La Misa tenía un precio

Son las once y media de la noche. La película no les interesa y deciden irse a la cama.

El dormitorio huele a madera vieja y mantas recias. Lo heredaron de los padres de ella, lo mismo que el enorme crucifijo que preside la estancia. Ahora está sobre la pared, pero un día fue divisa de piedad sobre el ataúd oscuro del padre de Justa. Todo tiene su significado en esta casa.

Faustino cierra los cuarterones de las ventanas y se va al baño. No tienen persianas porque siempre dejan pasar alguna luz.

Justa se desviste de cara a la pared y se pone el camisón antes de que Faustino regrese del baño.

Pone el despertador a las ocho y media aunque sabe que se despertará a las ocho en punto. Es más puntual que cualquier reloj.

No tienen nada que hacer, pero se levantan a las ocho. Hay que mantener un orden en la vida.

Faustino vuelve del baño con los ojos enrojecidos y Justa se extraña. Parece que ha llorado.

—¿Te pasa algo? —le pregunta levantando la cabeza de la vida del Cid Campeador, cien veces releída.

Faustino asiente. Alza la barbilla señalando al crucifijo.

Justa cierra el libro, con un gesto de exasperación.

—No vuelvas con eso. Sabes que no puede ser —le reprende.

Faustino se arrodilla.

—Tú no puedes comprender lo que es privarse de ser uno de los que estarán justo detrás de los coros angélicos. Ser uno más de los que pueden consagrar se al Señor. No puedes entenderlo.

—Sí que lo entiendo. Ven a la cama. Cada uno cumple el papel que el señor le da y tu cumples con el tuyo —responde ella comprensiva.

Justino niega con la cabeza.

—Yo no cumplo: me resigno. No es lo mismo. No sabes lo que es renunciar cada día convertir el pan y el vino en el cuerpo y la sangre del Señor. Me estremezco sólo de pensarlo. Ser instrumento del todopoderoso. Lo que tú ates quedará atado en el cielo. Lo que tú desates quedará desatado en el cielo. Ser la rueda que muele el pan de su gracia. Convertir el vino en sangre...

—Faustino, déjalo ya...

—Perdonar los pecados. Bendecir los animales y los campos. Proclamar la palabra de Dios.

—Faustino...

—Imprimir la marca indeleble del bautismo en almas blancas, unir vidas para siempre en el sagrado lazo del matrimonio, reconfortar a los enfermos con la promesa de la carne resucitada... No puedes comprender lo que es renunciar a eso.

—Faustino, ¡sabes que no puede ser! 

Faustino deja de llorar. Se incorpora y mira a su mujer con toda la ternura que ha acumulado en treinta años de convivencia.

—Claro que puede ser. La Iglesia no consagra a los casados, pero sí a los viudos.

Justa ve al fin el revólver del abuelo en la mano de su marido y lanza un grito.

—No grites, Justa. Reza lo que quieras, pero no pierdas el tiempo gritando.