Sujétame el cubata (2)

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Un año entero me pasé entre contratistas de triple moral, que lo mismo cobraban en negro, en gris o en marrón pardocastaño; albañiles que diferenciaba por el tipo de sudor, por la variedad de colonia barata que usaban o por los andares tambaleantes camino del andamio. Un año entero, unas obras que no deberían haber tardado más de un par de meses. “Alcohol y ladrillo”, me gritaba uno de esos prendas cada vez que me veía aparecer por alguna obra. Menudos ejemplares. En una de las casas abrieron la zanja al revés y se llevaron por delante dos estatuas de indios apaches montados a caballo con sus flechas y todo, las esculturas estaban a los lados de una escalera tipo mansión, de esas mansiones nuestras, con columnas más falsas que yo, escaleras curvas de mármol de imitación y ladrillo visto por todos lados. Una horterada de las que me gustaría tener en mi casa.

Del papeleo con el Ayuntamiento se encargaba Enrique, o mejor dicho, no se encargaba porque no hacía falta ningún papel, o eso parecía. Al principio de todo este berenjenal me presentó a un arquitecto del Ayuntamiento que lo único que quería era ir a limpiarse la nariz en cualquier esquina y que nunca más volví a ver. Enrique siempre sabía cómo tener en nómina a la gente, ya fueras alto, bajo, lista, guapa o mediopensionista.

Las obras iban bien, o sea lentas, porque los que cobraban en gris había semanas que ni aparecían, los que cobraban en negro venían sólo de siete a once y los que cobraban de otra manera... trabajaban sin venir al tajo. Una obra como Dios manda.

Así que como tenía en cartera a unas cuantas candidatas a complementos de piscina, uno de los contratistas me amplió la selección con su plantel de modelos, el muy hijodeputa las llamaba así, modelos, y la que menos edad tenía llevaba dentadura postiza. Como no quería que me jodiera las obras le pillé un par de sus abuelas, por si a algún ruso le gustaban esas cosas, siempre hay que pensar en los tipos raros. Que los hay.

Recuerdo cuando por fin se terminaron las putas obras y también me acuerdo del preciso momento en que se empezaron a complicar los cosas, estoy seguro que fue en ese instante. Y la culpa la tuvo una canción, una de esas que me había enseñado Inés. ¿He contado ya cómo le dije adiósmuybuenas? ¿No? Pues al final la llamé y se lo dije por teléfono, valiente soy, eh. Estuvo intentando buscarme por todas partes para la reconciliación, así que las noches las pasaba en tugurios de buena muerte y mejor borrachera; y de día no pisé mi casa en mucho tiempo, me quedaba en el Hostal Benancio donde pedía la misma habitación que usaba con la otra, y el cabrón del hostal nunca me la daba, siempre decía que estaba ocupada. Siempre. En fin, de cabrón a cabrón creo que me hizo un favor. Así estuve esquivando a Inés mucho tiempo, hasta que supe que ya no venía al portal de casa, ni me dejaba mensajes en el contestador. Algunas de esas noches recordaba cómo la había conocido, recordaba o me inventaba porque esa noche estaba pasado de vueltas.

Me habían encargado una paliza a un tenista de moda porque debía dinero a un prestamista de la costa y le estaba dando más largas de las que el tipo podía aguantar, por eso y porque era guapo, el tenista, el prestamista era feo cosa mala. Localicé el club de tenis. Como iba tan borracho me colé por detrás saltando una pequeña valla, ya sabía que yendo cargado de alcohol siempre me sale todo bien. No pienso. Todo encaja como un guante. Me hago invisible... Esa noche me partí la muñeca al caer al suelo. Al menos no me dolía, la anestesia líquida era perfecta para estos casos, y si me dolía ni me acuerdo. Me colé en las pistas y miré la foto que me había dado el feo, y allí estaba el tipo en pantaloncitos cortos blancos, jersey de esos de escote en pico, pelo rizadito de angelito y sonrisa de quince quilates empujando a una joven... que resultó ser Inés. El muy cabrón la estaba llevando a la fuerza a una zona poco iluminada y le tapaba la boca. Otro hijodeputa suelto. Me escondí alejado de la luz de las fuertes lámparas de las pistas y encendí un cigarrillo para disfrutar del espectáculo. Cuando vi que la mujer empezó a llorar, ya no me hacía tanta gracia, así que tiré el pito y fui a cumplir con lo acordado. Creo que me caí dos veces antes de llegar hasta ellos y que la mano izquierda estaba tonta, la puta muñeca se me había roto. Me tardó un mes en arreglarse y nunca quedó bien. Lo aparté de un empujón y cayó al suelo de mala manera y se me levantó de manos. Dos hostias y al suelo. Le recordé que tenía que pagarle al feo y que si no lo hacía mandaría a otro peor que yo, que ya es decir. En eso que la muchacha se interpuso entre los dos y no sé qué me hizo en el brazo bueno que terminé bocabajo en el cemento cogido en una llave de yudo de la que no me podía escapar. Le dije a la chica que no lo iba a matar, que no me habían pagado para eso. Me sorprendió que lo defendiera, si había estado a punto de... Eso siempre se pide educadamente, coño, y si te dicen que no pues te vas y punto. Además, viendo lo que me estaba haciendo con la puta llave esa, sentada encima de mi espalda y que no la hubiera usado con el tenista me puso de mala hostia. El muy cabrón, antes de irse a lamerse las heridas me encajó una patada en el costillar. Luego Inés me soltó y me levanté. Como vi que seguía en posición de defensa de yudo por si hacía algo más le dije que me llevara a un médico por lo de la mano. Así, sin más. Sabía que el “no” lo tenía garantizado. Me dijo, lo recuerdo perfectamente, que ella no me había roto la muñeca y que quién era. Le expliqué el encargo del prestamista, la borrachera que llevaba, la caída y ella se presentó educadamente como Inés Pedrosa Villacastillo. Así que esa noche terminé sentado en su coche de lujo, camino de un centro médico, al lado de una pija que metía unas leches de yudo que ni por asomo me habría imaginado con ese cuerpecito tan finito y elegante y que además me hubiera podido tumbar. Seguro que fue porque iba borracho. Seguro.

