Tendría cuatro o cinco años así que hace casi 40 años de esto.
Iba por la calle con mis padres y me compraron para merendar -ese mágico momento de la infancia que es la merienda- un suntuoso cruasán de chocolate. Hay que establecer las bases de las adicciones lo más pronto posible y todos sabemos que el azúcar es la cocaína de los infantes así como el sexo es la que va a encontrar mayor respaldo social en el futuro.
Hasta aquí una estampa costumbrista de una familia que querría ser de clase media en los 80. Pero hete aquí que a los pocos pasos, creo que ni lo había mordido, lo estaría desenvolviendo de ese papel marrón finito que antes ponían en las panaderías, cuando me encontré con un caballero, sentado en el suelo, a mi altura, dada mi corta edad. Facciones marcadas por las hostias de la vida, pendiente de afeitado y el desaliño general que suele acompañar a quién está en la calle pidiendo. Lo que vendría a ser un pobre, vamos.
Y a uno, que nunca ha tenido mucho conocimiento y seguramente cada día menos, sólo se le ocurrió, aún con el dolor de desprenderse de un amor que nunca llegó a ser, ofrecerle el suntuoso cruasán.
La situación que creó el puto bambino era rara de cojones, porque el tipo sin duda hubiera agradecido la ofrenda, pero naturalmente levantó la mirada hacia mis padres, quién sabe si en busca de aprobación.
No recuerdo exactamente como se resolvió aquello, si le dieron algo o no, pero me suena que yo terminé merendando mi cruasán y alguna conversación al respecto. Hoy podría decir que mis padres fracasaron con mi educación, pero lo cierto es que fui yo el que fracasé educándolos a ellos.