Relatos cortos
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La encerrona de Zalewsky

Se llamaba Zalewsky y nunca sabremos la verdad.

Se entregó a los vencedores un día antes de que fuera publicada su orden de captura.

Lo acusaban de Crímenes de Guerra y contra la Humanidad. Le pesaba tanto el remordimiento por lo que había hecho que no hizo falta interrogarlo: se declaró culpable de todo.

Tardaron seis meses en juzgarlo. Los seis meses los pasó en su celda, entre lágrimas diurnas y gritos nocturnos de horror. Decía ver en sueños a sus víctimas, a los niños y las mujeres muertos en las montañas de Malaja Kamischewasha. Hablaba con ellos a solas, suplicando perdón, rogando que olvidasen lo que el absurdo fanatismo le había llevado a hacer entre aquellas montañas que ya nunca olvidaría. Se dirigía a los viejos, narrando lo que había hecho con sus hijos, a las mujeres violadas y arrojadas por las cortantes de los montes, a los hombres azotados hasta morir sobre las peñas.

Cuando llegó el momento de la vista oral, Zalewsky compareció ante el tribunal once kilos más delgado y con ojeras. Reconoció los cargos y asintió con la cabeza a todos los testimonios de los supervivientes de aquel horror en las montañas de Malaja Kamischewasha. Todos los testimonios coincidían y el acusado no los negaba: el juicio duró tres días.

Lo condenaron a muerte y aceptó el veredicto sin una protesta, casi con alivio. A partir de ese momento, cesaron en la celda los monólogos y las pesadillas nocturnas.

Dos días antes de la fecha fijada para la ejecución, el abogado de Zalewsky se presentó ante el tribunal y pidió que se suspendiera la condena. Alegaba falta de pruebas y falso testimonio de todos los testigos.

El recurso era lo bastante extraño para que se formara un pequeño revuelo en torno a un caso al que nadie había prestado demasiada atención. La sala de audiencias estaba repleta al día siguiente, cuando el defensor de Zalewsky explicó al tribunal que no había montañas en Malaja Kamischewasha, sólo una enorme laguna y ancha estepa, enloquecedora estepa en mil kilómetros a la redonda.

No había montañas y no podía haber seres humanos lanzados al vacío desde los precipicios de una llanura. Alguien había escuchado a Zalewsky durante sus delirios nocturnos y le había parecido más fácil refrendar sus propias confesiones que instruir una verdadera investigación.

Zalewsky lo había reconocido todo, pero el acusado tiene derecho a mentir. No había montañas, no podía haber condena. Tampoco podía haber un nuevo juicio, pues no se puede encausar a nadie dos veces por el mismo delito.

Zalewsky salió de prisión al día siguiente entre el rechinar de dientes de los jueces.

Pudo morir de risa entonces, pero murió de viejo muchos años después. 

Nunca sabremos la verdad.

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Gatos, perros, lagartos...

Cuatro gatos llegaron el día seis a las ocho de la mañana. A la diez, había catorce gatos que me dijeron que tenían diecinueve años. Todos comenzaron a marcar el mismo número de teléfono, 10111111.

A los seis días, para mi sorpresa, ocho gatas se mudaron a la calle diez número cuatro. Lo más curioso es que los que quedaron ahora sólo tenían catorce años. Diecinueve veces sonó el reloj del salón, cuando ellos dejaron de llamar al 10111111.

Sólo quedaron cuatro gatos, que ahora tenían sólo ocho años. Y como ya no llamaban al 10111111, se quedaron seis horas mirándome. A las diez en punto me dijeron con voz muy clara: "Catorce veces diecinueve es un número que los gatos numéricos no soportamos".

Ese mismo día los gatos se fueron, y yo me quedé mirando el reloj, hasta que sonó el teléfono. Una voz de gato empezó a recitar:

"Cuatro si quieres salir,

seis si debes llorar,

ocho sólo cuando puedes sonreir,

diez nunca para amar,

catorce si subes,

y diecinueve si mueres."

Jamás volví a saber de los gatos numéricos.

***

Llegaron tarde. Para cuando aparecieron por mi casa, hacía días que los gatos numéricos se habían marchado. Los perros alfabéticos parecían alterados, y no paraban de sumarse y restarse letras a discreción. La perrada de la letras andaba muy enfadada y para colmo comenzó a interrogarme el Perro S:

-Cuándo llegaron?

-No lo #é -repondí #in poder u#ar la letra "e#e".

-Cuánto# eran?

-Ni idea, uno# cuanto# gato#, pero no lo# conté...

En e#o intervino el Perro E y todo s# complicó, volvía a pod#r usar la #s#, pero d#j# de pronunciar la "#".

-No c#ro una palabra, nos #stá minti#ndo... -añadió con voz gutural el Perro E...

-Oiga, los gatos num#ricos no #stán y ll#vo una s#mana con los núm#ros cambiados, qui#ro qu# m# d#j#n tranquilo... -r#spondí #n tono malmuhorado, sin sab#r si tenía s#ntido lo qu# había dicho por la aus#ncia d# la maldita l#tra.

-Quedémonos, allí tenemos mucho que deshacer -respondió el Perro de los Antónimos...

De pronto entendí que no estaban allí sólo los perros alfabéticos, algunos de los Perros Gramaticales se habían unido a la búsqueda de los Gatos Numéricos.

Se marcharon como habían llegado, ladrándose letras sin parar; hasta llegué a oír un soneto, eso quería decir que a los perros alfabéticos se habían unido perros de otras razas gramaticales, la cosa podría llegar a alcanzar dimensiones épicas si los lagartos matemáticos intervenían en el asunto.

 ***

 Lo que me temía, los reptiles matemáticos habían llegado, se habían colado por la ventana que tenía entreabierta. En parloteante algarabía se situaron sobre la mesa, en las paredes, sobre los sillones... No podía creer que esto me estuviera pasando a mí. Por fin, un lagarto con aire regio, el que parecía más serio de todos, dijo:

-Sí y sólo sí estuvieron aquí los gatos numéricos la formulación sería correcta.

Apasionadamente otro lagarto respondió a toda prisa, moviendo los ojos mientras pensaba profundamente.

-El Teorema de Lagran condiciona cualquier desarrollo posterior, no podemos asumir que el grupo "gatos numéricos" (G) perteneciera al conjunto de los número naturales (N), evidentemente el subconjunto números primos no estaba incluido...

-Pero no pueden ser gatos de números imaginarios (I), eso sería imposible -respondió un pequeño camaleón cambiando el color de su piel al marrón sucio de mi mesa de trabajo-. Según el Teorema de Hugh y posterior corolario de Bastian-Levy las matrices cóncavas no pueden entrar en sumatorio de (I) cuando (I) es >< de (H), siendo (H) el número de gatos no imaginarios.

Contemplaba atónito este asalto doméstico, mientras los lagartos, camaleones, iguanas y salamanquesas cuánticas se enzarzaban en una sesuda discusión matemática. Al principio pensé que vendrían a hacerme mil y una preguntas, a no dejarme en paz. Pero...

-Hasta que no sepamos si el grupo (G) de gatos numéricos pertenece a los números naturales (N), no podemos continuar, sería una pérdida de tiempo... -dijo moviendo la cabeza negativamente uno de los lagartos.

-Oiga -interrumpí cortésmente-, podrían discutir fuera, no sé nada de esos gatos que invadieron mi casa, ni de los perros alfabéticos... y me duele mucho la cabeza desde que todo esto comenzó...

-Sí y sólo sí nos responde a una cosa -dijo una salamandra cuántica que se sostenía con las ventosas en el lateral de mi mesa mientras asomaba la cabeza- ¿Su eje referencial?

-¿Qué? -respondí atónito.

-¿Cuál era su eje referencial cuando llegaron los gatos?

No tuve tiempo de contestar, ya que los demás lagartos se arremolinaron sobre la salamandra cuántica en una tensa discusión, de la que pude deducir que estaban hartos de los planteamientos de dicho grupo y que no iban a soportar una injerencia más en sus desarrollos matemáticos perfectos. Toda esta algarabía llenó la habitación mientras se marchaban por la ventana, por donde habían llegado. Parecían ajenos a todo, envueltos en discusiones sobre integrales, desarrollos y sucesiones númericas.

El dolor de cabeza no se me había ido, pero respiré tranquilo en el silencio de mi habitación.

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La chica eligió el cementerio

La chica era alta, esbelta, de rasgos delicados, ojos azules y media melena rubia. Era profundamente bella, con una distinción que recordaba a las grandes damas de siglos atrás. Había viajado por mil lugares y un día decidió fotografiarse en un cementerio con su largo vestido blanco y negro, que resaltaba la perfecta forma de su talle y permitía intuir los sublimes contornos de sus piernas. No obstante, lo primero que te hipnotizaba de la foto era su rostro, con la mirada perdida en el infinito, los labios entreabiertos y un divino gesto de melancolía.

Yo encontré la foto y la convertí en mi favorita. Amo y odio los cementerios. Los amo por la paz que transmiten, por su silencio y porque me parecen la sombra de un mundo paralelo ajeno a las miserias de éste. Los odio por todas las vidas que han separado, por todas las personas que amaban este mundo y se han ido prematuramente, por todos los lazos que han roto las tumbas y el infinito sufrimiento que de ahí ha surgido.

Pero la foto me hizo adorar ese concreto cementerio. Mi vida siempre ha sido un mar de apatía, y del mismo modo que hay gente que se pierde por desear demasiado, yo moría cotidianamente por mi incapacidad para desear o perseguir nada. La foto me hizo soñar con el cementerio, con la idea de una eternidad libre de lo mundano, con la luz que irradiaba el rostro de ella y la fuente de su melancolía, que sin duda habría de ser el alma más pura de la tierra.

Entonces decidí que quería morir en ese cementerio, y que mi mejor contribución a la Humanidad consistiría en un único acto que despertase infinidad de conciencias. La situación política de mi país había degenerado tanto que el parlamento acordó privatizar totalmente la sanidad, de modo que quien no pudiese pagarse su tratamiento sucumbiría a la enfermedad. Cuando aquello sucedió, comencé a investigar sobre un veneno cutáneo que hacía efecto a las 12 horas de suministrarse, y sólo requería un simple contacto con la piel de la víctima.

Cuando logré perfeccionarlo, hice tres cosas: testamento, un vídeo explicando mis motivos y el concepto de justicia poética, y acudir al próximo mitin del presidente del gobierno embadurnándome previamente las manos con el veneno. Logré colocarme en primera fila y darle un fuerte apretón de manos.

Tras ello acudí al cementerio y, pocos minutos antes de comenzar a sufrir los primeros espasmos, subí mi vídeo a youtube y remití el link a todos los medios de comunicación. Mientras sonreía pensando en que por primera vez había deseado algo intensamente, había luchado por ello y lo había obtenido, la silueta de la chica comenzó a vislumbrarse tras una tumba. Etérea, transparente y tan bella como en la foto. Mis ojos se cerraron y, cuando los abrí, la encontré junto a mí ofreciéndome su mano, tan hermosa como tangible. Una mano que no soltaré ni en mil eternidades.

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Sentimientos adultos

Hola, es la primera vez que escribo un artículo y lo comparto al público y de antemano pido disculpas a los que lean esto pues a mi, sinceramente me ha destrozado el corazón.

Hace tiempo que se me enfrió el alma a causa de la sobreexposición a tantísimos relatos de guerra que sigo y me interesa conocer, ya sea por interés geopolítico o por simple seguimiento de la actualidad. No hace falta que venga a decir aquí lo malas que son las guerras y sus consecuencias, pero este video de una niña siendo preguntada, con intención manifiesta del periodista, va más allá de cualquier significado que un conflicto bélico pueda tener. twitter.com/i/status/1356011081337085953

La tristeza que esta niña muestra no son normales, no pertenecen a su edad. Es una expresión madura, de infancia perdida. Va más lejos de lo que un trauma de guerra pueda significar. Es la plasmación de la desesperación. La muerte, el hambre.

La transparencia que esta niña otorga a esos sentimientos que parece ocultar detrás de una sonrisa que, en efecto, se muestra infantil, son desoladores. Esa sonrisa tan dulce y débil parece transmitir seguridad a la vez que calma mientras que rápidamente ves tras sus ojos que algo esta roto, que algo falta ahí dentro.

Exisistirán mil y un documentos igual o más desgarradores si acaso, pero esta niña evidencia y define el sufrimiento y la impotencia.

No soy muy fan de difundir y caer en la hipocresía del protestón de sofa, pero de nuevo, este video toca muy dentro de uno.

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''Autopiloto'' [Traducción desde Reddit]

*[ Aviso: Esto es una traducción de un relato corto de terror publicado en el sub Nosleep de Reddit por el usuario Skarjo en Marzo del 2013. Enlace al relato original en inglés: old.reddit.com/r/nosleep/comments/19fmjf/autopilot/ ].

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¿Alguna vez te has dejado el móvil en casa?

¿Cuándo te diste cuenta de que lo habías olvidado? Supongo que no te diste una palmada en la frente al momento y exclamaste ''¡mierda!'', ni tampoco tuviste una comprensión espontánea de lo que había ocurrido. Lo más probable es que fueras a coger el teléfono en tu bolsillo o en tu bolso y por unos momentos te hayas sentido confundido al no palparlo ahí. Entonces es cuando haces un repaso mental de los eventos de la mañana.

Mierda.

En mi caso, la alarma de mi teléfono me despertó como de costumbre, pero me di cuenta de que la batería estaba más baja de lo que esperaba. Era un modelo nuevo y tenía el hábito de dejar abiertas aplicaciones que drenaban su batería durante la noche. Así que ese día lo puse a cargar mientras me duchaba en lugar de meterlo en mi mochila como siempre. Fue un ligero cambio de la rutina de todos los días, pero con eso bastó. Una vez en la ducha, mi cerebro entró en ''la rutina'' que sigue cada mañana y eso fue todo.

Olvidado.

No es sólo que yo hubiera sido torpe sino que, como más tarde investigué, esto era una función reconocida del cerebro humano. Tu cerebro no trabaja sólo a un nivel, lo hace a varios niveles. Como cuando estás caminando, piensas en tu destino y evitas obstáculos; pero a la vez no necesitas pensar en mantener a tus piernas moviéndose correctamente. Si fuera así, el mundo entero se convertiría en un cosplay masivo de QWOP.

Yo no pensaba sobre la regulación de mi respiración, pensaba en que debería pillar un café de camino al trabajo (lo hice). No pensaba en el tránsito de mi desayuno por mis intestinos, pensaba en si podría acabar en el trabajo a tiempo para recoger a mi hija Emily de la guardería o si tendría que demorarme. Así es como funciona todo: hay un nivel de tu cerebro que se encarga de la rutina para que el resto pueda pensar en otras cosas.

Piénsalo. Intenta pensar en tu último desplazamiento. ¿Qué es lo que recuerdas? Poco, si es que recuerdas algo. Los viajes rutinarios se difuminan unos con otros y está científicamente probado que recordar uno en particular es difícil. Haz algo con la frecuencia suficiente y se convertirá en rutina. Sigue haciéndolo y dejará de ser procesado por la parte ''pensante'' de tu cerebro para ser delegado a la parte ''rutinaria''. Tu cerebro seguirá haciendo lo mismo sin que necesites pensarlo. Pronto pensarás en tu ruta al trabajo tanto como piensas en el movimiento de tus piernas cuando caminas, es decir, no pensarás en ello para nada.

La mayoría de la gente lo llama su ''Autopiloto'' alegremente. Pero conlleva un peligro. Si tienes un cambio en tu rutina, tu habilidad para recordar y responder a ese cambio es tan buena como lo sea tu habilidad para frenar a tu cerebro cuando se pasa a modo rutinario. Mi habilidad para recordar que mi teléfono estaba cargándose sobre la encimera era tan fiable como mi habilidad para parar a mi cerebro entrando en su rutina mañanera, en la que cuenta con que mi teléfono esté guardado en mi mochila. Pero yo no paré a mi cerebro. Entré en la ducha y comenzó la rutina. Olvidé la excepción.

Autopiloto encendido.

Mi cerebro sigue su rutina. Me ducho, me afeito, escucho a la radio dar una buena predicción del tiempo, le doy a Emily su desayuno, la meto en su sillita del coche (estaba adorable esa mañana, se quejaba del ''sol malo'' que la cegaba, decía que no la dejaba dormir de camino a la guardería) y arranco. No importó que mi teléfono siguiera en la encimera, cargándose en silencio. Mi cerebro seguía la rutina y en la rutina mi teléfono tenía que estar en mi mochila. Por eso lo olvidé. No fui torpe. No fui negligente. Simplemente mi cerebro sobrescribió la excepción.

Autopiloto encencido.

