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Clac. K-Clic. Bueno, toca la cara be de la cinta. Los listillos dicen que las caras be de los discos sólo traen relleno. Todavía tengo por ahí, en unas cajas, un disco a cuarentacinco con “Tino Marcial y su Orquesta Dorada”. Cara be: “Mil lobos” y “Muerte sin miedo”... “Y si me ahogas con tus manos y la muerte acometes no me importa ser festín de lobos. Reventar entre mil lobos es mejor que morir en cama”. Unas letras acojonantes. ¿Por dónde iba? Ah, sí.
El año del hospital pasó poca cosa. Por decir algo. Las obras continuaron y en primavera se terminó con lo de las piscinas. Por fin. El local de Carlo también quedó listo en verano. Por fin. No volví a tocarme la nariz y volví a mi coñac. Volvía a tener olfato, pero no para lo importante, para eso tendría que haber nacido otra vez. Lo de las licencias de taxis iba bien y lo de las peluquerías algo peor. Ana se había convertido en la imagen de marca de Carlo y de su puticlub, y ya le ofrecían acudir a algunas pasarelas a cambio de bajar cremalleras de braguetas o meter la cabeza debajo de alguna falda. Lo normal. Inés ya no necesitaba más clases y ahora me las daba a mí. Joder. Volvía a tener ganas de matarla. Y hablando de matar, los rusos intentaron cargarse a Enrique tres veces. Un año tranquilo.
Había una peluquería en cuestión que daba buenos resultados. Raro. Un día fui a ver cómo hostias sacaban más pasta que el resto. Luiggi. Así se llamaba. Originales. La peluquería estaba en un local a las afueras, encajonada entre una tienda cutre de alquiler de vídeos y un bar rarito, demasiado limpio. Un bar sin cascarrias ni es un bar ni es nada. No conocía a los peluqueros. Sí, los tres eran tíos. En cuanto les dije quién era y a qué había venido me explicaron cómo funcionaba la cosa. Tardaron un poco. Pero el miedo muchas veces es buen consejero. La peluquería tenía una puerta falsa que comunicaba con la parte de atrás de la tienda de películas de vídeo, que la llevaba un tipo también del gremio. No, del gremio de peluqueros, no, de otro gremio. Su clientela eran todo hombres. Bueno, hombres pero con gustos diferentes. Maricas encubiertos. Gays, me dijeron. Pasaban de la trasera de la tienda de vídeo a la trastienda de la peluquería y allí pues, a demanda del cliente y con tarifas más que razonables, le daban el servicio. O tanto monta o monta tanto, o cardado desde la punta hasta la raíz, o le rizaban los pelos del culo con bigudíes. Negocio redondo que se habían montando a mis espaldas estos sarasas de los cojones. Tenía dos opciones, o me los quitaba de enmedio o les pedía comisión aparte para mí. Por supuesto, la opción be siempre es la mejor. Yo no decía nada a Ernesto sobre sus actividades al margen del corte de pelo y ellos me daban una pequeña mordida, simbólica, eh, no hay que abusar de los emprendedores con talento. Y talento tenían, vaya que sí.
El taxi iba bien, había comprado más licencias para lavar más dinero. Siempre había más y más pasta que tenía que pasar por la lavandería. Sólo hubo un problemilla con un taxista que se quiso pasar de listo. Denunciaba accidentes compinchado con su cuñado que estaba en una aseguradora. Y eso me costaba a mí la pasta. Como es lógico me puse el uniforme de cobrar fracturas y le partí las dos piernas en un callejón al lado de un bingo, porque además el muy cabrón se lo gastaba en el juego. Hay que tener los huevos cuadrados para hacerme eso a mí. Nunca aprenden y mira que siempre aviso. Me estaba tocando los cojones llorando de dolor. Si sólo eran dos piernas rotas, no sé de qué se queja esta gente, la verdad. Y para colmo, para que se callara, le pegué en el cuello una hostia. Y el muy hijodeputa casi se me ahoga allí mismo, encima. Al cuñado lo dejé pasar. Una llamada a su jefe y a la puta calle. Si es que la gente no entiende que mejor dos piernas rotas que un despido, coño, no aprenden nunca.
