Relatos cortos
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¿Conocía a esta mujer?

Cuando alguien llama un domingo al portero automático y coges el telefonillo, lo primero que piensas es que algún desaprensivo ha aprovechado el festivo para repartir publicidad y hacerse unos cuartos extra a costa de la tranquilidad ajena, pero cuando abajo contestan que es la policía echas de menos al repartidor. 

Y no es que tenga yo cuentas pendientes con la justicia, ni razones para temer que vengan a detenerme, pero la policía, un domingo y a las nueve y media de la mañana, no suele venir a devolverte un décimo de lotería premiado que has perdido por la calle.

Abrí dócilmente la puerta y esperé a que subieran a mi piso. Eran dos agentes, uno de pelo blanco y el otro casi un chaval al que el uniforme le sentaba como un disfraz. El más viejo me saludó, me preguntó si era Gonzalo Pozuelo, y cuando respondí afirmativamente me alargó sin más preámbulos la fotografía de una mujer muerta con el rostro tumefacto y bastante desfigurado.

—¿La conoce? —me preguntó después de unos segundos.

—No. Creo que no —respondí devolviéndole la foto.

—Llevaba su nombre y su dirección en la cartera —explicó el más joven.

Yo me encogí de hombros. 

—Comprendan que así, en una fotografía como esa... —traté de justificarme.

El del pelo blanco parecía esperar esa respuesta, porque se agarró a ella de inmediato.

—Tenemos que pedirle que nos acompañe al depósito de cadáveres, por si pudiera identificar a la difunta.

Normalmente no hago planes para los domingos y dejo a la casualidad, al impulso, o a la llamada de un amigo la decisión definitiva sobre a dónde ir o qué hacer; ese sistema de permitir a lo inesperado operar por su cuenta me había dado buen resultado durante muchos años, pero aquel día lo inesperado se estaba pasando de la raya.

—No nos llevará mucho tiempo —trató de animarme el del pelo cano.

—Antes de las once estará usted de vuelta —reforzó el otro.

No era cuestión de hacerse de rogar; había que ir, y punto, así que comprobé con tres palmetazos por mi anatomía que llevaba las llaves, la cartera y las gafas, y baje en el ascensor con los dos agentes.

Me subí al coche patrulla con una sensación extraña, como si me llevasen detenido por algún delito que ni siquiera podía imaginar, igual que Joseph K, el del proceso de Kafka. Los dos policías no hablaban entre sí y el silencio acentuaba mi aprehensión, así que acabé preguntando qué le había pasado a la mujer.

—Apareció muerta en una boca de metro. En Cruz del Rayo —explicó el más joven—. Le dieron una paliza y luego la apuñalaron con un cuchillo o alguna otra arma blanca.

Entonces, de pronto, caí en la cuenta de que si la mujer llevaba encima mi nombre y mi dirección, muy bien podían considerarme sospechoso

—Oigan, ¿no pensarán que he sido yo? —pregunté alarmado.

El del pelo blanco se echó a reír.

—Puede estar tranquilo. De vez en cuando aparece alguna rajada y tirada por ahí. Son ajustes de cuentas. Rencores. Clientes borrachos. El mundo de la prostitución barata. Ya me entiende...

Yo no entendía en absoluto, pero asentí de todos modos.

—¿Y no saben nada de ella? —pregunté por seguir la conversación.

—Le llamaban Carmilla, pero era un nombre de guerra. Nadie sabe cómo se llamaba en realidad ni de dónde era, ni si tenía parientes. Nada. Cuando tenía algo de dinero dormía en una pensión por la zona de Tirso de Molina, y cuando no en la calle, en el metro o en algún cajero automático.

—Vaya panorama —lamenté yo con un suspiro.

—Mendicidad, prostitución, drogas.... sólo le faltaba meterse en política —remachó el policía sonriéndome con los ojos a través del espejo retrovisor.

Después de abandonar la parte más complicada de la ciudad conseguimos por fin acelerar. Los domingos por la mañana hay menos tráfico en Madrid que de costumbre, pero de todos modos tardamos al final más de media hora hasta el Instituto Anatómico Forense. El trayecto, aún así, no se dio mal: viajar en un coche patrulla no agiliza el tráfico ni te libra de los semáforos, pero por lo menos no te pita ni dios.

Bajé del coche y seguí a los dos policías, que fueron abriéndose camino en el edificio con la destreza del que ha recorrido demasiadas veces unos pasillos que ni a fuerza de claridad y de amplitud conseguían dejar de ser siniestros. 

De la sala donde tenían a la mujer sólo recuerdo las luces chillones, los brillos metálicos y el olor a alcohol y desinfectantes. Quizás olía también a tristeza, a silencio revenido, y mucho también a perplejidad, pero como todo el mundo sabe esos olores son casi imposibles de distinguir de los del formol y la lejía. La muerta estaba tapada con una sábana blanca y cuando estuve lo bastante cerca, un operario con bata verde descubrió su rostro.

—¿La conocía? —preguntó el policía del pelo blanco, con el mismo tono que había empleado cuando me enseñó la fotografía.

Yo traté de hacer coincidir sus rasgos con un catálogo difuso de amigos, conocidos, clientes y familiares lejanos, sin lograr encajarlos con ningún patrón. Después del interés inicial, el conjunto perdió consistencia y se fueron imponiendo poco a poco las heridas, los moratones, y el labio levantando mostrando los dientes desiguales y las encías enrojecidas. Dí un paso atrás.

—Me suena su cara. No la ubico, pero me suena —repuse en voz baja reprimiendo una náusea.

El policía más joven debía ser de mi misma opinión, porque se mantuvo prudentemente al margen, mirando al cadáver sólo con vistazos breves. Para simular que hacía algo sacó una libreta del bolsillo y apuntó algo; estaba al otro lado de la camilla, pero adiviné que escribía una tontería del tipo “dice que le suena, pero no la conoce”.

El operario de la bata verde descubrió entonces completamente el cadáver desnudo de la muerta.

—No es muy agradable, pero es necesario —trató de justificarse.

Yo respiré hondo y constaté que al menos la primera parte de la afirmación era cierta. El cuerpo de la mujer estaba lleno de golpes, y presentaba una herida larga y brillante en el abdomen por la que asomaba el tracto intestinal. También tenía una cicatriz en forma de media luna en el tobillo. 

Y entonces recordé.

Aquella cicatriz se la había hecho mi perro allá por el año ochenta, una tarde que vino a buscarme a la finca de mi padre. Era ella. Hacía treinta años que no la veía y por lo menos veinticinco que no preguntaba por ella a alguno de los escasos conocidos comunes a los que aún me encontraba de vez en cuando. Le había perdido la pista allá por el año noventa y tantos, cuando habló de marcharse un tiempo al extranjero a aprender idiomas.

Pero era ella.

Durante un tiempo nos vimos sólo durante los veranos, en Toledo, y luego, cuando yo me fui a Madrid empezamos a quedar varias veces a la semana, para jugar al tenis, para ir al cine, o para charlar simplemente delante de un café que yo siempre dejaba enfriar antes de darle el primer sorbo. Y no lo hacía sólo con el café, maldita sea.

Hubo algo. Hubo mucho entre nosotros. Café y tenis. Besos y silencio. Y lo que ninguno de los dos supo hacer perdurable.

—¿La conocía? —preguntó una vez más el policía canoso.

¿La conocía? Me pregunté yo. Se llamaba Pilar. Pilar Monzón. En ella, Monzón no era tanto un apellido como un perfecto adjetivo que la describía completamente. Creía con la misma vehemencia en las cuatro verdades sobre las que trazaba su rumbo y en las docenas de mentiras que sostenía a sabiendas de que lo eran. Arremetía por igual contra los obstáculos que se interponían en su camino y contra las manos que se le tendían ofreciendo una ayuda. Era libre, feroz y tierna. 

¿La conocía? No podía responder a eso. Con ella tenía la impresión de ser como aquel granjero que vivía al borde del Mississippi y que todas las tardes veía pasar por delante de su casa a la Ópera Flotante, un gran barco de vapor en el que se embarcaba la flor y nata de Nueva Orleans para cenar ostras y escuchar una ópera durante la travesía. En el barco se representaba siempre la misma ópera, y el granjero escuchaba cada día un fragmento cuando el barco ascendía río arriba y otro cuando el barco bajaba de regreso. ¿Podía decir el granjero que conocía aquella ópera?

No lo sé. A lo mejor conocer a alguien es eso: contemplar fragmentos. Tratar de unirlos. Inventar lo que falta. A lo mejor por eso me hice arqueólogo: para intentar con los papeles y las cerámicas lo que nunca conseguí con las personas.

—¿La conocía usted? —repitió el policía.

—Se llamaba Pilar Monzón y le pedí matrimonio hace treinta y dos años. Me dijo que no —respondí tratando de ser objetivo.

El hombre de la bata verde volvió a colocar la sábana sobre el cuerpo de Pilar con la diligencia satisfecha del marchante que acaba de adjudicar una importante pieza en una subasta. Sacó un bolígrafo del bolsillo de su chaqueta, buscó la etiqueta en blanco atada al tobillo izquierdo y escribió “Pilar Monzón”, con letra inclinada.

—¿Sabe qué edad tenía? —me preguntó.

—Cumpliría sesenta y uno en abril.

Sesenta años, escribió.

Luego el policía del pelo blanco me dio las gracias y me preguntó si quería que me llevaran de nuevo a casa. Le dije que prefería tomar un rato el fresco y volví al ruido de la calle preguntándome por que ella guardaba aún mi dirección.

Y por vueltas que le dí, no conseguí encontrar una respuesta. Porque no la conocía: tan sólo sabía su nombre.

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La gran hazaña de Raik

Raik era un orco nacido en Morannor y prontamente reclutado como soldado raso para las huestes de Sauron. Su estatura era escasa y para colmo caminaba siempre encorvado, por lo que mostraba una imagen contrahecha que le hacía parecer poco apto para la batalla. Aun así, siempre era colocado en primera línea del frente, al igual que tantos miles de orcos empleados como carne de cañón por su amo.

