La chica era alta, esbelta, de rasgos delicados, ojos azules y media melena rubia. Era profundamente bella, con una distinción que recordaba a las grandes damas de siglos atrás. Había viajado por mil lugares y un día decidió fotografiarse en un cementerio con su largo vestido blanco y negro, que resaltaba la perfecta forma de su talle y permitía intuir los sublimes contornos de sus piernas. No obstante, lo primero que te hipnotizaba de la foto era su rostro, con la mirada perdida en el infinito, los labios entreabiertos y un divino gesto de melancolía.
Yo encontré la foto y la convertí en mi favorita. Amo y odio los cementerios. Los amo por la paz que transmiten, por su silencio y porque me parecen la sombra de un mundo paralelo ajeno a las miserias de éste. Los odio por todas las vidas que han separado, por todas las personas que amaban este mundo y se han ido prematuramente, por todos los lazos que han roto las tumbas y el infinito sufrimiento que de ahí ha surgido.
Pero la foto me hizo adorar ese concreto cementerio. Mi vida siempre ha sido un mar de apatía, y del mismo modo que hay gente que se pierde por desear demasiado, yo moría cotidianamente por mi incapacidad para desear o perseguir nada. La foto me hizo soñar con el cementerio, con la idea de una eternidad libre de lo mundano, con la luz que irradiaba el rostro de ella y la fuente de su melancolía, que sin duda habría de ser el alma más pura de la tierra.
Entonces decidí que quería morir en ese cementerio, y que mi mejor contribución a la Humanidad consistiría en un único acto que despertase infinidad de conciencias. La situación política de mi país había degenerado tanto que el parlamento acordó privatizar totalmente la sanidad, de modo que quien no pudiese pagarse su tratamiento sucumbiría a la enfermedad. Cuando aquello sucedió, comencé a investigar sobre un veneno cutáneo que hacía efecto a las 12 horas de suministrarse, y sólo requería un simple contacto con la piel de la víctima.
Cuando logré perfeccionarlo, hice tres cosas: testamento, un vídeo explicando mis motivos y el concepto de justicia poética, y acudir al próximo mitin del presidente del gobierno embadurnándome previamente las manos con el veneno. Logré colocarme en primera fila y darle un fuerte apretón de manos.
Tras ello acudí al cementerio y, pocos minutos antes de comenzar a sufrir los primeros espasmos, subí mi vídeo a youtube y remití el link a todos los medios de comunicación. Mientras sonreía pensando en que por primera vez había deseado algo intensamente, había luchado por ello y lo había obtenido, la silueta de la chica comenzó a vislumbrarse tras una tumba. Etérea, transparente y tan bella como en la foto. Mis ojos se cerraron y, cuando los abrí, la encontré junto a mí ofreciéndome su mano, tan hermosa como tangible. Una mano que no soltaré ni en mil eternidades.