I
Carolina Sigüenza era una dama ni demasiado entrada en años ni en fealdades excesivas. Su patrimonio se centraba sobre todo en su apellido y en la esperanza, disfrazada de repugnancia, de ser solicitada en matrimonio por un comandante francés de dragones aparentemente diez años más viejo que ella. Domar un dragón es una tentación demasiado fuerte para muchas mujeres.
Esa esperanza precisamente la inducía a desear que los suyos perdieran la guerra. Y que la perdiesen cuanto antes. No ensoñaba mejor futuro que un triunfo francés con José I en el trono y ella casada con un oficial de alto rango. Y al rey Fernando, que lo colgasen de un pino. En eso era razonable.
Pero la guerra no acababa, y menos aún después del desastre de Bailén, con lo que la dama, para no consumirse viendo pasar sus años, se hizo un poco visitadora, un bastante beata y un mucho criticona. Quien crea racionalmente incompatible este trío de atributos no conoce al ser humano.
Lo esperable en estas historias es que se muera el dragón, pero no sucedió tal: se murió la dama y de una pulmonía contraída al regresar bajo la lluvia de un partida de cartas en casa de una amiga.
Se murió la dama, afrancesada, insatisfecha y a medio descorchar.
Su entierro fue discreto.
Sus propiedades pasaron a un convento y a un sobrino.
Su memoria pasó de largo.
II
Casi doscientos años después, en el barrio madrileño de Chamberí, una familia media, de recursos y prejuicios medios, discute acaloradamente sobre la resolución más conveniente a su problema doméstico.
La esposa quiere vender el piso.
El marido quiere llamar a la policía.
La abuela quiere llamar a un cura.
Los hijos quieren llamar a la televisión.
Cada cual tiene su propia opinión sobre el asunto, pero el caso es que hay que hacer algo.
Así no se puede seguir.
Tener un fantasma, pase.
Que sea el fantasma de una casa vecina y se aparezca en la tuya, malo.
Pero que se aparezca siempre a las horas de las comidas, ya es intolerable.