Pero Raik tenía la habilidad de sobrevivir siempre. Era capaz de ocultarse tras las espaldas de otro compañero cuando los soldados de Gondor acometían, escabullirse por cualquier rincón e ir capeando el temporal hasta que la batalla terminaba. Además, cuando veía a algún soldado ya caído, aprovechaba para lanzarse sobre el cuerpo moribundo o ya muerto y apuñalarlo. De esa forma su espada siempre estaba cubierta de sangre al acabar la batalla, y a veces incluso era felicitado por sus superiores.

Un día, tras una cruenta batalla contra los elfos, su regimiento hizo prisionero a un príncipe de gran valor para Sauron, quien esperaba poder extraerle sus poderes mágicos para acrecentar su fuerza. El príncipe fue enviado a las mazmorras de Dol Guldur, y Raik fue uno de los dos guardias encargados de custodiar su celda. Lo primero en lo que Raik se fijó fue en un colgante plateado que el príncipe llevaba al cuello. La luz que irradiaba era hipnótica, y su complejísima forma (cientos de hilos de plata entrelazados con el más sublime arte élfico) hacía su belleza irresistible. Raik quiso que fuera suyo, y engañó a su compañero para que le dejase a solas con el prisionero.

Entonces Raik abrió la celda y se lanzó sobre el príncipe elfo, quien aprovechó para darle un fuerte puñetazo. Raik forcejeó con él, pelearon y finalmente el príncipe logró derribarle, no sin antes perder su colgante, que Raik consiguió arrancarle. El príncipe, una vez que Raik había caído, usó un hechizo de invisibilidad y logró escapar de Dol Guldur. Raik, presa del pánico, tardó unos pocos minutos en urdir su plan para evitar ser ahorcado. Llamó a su compañero y, fingiendo una gran aflicción, le dijo que el príncipe había conseguido sacar un brazo por entre los barrotes y golpearle dejándole inconsciente, tras lo cual le había robado la llave y escapado. También le dijo que durante su huida el príncipe había perdido el colgante, y que se lo regalaría si compartía la culpa con él y decía a sus superiores que se les había escapado a ambos lanzando un poderoso hechizo que los dejó paralizados.

El compañero de Raik escuchó más a su ambición que al miedo a las represalias de sus superiores, y aceptó. Entonces Raik le dio el colgante y corrió a entrevistarse con el Nazgul que comandaba la fortaleza. Le contó que escuchó a su compañero hablar con el príncipe elfo, que éste le sobornó con el colgante para que le dejase escapar y su compañero aceptó. Raik había descubierto el plan y, cuando hizo frente a su compañero para evitar que liberase al príncipe, éste le golpeó y dejó inconsciente, tras lo cual acabó soltando al príncipe. Raik le dijo al Nazgul que podía registrar a su compañero para comprobar que tenía en su poder el colgante.

El compañero de Raik fue ahorcado y él ascendido. Gracias a otras muchas hazañas similares, acabó siendo un gran comandante orco. La última, una vez caído Sauron, fue revelar la ubicación de los contingentes orcos que habían logrado sobrevivir a la destrucción del anillo. Y así Raik murió de viejo en una villa proporcionada por los hombres a cambio de sus servicios, tras una vida llena de gloria.

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@Chanvader paga tu deuda

@Chanvader paga tu deuda

Esta tarde se ha cometido una gran temeridad. Sería un desperdicio y una irresponsabilidad de la comunidad de meneame no exigir responsabilidades. Esperamos foto pronto.

@ChanVader paga tu deuda, 1er aviso

Un saludo cordial.

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La vergüenza de 2004

Os voy a contar una historia vergonzosa que viví en Madrid hace algo más de quince años. Lo escribo como relato para permitirme un par de licencias, pero el hecho es básicamente cierto, y quien se tome la molestia de leer estas líneas se dará cuenta de que, contarlo, es parte de mi penitencia. Porque no me gusta recordarlo. Porque no estoy orgulloso en absoluto. Porque me cago en todo, vaya, cada vez que lo recuerdo.

A raíz de la presentación de un libro, un grupo de escritores y periodistas discutíamos sobre la responsabilidad de los autores del Holocausto judío, sobre la eterna disculpa de la obediencia debida y sobre cómo el pueblo alemán cerró los ojos, unas veces por cobardía y otras por abierto colaboracionismo con lo que estaba sucediendo.

La tesis más defendida era que no se puede cumplir esa clase de órdenes. Que en un momento dado, si se quiere seguir siendo un ser humano, hay que plantarse y dejar de subir gente a los trenes, dejar de detener inocentes, dejar de comportarse como te mandan tus superiores, o de lo contrario se cae al nivel de las bestias. La tesis más defendida era la de la culpabilidad colectiva, porque el que calla otorga, porque el silencio también puede ser culpable, porque el miedo es libre, pero no borra la responsabilidad.

Los que participaron en unos hechos tan horribles como el Holocausto judío no pueden resguardarse nunca en que cumplían órdenes, en que no podían hacer otra cosa, ni en que el miedo a las represalias les privó de la voluntad. Porque hay momentos en que dar un paso al frete es más que una opción: es una obligación de que quiere seguir llamándose humano.

Eso decía, o decíamos la mayoría, y entonces, por delante de la estatua de Tirso de Molina, cerca de la boca del Metro que hay por allí, pasaron un hombre y una mujer discutiendo. La mujer iba algunos pasos detrás del hombre y él, de vez en cuando, se paraba, le gritaba algo en un idioma que no entendíamos y seguía avanzando. En un momento dado, se detuvo, se acercó y le dio dos bofetadas a la mujer, que a partir de ese momento guardó silencio y siguió caminando tras él, llorosa.

¿Hicimos algo? No. ¿Alguien se levantó de su silla? No. Teníamos a la ley, a la autoridad, a las fuerzas del orden de nuestro lado, y éramos cinco. ¿Hicimos algo? NO.

¿Cómo demonios podíamos entonces juzgar lo que hizo una gente con el Estado en contra, la pena de muerte en vigor, y la posibilidad de acabar en un campo de concentración como expectativa? ¿Cómo nos atrevíamos a llamar colaboracionista a nadie después de asistir impasibles a aquello, con todo de nuestro lado, sólo por no meternos en un lío?

Pedir heroísmo a los demás es cojonudo, pero cuando a nosotros mismo se nos exige algo, entonces no somos ni la décima, ni la centésima parte de héroes que exigimos a los otros en los discursos teóricos.

Pedir a un soldado alemán que incumpla las órdenes de la GESTAPO mientras nosotros no somos capaces de levantarnos de una silla en una terraza es una de las cosas más vergonzosas que me ha pasado en la vida.

A partir de ese momento, hablamos de fútbol.

A partir de ese momento, dejé de creer en la culpa colectiva.

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M.A.N. (Hoy no)

Anselmo lleva treinta y un años de camionero, viendo a la familia dos días a la semana y tratando de matar las horas el resto del tiempo; está convencido de que si un día se durmiera al volante, el aguerrido Pegaso lo sabría llevar él sólo de Hamburgo a Huelva o de Huelva a Hamburgo.

El camión es un MAN, pero le sigue llamando Pegaso por costumbre, y porque se siente mejor pensando que cabalga sobre un caballo alado que sobre las siglas de algo tan tremebundo como "Maschinenfabrik Augsburg-Nürnberg", que es lo que le dijeron que significaban las tres letras. "Maschinenfabrik Augsburg-Nürnberg", ¡nada menos! Ni siquiera "hombre", como él pensaba. 

El camión es una maravilla, pero lo peor es trabajar en verano. Con aire acondicionado o sin él, acabas por tostarte al sol y sudando como un animal. Si no lo pones, te cueces; y si lo pones, coges unos catarros como para tumbar a un elefante. Al final lo mejor es bajar la ventanilla y dejar que entre el aire, aunque parezca recién salido de casa de un panadero.

Hoy es sábado, y hay que aprovechar las últimas horas para llegar a casa. Anselmo va hablando por la radio con Benito, otro camionero de Isla Cristina que hace ruta hasta Colonia. Suelen encontrarse en La Junquera y desde allí vuelven juntos a casa. Benito va esta vez treinta kilómetros más adelante y avisa de si hay alguna patrulla de la Guardia Civil por la autovía.

No es que suelan hacer el loco, porque para eso viven del volante y saben muy bien lo que se juegan, pero cuando es sábado y hay que llegar a casa, se pisa el acelerador un poco más que otras veces, aunque sin pasarse, porque el gasóleo cuesta un ojo. En la autovía no hay peligro y además, pisando un poco, se aligera el tráfico, así que bien para todos. La Guardia Civil no suele meterse mucho en esas cosas mientras vayas como es debido, pero hay que estar al tanto, no te vaya a salir uno del colmillo retorcido y te jorobe el trabajo de toda la semana. 

El camino parece despejado. Ni guardias, ni atascos, ni manifestaciones, que también son una jodienda. La emisora entretiene los kilómetros.

Van hablando de fútbol y de por qué son los equipos españoles y los ingleses los que acaban fichando a los jugadores más caros. Anselmo dice que en España el fútbol es una broma, porque juegan veinte pero ganan dos, y Benito cree que la solución estaría en que los otros mandasen a los juveniles a jugar contra los grandes, para que estos acabasen repartiendo la pasta de la tele antes que perder a la parroquia, cansada de ver a los suyos ganar veinte a cero a bandas de chavales.

En esto, Benito, grita una blasfemia por la radio. 

—¿Qué pasaaaa? —quiere enterarse Anselmo.

—Un hijoputa en sentido contrario. A toda hostia. No me lo he comido de milagro —explica Benito

—Cago en la madre que lo parió. ¿A cuánto iba? —se quiere enterar Anselmo.

—Es un Audi rojo. Iba como a ciento ochenta. En diez minutos lo tienes ahí. O en menos.

—Vale. Tú avisa.

—Y tú ten cuidado —recomienda Benito.

Anselmo da un puñetazo en el volante. Luego respira hondo y aminora la marcha.