Conduzco hasta mi trabajo. Ya hace un calor sofocante. El sol malo llevaba ardiendo desde que mi ausente teléfono me despertó esta mañana. El volante quemaba cuando entré en el coche. Creo que incluso recuerdo oir a Emily cambiarse de sitio para ponerse detrás de mi asiento y refugiarse del resplandor. Pero llego al trabajo. Entrego los informes. Voy a las reuniones. Y no es hasta que tomamos el descanso del café que intento coger mi móvil y el espejismo se desvanece. Hago un repaso mental. Recuerdo la batería en mínimos. Recuerdo poner el móvil a cargar. Recuerdo que lo dejé ahí.

Mi teléfono seguía en la encimera.

Autopiloto apagado.

De nuevo, aquí nos damos de bruces con el peligro. Hasta que tienes ese momento en el que buscas tu teléfono y no lo encuentras, esa parte de tu cerebro sigue en modo rutina. Y no tenías ningún motivo para interrumpirla, por eso es una rutina. Contrición por repetición. No es como si alguien te fuera a decir: ''¿Por qué no recordaste recoger tu móvil? ¿Cómo pudiste olvidarlo? Debes de ser negligente''. Mi cerebro me hizo seguir la rutina habitual a pesar de que esta vez no lo era. No había olvidado mi teléfono porque para mi cerebro éste ya estaba metido en la mochila. ¿Por qué habría de cuestionarlo? ¿Para qué iba a comprobarlo? ¿Cómo podría recordar de repente que mi teléfono seguía en la encimera? Mi cerebro estaba programado en su rutina y en la rutina el teléfono ya tenía que estar en la mochila.

En día seguía siendo asador. De la niebla matinal pasamos a un calor ferviente e implacable. El asfalto burbujeaba. Los rayos directos del sol amenazaban con quebrar el pavimento. La gente se pasó del café a los smoothies. Chaquetas colgadas, camisas arremangadas, corbatas aflojadas y frentes sudorosas. Los parques se iban llenando poco a poco con gente tomando el sol y haciendo barbacoas. Los marcos de las ventanas empezaban a combarse. Los termómetros continuaban ascendiendo. Gracias a Dios que teníamos aire acondicionado en las oficinas.

Pero, como de costumbre, al llegar el atardecer, del horno de la mañana pasamos a una noche refrescante. Otro día, otro dólar más. Seguí maldiciendo por haberme olvidado el móvil mientras conducía hacia casa. El calor del día se había condensado liberando un olor horrible desde algún rincón del interior del coche. Cuando llegué a la entrada, las piedras crujían reconfortantemente bajo los neumáticos. Mi mujer me saludó desde la puerta.

''¿Dónde está Emily?''

Joder.

Como si lo del teléfono no hubiera sido suficiente. También había olvidado a Emily en la puta guardería. Inmediatamente aceleré hasta allí y fui hacia la puerta practicando mis excusas, preguntándome vanamente si podría camelarme a la responsable para evitar la multa por tardanza. Vi un trozo de papel pegado a la puerta.

''Debido a un acto de vandalismo nocturno, por favor usen la otra puerta. Sólo por hoy.''

¿Vandalismo nocturno? ¿Qué? La puerta estaba como siempre esta maña-

Me congelé. Mi rodillas bailaron.

Vandalismo. Un cambio en la rutina.

Mi teléfono estaba en la encimera.

No vine esta mañana.

Mi teléfono estaba en la encimera.

Fui directo al trabajo mientras bebía el café. No traje a Emily hoy.

Mi teléfono estaba en la encimera.

Se cambió de sitio en el coche. No la vi en su sillita desde el espejo.

Mi teléfono estaba en la encimera.

Quiso taparse del sol malo para dormir. No dijo nada cuando nos pasamos de su guardería.

Mi teléfono estaba en la encimera.

Ella fue un cambio en la rutina.

Mi teléfono estaba en la encimera.

Al cambiar la rutina olvidé dejarla en la guardería.

Mi teléfono estaba en la encimera.

9 horas. Ese coche. Ese sol ardiente. Sin aire. Sin agua. Sin ayuda. Ese calor. El volante quemaba cuando entré en el coche.

Ese olor.

Fui hasta el coche. Anestesiado. Conmocionado.

Abrí la puerta.

Mi teléfono estaba en la encimera y mi hija estaba muerta.

Autopiloto apagado.

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Abandono en el gallinero

Abandono en el gallinero

Reveloca estaba harta de tanto cacareo y tanta pluma revoloteando en el aire. La pelea de gallos había terminado, pero la nube de pelusa seguía flotando en el ambiente. Como cada mañana desde la semana pasada, miró hacia arriba camino a su ponedero. En la eterna oscuridad atravesada por estrechos haces de luz que se escurrían entre los tablones, hoy ni siquiera se veía la intrincada madeja de tubos que cubría las paredes y el techo del gallinero. El hedor a heces y madera podrida ya era difícil de apreciar debido a la costumbre, pero es que hoy era sencillamente indistinguible bajo el marcado olor a plumón de las pollas.  

 

Cada gallina avanzaba hacia su rampa empujando su propia pelotita de goma sin apartar la vista de ella. No necesitaban mirar a su alrededor para llegar a su puesto; las bolas eran translúcidas y tenían cientos de cristalitos facetados y coloridos en su interior. Podían ver su camino y el de sus compañeras entre los divertidos reflejos que se formaban dentro de ellas. Hoy las picoteaban por el camino, cacareándoles e incluso azuzándolas algunas veces con las alas. No era de extrañar, los colores de las plumas suspendidas en el aire tras la pelea de gallos creaban reflejos turbadores en los cristales de sus bolas y eso las alteraba más de lo habitual. 

Reveloca se subió a su rampa y dejó que la llevara hasta su jaula. Tardó un rato en llegar a su puesto; ya era una gallina vieja y estaba a dos plantas del techo. Encajó su trasero en el desagüe de metal y colocó su bola en su sitio, enfrente de ella, colgando de la puerta de la jaula. Al poco ya estaban todas en su lugar y los gallos se reunieron en el centro del gallinero, pavoneándose al inicio de las rampas, alrededor de su Gran Bola de goma y cristal. Estratégicamente colocada, les permitía observar cada jaula, escrudriñando entre sus reflejos internos en busca de cualquier signo de subversión.

No tardaron en poner el primer huevo, que fue succionado y transportado por las intrincadas cañerías hacia lo alto, haciendo sonar la primera campanada del día. La ruidosa, contaminante y enigmática maquinaria del techo del gallinero convertía sus huevos en pienso, y con cada esperanzador tintineo una escasa cantidad del preciado alimento llovía desde un tubo que se perdía entre la pelusa en las alturas, hasta caer junto a la base de las rampas, lista para ser administrada por los gallos. Penacho Radiante picoteaba su parte, y luego los demás tomaban lo suyo y arrastraban el resto con los dedos hasta las rampas, convirtiendo las raciones que subían traqueteando hasta las jaulas en exiguas pizcas de pienso que se acababan en tres picotazos.

—¡Esto es un ultraje!¡Cada vez tenemos que poner más huevos y nos dan menos pienso!¡Y encima Penacho Radiante nos dejará a las Brown sin nada!—Muchopicoca aleteó tanto que se elevó y chocó con su techo, que era el suelo del ponedero de Padefoca.

—Siempre igual cuando pierden las peleas. Podrían dejar de gritar, que así no hay quien ponga tranquila —protestó Padefoca.

—¡Ves, eso es lo que quieren! Que nos callemos. Las Brown estamos mejor calladitas —exclamó Muchopicoca batiendo las alas, contribuyendo aún más a la nube de plumón.

—¡Qué gracioso! Si la miras de lado se ven gusanitos de colores —comentó Ludoca mirando su pelota.

—En la mía Muchopicoca no se refleja si la miro de frente. La pena es que no se calle de una vez —comentó Padefoca.

—No me voy a callar porque me lo diga una Ross —contestó Muchopicoca.

—¿Qué pasa, que tu gallo perdió la pelea? Déjanos poner tranquilas, bonita. Algunas aportamos en lugar de estar todo el día quejándonos —replicó Padefoca.

—Seguro que tú apostaste por Penacho Radiante… De una Ross como tú me lo esperaba, pero las Hisex Brown han sido unas miserables traidoras. Las Isa Brown sabíamos que esto pasaría —continuó Muchopicoca—, pero esto no quedará así. Cualquier día nos pondremos de acuerdo y mataremos a picotazos al maldito Penacho Radiante.

—Pistqui, pistquiii. —cloqueó nerviosa Panopticoca, arrancándose una pluma de un picotazo—. Yo que tú no diría esas cosas delante de tu bola. Te verán los gallos. Te verán con su Gran Bola y leerán tu pico.

—¡Diré lo que me de la… —pero Muchopicoca cerró el pico de repente.

—¿Qué?¡¿Qué?!¿Has visto el ojo de un gallo? —Panopticoca se arrancó dos plumas más.

—No estoy segura…—cloqueó temblorosa Muchopicoca, mirando fijamente su pelota.

—Te lo he dicho, te van a ver en la Gran Bola y te van a quitar el pienso. —Panopticoca buscaba más plumas que arrancarse, pero no las encontró.

—No se enteran de nada, ¿verdad Reve? —era Robotoca desde la jaula de al lado—. Si dejaran de mirar el color de sus plumas en los reflejos de sus bolas, se darían cuenta de que el gallinero necesita unas reformas. ¿Has visto cómo están algunos tubos, Reve? Se están corroyendo de tanto urato, no me extraña que cada vez produzcamos menos pienso. Y hay varias vigas que se están pudriendo; como sigamos liberando residuos sin control, el gallinero se vendrá abajo.

—No se ve el techo —cloqueó Reveloca mirando hacia arriba, sin esperar que nadie la escuchara.

Reveloca estaba ausente. Llevaba varios días así, desde que despertó en mitad de la noche y vio una tenue luz en el techo. Detrás de los tubos se había abierto una trampilla. Su vista estaba cansada y el sueño lo emborronaba todo, pero aseguraría que vio a una paloma enseñando a su hija el gallinero, cantaleando mientras defecaban desde lo alto encima de las cabezas apretadas de sus compañeras dormidas. Y sobre las cabezas de los gallos. No podía quitarse de los oídos ese gorjeo burlón.

—¿Has dicho algo? —le preguntó Robotoca.

—No, nada. Que con tanta pelusa y tanta mierda en el aire no se ve el techo.

—Es un problema, sí. El gallinero se está volviendo insostenible. Creo que con una dieta más rica en proteínas y un poco de ingeniería ovótica…

—Tú lo solucionas todo con tecnología.

—Pues claro, ¿cómo si no? —replicó Robotoca dejando a un lado el soldador y quitándose su diminuto yelmo—. Te voy a enseñar una cosa, Reveloca. Mira tu bola. Desde donde estás, debes ver arriba a la derecha un grupo de reflejos rojos con un punto verde en el centro. ¿Lo ves?

—Sí.

—Tres granos hacia abajo. ¿Me ves?

—Sí. ¿Quién es la que está al lado?

—No es un quién, es un qué. Esto, Reveloca, es el futuro. ¡Una gallina ponedora completamente artificial! Bueno, las plumas son mías, porque me daba un poco de grima. Los huevos autorreplicantes siempre acaban por dejar de replicarse, pero esto… ¡Esto el futuro, Reveloca!¡Esto hará que por fin podamos dejar de poner!¡Nos hará libres!

—Robotoca… —El facewing de Reveloca era para enmarcarlo—. ¿Me dejas que te haga una pregunta?

—Claro, pero si es lo que creo que estás pensando, no. No es un gallo. No pisa.

—No, Robotoca, no. Es sobre los huevos autorreplicantes. Hace un mes por fin conseguiste que funcionaran, y ¿qué pasó cuando se los diste a los gallos?

—¡Fue brutal!¡La producción de huevos aumentó un 300%! 

—Y…

—Y luego vino la crisis de los tubitechos desmoronantes. Todos escuchamos los temblores allí arriba y vimos como caía el polvo. 

—¿Y qué pasó con el pienso?

—No te entiendo. ¿Como que qué pasó con el pienso?

—Tú inventaste los huevos autorreplicantes para que hubiera más pienso para todas nosotras sin necesidad de poner tantos huevos, ¿no?

—Ya veo por donde vas. La crisis de los tubitechos desmoronantes provocó que hicieran falta más huevos para la misma cantidad de pienso. Hasta Ludoca lo sabe. Los gallos subieron a la buhardilla y confirmaron nuestras sospechas. Si vas a empezar con tus teorías de la conspiración puedes guardarte tus…

El cacareo de Robotoca se le antojó cada vez más lejano y difuso, hasta que se perdió en el alboroto del gallinero. Era inútil. Era imposible hacerlas entrar en razón. Tendrían que verlo con sus propios ojos. Tendría que enseñárselo para que la creyeran. Eran esas malditas bolas que las hipnotizaban. No sabía si era que la suya no estaba bien hecha, pero no creía que le hiciera el mismo efecto que a las demás. Si miraba era por mero aburrimiento, porque se sentía sola, pero no entendía el entusiasmo de sus compañeras. Ya estaba mayor, dos plantas más y todo se habría acabado, sería carne de pienso. No es que le preocupara la muerte, lo que le preocupaba de verdad era saber que desde que tenía uso de razón lo único que había hecho era poner y poner y poner, y ahora sabía que allí arriba alguien se reía de sus estúpidas vidas. Ese cantaleo burlón resonando en su cabeza...

—¡Cloaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaagh!

Ese graznido era sin duda el de Muchopicoca; venía de abajo a la izquierda. Reveloca miró en su bola, pero no vio nada. “Al cuerno”, se dijo, abrió su jaula y asomó la cabeza. El trasero de Penacho Radiante sobresalía de la jaula de Muchopicoca, y todo estaba salpicado de sangre. Miró alrededor, barriendo el gallinero con rápidos giros de su cuello. Ni una sola gallina asomaba la cabeza. El silencio era más espeso que la suciedad que flotaba en el ambiente. Ese silencio se le hundió más profundo en la pechuga que el último graznido de dolor de su compañera. Perdió por un instante la noción del tiempo, y cuando volvió a mirar hacia abajo, su mirada se cruzó con la de Penacho Radiante, que soltó inmediatamente el cadáver que estaba arrastrando.

Saltó intrépida al vacío, desplegando sus alas en un gesto épico. No era valentía; era la entereza que da la resignación ante lo inevitable, el ímpetu imparable del que no tiene nada que perder, el ardor de la vela justo antes de extinguirse, las alas que otorga la… las alas, las alas con las puntas cortadas religiosamente en cada muda. 

Graznó como una loca mientras caía en parábola hacia los gallos, que la miraban picoabiertos, preguntándose como bobos si aquello que caía del cielo cubierto de plumas y cada vez más gordo era para comer o para pisar. El trasero de Reveloca golpeándoles en la cara no les dejó tiempo para responder su duda existencial, y del caos de pluma y polvo que siguió, Reveloca resurgió rampante y con pánico renovado. Saltó, se aferró, planeó, corrió a trompicones por las rampas, volvió a saltar y aferrarse y a saltar una y otra vez, subiendo como impulsada por la algarada de gallos enfurecidos, que ya sea cachondos, hambrientos, o sedientos de sangre, la seguían picándole los espolones.

A unas pocas jaulas del techo, Penacho Radiante le salió al salto extendiendo sus alas y alzando sus garras augurando un sangriento final. Pero contra todo pronóstico, una gallina metálica apareció saltando detrás de él, asestándole con su tarso un golpe maestro de karate en el hombro que lo dejó fuera de combate. Reveloca se impulsó en el cuerpo de su enemigo y, esta vez sí, batió las alas y se elevó unos metros más hasta el lugar donde días atrás adivinó la trampilla de las palomas, y forcejando con el pico, gastó sus últimas fuerzas para abrirla, justo antes de caer.

Mientras caía de dorso, pudo ver con satisfacción como había sorprendido a las palomas con los picos en la masa. Todas lo verían ahora. Montones de huevos cuidadosamente ordenados en las paredes de la buhardilla, un palomo en una bañera llena de pienso con dos tiernas pollitas a su lado que se apresuraron en taparse sus vergüenzas, y la luz, la luz radiante entrando por ventanas del tamaño de jaulas enteras. Todas lo verían ahora. Por fin comprenderían. Si es que dejaban por una vez de mirar sus puñeteras bolas y alzaban la vista al techo.

—¡Qué horror!¿Lo habéis visto? —cacareó Ludoca mirando su bola— ¡Una compañera se ha vuelto loca y ha matado a Penacho Radiante!¡Y ha destrozado muchas tuberías!¡Qué fastidio! Ahora tendremos que poner más huevos todavía.

—Siempre igual, al final, por las cluecas pagamos las ponedoras —sentenció Padefoca.

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Charcutería: lomo de ángel

Reunidos los dioses en el Walhalla, como era preceptivo según el riguroso turno establecido, iniciaron su banquete anual de puesta en común de sus divinos asuntos.

