El Miserere de hierro

Un ajado villorrio duerme entre las huertas esperando a que algún gallo lo

despierte. Pero es pronto: aún pueden soñarse condes los campesinos y reyes los

boticarios. Todavía tienen tiempo los blasones de restaurar sus castillos, bruñir sus

coronas y trasplantar sus flores de lis entre los puerros y las lechugas. Aún es

tiempo de quimeras.

A lo lejos, los campos urden su vieja épica de briznas que se quiebran,

cacerías alocadas en los rastrojos y caparazones que crujen entre las mandíbulas

del más fuerte: en esa lengua guerrea la llanura bajo la indiferencia de los astros,

desdeñosos con minucias como la vida y la muerte.

La noche pasa sin prisas suspendida de la luna, blanca peonza que

acompasa sus giros con astucia de tahúr para mostrar siempre el mismo lado,

como la dama que baila en el salón de palacio consiguiendo ocultar el roto de su

vestido.

Duermen los hombres, pero todo es afán y murmullo en las tierras asoladas

por este feroz noviembre, sin absolución de nieve ni anatema de granizo, que se

venga con aguachirles de niebla de la prohibición de pasar sin crónica ni memoria.

Todo es lucha y movimiento, pero por un instante se detiene el rumor de los

campos tratando de identificar un murmullo que se acerca. Donde hay cuestas y

hondonadas llega antes el sonido que la luz: la velocidad casi siempre es cuestión

de buen tino.

Aplasta el tren las estrellas en los bruñidos raíles, hierro sobre hierro,

potencia sobre reflejo, y el estruendo de su paso dicta el silencio en la campiña,

que aún lo observa con admirada extrañeza.

En la locomotora, junto al maquinista y el fogonero, van dos soldados con

el fusil al hombro como un certificado de forzada madurez de dieciocho años. Van

callados los cuatro, cada cual por sus razones aun siendo todas la misma. De

cuando en cuando escuchan los susurros provenientes de los vagones y se

enteran de que uno está a punto de casarse, pero va a dejarlo para más adelante,

para cuando haya ahorrado para una casa nueva, porque no quiere que su mujer

y su madre convivan bajo el mismo techo. Un compañero le contesta que si quiere

casarse lo haga cuanto antes, que mejor esperan las casas que las carnes. Sigue

un jolgorio de risas, y luego cada cual trata de explicar sus aprehensiones hasta

llegar a la destartalada disyuntiva de si es mejor hacer las cosas de todo modos,

o si es mejor renunciar a ellas cuando no se pueden hacer bien del todo.

El paisaje tiene sueño y sus bostezos se contagian a los pasajeros del tren.

Rezan entre tanto las bielas su áspero responsorio, rosario profano, obsesión de

acero, acunando a los que aún no se han dormido.

Por encima del fragor se escucha a un joven contándoles a sus camaradas

un lejano lance amoroso, mil veces reinventado, otras tantas descreído, pero

siempre merecedor de la atención de quienes ni llegaron a tenerlos ni inventarlos

saben. También en esto vale tanto la imaginación como la memoria. Más atrás, en

el mismo vagón, bocean otros, aferrados a los naipes, y riñen por nada los que no

tienen mejor cosa de que reñir. No llegará la sangre al río, que ya va quedando

poca; ni siquiera habrá amenazas, ni graves acusaciones, y pronto se resolverá

el altercado; o quizás no tan pronto, porque se discute más por no ceder que por

verdadero interés en el conflicto.

Dos vagones más adelante hacen planes tres soldados de un mismo pueblo,

y compran y venden vacas, y terneros, y yeguas incapaces de parir menos de dos

veces al año. Con esta se han hecho ricos ya en doscientas conversaciones

parecidas, y ellos mismo se ríen de su devaneos pensando que la buena intención

aún no ha sacado a nadie de pobre. Pero el mirarse las manos sin discurrir algún

modo de emplearlas, aún menos. Eso dice uno de ellos y los otros tienen que darle

la razón por fuerza.