—Ni cuidado ni leches. Voy a atravesar la caja del camión en la autovía para cortarla. Si ese cabrón no mata a nadie antes, de aquí no pasa.

—Anselmo, que te la juegas....

—¡A la mierda todo!

—¡Anselmo, coño...! —trata de rogarle su compañero.

Pero Anselmo ya no le escucha. Ha apagado la radio, y después de hacer señas a un vehículo que pretendía adelantarle, ha cruzado el camión en la carretera. Es una recta de dos kilómetros y hay visibilidad más que de sobra. Si alguien se lo come es porque va dormido.

Con la agilidad de treinta años de experiencia desengancha la cabeza tractora en tres minutos. Luego, desde la cabina, avisa a la Guardia Civil de que ha cortado el tráfico porque viene un suicida en dirección contraria. El cabo que le responde no sabe qué decir: no puede darle permiso para cortar la autovía ni quiere decirle que se aparte.

—Nosotros vamos para allá ahora mismo. Y usted tenga cuidado— responde al fin.

—Tranquilo, seré prudente —contesta Anselmo.

Pero ni prudente ni leches. Anselmo sólo piensa en la familia que vio sacar por los bomberos de otro accidente provocado por un suicida. Sólo piensa en aquella chica rubia y en los dos críos con los ojos tan abiertos. La imagen ha regresado a su cabeza como una quemadura rojiza que cubre de dolor cualquier otra sensación.

Acciona la llave de contacto y mete directamente la segunda. Luego la tercera, la cuarta y la quinta. ¡Hay que ver la potencia que tiene la cabeza tractora de un tráiler cuando va sin caja! 

A lo lejos, ve el coche que viene de frente. Va a cazarlo. ¡Que se prepare, el cabrón! Como lo pesque van a tener que sacarlo del coche con una espátula. Y si le falla, ahí está la caja del camión, llena de taladros y destornilladores, nada menos. De pronto, se le ocurre por primera vez que aunque vaya en un camión, y de los grandes, también puede matarse, y por un momento piensa en echarse a un lado, pero en vez de pisar el freno pisa más a fondo el acelerador. Ya se apartó una vez. Tiene una mancha en el alma y cada cual limpia sus manchas como puede.

Falta medio minuto para que el Audi y el camión se encuentren.

Anselmo hace sonar la bocina, comprueba el cinturón de seguridad y se agarra con todas sus fuerzas al volante.

Hoy M.A.N. ya no significa Maschinenfabrik Augsburg-Nürnberg. Hoy no: que le den por culo a las puñeteras siglas.

Hoy no.

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Yo te creo, hija de puta

   Ni siquiera fue a cien kilómetros de Madrid. Yo creo que el pueblo está a algo menos, aunque me pase como a Cervantes y prefiera no recordar su nombre.

   Ni siquiera fue en tiempos de Franco. Fue en el año de Tejero, año tricornudo y melindroso que hizo Presidente al que menos lo esperaba, porque los demás esperaban aún menos verse a sí mismos cagados patas abajo.

   En medio de un secarral había una carretera, y en una curva de la carretera había un mesón que bien valía su nombre: una mesa de grandes proporciones con cuatro bancos corridos, servida por una perola que ablandaba en la cocina las vacas bisabuelas que cocinaba mi madre.

   Tenía yo entonces nueve años, pocas ganas de estudiar y menos aún de hacer los deberes. Las notas no habían sido buenas, el maestro era malo y borrachín, la escuela fría ty las noticias aún peores: mi padre no se había despeñado; sólo se había ido con otra.

   No sé que fue lo que hice. Derramar algo de vino, quizás, cuando fui a servir a un camionero. O dejar caer una taza. Recuerdo eso sí, la hostia que me llevé. Con la mano abierta. Y recuerdo el oído zumbante. Y recuerdo la segunda hostia, y a mi madre llamándome inútil, y piojoso, y maricón, y lamentándose de no haberme reventado contra el suelo el día que nací.

   No era la primera vez, y un par de parroquianos se removieron incómodos en sus taburetes.

   -No son maneras, mujer terció el camionero.

   -Tú come y calla. O marcha de aquí ahora mismo -respondió mi madre.

   -No son maneras, joder -insistió él.

   -Los palos que me dio su padre se los va a llevar él uno por uno, ¿o qué te crees? A este le arranco el pellejo, antes de que salga como el otro cabrón.

   El camionero se levantó y le rompió a mi madre la nariz de un puñetazo. Ella chilló, y el segundo golpe le saltó un diente. Se quedó en el suelo, sollozando.

   -¿Algo que decir? -preguntó el camionero a los otros parroquianos, que habían hecho ademán de acercarse.

   -Tengamos la fiesta en paz -dijo Segismundo, el vaquero.

   -Pues que haya paz. Y tú levanta de ahí, y ponme copa y faria.

   Y mi madre se levantó, le puso la copa y le trajo una faria.

   Recuerdo que me guiñó, detrás del humo.

   Y después de pagar, prometió volver. Y dejó veinte duros de propina.

   Y volvió.

   Y me dejaba veinte duros cada vez que venía. Hasta que un día que se quedó a dormir. Y allí vivió hasta el año 2016. Con mi madre. Que no volvió a levantarme la mano.

   La enterramos en febrero.

   No le guardo rencor.

   Te lo hicieron pasar mal.

   Yo te creo, hija de puta.

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El abuelo que jugaba al Counter Strike

Ernesto mira fríamente la pantalla y aguarda la menor debilidad de su adversario para lanzarse sobre él. Economiza las municiones y sabe encontrar rápidamente el mejor escondite para protegerse de un ataque por sorpresa. Ernesto es un tipo peligroso en los juegos de ordenador.

Su nieto creía que se aburriría jugando con él, pero ya hace tiempo que lo toma en serio, e incluso lo teme como adversario. Sus amigos se sorprenden cuando les dice que su abuelo juega al Day of Defeat y al Counter Strike, y más aún cuando les asegura que es una verdadero hacha. Los abuelos de los demás no son así.

A Ernesto no le dan miedo las novedades, y menos si lo ayudan a tener de qué hablar con Jairo: cualquier cosa es buena para pasar unas horas con el nieto. Además, no es tan difícil manejar el mando de una consola, sobre todo si se ha pasado media vida tocando el piano. 

Su vieja idea de seguir tocando cuando se jubilara se difuminó por sí misma a medida que fueron desapareciendo los cafés de variedades y los pequeños teatros en que amenizaba en ocasiones los entreactos. Ahora sólo algunos hoteles tienen piano: los demás, música en lata.

Al principio se sintió inútil, pero desde que ha visto cómo están las cosas en otras familias ya no le importa: le basta con cuidar de su nieto mientras los padres trabajan. Bastante tarea es esa, y bastante provechosa. Un sueldo vale, y eso les cuesta a muchos que no tienen un viejo en casa. 

A Ernesto le hubiera gustado enseñar a su nieto a jugar al trompo, pero como lo que se lleva ahora es el videojuego, pues dale que te pego al videojuego. No hay problema. Si no se sabe, se aprende. Y es divertido: para qué decir lo contrario.

Ernesto se fija en la pantalla y espera. Es cuestión de sangre fría y de no ser el primero en delatarse. Ataques por sorpresa, sí, pero cuando el enemigo no tenga donde guarecerse. Lo ideal es una mezcla entre la agilidad y el desgaste: acabar con la paciencia del otro hasta que su irritación lo conduzca a una trampa. Exasperar al contrario sin darle ocasión de que se desquite a no ser asumiendo un riesgo excesivo. Esa es la clave.

Los dos jugadores se acechan con intenciones criminales en los laberintos del escenario virtual. Llevan más o menos las mismas armas, y pronto se encontrarán, después de aniquilar regimientos enteros de enemigos, legiones de monstruos y enjambres de engendros mutantes.

Son las dos y media de la mañana y los padres de Jairo hace rato que deben de estar dormidos. Aún así, Ernesto aguza el oído en busca de algún ruido sospechoso. De hecho, su instinto no le ha engañado: suenan pasos en el pasillo, pero son zancadas largas, pesadas. Es el yerno. No hay problema.

Está usando el ordenador de su despacho sin permiso, pero aunque lo encontrase allí no diría nada. Es un tipo que nunca dice nada, que todo le parece normal, que se ríe cuando el chaval llega tarde, que sólo grita en el fútbol y sólo piensa cuando trabaja.

El yerno pasa de largo. Bebe un vaso de agua en la cocina y vuelve a su cuarto.

Si hubiera sido Julia seguro que habría entrado a ver lo que hacía. Seguro que le habría apagado al ordenador y le habría echado una buena bronca, por incitar al chico a jugar a aquellas cosas tan violentas, con sangre y vísceras por todas partes. Julia sabe de sobra que no hay necesidad de incitar al chico para que juegue a eso, porque es a lo que juegan todos sus amigos, pero es igual: es inútil entrar en esas explicaciones con Julia. El chico no tiene que entretenerse con juegos violentos porque si ve esa clase de cosas se traumatiza y nadie sabe lo que puede hacer luego. 

Y si se le da una torta por una mala contestación se traumatiza y siente que sus padres no lo quieren, y vete a saber qué consecuencias tiene eso en su futura familia.

Y si se le castiga sin salir por haber sacado malas notas se traumatiza, y pierde su vida social, y se convierte en una especie de marciano en su grupo de amigos, lo que puede llevarlo a convertirse en un muchacho marginal y a caer en las drogas. Como poco. 

Y si se le obliga a estudiar delimitándole claramente un horario, se consigue que odie la cultura, se impide su desarrollo personal y a lo mejor, vete a saber, también se traumatiza y se convierte en un feroz neonazi deseoso de quemar libros en alguna plaza.

Traumas, traumas y más traumas. A saber quién le metería a Julia semejante palabra en la cabeza.

Cuando oye la palabra trauma, Ernesto se sonríe. Que le vayan a él con esas, que vio como fusilaban a su padre y se pasó la infancia entre hambre y bombardeos, que de los dieciséis a los veinticinco estuvo tirando de pala por el día y estudiando piano por las noches, que se ganó el pan de la familia tocando en toda clase de tugurios, a veces entre putas y borrachos, esperando a que en cualquier momento entrase la Guardia Civil y los moliese a palos, porque los guardias de entonces no distinguían entre putas, borrachos y pianistas.