Odín, como buen anfitrión, ofreció a sus compañeros un par de hermosos ciervos, servidos impecablemente por dos de sus amadas Walkyrias, y les habló de su decisión de abrir la mano en cuanto a los suyos, pues a partir de ese momento recibiría también en su seno a los que murieran con el subfusil en la mano: desde que la espada cayera en desuso, las puertas de su morada se abrían cada vez con menos frecuencia y no podía tolerar tal abandono.

Todos aprobaron la enmienda, e incluso algunos propusieron un mayor relajo, a fin de que fueran admitidos también los integrantes de los comandos suicidas, aun cuando por causas de fuerza mayor no portaran ningún arma.

Aniquilados los ciervos por el voraz apetito de los señores celestiales, comenzó a correr el vino, acompañado por las exquisiteces que cada uno trajo de su reino: dátiles de Alá, uvas de Zeus, dulces de Júpiter y leche de Visnú.

Entonces, cuando la fiesta estaba en su apogeo, el dios de cristianos y judíos, Yaveh, se sacó de las entretelas un manjar que antes nadie había probado y prometía ser algo realmente fabuloso: lomo de ángel. No obstante, y por respeto a sus compañeros, el barbado señor cristiano advirtió que aquella golosina podía tener efectos alucinógenos mezclado con la ingente cantidad de vino que habían consumido.

Aunque no le hicieron caso en un principio, confiados todos en su inatacable omnipotencia, pronto se vio que los presentes empezaban a desvariar, hablando de cosas inexistentes y negando evidencias de su propio cuerpo dogmático, lo que se tradujo en tal confusión que por poco desemboca en un conflicto armado entre los mortales.

Entre aquellos desvaríos, Allah tuvo la gloriosa idea de hacer realidad al genio de la lámpara que los suyos inventaran para enjaezar su cotidiano aburrimiento con mejores arreos que el trabajo. La idea fue aprobada por unanimidad, pero Zeus, un tipo con muy poca gracia, logró introducir la enmienda de que el agraciado no se enterara de su su suerte y viera, simplemente, concedidos sus tres primeros deseos sin que pudiera saber que estos habrían de cumplirse.

De esta guisa, Baco, que era el que más borracho estaba, fue encargado de señalar a uno de los mortales para el juego, y la gracia le correspondió a un tal Cándido Pérez, que vivía en un país un trecho por encima del Ecuador.

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Blasfemaban las cigüeñas en las esbeltas agujas, acordándose del cernícalo que les dijo que ese año no volvería a nevar. Y blasfemaba también el pobre Cándido, peléandose con la enésima avería de su coche en los últimos meses. Para colmo de males, su jefe le estaba esperando y la gorda gruñona disfrazada de policía municipal parecía ignorar que no podía mover el coche, precisamente porque no funcionaba. No tardó en llegar un motorista de la misma cofradía, y el sufrido contable hubo de empujar su propio vehículo hasta la plaza cercana, donde había un par de huecos, para esperar tranquilamente a la grúa.

Realizaba tal hazaña cuando un desalmado, conductor de un cochazo rojo, pasó a su lado a más velocidad de la conveniente y lo remojó de pies a cabeza.

—Así te estrelles—. Gritó Cándido.

Y el conductor, obediente, siguió sus instrucciones.

Fue un batacazo descomunal, un tremendo porrazo que hizo sonar la farola de la plaza como un gong oriental.

Arrepentido de sus palabras, Cándido corrió hacia la plaza. De todas maneras, a su jefe le parecería mejor pretexto un accidente que una nueva avería mecánica.

El conductor, medio inconsciente, juraba a los viandantes, arremolinados a su alrededor, que no podía comprender lo sucedido. El coche, con el morro encogido como una anciana perpleja, humeaba ligeramente, agradeciendo el extintor del tapicero.

La ambulancia llegó varios minutos después de que Cándido se fuera como una flecha en dirección a la oficina.

Don Gustavo, siempre complaciente, dijo no creerse una palabra del accidente y que, además de ser la última vez que soportaba sus patochadas, le descontaría aquel tiempo de su salario.

Cuando el compungido empleado repitió por tercera vez que no se volvería a repetir, Don Gustavo se dio por satisfecho y le pidió que cerrara la puerta por el lado de afuera, si era tan amable, lo que Cándido hizo con mucho gusto, aún a sabiendas de la montaña de trabajo que le esperaba sobre la mesa.

La jornada no se le dio del todo mal, enfainado en la regularización anual, la liquidación del IVA y otras portentosas maravillas: una empresa como aquella siempre tenía mil emocionantes maneras de entusiasmar a sus empleados.

Peor fue la vuelta a casa, donde Antonia le esperaba con un plato de berzas de primero y un rabo de cerdo de segundo, aunque aquello, de cerdo no parecía tener más que la mano de obra. De todos modos, no hubiera estado mal de no ser porque parecía recién extraído de una mina de sal.

Y fue la sal precisamente la causa de los pesares de Cándido, pues sediento como estaba y acérrimo enemigo del agua, escanció más vino del debido y la siesta habitual de la sobremesa se prolongó unos cuantos minutos de más, los justos para saber que esa tarde volvería a llegar tarde al trabajo.

De nada le sirvieron sus ímprobos esfuerzos por batir la plusmarca de la milla, ni tampoco sus disculpas al llegar a la oficina: Don Gustavo, inexorable, señaló el reloj nada más verle aparecer por la puerta.

—¿Sabe qué hora es?

—Si, si señor.

Iba a decir algo más, pero la aplastante verborrea de su jefe secó todas sus fuentes de inspiración con una larga perorata sobre lo poco que le gustaba que le tomasen el pelo y sobre la cantidad de escaleras que tendría que fregar su mujer para mantener a un marido inútil, holgazán e irresponsable si eso volvía a suceder una, una sola vez más.

Cándido hizo otro par de inclinaciones y cerró la puerta con algo más de fuerza que la debida.

—¡Que te den por el culo!—. Masculló indignado.

Se dirigía a su mesa cuando le interrumpieron unos terribles gritos procedentes del despacho del jefe. Escucho un instante y no le cupo duda: era Don Gustavo. Los otros dos empleados, que habían contemplado la escena anterior con una mezcla de lástima y regusto placentero, le habían adelantado, camino del despacho. Los gritos eran tan estremecedores que hasta un par de empleados del almacén habían subido a las oficinas a ver qué ocurría.

La puerta estaba cerrada por dentro, pero no aguantó más que un par de empujones. Cuando Aquilino, un fornido ex-minero reconvertido, franqueó la entrada, se encontró con Don Gustavo, de bruces sobre la mesa y con los pantalones bajados, gritando que el hijo de puta se había ido por la ventana.

El suceso no quedó nada claro, pero todo el personal de la empresa supo enseguida que era mejor no tratar de averiguar lo sucedido. Don Gustavo, apenas recuperado, cerró la puerta y mandó a todo el mundo a sus puestos, pero aquella tarde se trabajó muy poco.

La escasa labor de la jornada vespertina y el hecho de que era jueves alegraron la cara de Cándido, que hasta se permitió una copa a la salida de la oficina mientras esperaba a Helena, un anteproyecto de ligue que no estaba dispuesto a dejar escapar, así le costara la vida.

Antigua compañera suya de escuela, cómplice incluso de algunos escarceos juveniles, Helena se había perdido en el marasmo de los años hasta la muerte de Eusebio, su marido, pero nunca era tarde para recuperar viejas amistades.

Ansiosa ella de compañía y él de variedad, empezaron a verse, sólo a verse, un par de meses atrás, y a pesar de lo inocente de su relación, Cándido había tenido que soportar el olfato de podenco de su esposa, siempre atenta a un perfume desconocido.

Aquella tarde Helena estaba particularmente atractiva cuando entró en el bar y el contable se las prometió muy felices. Y más que felices se las juró luego, cuando ella le pidió que la acompañara a casa para mostrarle la colección de mariposas de su marido. 

En tales felicidades estaba cuando, ya en el portal de ella, se abrió la puerta del ascensor y apareció Antonia, que acaba de salir de casa de una amiga.

—¡Trágame, tierra!—. Musitó Cándido.

  

Y los dioses se partieron de risa durante toda una era geológica. 

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Fanatismo

A mi primo le encanta el chocolate, es su gran pasión. Miembro activo de la "Asociación de Amigos del Cacao", se relaciona casi exclusivamente con chocolateros, siempre habla de este tema en redes sociales y hasta en el whatsapp familiar, día sí, día también, comparte algo relacionado.

En nuestro grupo "LOS GONZÁLEZ LOS MEJORES corazónaplausoguiño" somos muy golosos y la mayoría aplaudía sus aportaciones. A mí nunca me interesó el tema porque soy alérgico y, para ser sincero, desde hace tiempo incluso me molestaba su insistencia.

Empezó compartiendo recetas, algunas buenas, otras llamémoslas... originales. Después le dio por las referencias históricas y datos curiosos increíbles, demasiado increíbles: o se los inventaba o es muy crédulo. Cuando vio que la familia le seguía la corriente se entusiasmó demasiado. Mi madre me dijo que apareció un día en casa a la hora de la siesta empeñado en que probarán su última creación: "croquembouche trufada". Tenía mala pinta y olía raro; solo consiguieron quitárselo de encima prometiéndole que lo guardarían para la cena.

No sé en qué momento el resto de la familia se dio cuenta de que aquello era obsesivo y enfermizo. A lo mejor no les gustaron los postres sorpresa, quizás fueran las fotos embadurnado o el video jugando con mousse en una copa. Yo fui incapaz de verlo entero.

Hace días que nadie le responde, supongo que es por respetar su forma de vida y evitar enfrentamientos. Ahora, cuando, entre las felicitaciones de cumpleaños, nos cuela algo de su propaganda, se hace el silencio. Nadie se atreve a decir lo que todos sabemos. Por mi parte, intento pensar que solo se trata de chocolate, porque me niego a aceptar que a mi primo le encanta la mierda.

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Fuga de reo inocente

Son hermosas las horas que perdemos si en el perderlas, como en un jarrón, ponemos flores.

Quedó como Dios el poeta, pero, ¿qué flores pueden ponerse en el jarrón de una sepultura que no se enfría? Si acaso las de Baudelaire, y pare de contar.

Porque todos tenemos una idea clara de lo que se debe hacer cuando queda inútil una persona a la que queremos, y estamos seguros de que estar a su lado es la postura humana, la ética, y hasta la única posible. Decimos a la familia que yo me ocuparé de él, y llo decimos de corazón. ¿pero qué pasa luego?, ¿quién cuenta los días?, ¿qué ocurre cuando los calendarios se juntan en rebaños de alas negras girando sobre el silencio? 

La medalla que dan al mutilado no vale más que su pierna. Ni la admiración del mundo entero por la abnegación y el sacrificio tampoco más que la vida, afantasmada en jirones de lo que pudo haber sido. ¿Ha visto alguna vez las esfinges, a la puerta de los templos? Así me sentía yo.

Tiene un nombre el que da la vida porque lleva vida dentro y tiene nombre también el que propaga la muerte. El primero no lo sé porque nunca he sido madre; el segundo es Satanás, me da igual si es o no es culpable.

¡Y aún hablan de los aztecas, con su sacrificios humanos! ¿Y qué es lo mío? Por lo menos el que moría en la piedra del ritual creía servir a un dios, ¿pero a quién sirvo yo? A un hoyo. Porque es un hoyo. Porque cuanto más le quitan, más grande es. Y más me traga. Y más me entierra.

No sé por qué lo hice. Sé sólo que una mañana salí a comprar pan y fruta y me encontré en la estación. No pensaba hacerlo. No pensaba irme tan lejos. Claro que sabía que sin mi no podía valerse, y por supuesto que agradezco de todo corazón a la vecina que llamase a la ambulancia, e incluso a la policía. Y me alegro de que en el hospital pudieran salvarlo. ¿Qué se cree que soy?

Fue sólo un error. No volverá a suceder.

Perdone, señor Juez. Creí estar viva otra vez. Claro que volveré con él. Sólo fue un espejismo.

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El bandolero vocacional

—Eres más tonto que una mata de habas —gruñó Ramírez, cabo de la guardia civil, con nueve trienios y cuarenta y tantos pares botas gastados por los andurriales más rasposos de la muy noble, leal y asilvestrada 612 Comandancia.

—Quiero ver a mi abogado —contestó el aludido, con la cabeza encajada entre los hombros.

El cabo Ramírez, comandante de puesto por la gracia de Dios y porque ni Dios quería el puesto, llamó a gritos al guardia de puertas.

—¡Cifuentes, venga para acá y escriba!

—Sí, mi cabo.

—El detenido, Argimiro Pérez Musgaña, de treinta y cuatro años de edad y residente en Valdorria, se confiesa líder de la banda de malhechores que ha cometido setenta y dos atracos en la última semana.

—Yo no confieso nada —niega el detenido.

—Tú calla la boca. Sigo: asimismo, reconoce haber participado en algunos de esos actos delictivos y haber designado los lugares, las fechas, y los objetivos elegidos. 

—Yo no reconozco nada y quiero ver a mi abogado.

—Como te pongas tonto te esposo a la reja de la ventana, con la que está cayendo. Sigo: el detenido dice no conocer a Benito Musgaña del Río, en paradero desconocido por el momento, a pesar de ser primos carnales y de haber sido detenidos juntos en cinco ocasiones anteriores.

—Eso es verdad.

—Que te calles. Tú firma la declaración y luego le dices al juez que te la saqué a hostias. Pero no me líes la marrana, que me jubilo la semana que viene.

—Bueno —se conformó Argimiro.

—Sigo: el detenido dice haberlo hecho por dar trabajo a sus amigos, presidiarios en su mayoría, a los que pagó fianzas y libertades condicionales con un premio de 16 millones de euros que le correspondió en la lotería primitiva. Dice también que como no sabía hacer otra cosa y estaba orgulloso de su oficio de chorizo profesional, quiso ampliar el negocio aprovechando que tenía capital, lo mismo que convirtió su tío la carpintería en fábrica de muebles cuando heredó a su suegra. Dice que prueba de todo esto es el hecho de que los sicarios y maleantes contratados estaban todos dados de alta en la Seguridad Social y con contrato en regla. Dice, por último, que si dio de alta la empresa como compañía de limpiezas no fue por eludir al Fisco, sino porque el funcionario encargado del Registro Mercantil se negó a inscribirla de otro modo.

—Yo quiero ver a mi abogado —insistió el detenido.

—En cuanto llegue de la capital, lo mando pasar. ¿Firmas?

Argimiro agarró el bolígrafo como si fuera un destornillador y logró trazar un garabato al final del folio.

—Pues hala, macho, ya está. Ya me enteraré por los periódicos de en qué paró la cosa. Porque de esta sales en los periódicos. Sales hasta en la CNN, animal de bellota —concluyó el cabo Ramírez encasquetándose el tricornio.

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Eutiquio

A Eutiquio la vida le había ido regular tirando a mal, para empezar sus padres no tuvieron otra mejor idea que ponerle el nombre de su padre, obviamente porque Don Eutiquio había nacido un seis de abril y en su pueblo se ponía el nombre del santo del día en que nacía un niño, San Eutiquio de Constantinopla. Menos mal que no le pusieron Constantinoplo o alguna otra aberración típica de los pueblos y de otros años. Su padre, ya fallecido, lo llevaba con dignidad pero el hijo, en cuanto se mudo a la ciudad, comenzó a sentir el aguijoneo de las burlas a cuenta de su nombre de pila. Algunos compañeros de trabajo, o empleados, intentaron llamarlo “Euti”, otros “Tiquio”, otros le llamaban por el primer apellido: Oreja. Cosa que tampoco ayudaba demasiado. Eutiquio Oreja Sandoval. Al menos sabía que nadie se olvidaría de él, no se llamaba Antonio García, ni Manuel López, algo con lo que consolarse, claro.

Además no se había casado ya que no había encontrado al hombre de su vida, sólo algunos momentos de supuesta relación formal con hombres que no estaban destinados a ser su marido. Esa mañana ventosa y lluviosa, otoñalmente molesta, se encontró con la vecina del segundo B, María, luchando lo mejor que podía con un paraguas plegable contra viento y llovizna. No se sabía si la pelea era contra el paraguas o contra las inclemencias del tiempo. Se saludaron cortésmente bajo la marquesina de la parada. Él cogía la línea 187 y ella la 155, casi nunca coincidían ya que tenían horas diferentes de trabajo, aunque no sabía en qué trabajaba ella.

Eutiquio sonrió cerrando el paraguas mientras ella se peleaba con el plegable para intentar llevarlo al orden, al camino de las varillas bien colocadas, cosa que no parecía posible. Se fijó en que ella llevaba una gabardina ocre y unas botas de montaña de buena calidad, el pelo revuelto y una cartera que posiblemente contuviera un ordenador portátil. Antes de que tuviera tiempo de decirle algo cortés y educado llegó su autobús y la saludo levantando las cejas y dibujando una media sonrisa con los labios.