Al llegar a la puerta de Urgencias, paró el coche, me dio una tarjeta suya, me abrió la puerta y se fue. Y así comenzó todo el gran lío de Inés. El gran misterio. Sólo una vez le pregunté por qué no tumbó al tenista y como me respondió que “los caminos del Señor son inescrutables”, no volví a preguntar nunca más.

Unos días después, con la muñeca escayolada que parecía que habían metido yeso para enfoscar dos casas, la llamé. Luego sigo, que esto venía a cuento de que las cosas se empezaron a complicar en un momento concreto y que estoy seguro que fue por causa de una maldita canción de una franchute que me había enseñado Inés.

Ese día volvía a la oficina, un despachito que tenía en una calle de medio pelo y que no era más que un escritorio, un teléfono y un mueble bar. Volvía en coche y puse el cassette que me había grabado ella con esa canción y que me había traducido para que la entendiera. Me la sabía de memoria en español y cantaba sobre la voz de la mujer, no me acuerdo de su nombre. Ésa que tenía buena voz y cantaba en francés: “No, nada. No, no me arrepiento de nada. Ni el bien que he hecho, ni el mal. No me importa. No, nada. No, no me arrepiento de nada. Porque mi vida. Para mis alegrías. Hoy. Empieza contigo...” Y así iba cantando a pulmón libre cuando la cinta se atascó, se hizo un amasijo de tiras de color marrón y se paró. Arranqué la cinta y la tiré por la ventanilla. Ahí. Justamente ahí algún puto engranaje del Destino tuvo que hacer “clack-clack”.

En la puerta de la oficina estaba uno de los contratistas, un tal Pepe Parraverde o Pepe Leches, no me acuerdo. Este fue el que me puso, sin él saberlo, en la pista de posibles nuevos negocios con Enrique, porque la idea de Don Pepe era que lo pusiera en contacto con mi colega en el negocio de las piscinas para blanquear pasta. Me explicó cómo funcionaba el sistema y que quería aumentar el negocio. Un tipo con grandes miras y gafas de culo de vaso. Le dije que Enrique era un tipo legal y que no veía adecuado hablarle de estas cosas, le recordé que era concejal del Ayuntamiento. Guardó en su cartera los papeles que me había enseñado y se fue sin más. Sabiendo que las obras ya estaban terminadas, no corría mucho riesgo. Aunque él sabía que yo sabía que mentía de mala manera y a propósito.

Ese mismo día quedé con Enrique en su club fino, ese mismo día, el día que se estropeó la cinta de la francesa. Cuando llegué, vi a Enrique con mi secretaria sin título, se había cambiado el aspecto, llevaba ropa más apretada que de costumbre, que ya era difícil, y se había teñido el pelo de rubio platino. Los dos hicimos como que no nos conocíamos de nada. Me la presentó y me dijo que era su secretaria personal a tiempo completo. A tiempo completo. Dos besos. Olía a otro perfume. Como pude, le intenté explicar que se me había ocurrido cómo lavar dinero de otra manera. Recuerdo que me contestó con poco interés que ya lo tenía todo controlado. 

Enrique tenía contratados a los mejores, los había fichado en las mejores universidades del país con las mejores notas y con los trapos más sucios imaginables. Uno hasta había conseguido matar a su suegro e irse de rositas. El muy jodío los colocaba como asesores externos del Ayuntamiento para perseguir el fraude fiscal, y demás historias relacionadas con la pasta. Dedicaban su talento para inventar maneras creativas de saltarse las leyes que conocían tan bien. Y como Enrique estaba tan bien situado en la política y en la económica, y tenía tantos tentáculos por todas partes, era imposible que le cortaran la cabeza aunque lo pillaran. Además tenía contratados a tres tipos exclusivamente para que se comieran el marrón llegado el caso de que fuera pillado en algo. Cosa muy improbable.

Ese día en el club le expliqué mi idea mirando de reojo a mi ex secretaria sin título, que ahora había ascendido a secretaria personal a tiempo completo. A tiempo completo. Nervioso. Ni el coñac me hacía su natural efecto calmante. La muy hijadeputa había aparecido de la nada y se había colgado del brazo de un tipazo con pasta. Como pude le expliqué lo de las licencias de taxis, las peluquerías y lo de las empresas de reformas. Todo esto le aburría mucho y me dijo que se lo pensaría, que hablaría con sus expertos. Sin más, dijo que tenía cosas que hacer y que ya hablaríamos en cuanto tuviera tiempo. Antes de que la parejita se marchara, me felicitó por lo de las piscinas, y añadió que uno de los clientes estaba encantado con la vieja que le había colocado, una mellada.

Y allí me quedé mirando los campos de golf, verdes y con agujeros, que se veían al fondo de la cristalera. Esta vez pedí la misma bebida inglesa que tomaba Enrique, por joder.

(Continuará...)