Que le contasen a él milongas de traumas.

¡Bah! 

Media Europa creció bajo las bombas, entre la injusticia, las privaciones y las muertes prematuras. Media Europa vio destruida su casa y durmió a la intemperie. Y aquellos niños, ¡qué coño!, ¡parecía que no se traumatizaban! En vez de acudir al psicólogo reconstruyeron Francia, Inglaterra, Alemania, Bélgica, Holanda.... y se hicieron científicos, banqueros, escritores, obreros, artesanos, ¡y padres de otros niños que nacían con todo hecho y el pellejo demasiado fino!

—¡Hay que joderse! —murmura Ernesto entre encías, porque los dientes los tiene en un vaso, sobre la mesilla de noche.

Se acerca el momento crítico y tiene que dejarse de historias y poner toda su atención. Escudriña la pantalla en busca de su adversario pero no encuentra ni rastro. Debe de haberse escondido en los subterráneos para tratar de sorprenderle, como otras veces, saliendo por alguna trampilla oculta o por alguna boca de alcantarilla. Tiene que estar por ahí, pero no lo ve. Jairo acaba de escribir en la línea de mansajes que va a por él.

«Te estoy esperando», responde Ernesto con calma, atento al anunciado ataque. Avanza entre las rocas mirando hacia abajo y se detiene junto a un puente. De pronto el personaje manejado por Jairo emerge de entre los peñascos del otro lado y abre fuego con el lanzagranadas. Ernesto esperaba algo así y logra esconderse a tiempo. Ha recibido bastante daño pero Jairo debe ir ya flojo de munición; sólo es cuestión de esperar a que gaste alocadamente lo que le queda y machacarlo después. Concienzudamente.

«Reza lo que sepas» escribe el abuelo en la línea de mensajes, justo antes de proceder a la devastación final.

A pesar de los mejores reflejos del nieto, casi siempre gana Ernesto: pertenece a una generación poco acostumbrada a que la única consecuencia de un error sea tener que echar una nueva moneda a la máquina o picar una vez más sobre el botón de “iniciar juego”.

Ernesto cuando ve llover los tiros se los cree.

Por eso gana.

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El derecho a la muerte consciente: la pastilla violeta

En el año 2148 la eterna discusión sobre la eutanasia se había zanjado. Años atrás, se estableció una ley que consagraba el derecho a morir para aquellas personas con padecimientos incurables que les causasen dolores extremos, y se ideó para ello una pastilla de color violeta que, al ingerirse, provocaba un sueño que llevaba directamente a la muerte. Pero muchos pidieron que esa pastilla también pudiese suministrarse a quienes, simplemente, habían decidido acabar con su vida porque no le encontraban sentido.

Tras muchas discusiones, en 2148 se aprobó una ley que permitía el suministro de la pastilla violeta a cualquier persona que la pidiese aun sin sufrir una enfermedad incurable y gravemente dolorosa, pero con un requisito previo: el solicitante debía entrevistarse con un equipo de psicólogos que le pautarían un tratamiento para encontrar sentido a su vida y abandonar sus ideas suicidas. El tratamiento no podría durar más de un año, y si después de haberlo completado el solicitante quería seguir muriendo, se le suministraría la pastilla.

Yo fui uno de los primeros que pidieron la pastilla violeta con amparo en la nueva ley. La muerte nunca me dio miedo, pues siempre la identifiqué con la paz que tanto faltaba en mi vida. A lo que temía profundamente era al dolor, y por ese motivo nunca había intentado suicidarme y, a la vez, había malogrado mi vida. A lo largo de mi existencia abandoné numerosos caminos por miedo al dolor en todas sus vertientes: decepción, sufrimiento físico, privaciones materiales, frustración...y todo lo que no hice me llevó a una situación en la que nada me ilusionaba y, a la vez, los esfuerzos que debía realizar para ganarme la vida y seguir adelante me resultaban insoportables. En aquel momento nada me impulsaba hacia la superficie, y cientos de piedras atadas a mis pies me arrastraban a lo más hondo. Y, como en tantos casos, todo ello de un modo invisible para los demás, pues yo mismo lo ocultaba como solemos hacer todos.

Cuando me entrevisté con los psicólogos no tenía ni idea de lo que podían mandarme. Sabía de gente a la que le habían encomendado viajar a determinados lugares del mundo y permanecer un cierto tiempo en ellos, mientras que a otros les mandaban medicación y terapia de grupo o aprender a tocar un instrumento musical. Una de las cosas buenas de la ley era que, si el tratamiento era incompatible con el trabajo, mientras durase te eximían de acudir a trabajar y cobrabas la baja médica. Pues bien, en mi caso se me prescribió un cambio de destino: dejaría mi puesto de funcionario dedicado a tareas burocráticas y trabajaría durante un año en un centro de acogida para menores en situación de exclusión social.

Pasé los primeros días con miedo a recibir alguna agresión de los chicos de mayor edad, pero el sinfín de nuevas situaciones que encontré allí acabó poniendo mi mundo patas arriba. Yo siempre había vivido en una burbuja de cristal que me protegía de los golpes del mundo pero me impedía tocarlo. Y allí había críos que habían sufrido esos golpes en toda su crudeza pero seguían queriendo salir adelante. Unos conservaban su alegría casi intacta, mientras que otros necesitaban más o menos apoyo para que volviese a florecer...pero todos tenían en su rostro ese futuro tan difuso como potencialmente grandioso que acompaña a cualquier niño.

Con ellos recuperaron sentido todos los conocimientos, historias, canciones e ideas que llevaba dentro de mí pero ya no me decían nada. Volvían a brillar cada vez que los usaba para despertar su imaginación y sus esperanzas, para animarles a comerse el mundo, para dibujarles el horizonte que podían tener por delante. Y yo me sentía cada vez menos temeroso, cobarde y mezquino cuando les oía gritar, les veía correr o reír, y sentía cómo desafiaban al pasado rompiendo todas las cicatrices que les había ido imponiendo, y que seguramente yo nunca habría logrado superar a su edad.

Y así fue como encontré el sentido de mi vida buscando la muerte. Mi destino estaba en el taller donde se fabricaban los mejores aviones del mundo, y mi misión era hacer todo lo posible para que se hallasen en estado óptimo cuando alzasen el vuelo. Había noches en que sonreía imaginando lo alto que volarían. Otras estaba preocupado por los inevitables problemas que muchos niños traían consigo al centro, y que requerían mucho esfuerzo e iniciativa para superarse. Pero las noches de preocupación eran totalmente distintas de las de antaño. La angustia estéril y amarga que antes me provocaba no tener redactado un informe a tiempo, ahora era preocupación esperanzada ante desafíos que tenían sentido, en los que merecía la pena invertir todo el esfuerzo del mundo, y que se me daba bien afrontar porque sentía que estaba hecho para aquello.

Así que cuando se cumplió el año, rechacé la pastilla violeta y pedí ser destinado en aquel centro para siempre. Por una vez el Gobierno había hecho algo bien, y su programa para garantizar el derecho a la muerte consciente había cambiado mi vida.

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Microrrelato de 100 palabras

Estimada Sra. Flox, gracias por enviarnos su obra titulada: “20.000.000 de toneladas sobre el cielo”. La historia, en clave de docudrama, de unos seres que se convierten en gas y abducen a los gusanos del planeta enviándolos contra la Humanidad. Tras largas deliberaciones con el equipo editorial, lamento informarle que no incluiremos en nuestras próximas publicaciones el manuscrito que tan amablemente nos ha enviado ya que, como usted sabrá, sólo aceptamos trabajos de ficción y los documentales no entran dentro de nuestra línea editorial. Un cordial saludo. Editorial Puerta Tannhäuser.

(9o palabras en total. Un experimento para un concurso de microrrelatos de 100 palabras que quedó finalista de entre 14.253 relatos en cuatro idiomas y como ya no puedo hacer nada con él... pues... lo comparto con vosotros.) Texto de ContinuumST para meneame.net.

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El Cenizo

En todas partes hay un tonto; si miras alrededor y no lo ves, ponte en lo peor.

En mi casa nacimos todos con mala sombra. ¿Quiere un ejemplo? Yo creo que el mejor es el del tren de Navidad.

En casa éramos once hermanos, como ya dije. Entonces, un accidente se convirtió en un inesperado golpe de suerte para todo el pueblo. En la curva de las Posadas había descarrilado un tren de mercancías y la carga de uno de los vagones estaba desperdigada por el suelo.

Para cuando llegó la Guardia Civil, ya había desaparecido sin dejar rastro el contenido del vagón volcado.

Algunos cogieron azúcar, aceite, o mantequilla. Nosotros conseguimos coger dos cajas, y no de las más grandes, ¿y qué se cree que tenían? Pues una cepillos para limpiar el calzado, peines, calzadores y betún; y la otra, pintura blanca.

Mi padre estuvo meses pensando si intentar vender aquellos cepillos, pero como no quería que los señalasen como procedentes del saqueo, hasta el día de hoy queda alguno de esos peines, y cepillos, ¡cago en su alma!

Y con la pintura blanca, pintamos la casa, que tenía ya buena necesidad. Los que habían cogido cosa de comer nos miraban con una mezcla de compasión y rechifla, pero sólo algunos, unos pocos, compartieron algo de lo suyo.

Pero lo peor de todo fue cuando después de pintar la casa vinieron todos los perros y los gatos del pueblo a lamer las paredes. Porque no era pintura, sino leche en polvo, pero a nadie se le había ocurrido que existiera una cosa así.

¡No me diga que no es mala sombra!

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Superconductor

Livingstone había perdido la cuenta de los juicios que había ganado defendiendo a superconductores de Edison como Laura. Sin embargo, estaba nervioso.

-Letrado, es la tercera vez que le llamo la atención. ¿Se encuentra bien? -escuchó desde alguna parte arriba a la derecha.