A Ana cada vez la veía menos, como ahora era famosa, bueno, famosa por el cuerpazo que tenía y lo viva que estaba mientras bajaba braguetas o se metía felpudo en la boca. Qué talento tenía la jodía. Las pocas veces que la veía en el Hotel Duque o como se llamara, se duchaba antes y todo. A saber a qué vendría oliendo, de dónde y cómo. Ni preguntaba. Le recordaba la prisa para liquidar a Enrique, a Ernesto, coño, Ernesto. No le había contado la sesión de barbacoa rusa. Y decía que sí con la cabeza pero estaba encantada con sus pasarelas casposas de moda hortera en antros de mala muerte. Soñaba con las pasarelas de verdad, las de postín. Pobre ingenua. Bueno, de pobre nada que aun no sabía cómo sacar sus maletitas llenas de billetes. Como soy un hijodeputa, una noche que sabía que estaba de gira... De gira, ja, estaría a cuatro patas mirando a Cuenca o a León, dependiendo de quién la fuera a contratar. Bueno, que me colé en su casa para buscar las maletas repletas de dinero. Registré a fondo, teniendo cuidado de que no quedara todo manga por hombro. Nada. Allí no estaban. Esa noche, recuerdo que dos tipos me habían seguido. A esos sí que los vi venir. ¿De parte de quién venían? Ni idea. Me quedé hasta las tantas, hasta que se marcharon.
El plan absolutamente increíble de Ana para hacer desparecer el cuerpo de Enrique incluía un escayolista, al que le había comprado más coca que la que había vendido en toda su vida. Él creía que me tenía pillado a mí por la droga pero la verdad es que lo tenía pillado yo a él, sabiendo dónde guardaba los dos kilos que le pasaban cada cierto tiempo. Así que le dije que ya le llamaría para hacer un trabajito concreto y ser una momia. Ja. Momia. Qué hijodeputa soy. Que tuviera la boca cerrada de por vida.
Con Inés, bueno, con Inés todo era muy extraño. Echaba de menos a la otra persona, porque al final a esta también me la quería cargar por humillarme. Antes me humillaba de una manera, ahora de otra. Inés era la persona más rara del mundo, le gustaban los pobres y los ayudaba como podía. No le gustaba la gente buena, le gustaba volverlas buenas. Para esos mendigos, pobretones, muertohambres... Inés era una bendición. Ayudaba a mantener a sus familias y la trataban como si fuera una diosa. Tener pasta y ser buena no pegan ni con cola, y en los negocios no era una santurrona, claro. Siempre daba alguna limosna a algún pedigüeño zarrapastroso con más pulgas que el perro que le hacía compañía. Inés tenía la idea de que era el Redentor pero con tetas. Qué locura. Siempre me ha tocado lidiar con locos y locas.
Ernesto veía poco a Ana también, una vez la había encarrilado a las pasarelas. Se aburría y buscaba nuevas presas. Se aburría mucho. Volvía a los barrios cutres buscando candidatas. Por eso me encontró aquella vez que yo iba a comprar matarratas en aquel barrio de mierda, iba buscando savia nueva. Siempre encontraba a alguien. Claro. No tenían mucho, así que cualquier migaja era un lujo. Él tenía sus reglas, mientras estaban con él, no podían ni mirar a nadie más. Y una vez que las colocaba o de modelos, o de putas de nivel, las olvidaba. A veces las convertía en regalos para sus clientes. En una de esas búsquedas por barrios oscuros y tugurios, un coche cargado de testosterona rusa intentó agujerear su coche con él dentro. Como casi siempre que iba a lo suyo en esos barrios, no llevaba matones y conducía él mismo. Le rompieron dos cristales y le hicieron agujeros en la chapa del coche, unos cuantos, hasta treinta y tantos contaron los maderos. Embistió el coche de los rusos y los tiró por un terraplén. Veinte metros de caída. Ya tendrían trabajo en el anatómico forense. Un poco más allá, desde una cabina teléfonica, dio parte a la Policía. Qué huevos. Puso una denuncia y todo. Sabía que nadie le iba a tocar los cojones y quedaría con un ciudadano víctima de unos locos rusos. Eso y que tenía abogados al peso.
Un mes más tarde, se colaron en su jardín, el del abeto inmenso, pero esa vez sí que llevaba compañía con hierros. Se liaron a tiros. Dos rusos muertos y tres armarios heridos. A uno de ellos lo remató Ernesto porque está muy mal, como se hace con los caballos para que no sufran. Esa vez, empaquetó los fiambres rusos y los envió a la ciudad de Dimitri, Volgogrado, en ataúd de esos de plomo o de metal y todo. Eso no eran huevos, era darle con un palo a un puto avispero.
Y justo cuando se inauguraba el puticlub de Carlo, los del vodka tuvieron la genial idea de tocarle las narices al italiano también intentando liquidar a Ernesto. Ahí ya se montó la internacional. Carlo llamó a unos primos suyos. A la semana siguiente, las conducciones de gas de cuatro edificios en Volgogrado hicieron explosión. Todas casas de familiares de Dimitri, incluyendo vecinos que no tenían nada que ver. Una de las explosiones echó abajo un edificio de diez plantas enterito. Por si no habían pillado el mensaje en el país del frío. Nunca más se volvió a saber de los rusos.
La cosa se complicó para mí cuando Ana me dijo que ya nos podíamos cargar a Ernesto. El mismo día de fin de año. De ese año en el que no había pasado nada. O casi nada.
(Continuará...)