Se sentó entre dos señoras orondas que parecían llenar tres asientos en vez de dos. Él, al ser delgado, se colocó lo mejor que pudo y no pudo evitar ver la cara de desaire de ambas señoras, por llamarlas de alguna manera. Aun no había preparado el cambio de zapatos en la tienda y seguía manteniendo algunas sandalias mezcladas con zapato cerrado. Con este tiempo tan revuelto uno no sabía si llevar sombrilla para el mediodía y chubasquero para algunas tardes. Tenía que repasar la lista de precios de las nuevas deportivas, esas que todos en el sector le decían que arrasarían antes del seis de enero. Volvió a repasar mentalmente la novela que escribía en sus horas muertas, o en horas adormecidas. Se había metido en un lío al querer contar una historia de misterio y asesinatos. Como pudo, con bastante dificultad, intentó sacar del bolsillo un pequeño librito, con la ilusa intención de leer en el trayecto hasta su parada destino. La "corpulenta" de la derecha movió el codo mínimamente para asegurarse que Eutiquio tenía menos espacio, todo esto sin mirar a nadie, como si ni siquiera hubiera movido el brazo. Sus sonrojadas mejillas, la fuerza con la que apretaba el paraguas y ese rictus en la cara de cabreo permanente, le hicieron desistir de sacar el librito: “La verdad sobre el caso de las canicas”, otro capítulo más del inspector de policía Sebastián Algorza y su inseparable compañera Amelia Andrades. Esta noche lo terminaría y descubriría quién estaba detrás de los asesinatos que habían conmocionado a la ciudad de Valencia. “El cristalero no puede ser”, se dijo mientras veía por la ventana del autobús que la lluvia arreciaba. “Ni la criada croata, aunque tuviera un pasado turbio, no tenía los conocimientos de química...”

Se fijó en que la oronda de la izquierda había aumentado su espacio vital ajustando aun más al pobre Eutiquio. Consiguiendo que terminara por levantarse, no sin antes mirar a las dos señoras para que se dieran por alulidas, pero la pareja de señoras no estaban por sutilezas, como mucho estaban en el universo de los bocadillos de chorizo pringoso. Esa imagen le hizo sonreir un poco, mientras veía que se acercaba su parada.

Ya fuera, abrió el paraguas y el viento le mojaba los pantalones y parte de la chaqueta, con esa ventolera el paraguas era más un objeto decorativo que otra cosa. Por fin llegó a la calle de su establecimiento: Zapatos Sandoval. Enfrente ya le esperaban los dos compañeros de trabajo, ambos apretando un vaso de café eterno y humeante a resguardo de la lluvia. Saludaron levantando el vaso de café mientras Eutiquio levantaba la cancela metálica de la tienda y abría las puertas, apresurándose a marcar el código de seguridad de la alarma. Puso el cartel de apertura con el horario. “De lunes a viernes de 10:00 a 14:00 y de 17:00 a 20:00. Sábados de 10:00 a 13:30.” Miró su reloj de pulsera, las 9:35. Y se preguntaba quién sería el primero que empezaría a sentirse rey de reyes antes de las diez de la mañana, la hora de apertura oficial y la hora a la que entrarían sus dos compañeros y empleados aplicando normas de puntualidad de caros relojes suizos. Efectivamente, una señora con cara de despistada entraba en la tienda. Eutiquio le indicó, extremadamente amable, que no abrían hasta las diez. La señora, como si no hubiera oído nada, siguió paseando por la zapatería mirando calzados como quien pasa revista a la tropa. Eutiquio, experto a la fuerza en estas lides, se dirigió a la trastienda, conectó las luces de los expositores y sacó material variado de decoración de escaparates. Una rama seca, unas guirnaldas trenzadas de hierbas sintéticas, un reloj antiguo y una cajas de hortalizas repintadas con colores vivos.

Las 9:54 y la señora se había sentado poniendo su paraguas en un paraguero, creando un reguero de agua a su paso tanto con el paraguas como al sacudirse la ropa empapada que traía. Eutiquio suspiró y sacó las alfombras de pasillo que tenía para estos días lluviosos, aunque el suelo ya estaba marcado con los pequeños charcos de la señora, una de esas de collares de perlas falsos, ropa color crema, bolso de marca y zapatos de apariencia cara, sólo de apariencia. De esas que llaman piel a la polipiel y viven en un mundo de glorias pasadas e insolencia presente.

A las diez en punto entraron sus compañeros, saludaron con los típicos buenos días, Damián abrió la caja y puso a cero la contabilidad y Miguel Ángel se dirigió a la mujer sentada con un “en qué puedo ayudarle, señora”. Sonrisa y amabilidad mezcladas con años de experiencia.

Antes de que la señora del collar de perlas pudiera levantarse o decir algo, Eutiquio apretó los puños y en tono cortés le dijo a Miguel Ángel: “Yo atiendo a la señora, gracias, Miguel Ángel.”

Por supuesto ella no tenía la más mínima intención de comprar nada, pero sí de probarse media docena de zapatos. Y Eutiquio lo sabía. “No hay de su pie de ese modelo”. “Este modelo sólo lo tenemos en negro.” “No, ése es de piel y con costuras hechas a mano, de ahí su precio.”

En un momento, desconectó del mundo real pensando en quién podría ser el asesino y, sobre todo, por qué se llamaba la novela así... “La verdad sobre el caso de las canicas”.

-¡Claro! ¡Eso es! -exclamó mirando al zapato que tenía entre las manos.

Cuando volvió al mundo real, la señora estaba recogiendo su paraguas, volviendo a manchar todo de agua y marchándose con una indignación más que impostada. Nuevos clientes comenzaron a llegar, algunos con cara de compradores otros con cara de visitar un monumento y recorrer el Panteón de la Zapatilla, La Sala de las Sandalias, o El Estante del Deporte... Eutiquio ya sabía o sospechaba quién era el asesino y esperaba esta noche descubrirlo o comprobar que el autor había sido más listo que él. Tendría que retocar su novela, porque se parecían demasiado, no le importaba, sabía que podía hacerlo mejor, sabía que podía construir un armazón policíaco bueno. Esperaba que su manuscrito pudiera interesar a los editores. Ya sabía lo que debía cambiar y cómo, pero antes tenía que terminar la novela que estaba leyendo. “No, señor, sólo nos queda el cuarenta de ese modelo.” “Ahora mismo le buscamos un treinta y siete.”

Eutiquio Oreja era un buen nombre de escritor, pensó repasando la trama de su novela.

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Exulansis (Dialogo)

Él habló con los ojos fijos en un punto concreto de la pared que tenía delante. — ¿Sabes? La primera vez que enseñaron a un chimpancé a hablar mintió. Le enseñaron el lenguaje de signos y lo primero que hizo con ello fue acusar a su cuidador de ser él quién se había cagado en la jaula — Sentado sobre la camilla de al lado con los pies colgando sin tocar el suelo.

— No lo entiendo ¿Por qué iba a mentir un chimpancé? — Cuando ella negó con la cabeza los pequeños tubos que salían de su nariz y le colgaban por la cara, la siguieron también. — Cuéntame otro, este no me gusta

— Hay una especie de insecto que solo vive un día; Ni siquiera tiene boca ni estómago, porque sabe que va a morir.

Ella tardó un rato en responder. — ¿Cuánto tiempo llevo aquí tumbada, en esta camilla?

— Un poco más de 3 horas

— ¿Y has estado ahí todo el rato?

— No me he separado de ti

— El de los insectos ya me lo habías contado. Se llaman efímeras

— Creí que no te acordabas

— ¿Cuántas veces me has preguntado cuánto llevamos aquí?

En ese momento la puerta se abrió. El médico entró ladeando la cabeza a modo de saludo. Atravesó la instancia en silencio y comprobó los goteros. Cuando habló lo hizo mirándole a él en la otra camilla.

— ¿Cómo está? ¿Se ha dormido en algún momento?

— No, no me he dormido — contestó ella

— Sí, se acaba de despertar como quien diría

— ¿Y usted? ¿Ha descansado algo?

— No, no he podido

— Bueno. Ella al menos ha conseguido descansar algo. No se le pasará el efecto de la medicación hasta dentro de unas cuantas horas más. Será mejor que descansen ambos.

Ella miró las muñecas, ahora vendadas.

— Me duelen las muñecas. Y encima esto es incómodo, no me gusta.

— No. Es por tu bien. Descansa, regresaré luego para ver como evolucionas.

El médico salió de la sala y ella se quedó mirando la puerta por la que acababa de salir. Él se levantó hacia la mesilla donde estaban los dos móviles. Cogió el suyo y se quedó mirándolo un rato.

— Es guapo

— Sí, supongo que sí lo es

— Pero tú eres más guapo

— Si tú lo dices, será…

— ¿Me pasas el móvil?

— No. Aquí no hay cobertura, no sirve de nada

— ¿Y por qué lo coges tú? — Él no contestó, se quedó mirando la pantalla de su móvil. Ella volvió a hablar al ver que no había respuesta — ¿Y si tengo que hablar con alguien?

— Me lo dices, salgo y le digo lo que necesites decirle a alguien.

— Prefiero salir yo

— Eso no va a poder ser

— ¿Por qué?

Él dejó el móvil en la mesilla, la miró largo y tendido y pareció abrir la boca un par de veces para hablar. Al final volvió a su camilla, al lado de la suya sabiendo que la silla que había era más incómoda. Se recostó igual que ella, pero con menos tubos y sabiendo que él sí podría salir de la habitación.

El silencio volvió a llenar la habitación una vez más. Se posó sobre las mantas de ella. Se colgó de los hombros de él. Se escondió tras los aparatos eléctricos. Se hundió en la silla de ruedas de la esquina. Ella no se percató de cómo lo invadía todo, como se extendía entre ella y él. Él agradeció que lo hiciera.

— ¿Me puedes quitar lo de las muñecas?

— No, no soy médico

— Pero podrías quitármelo, son solo unas vendas. Lo haré yo misma — Intento mover las manos para empezar a quitarse las vendas. Cuando sus manos llegaron al borde de sus vendajes apenas tenían fuerza para empezar a tirar. Él bostezaba ruidosamente.

— ¿Te vas a dormir? La verdad es que son cómodas estas camas. Yo me echaba una siesta si pudiera

— No creo que pueda

— ¿Y qué hacemos?

— Podemos hablar. Tampoco es que podamos hacer otra cosa

— Vale… ¿Te cuento una cosa que sé?

— ¿Sobre insectos que no tienen boca y se mueren por no morir?

Ella abrió mucho los ojos — ¡Cómo lo has sabido! Pues …, cuéntame una cosa que yo no sepa

— ¿Qué te parece una de Chimpancés que mientan y caguen?

— No veo por qué un Chimpancé tendría que mentir … pero vale, cuéntamelo

.

.

.

.

⧫ Exulansis: La tendencia a renunciar a hablar acerca de una experiencia porque la gente es incapaz de entenderla.

Cosecha propia

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Sujétame el cubata (2)

Viene de aquí: www.meneame.net/m/relatocorto/sujetame-el-cubata

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Un año entero me pasé entre contratistas de triple moral, que lo mismo cobraban en negro, en gris o en marrón pardocastaño; albañiles que diferenciaba por el tipo de sudor, por la variedad de colonia barata que usaban o por los andares tambaleantes camino del andamio. Un año entero, unas obras que no deberían haber tardado más de un par de meses. “Alcohol y ladrillo”, me gritaba uno de esos prendas cada vez que me veía aparecer por alguna obra. Menudos ejemplares. En una de las casas abrieron la zanja al revés y se llevaron por delante dos estatuas de indios apaches montados a caballo con sus flechas y todo, las esculturas estaban a los lados de una escalera tipo mansión, de esas mansiones nuestras, con columnas más falsas que yo, escaleras curvas de mármol de imitación y ladrillo visto por todos lados. Una horterada de las que me gustaría tener en mi casa.

Del papeleo con el Ayuntamiento se encargaba Enrique, o mejor dicho, no se encargaba porque no hacía falta ningún papel, o eso parecía. Al principio de todo este berenjenal me presentó a un arquitecto del Ayuntamiento que lo único que quería era ir a limpiarse la nariz en cualquier esquina y que nunca más volví a ver. Enrique siempre sabía cómo tener en nómina a la gente, ya fueras alto, bajo, lista, guapa o mediopensionista.

Las obras iban bien, o sea lentas, porque los que cobraban en gris había semanas que ni aparecían, los que cobraban en negro venían sólo de siete a once y los que cobraban de otra manera... trabajaban sin venir al tajo. Una obra como Dios manda.

Así que como tenía en cartera a unas cuantas candidatas a complementos de piscina, uno de los contratistas me amplió la selección con su plantel de modelos, el muy hijodeputa las llamaba así, modelos, y la que menos edad tenía llevaba dentadura postiza. Como no quería que me jodiera las obras le pillé un par de sus abuelas, por si a algún ruso le gustaban esas cosas, siempre hay que pensar en los tipos raros. Que los hay.

Recuerdo cuando por fin se terminaron las putas obras y también me acuerdo del preciso momento en que se empezaron a complicar los cosas, estoy seguro que fue en ese instante. Y la culpa la tuvo una canción, una de esas que me había enseñado Inés. ¿He contado ya cómo le dije adiósmuybuenas? ¿No? Pues al final la llamé y se lo dije por teléfono, valiente soy, eh. Estuvo intentando buscarme por todas partes para la reconciliación, así que las noches las pasaba en tugurios de buena muerte y mejor borrachera; y de día no pisé mi casa en mucho tiempo, me quedaba en el Hostal Benancio donde pedía la misma habitación que usaba con la otra, y el cabrón del hostal nunca me la daba, siempre decía que estaba ocupada. Siempre. En fin, de cabrón a cabrón creo que me hizo un favor. Así estuve esquivando a Inés mucho tiempo, hasta que supe que ya no venía al portal de casa, ni me dejaba mensajes en el contestador. Algunas de esas noches recordaba cómo la había conocido, recordaba o me inventaba porque esa noche estaba pasado de vueltas.

Me habían encargado una paliza a un tenista de moda porque debía dinero a un prestamista de la costa y le estaba dando más largas de las que el tipo podía aguantar, por eso y porque era guapo, el tenista, el prestamista era feo cosa mala. Localicé el club de tenis. Como iba tan borracho me colé por detrás saltando una pequeña valla, ya sabía que yendo cargado de alcohol siempre me sale todo bien. No pienso. Todo encaja como un guante. Me hago invisible... Esa noche me partí la muñeca al caer al suelo. Al menos no me dolía, la anestesia líquida era perfecta para estos casos, y si me dolía ni me acuerdo. Me colé en las pistas y miré la foto que me había dado el feo, y allí estaba el tipo en pantaloncitos cortos blancos, jersey de esos de escote en pico, pelo rizadito de angelito y sonrisa de quince quilates empujando a una joven... que resultó ser Inés. El muy cabrón la estaba llevando a la fuerza a una zona poco iluminada y le tapaba la boca. Otro hijodeputa suelto. Me escondí alejado de la luz de las fuertes lámparas de las pistas y encendí un cigarrillo para disfrutar del espectáculo. Cuando vi que la mujer empezó a llorar, ya no me hacía tanta gracia, así que tiré el pito y fui a cumplir con lo acordado. Creo que me caí dos veces antes de llegar hasta ellos y que la mano izquierda estaba tonta, la puta muñeca se me había roto. Me tardó un mes en arreglarse y nunca quedó bien. Lo aparté de un empujón y cayó al suelo de mala manera y se me levantó de manos. Dos hostias y al suelo. Le recordé que tenía que pagarle al feo y que si no lo hacía mandaría a otro peor que yo, que ya es decir. En eso que la muchacha se interpuso entre los dos y no sé qué me hizo en el brazo bueno que terminé bocabajo en el cemento cogido en una llave de yudo de la que no me podía escapar. Le dije a la chica que no lo iba a matar, que no me habían pagado para eso. Me sorprendió que lo defendiera, si había estado a punto de... Eso siempre se pide educadamente, coño, y si te dicen que no pues te vas y punto. Además, viendo lo que me estaba haciendo con la puta llave esa, sentada encima de mi espalda y que no la hubiera usado con el tenista me puso de mala hostia. El muy cabrón, antes de irse a lamerse las heridas me encajó una patada en el costillar. Luego Inés me soltó y me levanté. Como vi que seguía en posición de defensa de yudo por si hacía algo más le dije que me llevara a un médico por lo de la mano. Así, sin más. Sabía que el “no” lo tenía garantizado. Me dijo, lo recuerdo perfectamente, que ella no me había roto la muñeca y que quién era. Le expliqué el encargo del prestamista, la borrachera que llevaba, la caída y ella se presentó educadamente como Inés Pedrosa Villacastillo. Así que esa noche terminé sentado en su coche de lujo, camino de un centro médico, al lado de una pija que metía unas leches de yudo que ni por asomo me habría imaginado con ese cuerpecito tan finito y elegante y que además me hubiera podido tumbar. Seguro que fue porque iba borracho. Seguro.