Había acudido a juicios enfermo, muy enfermo, somnoliento, e incluso con resaca, pero siempre por causas de fuerza mayor. Sin embargo nunca había estado tan despistado como esta vez.

-Disculpa Antonio… eh… Ruego disculpe mi lapsus, Su Señoría. 

Mientras salían de la sala, no pudo evitar ver la sonrisita orgullosa de Javier, el abogado de la acusación. Cualquiera pensaría que había ganado el juicio, cuando en realidad Laura había sido absuelta. A pesar de eso, Javier creía que le había ganado una batalla a Livingstone, y su rostro y su actitud altanera mientras recogía sus cosas así lo demostraba. Livingstone trató de no hacerle ver lo equivocado que estaba con ningún gesto, así que agachó la cabeza hasta que le perdieron de vista en el pasillo. 

Tenía un par de cosas que decirle a Laura, y no quería hacerlo en el pasillo, así que cuando ella se acercó para darle las gracias, le cortó rápidamente con gesto de la mano y le ofreció tomarse unas cañas para celebrarlo. Para evitar una negativa, subrayó que era poco menos que una tradición ineludible en el mundillo judicial.

#

La Tasca de Juan era uno de esos bares de toda la vida. Solo que ahora en lugar de Juan García, lo regentaba Jian Pan. Aunque les costara un poco más escucharse, el hecho de que aquí la gente hablara tan alto ayudaría a que no se enteraran de su conversación, aunque raro sería que a los parroquianos les interesara. Hoy había derbi.

No tuvieron problema en encontrar una mesa vacía en una esquina sin ángulo para ver el televisor. Laura esperó sentada mientras Livingstone se acercaba a la barra y traía un par de cervezas bien frías y unas aceitunas.

-Sé que soy muy pesada, pero gracias de corazón.

-Nada, nada, es mi trabajo, y además no tiene mucho mérito, como ya te comenté al principio, poquísimos casos de este tipo acaban en condena y las multas os las cubre el seguro. 

-Aún así, gracias otra vez.

-Bueno, ¿qué vas a hacer ahora? Bueno, no ahora, me refiero a cuando te den el alta médica. ¿Piensas volver?

-Ni de coña. Ese trabajo es lo peor. No sé cómo será el de controlador aéreo, pero te digo que estar pendiente de tantas pantallas por si pasa algo que el coche autónomo no sea capaz de manejar y entonces ponerte al mando… sabiendo que si la cagas puede morir gente… pues la verdad es que quema. Quema mucho. Yo no lo aguanto más, y menos después de este accidente y toda la tensión del juicio. 

-Me lo imaginaba, el juicio no habrá hecho más que empeorarlo todo. En fin -decidió ir al grano-, normalmente no se llega a juicio salvo que los familiares insistan, y no ha sido este el caso. Otra cosa es que haya indicios de que el superconductor haya hecho alguna locura como cometer un delito valiéndose de su posición -tomó un sorbo, mirándola a los ojos mientras encajaba la puya que le acababa de lanzar.

Laura abrió la boca para responder, pero sus ojos, luego su mano, y por último sus labios, acabaron encontrando refugio en su cerveza. Su semblante al dejar el vaso sobre la mesa había cambiado por completo. No en vano había pasado de creer, aun con cierta desconfianza, que estaban de celebración, a sospechar que su abogado le estaba preparando una encerrona de algún tipo. El tiempo del sorbo de cerveza no fue el suficiente como para recomponerse. Se quedó largo rato con la boca abierta otra vez, pero no le salían las palabras. El largo silencio de Livingstone, que no dejaba de mirarle fijamente a los ojos, confirmaba sus sospechas. Pero él no era lo bastante cruel como para mantenerla en esa situación de tensión demasiado tiempo.

-Mira Laura, vamos a ser sinceros el uno con el otro, porque creo que hemos empezado con mal pie los dos. Y me incluyo, eh -el rostro de Laura se relajó un poco, pero el miedo no había desaparecido de sus ojos, parecía un animalillo acorralado-. Voy a empezar yo, para que veas que voy en serio.

No me metí a picapleitos de Edison por gusto. No pagan tan bien como la gente cree, porque al fin y al cabo estos pleitos se solucionan casi siempre con un acuerdo que los comerciales de la empresa se encargan de venderle a los afectados. 

Como ya te he dicho sólo si la acusación particular es poco colaboradora se acaba en juicio, y de los veintitantos que llevo no he perdido ni uno solo. Sólo conozco un caso en el que hubo pena de cárcel, aunque al final no se cumplió porque era poco tiempo, ya sabes, y sé de buena tinta que hubo condena porque el juez conocía al acusado y le quería empapelar.

Al final los jueces suelen imponer una indemnización parecida a la que ofrecen los comerciales, así que con el engorro que conlleva un juicio, ya me dirás quien se mete en ese jaleo.

La mayoría de los que lo llevan adelante es gente que quiere demostrar alguna cosa a su familia, su comunidad y cosas así. Algo así como: “Miradme, me preocupo por la muerte de mi hija”. Muy bonito cara a la galería, pero de poco sirve para hacer justicia o evitar que siga muriendo gente. Yo diría que otros lo hacen por verle la cara al culpable de la muerte de su hija…eh… de sus familiares. 

Así que, eso, en los casos en los que quieren verle la cara al culpable, ya me encargo yo de que se enteren de que su asesino no tiene rostro pero sí cotiza en bolsa y tiene un ticker en Nasdaq. Al fin al cabo soy abogado defensor de los superconductores y tengo que echarle el muerto encima a otro, aunque sea a la propia empresa. Total, es sólo cuestión de números, y con la legislación actual, a ellos las cuentas le salen.

Pero claro, a esos pobres familiares lo único que les queda es buscar culpables con dos ojos y dos orejas, y al final para eso existís los superconductores, para asumir la responsabilidad legal en caso de accidente, ¿no? Pero nadie dice nada de la carga moral, ni de las tasas de suicidio en vuestra profesión. Pero bueno, que te voy a contar yo de eso.

-En los dos años que llevo, y sólo en mi planta, siete -dijo Laura-. Que se fueron a por tabaco, decimos nosotros.

-Es que es una canallada. Todo el sistema de los superconductores. Saben de sobra que una persona no puede atender los imprevistos de la conducción de veinte coches, pero les importa una soberana mierda mientras les cuadren las cuentas.

La mitad del bar saltó enfurecida moviendo sillas y mesas, gritando, maldiciendo y acordándose escatológicamente de la madre de alguien. Cualquiera diría que una injusticia enorme acababa de suceder. No era para menos, había sido un penalti clarísimo, pero al parecer el árbitro no opinaba lo mismo.

-Veinticinco -dijo Laura. 

-¿Qué? -Livingstone no le pudo oír con el jaleo.

-Veinticinco -repitió-. Con el nuevo sistema dinámico, los subieron a veinticinco en los picos de atención. Nos miden constantemente para saber la carga que nos pueden meter.

-Pues veinte es el máximo legal según la 2022/8.

-De momento están solo en pruebas, con conducción simulada de los cinco extras. O eso nos dicen.

-Muy interesante, y no lo sabía. Ves, esa es la razón por la que me metí en esta mierda -tomó un sorbo-. Los voy a reventar -se llevó las manos a la frente y las deslizó lentamente hacia atrás, arrastrando su pelo, preparándose para lo que iba a decir -. Así que, Laura, ¿o debería llamarte Andrés?

Laura miró a todos lados, con los ojos como platos, por si alguien había escuchado cómo le acababan de llamar. Si hace un rato parecía un animalillo asustado, ahora su rostro parecía el de un gato brincando y corriendo despavorido cual alma lleva el diablo. Sólo su rostro, porque el resto de su cuerpo permanecía inmóvil. Anclado en su silla como instantes después del accidente del juicio. Los nervios a flor de piel buscando señales de alguien que se hubiera percatado de lo ocurrido. Pero como entonces, la gente a su alrededor iba a lo suyo, a nadie parecía importarle lo que para ella era un peligro mortal. La vida seguía.  

-¿De verdad pensabas que te ibas a escabullir con la ley de transolvido? Deberías haberte informado mejor, porque los abogados defensores tenemos acceso a la información de todas las identidades pasadas de nuestros clientes. Pero es que la acusación también. Es un embrollo y normalmente no se pide, pero si hay indicios de que pueda influir en el caso nos dan acceso. Aunque no creo que cambiaras de identidad sólo por eso, pero bueno, tampoco quiero meterme donde no me llaman. Así que, ¿sabes lo que te ha librado de verdad? Dos cosas.

Que Javier, el abogado de la acusación, me tiene una tirria impresionante. Intuye, o más bien diría que sabe a ciencia cierta, porque aunque sea un envidioso y un cobarde no es tonto, que voy a por Edison. Y creía que yo quería hacer saltar la liebre con tu caso, así que no me iba a hacer el favor de destaparte. Pero no es así, no me interesaba que el tuyo fuera mi último caso. 

Porque, y esta es la segunda razón de que no estés en la cárcel, haré saltar la liebre cuando tenga un caso que la opinión pública, y yo mismo, considere inadmisible y repugnante. Y el tuyo no lo es. El violador de tu hermana no debería haber estado en la calle, montado en un coche autónomo como cualquier hijo de vecino. ¡A cualquiera le podría haber tocado compartir viaje con él! Estoy seguro de que mucha gente pensaría que se merecía morir en un accidente, o incluso algo peor.

Así que ya está. Ya me he sincerado contigo. Mis cartas están sobre la mesa. Ahora te toca a ti. Así que cuéntame.

¿Cómo demonios conseguiste saber que iba en ese coche?

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Noticia inspiradora: Tesla planea lanzar su servicio de taxis autónomos en 2020

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El detector de tontos

Las empresas de Recursos Humanos no sólo tienen psicólogos y personal especializado en entrevistas. Una buena empresa tiene que tener de todo.

Belarmino había sido pastor en la montaña. Luego lo llamaron para la mili y trabajó en las obras. Cuando la cosa vino mala, entró a trabajar en la limpieza, y un día, pasando la fregona, se le escapó un comentario que cambió su vida.