En la locomotora, el fogonero lía un cigarrillo. Luego, tras encenderlo, se

despereza y espabila la modorra de las llamas. Prisa por llegar hay poca, pero el

horario es para todos. No quiere hacer esperar a las familias de los viajeros, a sus

novias, sus madres y sus esposas, ansiosas por tenerlos de nuevo a su lado. El

fogonero piensa sólo en la impaciencia de las mujeres: los hombres tienen la

obligación de ocultar los sentimientos, de mantener la compostura sin que una sola

mueca descomponga su semblante. A buen seguro los habrá que se emocionen

a la llegada del hijo, pero luego, ya en privado, se avergonzarán del gesto y no

hablarán con nadie de ello.

Siguen en el vagón de antes los gritos de los jugadores, pero poco nuevo

hay que escuchar en sus palabras: los que riñen y los que se aman vienen

diciéndose las mismas cosas desde el principio de los tiempos. La atención se

extravía hacia otro grupo, más numeroso, que planea una regata contra un equipo

considerado invencible. Si de veras es invencible el adversario, poco tendrán que

hacer ante ese estorbo, pero si hay un resquicio seguro que lo aprovecharán estos

muchachos, estrategas del peso y el ritmo. Han cambiado ya varias veces los

remeros sobre el papel y creen haber conseguido la mejor formación posible, pero

seguro que dentro de unas horas han pensado algo mejor. No puede ser de otro

modo cuando un equipo de regatas tiene que entrenarse en un vagón de ferrocarril

en vez de en el río.

El fogonero se ha parado a descansar. El maquinista bosteza. Es un hombre

ya experimentado en todas las vigilias y no se va a dejar vencer el sueño, pero

echa de menos la conversación de sus jóvenes acompañantes. Demasiados años

conduciendo estruendos para intentar ahora escuchar conversaciones lejanas;

demasiados años transportando todo género de cargas para preocuparse del

pasaje. Demasiados años para todo.

Pero las voces siguen atrayendo la atención de los dos soldados y el

fogonero. Son voces de todo tipo, atipladas unas, casi infantiles, graves las otras,

proclamando en sus múltiples dejes y acentos el lugar que les dio forma. Unas van

leyendo cartas en voz alta, otras declaman versos aprendidos en ridículos

manuales de seducción y cortejo. Se oyen incluso canciones, y disputas, y

confidencias, y preguntas inoportunas. Es un loco revoltijo de oraciones, y

discursos, y salmodias, y promesas, y algunos chistes antiguos, y consejos, y

mentiras, y mil formas más de charla embrollándose en la mente de los jóvenes

soldados que siguen, fusil al hombro, custodiando la llanura con celo inútil.

Ahora canta el maquinista, sobre todo para escucharse a sí mismo, pero

también para enseñar a sus bisoños compañeros que no vale la pena tratar de

escuchar lo que dicen esas voces que se empeñan en traer a sus oídos. Ni esas

ni ninguna. Son sólo palabras y más palabras.

Nada importa en este mundo, y aún menos en el otro, lo que digan los

profetas, ni los tortuosos oráculos de los magos, ni las plegarias de los eremitas.

No son más que brindis al viento, grilletes forjados de quimeras, ventanas

dibujadas sobre un muro: forraje para necios.

Nada importan los exorcismos de los sacerdotes ni las maldiciones de los

condenados; sólo son torpes gruñidos, impotentes anatemas contra el diablo o el

verdugo, que implacable, cobra su pieza riéndose de semejantes enredos.

Palabras.

El maquinista calla un instante y sonríe, espiando los rostros de sus

compañeros, que no se atreven a concretar el reproche que burbujea en su pecho.

Quisieran mandarle callar, pero a bordo de la locomotora él es como el capitán en

su barco, y no se atreven.

El maquinista comprueba que aún no han entendido nada y vuelve a cantar

aún más alto, con su voz desentonada como una su estela de cazalla.

Es una canción obscena, nacida en noches de borrachera para noches de

borrachera y su son irreverente se cimbrea en la tonada, venciendo a las otras

voces, las que pugnan en los vagones, ahora ya impotentes para seguir

haciéndose oír. Triunfa la canción del maquinista y se impone su enseñanza: nada

importan las ceremoniosas bendiciones ni las implorantes letanías; sólo son

cáñamo sutil para el cuello de los pobres, nepente de miserias cotidianas,

absurdas cantilenas. Nada importan los solemnes testamentos, cargados de

preceptos, ni los fríos epitafios que se pretenden eternos. No son más que voces

muertas, ecos del fango exigiendo tributo: intolerable osadía.