Al llegar a la puerta de Urgencias, paró el coche, me dio una tarjeta suya, me abrió la puerta y se fue. Y así comenzó todo el gran lío de Inés. El gran misterio. Sólo una vez le pregunté por qué no tumbó al tenista y como me respondió que “los caminos del Señor son inescrutables”, no volví a preguntar nunca más.

Unos días después, con la muñeca escayolada que parecía que habían metido yeso para enfoscar dos casas, la llamé. Luego sigo, que esto venía a cuento de que las cosas se empezaron a complicar en un momento concreto y que estoy seguro que fue por causa de una maldita canción de una franchute que me había enseñado Inés.

Ese día volvía a la oficina, un despachito que tenía en una calle de medio pelo y que no era más que un escritorio, un teléfono y un mueble bar. Volvía en coche y puse el cassette que me había grabado ella con esa canción y que me había traducido para que la entendiera. Me la sabía de memoria en español y cantaba sobre la voz de la mujer, no me acuerdo de su nombre. Ésa que tenía buena voz y cantaba en francés: “No, nada. No, no me arrepiento de nada. Ni el bien que he hecho, ni el mal. No me importa. No, nada. No, no me arrepiento de nada. Porque mi vida. Para mis alegrías. Hoy. Empieza contigo...” Y así iba cantando a pulmón libre cuando la cinta se atascó, se hizo un amasijo de tiras de color marrón y se paró. Arranqué la cinta y la tiré por la ventanilla. Ahí. Justamente ahí algún puto engranaje del Destino tuvo que hacer “clack-clack”.

En la puerta de la oficina estaba uno de los contratistas, un tal Pepe Parraverde o Pepe Leches, no me acuerdo. Este fue el que me puso, sin él saberlo, en la pista de posibles nuevos negocios con Enrique, porque la idea de Don Pepe era que lo pusiera en contacto con mi colega en el negocio de las piscinas para blanquear pasta. Me explicó cómo funcionaba el sistema y que quería aumentar el negocio. Un tipo con grandes miras y gafas de culo de vaso. Le dije que Enrique era un tipo legal y que no veía adecuado hablarle de estas cosas, le recordé que era concejal del Ayuntamiento. Guardó en su cartera los papeles que me había enseñado y se fue sin más. Sabiendo que las obras ya estaban terminadas, no corría mucho riesgo. Aunque él sabía que yo sabía que mentía de mala manera y a propósito.

Ese mismo día quedé con Enrique en su club fino, ese mismo día, el día que se estropeó la cinta de la francesa. Cuando llegué, vi a Enrique con mi secretaria sin título, se había cambiado el aspecto, llevaba ropa más apretada que de costumbre, que ya era difícil, y se había teñido el pelo de rubio platino. Los dos hicimos como que no nos conocíamos de nada. Me la presentó y me dijo que era su secretaria personal a tiempo completo. A tiempo completo. Dos besos. Olía a otro perfume. Como pude, le intenté explicar que se me había ocurrido cómo lavar dinero de otra manera. Recuerdo que me contestó con poco interés que ya lo tenía todo controlado. 

Enrique tenía contratados a los mejores, los había fichado en las mejores universidades del país con las mejores notas y con los trapos más sucios imaginables. Uno hasta había conseguido matar a su suegro e irse de rositas. El muy jodío los colocaba como asesores externos del Ayuntamiento para perseguir el fraude fiscal, y demás historias relacionadas con la pasta. Dedicaban su talento para inventar maneras creativas de saltarse las leyes que conocían tan bien. Y como Enrique estaba tan bien situado en la política y en la económica, y tenía tantos tentáculos por todas partes, era imposible que le cortaran la cabeza aunque lo pillaran. Además tenía contratados a tres tipos exclusivamente para que se comieran el marrón llegado el caso de que fuera pillado en algo. Cosa muy improbable.

Ese día en el club le expliqué mi idea mirando de reojo a mi ex secretaria sin título, que ahora había ascendido a secretaria personal a tiempo completo. A tiempo completo. Nervioso. Ni el coñac me hacía su natural efecto calmante. La muy hijadeputa había aparecido de la nada y se había colgado del brazo de un tipazo con pasta. Como pude le expliqué lo de las licencias de taxis, las peluquerías y lo de las empresas de reformas. Todo esto le aburría mucho y me dijo que se lo pensaría, que hablaría con sus expertos. Sin más, dijo que tenía cosas que hacer y que ya hablaríamos en cuanto tuviera tiempo. Antes de que la parejita se marchara, me felicitó por lo de las piscinas, y añadió que uno de los clientes estaba encantado con la vieja que le había colocado, una mellada.

Y allí me quedé mirando los campos de golf, verdes y con agujeros, que se veían al fondo de la cristalera. Esta vez pedí la misma bebida inglesa que tomaba Enrique, por joder.

(Continuará...)

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La cosa con plumas (correspondencia profesional)

León, 14 de noviembre de 2006

Querido Juan:

Esa cosa con plumas que habéis encontrado en las excavaciones de Mileto no es el sujetador de Cleopatra, te pongas como te pongas.

Bien está ya que encontraseis en América un barco egipcio para confirmar las teorías de los mormones, o aquella losa sepulcral de Inglaterra que demostraba de manera indiscutible que Bill Gates es descendiente directo del rey Arturo, pero esto no. Esto ya es salirse de madre.

Por muy prestigioso que sea tu equipo, por llenos que estén los museos de piezas indiscutibles rescatadas por vosotros, me parece que esta vez te pasas. Y no me vengas con que la industria del sostén quiere darle un empujón al producto y ha puesto sus buenos cuartos para disipar las dudas. Esto no: esto ya nos hunde en el desmelene a todos los de la profesión. Cualquier día vendrás a decirme que san Pedro tenía un BMW porque has encontrado el logo en una catacumba, y no me parece serio.

O somos un poco dignos, sólo un poco, o nos vamos todos a tomar por saco.

Cuida un poco de nuestro trabajo, que nos ha costado mucho tiempo y mucho esfuerzo que nos consideren algo más que traperos y saqueadores.

Un abrazo.

Antonio.

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Baltimore, 19 de noviembre de 2006 

Querido Antonio:

Sabes de sobra el amor que le tengo a mi trabajo, que es también el tuyo, y los años que llevo dedicado a esto. Sabes también que no he perdido el tiempo, y no tienes inconveniente en reconocer que los museos se llenan con piezas auténticas rescatadas por mi equipo.

Entiende entonces que una tontería de cuando en vez, para conseguir fondos y atención de la prensa, es un precio muy pequeño por poder seguir el verdadero trabajo. Si Microsoft pone dinero para seguir trabajando en lo que nos interesa a todos, hago descendiente a su propietario no ya del rey Arturo, sino del mismísimo rey Midas. Si los mormones quieren un barco en América y lo pagan, o si la BMW quiere su logo en una catacumba, lo cierto es que me la bufa. Se los pongo y listos.

Mientras los gobiernos y los gobernados no sean capaces de interesarse por la verdadera cultura, pues les daremos circo. De cuando en cuando, esas pequeñas estupideces mantienen abiertas las excavaciones y a mi gente trabajando. Lo contrario es muy digno, muy ético y perfectamente inútil para la ciencia, para la historia y para todo. Dentro de diez años, o de menos incluso, sólo quedará de todo esto lo que de verdad se haya podido avanzar en el conocimiento de la antigüedad. De lo otro, quizás una reseña en una antología de curiosidades, y gracias.

O sea que no me vengas con monsergas y dedícate a buscar dinero como sea para tu proyecto, que todo es mejor que quedarse en casa gruñendo contra lo malos que son todos. Haz como yo.

Yo no soy el que crea a los idiotas: simplemente los exploto.

Un abrazo también

Juan

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Sordomudo, analfabeto y subversivo

Este relato es medio plagio, así que no lo apuntéis a mi cuenta. Digo medio plagio porque la historia la he leído en dos libros diferentes, de dos épocas distintas, y sin embargo la voy a contar con mis palabras. ¿Es eso un plagio? ¿Son Ana Karenina, Madame Bovary y la Regenta la misma historia? En el fondo sí, dirán muchos de los que han leído las tres obras maestras. De ninguna manera, afirmarán los más sensatos, aunque quizás no las hayan leído.

Esta es la historia, pues, de un carpintero condenado a quince años, en la URSS, por propaganda subversiva, en 1948. Hasta ahí, no hay nada raro: mucha gente recibió condenas de este tipo, porque alguien tenía que explotar los recursos de Siberia y la gente no quería ir voluntariamente. Si no puedes crear voluntarios, crea culpables. Si no puedes cobrar impuestos, pon multas. Todo en orden, como en cualquier época y en cualquier parte.

Se llamaba Vasili y era un tipo pequeñajo y con cara de ratón asustadizo. Pero allí estaba y sus compañeros no podían entender qué había sucedido. ¿Propaganda subversiva? ¿Cómo era posible tal cosa, si Vasili era sordomudo y analfabeto? Uno de ellos, que había llegado a cierto grado de confianza con los guardias, consiguió preguntar sobre ellos al jefe del campo y sólo obtuvo una respuesta difusa: "la causa de la condena fue esa, como dicen. Pero no tengo acceso a nada más y no voy a preguntar".

A partir de ahí, llegó la proeza. Cuando el diablo no tiene otra cosa que hacer, afina el ingenio de los desgraciados. Y allí, en aquella brigada de leñadores, había muchos desgraciados.

Tres años tardaron en enseñar a leer a Vasili. Para lograrlo, siguieron el método Duden, que reinventaron sobre la marcha sin haber oído hablar jamás del pedagogo alemán: dibujar todas y cada una de las palabras, junto a su grafía, para que el carpintero las aprendiese. El proceso fue largo, e imperfecto, pero lo lograron al final.

Así supieron que Vasili era carpintero. Que había estudiado en una escuela profesional, cuando ya tenía cierta edad, y que de ese modo había aprendido el oficio.

Así supieron que le habían mandado cambiar el suelo de un gimnasio en un instituto de bachillerato cerca de Kazan, y que después de retirar todos los instrumentos de gimnasia, y como hacía calor, busco un lugar donde colgar su bata, su lapicero, su boina y su bufanda. Y que al no encontrar otro sitio, se los puso con todo cuidado a la estatua de Lenin. Y que justo en ese momento entraron 50 estudiantes con su profesor, y que, aun siendo sordo, el carpintero se dio cuenta de que las risas hacían vibrar el suelo.

Luego llegó la detención, el proceso, y el viaje a Siberia, condenado por propaganda antisoviética, a pesar de ser analfabeto y sordomudo.

Y cuando sus compañeros desvelaron el misterio, volvieron a reírse hasta hacer vibrar el suelo del barracón.

Manada de cabrones.

¡Qué le vamos a hacer!

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Manifiesto vital

Seguramente no nos conozcamos, y le ruego disculpe mi intromisión. Jamás pensé que llegara a necesitar comunicarme con usted, y aún menos de esta forma tan vulgar, pero las circunstancias lo requieren. Pues si está leyendo este correo, tengo la seguridad de que he sido asesinado, o puede que algo peor.

Déjeme explicarle el porqué de mi misiva, pues es de crucial importancia para la supervivencia de nuestro mundo. Así pues, le ruego su completa atención.

Puede que conozca usted al respecto el pensamiento de Platón, Aristóteles o incluso Zhuangzi. Quizá el del dualismo de Descartes, o el solipsismo Gorgiano. Pero con toda seguridad, no conocerá el de la revelación de Ptahhotep, pues aunque todas las personas relevantes en la historia de la humanidad se hayan regido por sus instrucciones, nosotros nos encargamos de que su más trascendental texto no viera la luz. En cualquier caso, la literatura es amplia al respecto. Incluso las artes modernas han tratado el tema, de modo que la idea es conocida y aunque en última instancia parezca indemostrable, usted ya habrá elegido su posición. Puede que sea creyente y no necesite de una demostración, puede que crea fervientemente que vive en un sueño de Brahma o que su Dios no le engañaría a usted. Puede que no le importe si duerme o vive despierto, pues nada puede hacer para cambiarlo. 

Pero sea cual sea su postura, lo que tengo que contarle le concierne. Salvo, claro está, que desee usted la destrucción de todo cuanto conocemos, en cuyo caso le deseo la peor de las suertes y espero que deje de leer ahora mismo.

Vive usted un simulacro. 

Se lo demostraré, lógica y empíricamente. Sólo es un detalle de cortesía, pues la principal decisión que debe tomar cuando termine de leer esta carta no debería verse afectada por su aceptación o rechazo de la veracidad del conocimiento que le transmito.

La demostración lógica, aunque profunda, es bien sencilla. Quizá ya conozca un caso particular, el conocido trilema de Nick Bostrom, que afirma que al menos una de las siguientes proposiciones es verdadera: 

1. La fracción de civilizaciones humanas que pueden alcanzar la capacidad de simular antepasados fielmente es muy cercana a cero; o

2. La fracción de aquellas civilizaciones interesadas en dichas simulaciones es muy cercana a cero; o

3. La fracción de las personas que están viviendo en una simulación es muy cercana a uno.

Pero esta es una visión antropocéntrica, y por lo tanto fuertemente sesgada y miope, que pusimos en conocimiento del público general precisamente por sus carencias. No tan conocida es la versión generalizada de la que esta se extrajo, el teorema IGLESIA (Information Gain from Life Entities Simulation performed by Intelligent Agents):

1. Los seres vivos disminuyen localmente la entropía.

2. Los agentes que buscan ganancia de información, buscan descensos de entropía. 

3. La ganancia de información obtenida de una simulación es indistinguible de la real.

Y sus tres corolarios:

1. La simulación de seres vivos es una forma eficiente de ganar información.

2. Existe un número de simulaciones de seres vivos creciente en el tiempo.

3. La probabilidad de que un ser vivo esté viviendo una simulación es muy cercana a 1.

Nótese el uso del tiempo verbal presente en el corolario 2. Aunque rudimentarias, usted mismo realiza simulaciones de seres vivos en su propia mente cuando intenta predecir las acciones de otros seres vivos. 

Cualquiera entiende intuitivamente que un gusano es más interesante que la tierra por la que se mueve.

Es fácil de entender por todos de forma natural, que una especie curiosa acabará desarrollando e incrementando las capacidades necesarias, tecnológicas o no, para satisfacer su propia curiosidad. 

Que la simulación es una forma muy eficiente de adquirir esa información es evidente en la era de la información en la que vivimos, aunque como ya le expuse, llevamos simulando seres vivos en nuestras mentes desde que existimos como especie. En un universo en el que la entropía decrece en los dominios de los seres vivos, simular seres vivos para estudiarlos es una estrategia ganadora.  

Habrá deducido, pues, que no es cuestión de saber si es usted un improbable afortunado que no vive en una simulación, sino cuántas capas hay por encima suya hasta llegar a la realidad física. Lo que sabemos de forma empírica los miembros de la Rueda de Jnum, es que al menos hay un nivel más.

Por otro lado, puede que le esté aburriendo con esta disertación lógica, que sea usted lego en estas materias, o que por el contrario sea un experto y tenga la ilusión de haber encontrado un contraargumento válido al teorema IGLESIA (permítame que lo dude, pues ninguno de los nuestros lo ha encontrado). En cualquier caso, como le prometí, conozco las pruebas empíricas de que hay al menos una capa por encima nuestra. Déjeme que le cuente una historia.

 En el alto Egipto, durante el reinado predinástico de Narmer, a principios de la Gran Sequía, llegaron desterrados de Sumeria tres sabios ancianos. Sus conocimientos sobre astronomía, matemáticas e ingeniería eran asombrosos, incluso para los miembros de la cultivada corte del rey. Viendo el enorme beneficio que podían aportar al reino, el nomarca convenció a Narmer de recibir a los sabios y aceptarlos como miembros en la corte.

Con la ayuda de los tres sabios, se construyeron ingeniosas obras de irrigación que permitieron la subsistencia durante los primeros años de la Gran Sequía. Pero los sabios tenían un plan. Sabían que la mera supervivencia no era suficiente para Narmer; el rey soñaba con la unificación de Egipto. Lo que Narmer necesitaba era un reino que no dependiera de la impredecible y entonces escasa lluvia. Sus fértiles tierras necesitaban un continuo flujo de agua para mantener un reino próspero y un ejército poderoso. 