—Esos tres son bobos —dijo entonces.

Uno de los tres era el director gerente, recién despedido, y los otros dos sus abogados. A la espalda de Belarmino estaba el Presidente y propietario de la empresa.

—¿Por qué ha dicho eso? —le preguntó con cara de pocos amigos.

Belarmino estrujó la gorra entre las manos.

—Por los andares. Por cómo tratan de mantenerse tiesos, y cómo se chocan unos con otros.

El presidente volvió a su despacho sin responder una palabra. Una semana después le llegó a Belarmino una carta en la que se le invitaba a una reunión con una docena de candidatos para cubrir tres puestos importantes en una multinacional.

A la salida, el Presidente preguntó al antiguo pastor cuantos tontos había entre los candidatos y Belarmino citó a ocho. Las razones que aportó bastaron para que le cambiasen el mono de faena por un traje con chaleco y corbata. Oficialmente sería auxiliar de selección, pero en la casa se le conocería ya para siempre como el Detector de Tontos.

Él mismo veía un tonto en el espejo cuando se disfrazaba así. Seguramente lo fue durante un tiempo, pero con los años, su trabajo se ha hecho imprescindible.

De todas sus herramientas, la que mejores resultados le ha dado siempre es la del saludo: Belarmino reúne en una sala a los candidatos y los graba durante diez minutos. El modo de comportarse entre ellos antes de que aparezca el entrevistador aporta muchos datos.

A veces hace sonar ciertos ruidos por los altavoces. Un buen pedo suele ser eficaz.

Después, cuando empieza a cundir el nerviosismo, entra en la sala con ademán irritado.

—Buenas tardes a todos, menos a uno —grita.

Y los bobos pican siempre. Se les nota en la cara.

Esa frase es un detector de tontos infalible.

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La más fiel predicción futurista de George Lucas se cumplió en Murcia

Recuerdo aquel verano de 2019 en el que, teniendo yo 6 años, escuché a mi padre alegrarse por las temperaturas extremas que habían vivido en la zona norte del país. "Así sabrán lo que pasamos en Murcia", decía mientras escuchaba en las noticias los 43 grados alcanzados en Zaragoza y los 42 de Pamplona, así como las temperaturas nunca vistas que sufrían los parisinos o los berlineses. Esto fue en julio, y en agosto nos tocó a nosotros: una semana entera con 44 grados de máxima y 26 de mínima. Los más viejos decían que "este año se está poniendo pesadica la calor" y resaltaban que, pese a lo especialmente tórrido de esos días, se habían vivido episodios similares en el pasado. Lo raro era lo de Zaragoza, pero en Murcia esto no era nada del otro mundo. Nuestro verano se extiende desde mediados de mayo hasta mediados de octubre, y en esa etapa es milagroso que alguna noche baje de los 21 grados o algún día de los 32-33.

Llegaron los veranos siguientes y la cosa empeoró doblemente. En primer lugar, los veranos cada vez duraban más, y las olas de calor eran semanales, alcanzándose los 47 grados de máxima y 31 de mínima en los peores días. En 2022 tuvimos una ola que nos obligó a sufrir esos valores durante 14 días seguidos. Decenas de ancianos, enfermos y personas sin hogar murieron. En segundo lugar, nuestro aire estaba brutalmente contaminado durante todo el año, pero en verano se sumaba el polvo africano en suspensión que traía el aire sahariano. Las muertes por problemas respiratorios aumentaron de forma notable.

En 2040 se produjo el gran éxodo a la zona norte de España. El aire era irrespirable durante casi todo el año y en verano ya se alcanzaban los 50 grados. Solamente una pequeña parte de la población, por falta de recursos o amor incondicional a sus raíces, se quedó en la desértica Murcia. El Gobierno nos proporcionó unas máscaras de descontaminación del aire y unos mantos térmicos que debíamos llevar cada vez que saliésemos a la calle. Un atuendo prácticamente idéntico al de los moradores de las arenas de Star Wars. George Lucas, al diseñarlos, vislumbraba las figuras de los murcianos que vivirían en 2040.

Yo fui de los que se quedaron. En parte por amor a mi castigada tierra, y en parte porque los mismos expertos que previeron este futuro para Murcia, manifestaron que en 20 años la zona norte del país estaría igual si no se tomaban medidas drásticas para reducir la contaminación, destacando que incluso si se tomaban no era seguro que la situación pudiese revertiese, ya que debieron llevarse a cabo 30 años antes para garantizarse su efectividad (y de paso intentar salvar a Murcia, algo que ya era imposible).

Nadie les hizo caso, igual que cuando predijeron el desastre en nuestra tierra. Era más cómodo asumir el discurso negacionista que, ante los hechos consumados, mutó y asoció la desertificación de Murcia con la transformación natural del planeta, prometiendo que eso nunca sucedería de Madrid para arriba.

Nunca entendí la inercia que te lleva a no mirar más allá del próximo paso que vas a dar, y a no modificarlo un ápice aunque haya señales evidentes de que tienes enfrente un profundo agujero, incluido el hecho de que quien caminaba unos pasos por delante en un camino idéntico al tuyo ya se ha caído. Una actitud más propia de banthas (los búfalos gigantes que usaban los moradores de las arenas para desplazarse) que de humanos. Y gracias a la cual nos hemos ganado el mismo mundo donde habitaban los banthas, como preludo de otro en el que ni siquiera las máscaras más complejas podrán volver el aire respirable. Pero, como decía mi vecina de al lado, "si se va a acabar el mundo, que me pille comiendo y viendo el Sálvame".

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Cómo echó Manolo a los okupas

No te engañes, Argimiro. La idea está en que tú no puedes entrar, pero ellos no pueden salir. Y en que la Ley es medio tonta, pero es tonta a todas horas. Tenlo en cuenta.

te cuento si quieres la manera en que Manolo echó a los okupas, o si quieres ocupas, o como te dé la gana, de su casa de Estepona.

No sé si será verdad o un cuento, y por eso digo que fue un cuento, porque los cuentos no necesitan pruebas y además tienen que ser divertidos. O si acaso, parecerlo.

Eran tres adultos y un niño. Uno más mayor, un hombre, y una pareja más joven, con un niño. Da igual cómo se metieron dentro. Eso puede interesarle a otros, pero a mí me la sopla: el caso es que se le metieron dentro y que Manolo tenía que presentar no sé cuántas reclamaciones, porque esa gente había pedido comida a domicilio, y tenía correo, y no sé qué mas cosas a su nombre, y la cuestión podía prolongarse meses, o hasta años.

La ley estaba de parte de los que se habían metido en la casa. Así que Manolo pensó que la solución no estaba en esa ley, sino en otras. Porque lo importante no es la ley, sino las leyes.

Manolo pensó en llamar a una de esas empresa de desocupación que simplemente negocian, pero no le pareció buena cosa pagar a unos mafiosos para que largasen a otros. Para eso estaban las leyes, en plural.

Así que se lo pensó un rato y pidió a su madre que llamase a la policía para decir que en la calle tal, número tal, se estaba prostituyendo a una mujer a la fuerza. Explotación sexual. Gritos. Muy chungo todo.

La chica lo negó, pero los dos tíos, el joven y el viejo, acabaron fichados. Y no por ocupar una casa, sino por algo bastante más jodido. Porque digas lo que digas, te fichan. Por si acaso.

Una semana después, un amigo de Manolo volvió a llamar y dijo que en aquel inmueble había una chica en la ventana pidiendo socorro, y que un tío, con la descripción del joven, la había cogido por los pelos y la había metido a la fuerza para adentro. Nueva visita de la policía. Nuevo movidón. Otra ficha. Apercibimiento.

En menos de diez días, la policía local y la nacional recibieron otras dos llamadas parecidas. Gritos, peleas, violencia, el niño llorando...

El joven pasó una noche en comisaría aunque ella insistía en negarlo todo. El viejo se marchó un jueves. El resto, el lunes siguiente.

Ni siquiera fue necesario llegar al paso siguiente, el de darle un hostiazo a la chica en la calle y denunciar de nuevo a su pareja. Creo que se lo olieron a tiempo.

Porque una cosa es meterse en una casa ajena y otra la violencia de género, sobre todo si ya tienes antecedentes, ¿verdad?

De lo primero igual te libras, pero de lo segundo no te libra ni dios...

Y no te va a creer nadie cuando lo niegues.

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No podemos hacer milagros: historia de una muerte prematura

El primer paso para que una Administración no funcione, es dotar a sus funcionarios de una pequeña parte de los recursos materiales y humanos que precisan para realizar su trabajo. Esta situación provoca un efecto en cadena que acaba dinamitando cualquier atisbo de eficiencia. Porque, si un funcionario debía trabajar a un nivel de rendimiento 10 y se le dan medios para que lo haga a un nivel de rendimiento 6, muy probablemente acabe haciéndolo a un nivel de rendimiento 4, usando para ello el argumento de que si los de arriba no cumplen, él no va a ser el mártir que multiplique los panes y los peces. Y los de arriba tampoco se lo reprocharán, primeramente porque están a otras cosas y, en segundo lugar, porque si lo hacen el funcionario tendrá muchas cosas que echarles en cara, y no conviene que se digan en voz alta.

A la anterior lógica escapa un cierto porcentaje de los funcionarios que, o bien hacen todo lo que pueden con los medios que les dan, o bien hacen mucho más de lo que objetivamente podrían realizar con esos recursos, matándose a trabajar e hipotecando incluso su tiempo libre para que las cosas funcionen del mejor modo. Lamentablemente, este porcentaje no es ni mucho menos todo lo amplio que la sociedad precisaría para suplir de un modo medianamente eficiente la indolencia y la corrupción de los políticos.