Sonríe al fin el fogonero. Ya lo entiende. No se atreve a cantar pero silba,

primero entre dientes, luego con entusiasmo. Lo ha entendido.

Nada importan tampoco los decretos de los reyes, por más que su mano

cure la escrófula y su palabra se convierta en realidad. Porque los reyes, aun los

mejores, incuban deseos de escasa misericordia, perpetran traiciones, asaltan

virtudes, profanan candores, mancillan la honra de los inocentes. Por placer o a

su pesar, amasan calumnias, amasan vergüenzas y amasan deshonras. Marchitos

sus ojos por brillos dorados, por joyas ganadas en guerras injustas, abaten su vista

en vidas sin nombre, banderas fugaces, destinos ajenos que en paz no dan honra,

y buscan la gloria comprada con sangre, victorias que puedan acaso menguar su

miseria, la eterna miseria que vive en los cetros, que anida en los tronos y

emponzoña las puntas de cada corona.

Salobres y yermas, las reinas conciben sólo venganzas, pergeñan

desquites, planean revanchas, inacabables revanchas que sólo los culpables

eluden, inventan rencores y acopian querellas. Esclavas del tiempo, transido su

cuerpo por mil cicatrices, clavan sus garras en gentes sencillas, existencias aún

frescas que puedan acaso morir por ser plenas, pagar con sangre tanto

atrevimiento y menguar su vergüenza, la eterna vergüenza que vive en las piedras,

los cuadros, los rostros, ayer tan perfectos, después asolados, inermes, vencidos,

por siempre vencidos.

Y cuando los reyes se van vienen otros sin corona. Vienen otros que

proclaman que el pueblo todo lo vale, eufemismo descarado que evita la sinceridad

de afirmar en voz alta que todos se valen del pueblo. Y en vez de a por gloria van

a la guerra por paño, por carbón, petróleo, cebada, fosfatos y puntillas de brocado.

Llevan a los hombres maniatados a luchar por la libertad, bombardean por la paz,

disparan por la concordia. Asientan sus repúblicas en matanzas y guillotinas, en

expolios y turbamultas exigiendo su hornacina en el panteón de la historia.

Reyes, reinas y repúblicas trajeron la guerra y ahora lleva el tren los

ataúdes. La culpa será del tren y su figura sinónimo de desgracia: no existe otra

justicia.

El maquinista y el fogonero saben que su rostro se asociará para siempre

en la mente de cientos de seres humanos con la más honda desgracia. Los dos

jóvenes soldados lo adivinan, presienten ya el momento de mirar al suelo, de

agachar la vista ante el padre, ante la madre, ante la esposa. Sólo escoltan el tren,

pero no se atreverán a mirara cara a cara a las familias. Esa es toda la justicia que

hay en el mundo.

Se hace un instante el silencio y vuelven las voces que nada importan

porque son sólo recuerdos, memoria pasajera de unos hombres que viajan hacia

su tumba. Cada cual tiene su cruz y al final acaban por juntarse todas en los

cementerios.

Los dos jóvenes soldados de la locomotora no aguantan más el silencio.

Uno de ellos bate palmas simulando que intenta calentarse las manos, pero lo

hace en realidad para espantar las voces de los compañeros muertos.

Canta de nuevo el maquinista.

Canta ahora también el fogonero. Otro más que ya no escucha los cañones

de Verdún, de Bagdad, de Leningrado... No tardan en unirse los soldados a ese

coro agradecido por la línea que clarea en el remoto horizonte.

Cantan una tonada infantil conocida por todos, bandera de la añoranza.

A la claire fontaine...

Wie einst, Lily Maleen...

Ay, Carmela...

Es mejor cantar, y cantan todos. Cantan hasta los muertos en sus vagones.

Panzer rollen in Afrika vor...

There´s a valley in Spain called Jarama..

Oh, bella ciao, bella ciao..

Canta el silbato del tren. Si la caldera pierde presión, pues que la pierda.

Silba el tren por la llanura.

Rezan las bielas.

Miserere.

Miserere.

Miserere.