guerra de la alianza: ¡Igni Ferroque!
FIN
menéame