Yo trabajaba en un instituto público como profesor de Historia. Las clases estaban masificadas, la plantilla era escasa, los recursos que se nos daban claramente insuficientes y, para colmo, la ubicación del centro (un barrio muy deprimido de la ciudad) provocaba que nuestro trabajo fuese especialmente penoso. Las carencias culturales, afectivas y cívicas de los alumnos son difícilmente colmables por un profesor que pasa 4 horas de lunes a viernes con ellos sin los medios más básicos para hacer su trabajo, máxime cuando en sus casas, calles y lugares de ocio ven exactamente lo contrario de lo que les inculcas. Para colmo, la barrera idiomática de la legión de alumnos extranjeros que teníamos requería un apoyo específico que la consejería de educación no nos daba.

Todo esto provocaba que muchas de las clases acabasen siendo un paripé donde el profesor recitaba el libro mientras un alumno se levantaba velozmente para enseñar el culo a sus compañeros y sentarse a toda prisa mientras todos reían a carcajadas. El profesor, sabiendo lo que estaba pasando, seguía cubriendo el expediente y fingía no enterarse. Igual que cuando se daban puñetazos furtivos por debajo de la mesa, se insultaban en voz alta o llegaban a caerse hacia atrás con las sillas mientras intentaban hacer equilibrio sobre una pata.

Un año tuve una alumna totalmente diferente. Se llamaba María, era profundamente tímida y con un nivel cultural ciertamente elevado. Su madre era limpiadora y de su padre no sabía nada prácticamente desde su nacimiento, pero su amor por el conocimiento había provocado que dedicase su tiempo libre a la biblioteca municipal, donde devoraba desde relatos fantásticos a obras filosóficas de cierta enjundia hasta para un adulto. María no era fea, pero se preocupaba muy poco de su aspecto. Siempre llevaba ropa muy holgada y pasada de moda, en contraposición con los insinuantes tops y minifaldas de sus compañeras. María era diferente y no se molestaba en ocultarlo. Y eso le pasó factura.

Cada mañana su pupitre tenía alguna pintada nueva: bollera, cacho mierda, monstrui, cosa rara...Del mismo modo, la violencia en la clase (que solía ser recíproca y producirse entre alumnos acostumbrados a ella) empezó a focalizarse en María. Zancadillas, escupitajos, lanzamiento de objetos...tanto dentro como fuera del aula. Muchas veces esto ocurría con el propio profesor en clase, que seguía el protocolo habitual y miraba hacia otro lado, pues el último compañero que se había atrevido a denunciar a un alumno ante la directora y provocar que fuese llamado a su despacho (aunque sin mayores consecuencias), acabó recibiendo un puñetazo de su padre.

María siempre respondía con el silencio, su gesto nunca variaba y jamás le vi llorar. Pero cualquier observador mínimamente hábil podía ver que estaba al borde del colapso. Me enfrenté con varios de sus acosadores que, dependiendo de su grado de salvajismo, me respondían negando los hechos o directamente eructándome en la cara. Y terminé acudiendo a la directora. Me replicó con el manido "son cosas de los chavales, pasa en todas las aulas" y, cuando le resalté la especialidad del caso, acabó diciéndome que si su madre lo pedía intentaría tramitar el cambio de centro, pero que ella no se iba a meter enmedio del Vietnam para que algún padre acabara dándole un navajazo a la salida, y me resaltó que bastante hacíamos con cumplir nuestra jornada con los medios que nos daban.

Intenté hablar asiduamente con María para hacerle más soportable aquel infierno. Le dije que en pocos años todo esto pasaría, que su futuro estaba en la universidad y allí haría grandes cosas, que hablaría con su madre para que le llevasen a un centro menos conflictivo. Ella me replicó diciendo que no quería preocupar a su madre porque bastante tenía con su trabajo, y que de todos modos tampoco era tan importante. Me dijo que nada de este mundo le parecía verdaderamente importante, y que siempre había sentido que estaba de paso por aquí, y que su felicidad estaba en otra parte.

Alarmado por estas palabras, corrí a hablar con la directora y le dije que si no solucionaba la situación ahora mismo acudiría a la prensa. Gracias a estas palabras mágicas, accedió a llamar a su madre y citarla para la semana próxima, a fin de tramitar el cambio de centro con la máxima celeridad. No dio tiempo: María se suicidó un viernes al salir de clase, tirándose al tren.

Ahora el juez competente está instruyendo los hechos y se ha imputado a cuatro de mis alumnos más violentos. La directora echa balones fuera y dice que no sabía nada. Ni siquiera se atreve a denunciar ante los medios la falta de medios que sufrimos, porque quiere seguir siendo directora. Mis alumnos serán condenados y pasarán unos años en un centro de menores, que será la antesala de las múltiples condenas carcelarias que tendrán a lo largo de su vida. Mientras, en el instituto seguiremos interpretando el triste teatro de siempre, nos seguiremos echando las culpas unos a otros por lo bajo, y yo rezaré para que ningún alumno que no sea lo bastante duro para sobrevivir en nuestra selva, tenga la mala suerte de entrar en ella.

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¡Grñá! (o algo así)

¡Grñá! (o algo así)

Incluso después de cincuenta años entrando en la porqueriza a dar de comer a los cerdos todos los días, Saturnina no terminaba de acostumbrarse al olor. Como cada mañana, salió de allí escopetada, sacó un pañuelo de su voluminoso escote, lo desenrolló dejando caer las ramitas de romero de su interior, y con el lomo doblado, se tapó la nariz y la boca con él hasta que se le pasaron las arcadas. Buenos días, campo. 

Sonrió mientras se acercaba al corral de las gallinas. Hoy era su cumpleaños, así que desayunaría unos huevos revueltos. Era una afortunada; podía darse un capricho de vez en cuando, no como la pobre Tomasa. A la pobre Tomasa la ayudaban cuando se dejaba, pero era tan orgullosa y testaruda que prefería pasar hambre a permitir que le echaran una mano. Cuando le venía al pecho el fuego de la añoranza de Rufino, siempre se acordaba de ella. Pobre Tomasa. Al menos, se reconfortaba, a mí me daban un buen meneo por ahí abajo el primer sábado de cada mes. Le podían decir cualquier cosa de Rufino. Que era un borracho, porque lo fue. Que era un holgazán, porque lo fue. Que le robó tres gallinas a Gandulfo, porque se las robó. Pero ahí abajo… Ahí abajo siempre cumplía. Todos los meses sin falta. ¡Ay, la pobre Tomasa! Ella ni siquiera ha conocido varón. Mi jardín estaría yermo, pero yo al menos he disfrutado de la siembra.

Tres tristes huevos le brindaron sus escuálidas gallinas esa mañana. Saturnina salía del corral mirando su cesta, contándolos otra vez como si así fuera a aparecer de repente uno más, cuando le vino el olor. Un hedor mezcla de entrepierna sudada, infección y bicho muerto. Con la arcada y el gesto instintivo de volver a sacar su pañuelo del escote, se despistó, se le cayó la cesta, y de los tres huevos ya solo quedaba uno. Adiós al desayuno de cumpleaños. Por el rabillo del ojo vio que algo se movía en el montón de desperdicios de las gallinas. Se le encendió la cara como una tea, dio un pisotón, cogió la horca que había apoyada junto a la puerta del gallinero y avanzó hacia la montaña de basura como un espartano. La rabia la había dejado sin náuseas, sin paciencia, y sin olfato.

La decisión y el valor le duraron lo que tardó en asomar la cabeza el muchacho al otro lado del montón de desperdicios. A Saturnina se le aflojaron las manos y dejó caer la horca. 

—¡Grñá! —gritó el amasijo de pelo y costra.

Se llevó una mano al pecho tratando de parar su corazón antes de que se desbocara. El muchacho siguió a lo suyo, y Saturnina se recolocó incómoda las enaguas. Se le había pasado el miedo y le había entrado la vergüenza; del susto se había orinado encima. No había duda, era un zagal. Con mucho pelo, lleno de mierda; pero no era un niño, ni un perro, ni un hombre. Tendría la edad de Rufino cuando volvió de la guerra, y la misma hambre. O más aún, si es que eso era posible. Tenía la boca llena de los gusanos que deberían comerse sus gallinas. ¿Sería por eso que ponían tan pocos huevos? Pobre muchacho. Saturnina anduvo hacia atrás, sin perder de vista el montón y mirando de reojo al suelo para no pisar el huevo. Se agachó, lo cogió, y volvió a acercarse otra vez.

—¡Grñá! —le volvió a gritar, sin ni siquiera asomarse esta vez.

—Mira chico, un huevo. Para ti —contestó Saturnina con zalamería y avanzando con el huevo por delante.

—¿Grñé? —preguntó, esta vez sí, asomándose con curiosidad, mirando fijamente el huevo.

—Para ti. Toma —ofreció Saturnina, agachándose y dejando el huevo en el suelo.

Mientras avanzaba a cuatro patas hasta el huevo, Saturnina pudo verlo mejor. No lo parecía por la suciedad que le cubría, pero iba desnudo. El colgajo lo atestiguaba. Seguramente aquello era más pequeño de lo que parecía, por lo delgado que estaba el pobre joven. ¿Pero qué hacía mirándole el colgajo? Saturnina se ruborizó y miró a otro lado, así que no lo vio lanzarlo. Pero sí que oyó el crujido del huevo al estamparse. Ahí estaba, derramándose por la pared del gallinero, lo que quedaba de desayuno.

—¡Grrññeaa! ¡Mgrñaista! Mmrrores, grñee… —¿increpaba? mientras corría alejándose de allí haciendo aspavientos.  

Saturnina no fue al pueblo aquel día. No quería perder la oportunidad de volver a encontrarse con el muchacho. Limpió y ordenó la casa, encendió un buen fuego y sacó las mejores conservas, reservadas para el invierno. Preparó una buena olla de cocido y se aseguró de que la corriente entrara por la puerta y saliera por la ventana para transportar su nutritivo y especiado olor lo más lejos posible. Incluso calentó agua para un baño. Pero ese día no volvió.