Y así, bajo la dirección de los tres sabios, comenzaron la construcción de las más fabulosas infraestructuras de irrigación conocidas hasta la fecha. Se construyeron millares de pozos, majestuosos canales, imponentes diques…y poderosas bombas de ariete. Narmer consiguió la unificación de Egipto, iniciando la dorada era de los faraones. Y los sabios consiguieron plantar la semilla de su gran proyecto, pues convenientemente, las bombas se fracturaban con frecuencia por la presión vertical. La única forma de evitar estos continuos e inconvenientes accidentes, aseguraron, era sepultarlas bajo un gran peso. Se inició pues la construcción de las pirámides.

Pero ya que estaban obligados a realizar tan monumental tarea, ¿por qué no aprovechar y proyectar la majestuosidad del nuevo imperio y la de su guía, el faraón, como un sol en lo más alto de la mayor de todas ellas, en la cúspide de la Gran Pirámide? 

No sabemos la manera en que lo consiguieron, pero los tres sabios trajeron consigo el conocimiento necesario para construir la primera antena. Las bombas de ariete bajo las pirámides que trajeron la prosperidad al reino y la iluminación de la cúspide dorada de la Gran Pirámide que elevó a los monarcas al nivel de dioses, no eran más que concesiones necesarias que tuvieron que hacer para alimentar las ansias de gloria Narmer y sus descendientes. De este modo consiguieron su cometido, y los sabios y sus descendientes pudieron usar la antena para sus propósitos. Esto fue así hasta el reinado de Jnum Jufu, que selló la entrada de la Gran Pirámide.

Se preguntará por qué le acabo de contar esta historia. Pues bien, yo soy, o más bien era, dadas las circunstancias, miembro de la Rueda de Jnum. Habrá escuchado las más variopintas historias sobre los Illuminatis, la Masonería y otras sociedades ocultas convenientemente entremezcladas con historias de alienígenas, magia y otras ridiculeces. Nos encargamos apropiadamente de ello. La Rueda gobierna en la sombra con mano de hierro.

La Rueda descubrió lo que hacían los tres sabios, y dada la importancia de su tarea, decidió tomar el relevo. La Gran Pirámide fue el primer artefacto con el que pudimos comunicarnos con los Simuladores. Desde entonces aprendimos otros métodos de acceso menos aparatosos a las frecuencias prohibidas, los canales de sondeo y comunicación que los Simuladores programaron en nuestro mundo. Es por eso que durante el reinado de Jufu decidimos clausurar la Gran Pirámide y darle otros usos.

Pronto descubrimos el cruel e implacable final que nos depara a todos si dejamos de servir al propósito de nuestra frágil existencia. Si dejamos de proporcionar información relevante a los Simuladores, seremos Desconectados.  

Desde entonces les ofrecemos las más épicas historias, la flora y fauna más variopinta, los más sesudos tratados filosóficos, las más cruentas y emotivas guerras, las más preciadas obras de arte, los cultos más fervorosos, las construcciones más grandiosas, las composiciones musicales más exquisitas, y la más avanzada ciencia. Pero siempre acaban por aburrirse. Siempre desean más.

Y llegamos al día de hoy, en el que la Rueda ha decidido, contra mi voluntad, conectar a las frecuencias prohibidas la más avanzada inteligencia artificial que hemos sido capaces de crear. Craso error inducido por la desesperación, pues si no es de su agrado, nos desconectarán al entender que no podemos dar más información por nosotros mismos, habiendo delegado nuestra tarea a otra entidad que no les satisface. Y si acaba siendo de su agrado ¿por qué iban a seguir gastando recursos en simularnos, en lugar de replicar la inteligencia artificial que les provee lo que quieren?

Es por eso que me sentí obligado a salir de La Rueda y poner en conocimiento del mundo nuestra situación, aún a riesgo de mi propia vida. Mi visión es que ha llegado el momento en que La Rueda no puede seguir llevando este peso sola. El advenimiento de internet y la globalización es una oportunidad de oro para mantenernos con vida unos siglos más aprovechando la circulación de una cantidad cada vez mayor de personas e información.

Si ha llegado hasta aquí, se preguntará qué le pido que haga usted al respecto, dado el poder de La Rueda. Lo que le propongo no le costará a usted la vida, como probablemente haya sido en mi caso. Antes bien, el riesgo para usted es mínimo y el beneficio podría ser máximo. De modo que, como ya le dije, su actuación debería ser independiente de su aceptación o rechazo de la veracidad del conocimiento que le acabo de transmitir. Al menos, repecto al primer punto de mi proposición, que es la siguiente:

1. Difunda este escrito a cuantas personas pueda.

2. Exija la apertura de la entrada de la Gran Pirámide. El que no crea en este texto, sin duda creerá entonces.

3. Sean cuales sean, comparta sus creaciones y descubrimientos con el resto de la humanidad. La vida nos va en ello.

Se despide, deseándole la mejor de las suertes,

Justo Sfumare Benjumea. 

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Los fantasmas de acero

A todo el mundo le molesta que le hagan perder el tiempo en salas de espera que parecen diseñadas por carceleros ociosos, o que lo manden de un despacho a otro, como una pelota de golf mal jugada, pero a los ochenta y seis años de Albert la cosa alcanza ya proporciones de injuria o de intento de asesinato.

Lleva cinco días de negociado en negociado, resoplando por los pasillos y apoyando su fatiga en el bastón durante las largas colas de espera. Le gustaría olvidarse de todo y volver a casa, pero ese es justamente el problema: que si no se espabila, le van a derribar la casa.

En el nuevo plan urbanístico de la ciudad, su manzana debe convertirse en un jardín. Cuando cuenta el caso dice “su manzana” porque le gusta pensar que hay otros que le apoyan, pero sólo queda su casa, un edificio grande y destartalado, antiguo molino, almacén, tienda de comestibles y hasta parada de postas, allá en los tiempos de los carruajes. Los demás edificios los han ido vendiendo con los años, a la muerte de sus propietarios y no quedan ya ni los escombros, retirados con avaricia, como si en el ayuntamiento temiesen que alguien fuese a robarlos.

No hay manzana de casas, pero no es bueno que el hombre se sienta solo. Pero el caso es que Albert lo está y hoy es su última oportunidad. Por fin, después de mucho bregar, ha conseguido una cita con el alcalde.

El despacho está en el tercer piso y el ascensor sube con perfecta suavidad. Albert se mira al espejo y aprieta los labios, buscando el necesario término medio de amabilidad y firmeza que quiere imprimir a su petición. Cuando llega arriba, lo recibe un secretario calvo y amable como una sandía, que le indica que lo siga. El secretario más que llamar a la puerta parece quitarle una mota de polvo, entra, y después de unos breves segundos franquea el paso a Albert con un gesto de guía de museo.

El alcalde lo recibe con tono afable, saliendo de detrás de su mesa para estrecharle la mano e invitarlo a sentarse. Dice conocer el problema y asegura estar dispuesto a buscar una solución lo menos traumática posible.

Albert expone detenidamente su caso. No se niega a que el ayuntamiento construya un jardín, ni mucho menos. ¡Ojalá hubiese más jardines! Tampoco le parece mal precio el que le pagan. Está muy bien y agradece la generosidad del consistorio. Lo único que quiere es que le dejen vivir en paz, en su casa, los pocos años que le queden. Porque tiene ochenta y seis y tampoco serán muchos.

El alcalde menciona el estado ruinoso del inmueble. Podían haberlo derribado hace años, y por consideración no lo han hecho. Pero todo tiene sus plazos.

Albert piensa en el plazo de las elecciones, pero calla. Cruza las manos sobre las rodillas y pregunta qué remedio hay.

El remedio está claro: quince días para irse. A una casa con el alquiler pagado por el ayuntamiento, o a una pensión, o a un hotel. El ayuntamiento quiere que Albert esté contento y no va a reparar en gastos. Pero el plazo es inamovible: quince días.

Albert insiste en que no quiere dinero, sino tiempo. Quiere quedarse en su casa, porque a cualquier otra posibilidad a sus años es como una condena a muerte, o a destierro. Allí están todos sus recuerdos. Cada grieta y cada gotera significa algo para él.

El alcalde se exaspera y repite que eso no puede ser. Puede ofrecerle vivienda en el barrio que desee, o incluso en otra ciudad si lo prefiere, pero el plazo no puede moverlo. Entiende que invoque sus fantasmas y sus recuerdos, pero el ayuntamiento no cree en fantasmas, y la vida real debe continuar.

Albert menciona ya las elecciones, la especulación urbanística y el hotel que ya han empezado a construir enfrente. Harto de que le respondan sólo con una sonrisa condescendiente, sube el tono, y menciona también al padre y al suegro del alcalde, conocidos suyos de toda la vida, para describir en tres o cuatro palabras qué clase astilla puede esperarse de semejantes palos. 

El alcalde se irrita, descuelga el teléfono y ordena a un guardia que acompañe al señor a la salida.

Mientras el guardia lo lleva agarrado por un brazo hasta el ascensor, Albert se lamenta para sus adentros. No hay nada que hacer. Van a derribar la casa de toda su vida. El único sitio en el que es capaz de encontrar algo. En esa casa vivió con María y en esa casa lo tiene todo. ¿Qué va a pasar con sus cosas? La casa se la pagan, ¿y qué le pagarán por la invalidez que le causan al cambiarlo a su edad de casa? Es como cortarle una pierna.

Al final lo han puesto en la calle. Del brazo de un guardia y en la calle. El ánimo y el semblante de Albert se ensombrecen lentamente. Cuando llega a su casa ya está enfadado de veras.

Piensa en beber una buena pinta para calmarse, pero no quiere calmarse. Cuando te obligas a calmarte a cierta edad, mala cosa. ¿Qué tiene él que perder? Nada. El que no tiene nada que perder es el más fuerte.

Albert se sonríe. Ha tomado una decisión. Va al armario y se cambia de ropa sin perder la sonrisa. Se mira en el espejo y ya se ríe a carcajadas.

Va al garaje, levanta la tapa de alcantarilla que hay a un lado y desciende por la escalera de hierro. No tiene edad para esas escaleras, pero da igual: son diez peldaños. Avanza cinco metros agachado y vuelve a subir por otra escalerilla.

Tan listos que son los del ayuntamiento y nunca adivinaron que el garaje tiene doble fondo.

Y en el doble fondo, aparcado, hay un Tiger, el temido Panzer VI de finales de la guerra. Cincuenta y siete toneladas de mala leche. Albert lo escondió allí en el cuarenta y cinco para no entregárselo a los rusos.

Hace diez años que no lo engrasa ni arranca el motor, pero esos cacharros lo aguantaban todo. 

Con grandes esfuerzos, Albert consigue echar el contenido de un par de latas de combustible al depósito. Con eso bastará. Luego, agarrándose con todas sus fuerzas, consigue trepar hasta la torreta, abre la trampilla y desciende hasta el puesto del conductor.

Albert reza para que el motor arranque. Acciona el contacto y responde un tremendo rugido. Poco después, sale con el Tiger a través de la pared del garaje y se dirige al ayuntamiento ante la mirada atónita de los mismos automovilistas que le pitan enfadados cuando va en bicicleta. 

Ahora ocupa toda la calzada y no le pitan. Qué curioso.

En cinco minutos estará en el ayuntamiento. Lástima que Gunther, el artillero, haya muerto hace años. Pero da igual: va a atravesar los muros del ayuntamiento como si fueran de cartón. Se van a enterar. 

Y si quiere que llame al guardia el alcalde. Majadero.

Que llame a la OTAN, porque con menos no lo paran.

Se va a enterar ese idiota de lo que es un fantasma y de lo que es un recuerdo. Uno de acero.

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Ese niño al que robaron el reloj

Érase una vez un chaval al que, con 18 años recién cumplidos, le regalaron un reloj. Estaba muy contento con su reloj. Era un chaval feliz. Había tenido otros relojes, pero ese le gustaba mucho. El último que tuvo se lo regaló a un amigo. Otro lo vendió en Gualapó por 10 €.

Paseaba por la calle con su reloj recién estrenado. Hacía bueno, por lo que aquella noche salió con sus amigos al parque. Solía hacer botellón, y estando un poco bebido, se arremangó la camisa, para enseñar su reloj, para que todo el mundo lo viera.

Cuando iba para casa le abordaron 5 chicos mayores que él. Uno de ellos se puso a hablar con él amigablemente. Parecía majo. Otro le preguntó a ver si le podía dejar su reloj nuevo. Había bebido y no vio peligro, por lo que se lo dejó.

Pero aquellos chicos mayores se aprovecharon de él, y se fueron, dejándole sin el reloj.

Se quedó llorando en un banco, hasta que pasó una pareja por allí y se lo encontraron. Les contó que le habían robado el reloj, y llamaron a la policía. Ésta, rápidamente localizó a los 5 chavales que habían robado el reloj y los detuvieron.

Los chavales enseñaron el reloj y aseguraron que se lo habían regalado, incluso mostraron un video, grabado con un teléfono móvil, en el que se veía que el chaval les entregaba el reloj, entre risas de los chicos mayores.

Se celebró un juicio, en el que se mostró el video del crío entregando el reloj a los chicos mayores. La defensa alegó que la supuesta víctima del robo había regalado otros relojes en el pasado, e incluso malvendido uno por 20 €.

Al final, de los tres magistrados que juzgaron el caso, dos condenaron a los acusados por haber engañado al chaval, mientras que el tercero emitió un voto particular en el que decía que se veía claramente al chaval borracho entregando el reloj voluntariamente a los acusados en un ambiente de jolgorio. Les condenaron a pagar al muchacho una indemnización de 5 €, a razón de 1 € cada uno de los acusados. Mucho menos de lo que valía el reloj.

Un amigo de los acusados dijo que era normal que la gente regalara relojes. Que era habitual que, en ciertos ambientes, pidieras la hora, y te regalaran varios relojes.

El caso generó revuelo. Hubo quien acusó a la víctima de ir provocando yendo borracho, arremangado, y enseñando su reloj. Le decían que eso era ir buscando el robo. Otros dijeron que la víctima hacía denunciado por despecho, porque después, cuando les preguntó la hora a los acusados, éstos se negaron a dársela.

Un conocido periodista, filtrando los datos personales del chaval, juzgó la condena desproporcionada. "No se puede permitir que por pedir la hora tengan que pagar 1 €"

Al final, la víctima, para muchos, empezó a ser acusada, mientras se defendía la inocencia de los ladrones ya condenados. En un país de pícaros se debía respetar la tradición de engañar a los más pardillos.

La conclusión que llegó la población de chavales con reloj nuevo es que no los debían sacar a la calle. Si se condenaba a 1 € un robo por parte de 5 chicos mayores a uno más pequeño, si te robaban un bolígrafo no merecía la pena ni denunciar.

Delirante, ¿verdad?

Es delirante porque si se tratara de un caso real, nadie pondría en duda que al chaval le habían robado el reloj 5 chicos mayores. En cambio, una violación... para muchos... vale menos que un reloj.

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La Misa tenía un precio

Son las once y media de la noche. La película no les interesa y deciden irse a la cama.

El dormitorio huele a madera vieja y mantas recias. Lo heredaron de los padres de ella, lo mismo que el enorme crucifijo que preside la estancia. Ahora está sobre la pared, pero un día fue divisa de piedad sobre el ataúd oscuro del padre de Justa. Todo tiene su significado en esta casa.

Faustino cierra los cuarterones de las ventanas y se va al baño. No tienen persianas porque siempre dejan pasar alguna luz.

Justa se desviste de cara a la pared y se pone el camisón antes de que Faustino regrese del baño.

Pone el despertador a las ocho y media aunque sabe que se despertará a las ocho en punto. Es más puntual que cualquier reloj.

No tienen nada que hacer, pero se levantan a las ocho. Hay que mantener un orden en la vida.

Faustino vuelve del baño con los ojos enrojecidos y Justa se extraña. Parece que ha llorado.

—¿Te pasa algo? —le pregunta levantando la cabeza de la vida del Cid Campeador, cien veces releída.

Faustino asiente. Alza la barbilla señalando al crucifijo.

Justa cierra el libro, con un gesto de exasperación.

—No vuelvas con eso. Sabes que no puede ser —le reprende.

Faustino se arrodilla.

—Tú no puedes comprender lo que es privarse de ser uno de los que estarán justo detrás de los coros angélicos. Ser uno más de los que pueden consagrar se al Señor. No puedes entenderlo.

—Sí que lo entiendo. Ven a la cama. Cada uno cumple el papel que el señor le da y tu cumples con el tuyo —responde ella comprensiva.

Justino niega con la cabeza.

—Yo no cumplo: me resigno. No es lo mismo. No sabes lo que es renunciar cada día convertir el pan y el vino en el cuerpo y la sangre del Señor. Me estremezco sólo de pensarlo. Ser instrumento del todopoderoso. Lo que tú ates quedará atado en el cielo. Lo que tú desates quedará desatado en el cielo. Ser la rueda que muele el pan de su gracia. Convertir el vino en sangre...

—Faustino, déjalo ya...

—Perdonar los pecados. Bendecir los animales y los campos. Proclamar la palabra de Dios.

—Faustino...

—Imprimir la marca indeleble del bautismo en almas blancas, unir vidas para siempre en el sagrado lazo del matrimonio, reconfortar a los enfermos con la promesa de la carne resucitada... No puedes comprender lo que es renunciar a eso.

—Faustino, ¡sabes que no puede ser! 

Faustino deja de llorar. Se incorpora y mira a su mujer con toda la ternura que ha acumulado en treinta años de convivencia.

—Claro que puede ser. La Iglesia no consagra a los casados, pero sí a los viudos.

Justa ve al fin el revólver del abuelo en la mano de su marido y lanza un grito.

—No grites, Justa. Reza lo que quieras, pero no pierdas el tiempo gritando.

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Sala de escape

—Hola a todos —nos saluda el chico, que lleva una bata de médico llena de manchas de sangre—, soy Fernando.

—¡Anda, como tú! —interrumpe mi novia señalándome.

—Como todos vosotros, soy estudiante de psicología —prosigue el anfitrión ignorando a Marta y, con la mirada perdida, continúa—: y desde hace años, también estudio la vida y obra del Doctor Sarmiento. Ya os avisé cuando me llamasteis de que esta no es una escape room habitual. Hasta ahora solo una persona ha conseguido escapar de la sala a la que vais a entrar. Para conseguirlo deberéis desentrañar las oscuras intenciones del Doctor Sarmiento antes de que su experimento acabe con vuestra cordura, o con vuestras vidas.

Es curioso lo del apellido del doctor. La verdad es que me ha dado un escalofrío cuando lo he escuchado, pero tiene que ser casualidad porque yo le mandé el de siempre. En fin, si hubiese cuidado un poco la atmósfera y la decoración de la entrada a lo mejor habría dado algo de miedo la introducción. El detalle de montarlo en una casa de un pequeño pueblo de la sierra está bien, pero el recurso de la bata llena de sangre ya está muy manido. Tampoco se le puede pedir mucho a un principiante en este negocio; casi le estamos haciendo un favor viniendo. Pero es que ya he ido con Marta a decenas de escapes por todo el país, y este es el único de por aquí cerca al que no he jugado. Si no fuera por el cartel que vimos en la facultad, este fin de semana me habría tocado convencer a Armando y Elena de irnos bastante más lejos, y cada vez están menos por la labor. O me habría ido a solas con Marta, pero jugar de dos no es tan divertido, así que puede que al final acabara pasando el finde escuchando alguna perorata de mi padre sobre la enésima investigación psiquiátrica de dudosa validez científica que descubrió en un libro hace años, antes de que cayera en el olvido. El pobre ha tenido demasiado tiempo para leer.

Entramos en la habitación. Yo voy el último. Nuestro anfitrión cierra la puerta por fuera. La iluminación es bastante molesta, viene de un tubo fluorescente en el techo que a duras penas consigue mantenerse encendido entre quejidos. Es una habitación blanca acolchada, recreando una estancia segura de un manicomio, o al menos la idea que tengo de una sala así. Muy a mi pesar, sólo las he visto en las películas. La sangre de las paredes está muy bien conseguida. Normalmente hay muchas cosas que toquetear y explorar buscando pistas, pero esta habitación sólo tiene un enorme y sucio espejo incrustado en el acolchado de la pared. Tiene un golpe en el centro, y grietas que se extienden desde ahí hasta los bordes.

—Hay un diario en el suelo —anuncia Elena.

Elena está agachada, hojeando el diario. Se levanta y Armando también lee por encima del hombro. Marta y yo exploramos la habitación, apretando el acolchado de las paredes por si hay algo dentro, intentando mirar a través del espejo, metiendo los dedos en los resquicios de las esquinas, entre las paredes y el suelo de loza, y entre las costuras del acolchado. Nada. Pues si sólo vamos a tener el diario, espero que se lo haya trabajado bastante, o esto va a ser muy pero que muy aburrido.

—Bueno, ¿qué dice el diario? —pregunto.

—Parece el diario de una tal Marta Aguirre, señora del Dr. Sarmiento —dice Elena.

—Muy original —se queja Armando, negativo como siempre—. A ver si nos dice cómo pasar a la siguiente habitación, porque esta es una mierda.

—Bueno, está bastante conseguida —contesto. Me lo callo, pero lo de usar el nombre completo de Marta me ha gustado—. Déjame leer el diario, a ver si nos sorprende.

Elena me pasa el diario y lo hojeo un poco antes de empezar a leer en voz alta:

“23 de octubre de 1984.

Hace días que dejé de tener las visiones. Fernando me sigue hablando a través del espejo, pero al menos ya no los veo. No desde que ayer por fin hice lo que tenía que hacer. Había que matarlos a todos, era la única forma de que desaparecieran. No puedo quitarme de la cabeza tanta sangre, y no me ayuda que las paredes sigan salpicadas de ese rojo acusador.”

Armando y Elena se echan a reír. Paro de leer con media sonrisa y cara de tonto, pensando que a lo mejor les ha hecho gracia lo de “rojo acusador”. Pero no, es Marta, que se ha puesto de espaldas a un rincón, y se ha desmelenado los pelos para parecer una loca. Se da la vuelta, y levantando las manos como si fuera el lobo de caperucita, dice: “¡Soy Marta dos y os voy a matar a todoooos!”. Elena hace como que le da un par de tortazos y grita: “¡Sal de ahí Marta dos! ¡Vuelve, Marta verdadera!”. Todos nos reímos un rato. Incluso Armando sonríe un poco.

—Bueno, sigo leyendo, que no sé cómo vamos de tiempo —apremio.

—Es un poco temprano, pero puedes preguntarle por el walkie —me dice Marta.

—Yo no lo tengo. Creía que os lo había dado a vosotros.

—A mí no me mires, tú te encargas de esas cosas —dice Armando. Elena niega con la cabeza. Tampoco sabe nada del walkie.

—Bueno, es igual, nos estará escuchando. Nos dirá algo si vamos mal de tiempo. Voy a seguir. —echo un vistazo rápido a algunas páginas y continúo—: Hay varios días más. No para de decir que ya está sana, que ya no tiene visiones, y que no entiende por qué Fernando no le deja salir ya y le sigue hablando a través del espejo. Luego hay varias hojas arrancadas. Aquí está la chicha. Esta página es más larga. La letra se entiende mucho mejor, aunque parece que es de la misma persona.

—Déjame eso —dice Marta, que me quita el diario.

Marta lee para sí misma un poco y me mira a los ojos, con el rostro desencajado. Pálida, con el diario temblando en sus manos, lee en voz alta con un nudo en la garganta.

“22 de octubre de 1994.

Ya hace diez años que no los veo. Yo jamás lo olvidaré, pero tengo que hacer que los demás tampoco lo olviden.

En mi familia siempre ha habido historiales de esquizofrenia. De ellos yo sólo conocí a mi tía Luci antes de que la internaran. Ella hablaba con los hombres de verde”.

Marta deja caer el diario al suelo. La luz se apaga. Elena deja escapar un grito ahogado. Armando dice que no tiene gracia, que encienda ya la luz. Suena la puerta al abrirse. “Uuuh qué miedo”, ridiculiza Armando. Se escucha a alguien susurrar. La puerta se cierra. Seguimos a oscuras. Oigo varios golpes sordos, húmedos. Algo cae al suelo con un ruido metálico. El latido de mi corazón golpea frenético mis oídos. Una luz en el espejo; un rostro se adivina al otro lado sonriendo con malicia. Parpadeo, y la luz vuelve.

Esto debe ser una pesadilla. Elena está sentada contra la pared y Armando yace boca abajo desparramado sobre ella, ambos sobre un charco de sangre que no para de crecer. Miro a Marta, que me enseña las palmas de sus manos llenas de sangre, aún goteando. Las gotas caen lentamente sobre un pequeño cuchillo en el suelo, junto a sus pies. Les ha rajado el cuello como a dos corderitos.

—Ma…Marta —consigo vocalizar—. ¿Qué has hecho?

—No sois reales. No sois de verdad. Sois solo imaginaciones mías.

—¡¿Pero qué estás diciendo, Marta, te has vuelto loca?! —Me dirijo al espejo.— ¡Abre la puerta!¡Déjanos salir!

—¿Desde cuándo nos conocemos? Llevamos años estudiando juntos. Tú usas mis apuntes en la facultad. Si eres real, dime, ¿por qué no has reconocido mi letra en el diario? —se agacha y recoge el cuchillo, los ojos inyectados en sangre.

—Marta, Marta. Cálmate, por favor —me acerco a ella con las manos por delante, sin perder de vista el cuchillo—. ¿Estás segura de que es tu letra? Y de todas formas ¿me matarías por no reconocerla?

—Atrás. Aléjate de mí. Coge el diario. Sigue leyendo. En voz alta.

—Está bien, si eso te tranquiliza, seguiré leyendo. Pero recuerda que esto es un maldito juego. Siempre has tenido tu enfermedad a raya, nunca has tenido un brote.

—¿Y cómo lo sé, eh?¿Cómo puedo saberlo? ¡Cállate y lee el diario!

“Hasta que un día a Luci le dio por decirle a la Guardia Civil que Paco, su esposo, era un asesino, que se lo habían desvelado los dichosos ‘hombres de verde’. En el cuartel aquello no les hizo gracia precisamente, y Paco no opuso la más mínima resistencia a que la encerraran en el psiquiátrico.

Cuando empecé a ver a Elena y Armando, tu padre, que era psiquiatra, tampoco dudó en internarme en el Sagrado Corazón. Después de todo lo que hice por él. Le rogué que no lo hiciera, pero no se apiadó de mí. Se dedicó a estudiar mi caso, y cuando por fin me dieron el alta en el psiquiátrico, me encerró en esta maldita habitación de la casa del pueblo. Esperaba que lo que me sirvió a mí les funcionara a los demás, quería convertirlo en un tratamiento que relanzara su carrera. No me sacaría hasta que volvieran ellos. Hasta que volviera a jugar al juego y escapara de nuevo. Me estudiaba a través del maldito espejo. Quería descubrir mi método para vencer la enfermedad, y no le importó usarme de conejillo de indias.

Lo conseguí de nuevo, y el bastardo de tu padre se fue de rositas, yo no pude hacer nada. Tuve que seguir viviendo como su esposa. Me internaría otra vez si le delataba. Montó una clínica en la capital e intentó curar a algunos pacientes esquizofrénicos. Fuera lo que fuese que inventó mi mente para escapar, a los demás no les funcionaba. Se quedaban ahí dentro, solos, y no mejoraban precisamente. Uno acabó suicidándose, y sus familiares le denunciaron. Se quedó en la ruina, desprestigiado y expulsado del colegio de medicina, así que inspirado en mi tormento, se le ocurrió la idea de las salas de escape. Un negocio redondo, aunque sigo sin poder entender que gente en sus cabales pagara para que les encerraran en una habitación y no les dejaran salir hasta que resolvieran unos acertijos y les dieran algún que otro susto. ¿Qué clase de diversión era esa? Les contaban mi historia. Mi sufrimiento. Y en vez de denunciarlo, le pagaban. Cómplices. Criminales.”

—Marta, no quiero seguir leyendo. Ese muchacho está loco y te quiere volver loca a ti. ¿Qué te ha dicho cuando apagó la luz y te dio el cuchillo?

—Marta está loca, Marta está loca. ¡El cuchillo no me lo ha dado nadie! Lo encontré en una esquina entre los pliegues. Sigue leyendo.

—Pues con más razón. ¿A quién se le ocurre dejar a cuatro personas encerradas aquí con un cuchillo?

—Y lo de mi tía Luci y los hombres de verde, ¿qué? La historia de mi tía sólo te la he contado a ti. Marta está loca, Marta está loca. ¿Quien está loca, yo? ¿o la mujer del diario? Te he dicho que sigas leyendo.

—Marta, tú no tienes ninguna tía Luci. Esa historia la cuenta mi padre cada dos por tres. Se la habrás escuchado a él. Suelta el cuchillo, por favor. No voy a hacerte daño.

—¡Cállate y sigue leyendo!

“No podía soportar que convirtiera mi martirio en una maldita broma macabra para sacarle los cuartos a jóvenes y no tan jóvenes, como se hacía antiguamente con lobisomes, enanos y mujeres barbudas. Salieron imitadores por todo el país, y mi marido consiguió que muchos de ellos les pagaran regalías por usar su nombre en el juego de las salas de escape. Era el colmo, las había hasta en las ferias ambulantes. ‘¡Entre en la desquiciada mente de la señora del Doctor Sarmiento!¡Pero cuidado!¡Puede que no salga con vida!’

Así que sin pensarlo demasiado, un día tomé cartas en el asunto. Debí planearlo mejor, pero resultó ser más fácil de lo que esperaba. Fui a una feria, entré como un cliente más en un grupo de desconocidos, y cuando se apagó la luz, saqué el cuchillo y les rebané el cuello. Ya he perdido la cuenta de cuántos de esos cerdos he degollado de feria en feria. Al principio los rumores incluso atrajeron a más clientes, que se excitaban todavía más cuando una desconocida entraba con ellos. Pero al final la policía actuó y se prohibieron estrictamente las salas de escape. Mi marido está en prisión por dirigir una organización criminal, que es donde debe estar, y las malditas salas de escape quedarán cerradas para siempre. Nunca más volverán a reírse de los que sufren mi enfermedad.

Y yo, hijo mío, descansaré aquí. No me volverán a encerrar. Pórtate bien con tu tía”.

—Una historia más. Un cuento como los de cualquier escape room, Marta. Venga, suelta el cuchillo. Denunciaremos a la anfitriona y diremos que has tenido un episodio de demen…

—¡Cállate! —Se acerca agarrando con fuerza el cuchillo.— ¿Creías que me ibas a engañar? ¡Ese diario es de tu madre! Claro que tus padres te abandonaron cuando eras pequeño. Porque ella murió en esta habitación, y él estaba en la cárcel. Y ahora él vuelve contigo, veinticinco años después, y te convence para encerrarme aquí, como hizo con ella. Para curarme de mis alucinaciones, de mis amigos imaginarios, de Elena y Armando, ¿verdad?

—Son reales, Marta. Los has matado —contesto entre sollozos.

—¡No mientas más!¿Cuál es tu apellido de verdad?¿Eh?¡El de tu padre!¡Dilo!¡Dilo en voz alta!¡Dime tu apellido!

No puedo pararla. No tengo fuerzas. Me corta las manos con las que intento detenerla. No sé cuántas veces levanta el cuchillo y lo hunde en mi cuerpo con un frenesí endiablado. La sangre que resbala por mi pecho y que mana de mi vientre no es lo último que veo. Son esos ojos. Esa rabia. Ese odio. Aunque pudiera decirle que no sabía nada de esta encerrona, no me creería. Con lo que me queda de aire en los pulmones, intento pronunciar mi verdadero apellido. No el de mi tío. El apellido del único que podía conocer a fondo la historia de mi madre y repetirla de esta forma tan retorcida. El apellido de mi padre. Sarmiento.

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Puticlub con karaoke

-No puede ser verdad, no me jodas -exclamó Servando pisando el freno del Opel Corsa.

Emilio, su compañero de andanzas y de campaña, soltó un resuello: estaba a punto de quedarse dormido y el frenazo lo había sobresaltado.

-¿Qué ha pasado? -preguntó.

-¿No has visto eso? -señaló Servando por la ventanilla, indicando hacia atrás con el pulgar.

-No, tío. Iba ya medio dormido...

Estaban en una nacional. Servando se metió en un camino vecinal, avanzó veinte metros, espoleó la mala hostia de dos perros guardianes que cumplieron con su convenio colectivo ladrador, y se reincorporó a la carretera, pero en sentido contrario. Una maniobra habitual en cualquier campaña electoral.

-Es que eso tienes que verlo, joder. -insistió.

Y así fue, porque en menos de dos minutos estaban ante el letrero de neón verde. Uno de esos verdes que podrían haberse reciclado de una farmacia de no ser porque las farmacias, a día de hoy, son mucho mejor negocio que los clubs de carretera.

ASIAN LOVE - CLUB & KARAOKE, se atrevían a componer las letras del cartel. El guión era blanco y el símbolo originalmente romano del "et", hoy anglosajón por asalto, era un enorme carácter rojo que ponía la guinda, o el tampón, al conjunto narrativo. Por lo dwemás, el edificio parecía haber sido construido a medio camino entre una palloza leonesa y un palacio gitano.

-¡No me jodas, tío! ¡Esto es el puto infierno!-exclamó Emilio sacando el móvil para hacerle un para e fotos al letrero.

-Guarda el teléfono, anormal. ¿Tu sabes la que nos cae si llega esta foto a la sede del partido? Nos cortan las pelotas.

Emilio se convenció, en medio segundo, de que su amigo tenía razón. Pero no se dio por vencido.

-Aquí hay que entrar a tomar una copa. O una Cocacola. O lo que sea. Pero hay que entrar, macho.

Servando se alegró de poder darse el gusto sin tener que proponerlo él. Para eso era bueno ir con Emilio: siempre era el primero en proponer todas las mierdas que les apetecían a ambos.

Nada más abrir la puerta les golpeó en la cara la voz de una china cantado el preso número 9

La chavala le ponía corazón pero era obvio que no entendía una mierda de lo que cantaba, porque intentaba sonreír, bailar y marcar el ritmo con las nalgas al llegar al estribillo.

La concurrencia, que no era ni tan poca ni de aspecto tan rústico como Emilio y Servando esperaban en aquellos andurriales, aplaudió a rabiar all concluir la canción. La china menudita se sentó junto a un maromo barbudo que la sobaba al por mayor y otro tío, con barba y camisa a cuadros, ocupó el lugar de la chica en el escenario.

-A ver... ¿Qué queréis que os cante hoy? -atronó el tipo por el micrófono.

-¡¡El himno del camionero!! -gritaron cinco o seis hombres y sus respectivas parejas, pequeñas, delgadas y sonrientes.

-venga va. El himno del Camionero, por Mauricio el de Trujillo. ¡Dale pincha!

Y empezó.

Servando y Emilio comprendieron que si se reían se ganaban una mano de hostias. Pero es que si no se reían reventaban. El término medio fue simular que se interesaban por dos chicas que habían aterrizado en las proximidades de sus banquetas...

-Hola guapos... ¿invital a copa? -preguntó la que parecía más joven. Y no parecía menor de treinta.

Ellos asintieron, haciendo un gesto al barman, que los miró desconfiados mientras servía dos cubatas con whisky de marca desconocida y cola de renombrado garrafón.

-Vosotros no sois de por aquí, ¿verdad? -preguntó el camarero, que por alguna razón tenía pinta de ser también el dueño.

-No. Vamos de camino a Madrid -explicó Emilio.

-Estamos de campaña electoral -añadió Servando.

-¿Y puedo preguntar para qué partido? -preguntó el camarero.

-No, ni de broma. Eso no te lo podemos decir.

-Pues vaya propaganda de mierda que hacéis, joder -se burló el camarero. Y los cinco se rieron. Digo los cinco porque las chicas no se habían enterado de nada pero se unieron a las risas.

-Es que aquí no es plan... intentó justificarse Servando.

-¿Como que no? Esa fue mi idea de negocio, y se puede aplicar a la política. Sobre todo a la política.

-¿Cual?

-Que la gente todavía quiere caer más bajo. Y que daría lo que fuese por caer más bajo. Ir de putas ya es chungo, ¿no?

-Un poco- reconoció Emilio.

-Pues no es bastante: si las putas son extranjeras da peor rollo, por lo que puede haber detrás, ¿verdad? Pues viene más gente. Si encima traes putas sin tetas, es completamernte increíble, pero viene más gente aún. Y si encima son tías con estudios, ya lo llenas. Putas, chinas, sin tetas y con estudios, ¡es lo más! -gritó el barman entre risas.

-Nos estás tomando el pelo, joder -siguió Servando la broma.

-Que no. Que la gente paga lo que sea por caer aún más bajo. Por degradarse tres peldaños por debajo de la mierda. Como todo eso no era bastante, se me ocurrió poner el karaoke. Y os juro que es la hostia. Ya lo veis, un martes de febrero a las once de la noche... ¡Ni en Las vegas!

Emilio y Servando echaron un vistazo a su alrededor y contaron, a ojo, cuarenta personas. No estaba nada mal.

-¿Y cómo podrías caer aún más bajo?- preguntó Servando.

-Invitándoos a una ronda y a un polvo a vosotros, que ya sé de qué partido sois, porque dejásteis los carteles en el asiento de atrás. Mañana lo cuelgo en Facebook. -se burló el camarero, señalando a su espalda, donde estaban las pantallas de las cámaras de seguridad del aparcamiento.

El resto es historia reciente porque salió en las noticias y llegó a portada en Menéame.

Si Emilio y Servando follaron entre ellos, con las chinas, o pusieron el culo para el camarero, pertenece aún al secreto del sumario.

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El cuento

-Oye, ¿no me vas a dar un beso antes de acostarte?

-No.

 -¿Por qué?

 -Porque no.

 -Pues cuéntame tú hoy un cuento, anda, antes de que te vayas a dormir.

 -Vale, papá. Había una vez... no, no, no, no, no...así no. Érase una vez... no, tampoco. Un día, un niño no quiso levantarse más de la cama...

-¿Eso ya es el cuento?

-Pues claro.

-Ah.

-Un día, un niño no quiso levantarse más de la cama...

-¿Y qué pasó?

-Pues que no se quiso levantar más.

-¿Y ya está?

-No, el niño se inventó una enfermedad que nadie conocía, ni el médico, ni su madre, ni su hermana, ni su hermano, ni su abuelo, ni nadie. Y como nadie sabía qué enfermedad era porque se la había inventado, se quedó en la cama y no fue al colegio.

-¿Y por qué no quería ir al colegio?

-Papá... ¿por qué va a ser? Porque en casa se está mejor. Ese niño no quería ir al colegio y se inventó esa enfermedad, dijo que estaba malo y que le dolía aquí y aquí y aquí y decía que le dolía también la cabeza y eso... y como el médico no sabía qué enfermedad era pues... no lo dejaron ir al colegio. Y su madre lloraba mucho, mucho...

-¿Y su padre?

-También.

-¿Y qué pasó?

-Pues que se quedó en casa un montón de tiempo y le traían juguetes y regalos y todo lo que pedía se lo traían. Y como se había inventado la enfermedad, cuando él quería estaba bien, y cuando no... pues estaba mal otra vez.

-¿Y ya no fue nunca más al colegio?

-Bueno, sí, un día fue... a ver a sus amigos, pero, no volvió más al cole...

 -¿Por qué?

-Porque lo miraban raro, como si estuviera enfermo y eso... y no querían jugar con él... y era un rollo.

-¿Y luego qué pasó? ¿Los médicos no se dieron cuenta?

-No. Porque el niño era muy listo. Y los padres le trajeron el profe a su casa, y por la mañana le ponía deberes para por la tarde y todo. Pero no podía ponerse bueno porque como se había inventado la enfermedad, aunque dijera que ya estaba bueno, nadie se lo iba a creer... como era una enfermedad inventada pues...

-¿Y qué pasó?

-Que nadie se creía que se fuera a poner bueno nunca... ¡y le ponían inyecciones y todo! Como las que te ponen a ti... de esas que duelen. Pero al niño no le dolían porque era para no ir al cole. Un día dijo que era mentira, que se lo había inventado todo, pero ya nadie se lo creía, después de haberse inventado una enfermedad tan rara y haber estado un curso entero sin ir al cole y haber aguantado los pinchazos del médico y todo... su madre no lo creía, ni su padre, ni su hermano, ni su hermana, ni su abuelo...

-¿Y qué hizo el niño?

-Se inventó otra enfermedad para poder ir al colegio.

-¿Una enfermedad para ir al colegio?

-Decía que no quería quedarse en la cama, que quería pasear, que le dolían los pinchazos, que le dolía aquí, aquí, y aquí y aquí y que saliendo a la calle se le quitaba un poco y eso, y luego otro poco y así, poco a poco... y que yendo al cole un día no le dolió y así... hasta que volvió al colegio. Se había perdido un curso pero aprobó al final por las clases del profe que venía a casa.

-¿Así que aprobó, no?

-Con un sobresaliente.

-Un cuento muy bonito. Venga, dame un beso y buenas noches.

-Buenas noches, papá. Ponte bueno pronto.

***

 

 

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Confesiones de un verdugo

Escogí este trabajo porque no hay ningún otro que conjugue sencillez y poder de una forma tan perfecta. Me pagan por hacer funcionar una máquina con la que, por unos minutos, me convierto en Dios. Hay algo que iguala a todos los hombres, y es que ninguno puede salir vivo de una sesión de garrote vil. Sus vidas, cualidades y logros no les salvarán. Yo tengo el poder de quitarles todo eso y seguir aquí para contarlo. Sería ideal que, como esos monstruos mitológicos, pudiese absorber las cosas que desease de cada víctima y volverlas parte de mí. Pero todo no puede ser perfecto.

Es cierto que no elijo a quienes mato, pero a cambio me los sirven en bandeja de plata. No tengo espíritu de cazador, y de otra forma me sería muy difícil satisfacer al mago. Me acompaña desde hace mucho tiempo, tomando formas diversas y hablándome con distintas voces. Le gustan el crujido de los cuellos y la brisa de los últimos suspiros. A cambio de su diversión, me lleva a visitar el universo cuando duermo.

Una vez me hizo despertar a un lugar absolutamente negro y silencioso. Me dijo que mi mundo estaba a años luz allí, pero tan lejos que ni siquiera podría intuir su forma. Y entonces escuché dentro de mí las siguientes palabras:

"Tu privilegio es la insignificancia. Eres un microbio en un mundo del tamaño de una mota de polvo. Por eso, los efectos de cualquiera de tus actos serán irrelevantes. Puedes hacer lo que desees con tu tiempo, porque el grito unido de toda tu especie no rompería ni por un segundo el silencio del universo. Tanto tu placer como el dolor que pudiese ocasionar, no son nada. Así que, si desde tu perspectiva ese placer te hace sentir bien, entrégate a él".

He realizado muchos otros viajes con el mago, pero éste me marcó especialmente. Siempre lo recuerdo cuando el color de la sangre me hace expandirme, y el mago vuela hacia el cadaver para disfrutar su aroma mientras nadie, salvo yo, percibe su presencia.

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Nadie dormirá esta noche

Sí, ¿pero quién nos curará del fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer por la Rue de la Huchette?

Sólo son rumores, sólo palabras transmitidas de boca en boca, de beso en beso, entre transgresión y abandono. Rumor entregado por los labios carnosos de la niñera al mentón bien rasurado del sacerdote; palabra apenas esbozada que pronunciaban los labios de la esposa fidelísima sobre el pecho del mozo de almacén; secreto confesado por la dependienta al gran doctor. Palabras de olvido, de indigencia moral, de pasión mal reprimida encarnada en liviandad para escapar de su asfixia y extrañar otros temblores.

Esta noche nada puede ser real, ni los abrazos que se prestan ni los ojos que se huyen en la oscuridad mal conseguida de una ciudad en guerra que reluce demasiado. Ya no hay miedo a la aviación, ni se asustan las matronas con los estruendos lejanos de los obuses teutones: vuelve la claridad cuando menos se necesita, cuando todos quisieran ser sólo manos para abrazar y cuerpos estremecidos en ese hiriente placer, en la caricia resentida y voluptuosa de los que se odian a sí mismos. 

Es la noche en que nadie puede avergonzarse de sus actos, la noche en que nada importa, porque alguien entro en Sevres y se llevó en un gran saco las medidas y los pesos, las barras de platino e iridio con que antes se cuantificaba el mundo, los termómetros, las escalas y las conciencias. La conmoción es demasiado grande para que alguien se preocupe aún por el decoro: cuando se pierde el orgullo se abandona también toda contención, todo recato. Cuando se pierde el orgullo, sólo queda por defender el animal, y el animal humano se debate en el fango, entre espasmos de rabia, semen, saliva y bilis. 

Esta noche se perdió la autoridad. Nadie se atreve a mandar, ni sirven las cerraduras, ni existen lugares santos. Esta noche todo vale porque todo perdió valor: los cálices son copas y las banderas son trapos, las leyes cantar de ciegos y el vecino anciano una oportunidad de obtener un buen botín sin riesgo y sin esfuerzo. Hoy los lobos son más lobos para el otro. Hoy los otros son infierno, purgatorio y paraíso, sin lindes que los separen.

Esta noche corre el fuego, entre los ladrillos de las esquinas, desgastados por el roce de los carros, en los adoquines demasiado pulidos y los látigos de los cocheros. Esta noche corre el fuego, entre las prostitutas que no lo son, porque el miedo todo lo iguala, y los clientes que no pagan, y los chulos que se miran los nudillos entre copa y copa, entre cerveza y cerveza, entre la espuma derrotada de su arrogancia de ayer.

Esta noche la ciudad aguarda, como un muchacho en posición de firmes al que se la ha prometido una bofetada. Y sabe que el golpe llegará, pero el profesor camina en torno suyo, apostrofando su falta; a veces se detiene y mira cara a cara al alumno, pero espera. Prefiere esperar. Sigue con su clase y entre explicación y explicación vuelve a pasar al lado del muchacho, y lo hará hasta que la bofetada sea recibida con alivio. 

Esta noche el enemigo espera fuera, celebrando su victoria y preparando el desfile del día siguiente. Hace días que aguarda en los arrabales, en los castillos y en los palacios, en las fértiles landas donde cazaban los reyes y se reunían los jacobinos. Espera porque sabe que ha vencido sin luchar y que no hay ninguna prisa para tomar posesión de lo que se entrega con mansedumbre. Espera porque se siente amo y no sólo vencedor. No habrá fusiles en las ventanas, ni trampas en los recodos. No habrá más granadas que las que vendan los fruteros ni más luchas cuerpo a cuerpo que las libradas entre las sábanas de las que prefieran a los vencedores. Habrá fotografías y desfiles, y paseos junto al Sena, y un gobierno de agua con gas para reírles las gracias y ejecutarles los muertos. Y treinta o cuarenta chivatos por cada triste partisano que quiera sacudirse el yugo.

¿Para qué darse prisa?

París es ciudad abierta. Una ciudad que los suyos entregan sin defender. París no es siquiera una ciudad mártir, ni una ciudad derrotada, ni una víctima de la guerra. Es ciudad abierta, madre entregada, novia vendida, botín graciosamente ofrecido. Regalo y no conquista.

París es ciudad abierta porque prefirió ser ramera antes que matrona despeinada.

Sobre las tablas ennegrecidas del salón bailan abrazados el joyero y la modista, el locutor de ojos enrojecidos y la pálida maestra de latín. Bailan como bailaron siglos antes las víctimas de la peste y los feriantes hambrientos. Un aragonés republicano, hasta las cejas de vino, baraja sus documentos sobre la mesa sin hule arrumbada en una esquina. Tuvo que marchar de España, y no sabe adónde irá. Al infierno si es que existe, y si no a crearlo de una vez, que buena falta va haciendo. Con los párpados cargados por el sueño y el alcohol mira a su alrededor mientras recuerda su tierra, y piensa que en España no hay ciudades abiertas, como no sea en canal. Recuerda entonces en la voz de un maestro viejo y mal afeitado una frase de Galdós: Zaragoza no se rinde. La recuerda palabra por palabra, y pelando dignamente con la borrachera logra ponerse en pie:

—Y entre los muertos habrá siempre una lengua viva para decir que París sí que se rinde, y sin disparar un tiro —grita antes de caer de bruces sobre la mesa.

Pero nadie le escucha. Todos bailan. 

El tabernero con la esposa del banquero. El abogado con la niñera. 

Todos bailan a la espera de la bofetada. 

Nadie dormirá esta noche. 

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Cosas de baúles

Cuando yo tenía once años, murió mi abuela, muy viejecita y enferma ya, y entonces llegó la hora del reparto de la casa, los enseres y demás. Para mí fue muy emocionante, porque por fin pude echar un vistazo a todos aquellos arcones de madera, con pinta de contener tesoros, que nunca me habían dejado inspeccionar a gusto.

El más secreto de todos era el arcón de la habitación de la abuela, y allí me dirigí, aprovechando que los mayores seguían en la comedor. El baúl estaba lleno de sábanas bordadas, colchas medio apolilladas, ropas de luto y un montón de cosas más del mismo tipo. 

Desilusionado, iba ya a cerrar el baúl cuando localicé a tientas un objeto más duro y dediqué todo mi empeño a desenterrarlo de entre el ajuar de la abuela.

No fue fácil, pero al final saqué un envoltorio de tela que contenía una tetera y una lata metálica de té. Y me extrañó, porque el abuelo siempre fue aficionado al café y aún había por casa media docena de cafeteras.

Tenía sólo once años, pero antes de enseñar el hallazgo a los mayores recordé de pronto uno de esos cuentos que a veces contaba mi padre, y pensé que quizás no fuese del todo inventada la historia del vecino inglés, vendedor de biblias, que desapareció sin dejar rastro y al que todo el mundo creyó regresado a su país después de no haber conseguido vender ni un solo ejemplar en siete largos años que pasó recorriendo la comarca.

No era nada, pero el otro baúl, el grande del salón, ya no me apeteció explorarlo.

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menéame