Saturnina no concilió nada bien el sueño esa noche. Daba vueltas y vueltas en el fondo de su viejo y combado colchón. Apenas dormía, y cuando lo conseguía, se despertaba sobresaltada. Tenía sueños oscuros e incómodos en los que se entremezclaban sensaciones placenteras e impúdicas con el dolor de la pérdida de Rufino. En uno de ellos estaba disfrutando de su marido durante uno de esos primeros sábados del mes. Todo transcurría como en sus mejores recuerdos, hasta que a Rufino le empezaron a salir gusanos de la barba y le empezó a gritar “¡Grñá!¡Grñá!” y tuvo que salir corriendo de su casa, desnuda, mientras todos los vecinos del pueblo le lanzaban huevos desde las puertas de sus casas.

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Pasaron los días, y su secreto se convirtió en un pequeño cuenco de gachas que dejaba cada mañana, con la disciplina que da la esperanza, junto al montón de desperdicios del corral. Se consolaba pensando que lo que faltaba al recogerlo cada noche se lo había comido su joven Grñá, que a estas alturas debería estar tan sano como las orondas ratas que su viejo gato mantenía a raya, cada vez con más dificultad. 

Ya estaría hecho todo un hombre. Salvaje quizás, pero todo un hombre. Se lo imaginaba erguido, abriendo la puerta de su casa de un manotazo, para olisquear brevemente el aire y acercarse con paso firme, guiado por el olor a lavanda hasta la puerta del baño. Y tenía que dejar de imaginar, salir de la bañera y secarse, o esa noche volvería a tener sueños impúdicos.

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Había pasado tanto tiempo, tenía tan idealizado su recuerdo, que tardó en reconocer el hedor y abrirle la puerta. Unos golpes la despertaron en mitad de la fría noche y bajó asustada, pensando que venían a robarle. “Qué tonta, quién vendría a robarme a mí”, pensó, cuando al fin recordó su pestilente impronta. “Es mi pobre Gr ñá”. Estaba hecho un ovillo sobre el felpudo de esparto. Seguía igual de enjuto, sucio y enfermizo, pero esta vez temblaba como un polluelo desvalido recién caído de un nido.

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De pie delante de ella, Faustino golpeteaba el pulcro suelo de la sala de espera del hospital con la punta de goma de su viejo bastón de madera de sauce. 

—Ya está bien, Saturnina. Has hecho lo que estaba en tu mano. Deja que se encargue su familia. Esos estúpidos desagradecidos de ciudad ya te han dejado claro que no te quieren ver por aquí. — La agarró, tironeándole del brazo—. Venga, nos vamos de vuelta ya, que me esperan para el dominó. Además, antes había un moro ahí afuera rondando mi furgoneta.  

Saturnina hizo el ademán de secarse las lágrimas, pero hacía horas que tenía los ojos secos de tanto llorar. Maldito gañán insensible. Encima le tendría que agradecer el resto de sus días que le hubiera acercado a la ciudad en su furgoneta a aquellas horas con el muchacho a cuestas. Seguro que se lo cobraría con creces. El pobre Grñá. ¡Veintitrés años! Es solo un crío, por el amor de dios. ¿Cómo han podido dejarle solo esos desgraciados? ¿Qué clase de padres son? ¿En qué se está convirtiendo este mundo?

Faustino aporreaba impaciente la puerta de su casa con el mango de su viejo bastón de madera de sauce.

—¡Saturnina!¡Mis huevos!

Saturnina dejó de limpiar las acelgas, se secó las manos en el delantal, y se fue a abrir la puerta suspirando y arrastrando sus babuchas con desgana. En cuanto le abrió, el viejo entró con soberbia y sin permiso. Así se cobraba aquel hombre los favores. Se paseó junto a la mesa de la cocina como un patrón por su terruño vigilando a los jornaleros. Soltó el periódico en la mesa como si fuera un fajo de billetes y lo golpeó un par de veces con el mango.

—Me voy. Mira el periódico, tu chaval ha ganado un premio.

Agarró la cesta de los huevos y se paró junto a la puerta antes de irse. La miró con una sonrisa de oreja a oreja, arqueó ambas cejas, dio un par de golpes en el suelo con el bastón, y se marchó cerrando de un portazo.

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Anarcoprimitivista con apendicitis gana el premio Darwin 2028.

Ante la avalancha de correos electrónicos, el panel del premio Darwin ha decidido adelantar el veredicto de este año, en una decisión unánime y sin precedentes desde su creación en 1993. 

Los profesionales del Hospital de las Mercedes no pudieron hacer nada para salvar la vida de un joven de 23 años, que llegó a sus instalaciones con una peritonitis avanzada en la madrugada de este 27 de marzo de 2028. En una muestra de obstinada coherencia, el consecuente muchacho no dijo una sola palabra desde que llegó postrado al hospital —gracias a la ayuda de una anciana vecina de Paupervilla de la Sierra—, hasta su desgraciado final. 

Recordemos que además de toda la tecnología que rechazan por conducir inevitablemente a nuestra decadente civilización, los anarcoprimitivistas extremos están en contra de la comunicación simbólica, y por tanto, de la palabra.

Bueno, en realidad sí que pronunció algo antes de fallecer, pero fue demasiado tarde. Dexketoprofeno, esa fue su última palabra. Según su enfermera, mientras expiraba, agarrándole la mano, el joven le susurró: “Dexketoprofeno. Sí que soy alérgico a algo, al Dexketoprofeno”.

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La coraza rota y la estrella caída

Cualquier ser humano con dos dedos de frente percibe lo tremendamente vulnerables que somos, lo exiguo de nuestra existencia y lo rápido que puede terminar por cualquier accidente o enfermedad. Esto es común a cualquier persona, y podría llevarnos a relativizar la seriedad de nuestra vida y del mundo en general. Pero llevamos en nuestros genes un instinto de supervivencia (muy conectado al miedo hacia el sufrimiento físico) que, unido a la idea de que este mundo es lo único que conocemos y no sabemos si habrá algo más allá, nos lleva a preocuparnos bastante de nuestro bienestar material y, en el caso de la gente más noble, del de los demás.

Dentro de las estrategias de supervivencia y minimización del dolor innecesario, está la de marcarnos unas obligaciones y despreocuparnos de todo lo que pueda pasar siempre que las cumplamos. Mi deber se ciñe a trabajar X horas al día y con eso ya realizo mi contribución con el mundo, por lo que si alguien me pide ayuda fuera de ese intervalo o encuentro una situación que podría mejorar con mi esfuerzo, tengo todo el derecho a despreocuparme de ellas, pues para seguir realizando mi contribución a que todo funcione necesito mis sagrados periodos de descanso.

Lo mismo sucede en el ámbito sentimental. Querer de verdad a una persona implica abrirte a infinidad de hipotéticas situaciones de sufrimiento, que abarcarán desde que pueda enfermar al hecho de que pueda dejar de quererte o serte infiel. Por eso muchos, en el fondo, intentan no apegarse excesivamente a nadie, y rehuyen las relaciones donde puedan intuirse malos momentos futuros.

Más o menos yo suelo seguir ambas estrategias, principalmente porque soy consciente de mi fragilidad. Muchas veces me siento como una gota de agua en el mar, rodeado de situaciones que me superan y podrían engullirme si se desarrollasen en un determinado sentido. Por eso intento minimizar esas situaciones y construirme una coraza que me proteja de los golpes aunque me prive bastante de la capacidad de sentir el tacto de las cosas o la caricia de la brisa.

Una vez conocí a una chica que me hizo cuestionarme estos criterios. Tenía un trabajo del montón, pero inteligencia y creatividad para ganar millones. Era absolutamente preciosa, pero nunca se preocupaba de arreglarse (y eso, cuando tu belleza natural es alta, la potencia aún más si cabe, pues a nadie se le ocurre pintar de rojo una rosa). Tenía una sensibilidad tremenda y un excelente gusto artístico, pero solía estar triste. Amaba las cosas vivas, las playas y las montañas, era tan dulce como la sonrisa de un niño y tan clarividente como los ojos de un águila desde las alturas...pero (seguramente por todo ello) el mundo le había herido profundamente.

Cuando la conocí, me acordé de una frase de Tolkien en relación con las críticas a Frodo por haberse puesto el anillo en vez de tirarlo al monte del destino. Frodo había llegado más lejos de lo que ningún otro podría haber llegado, a pesar de que ese último acto pudiese sonar a derrota. Ella había hecho frente a mil situaciones traumáticas y, aunque herida, había llegado al punto donde la encontré.

Con ella aprendí lo que significa hablar sin máscaras, con un diálogo tan puro como el que mantienes con un niño que no sabe hablar al hacerle reír con gestos. Desee su compañía incluso en sus momentos más tristes. Aprendí lo que significaba la nobleza de no mentir nunca independientemente de la dureza del mensaje. Descubrí que intentar sacar a una mariposa de su capullo antes de que se abra por su propia naturaleza es nefasto y sólo provocará su muerte. Fui aún más consciente de mi debilidad y de lo fuerte que ella me hacía, impulsándome a descubrir nuevos caminos que, yendo solo, me parecían demasiado desapacibles. Recordé lo que era usar la mente para algo más que trabajar, pues antes de conocerla mi mente se estaba petrificando, ya que el cansancio de la jornada me llevaba a vegetar en mis ratos libres, en lugar de idear como hacía antaño. Y siempre tuve la certeza de que volvería a volar. Desee que lo hiciera aunque pudiese implicar que se separara de mí.

En ella observé la suprema valentía de quien comete la locura de andar por el mundo sin coraza y, precisamente por ello, puede romper la tuya sólo con su mirada. Cuando veía sus heridas, pensaba que sin saberlo ella estaba caminando hacia un horizonte que muy pocos alcanzan: volver tu piel lo suficientemente dura como para resistir un mundo tan hiriente y tan sensible como para seguir sintiendo el calor del sol y la caricia del viento. Y tengo la absoluta certeza de que lo conseguirá. Por el camino, me habrá enseñado a ser menos mezquino y cobarde. Y cuando alce el vuelo, si para entonces no he desarrollado mis alas, buscaré su luz, tan especial, entre las escasas estrellas del cielo que pueden verse desde el centro de una ciudad.

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Érase una vez una niña...

Alberto era Director Territorial en la zona sur de uno de los principales bancos del país. A diferencia de otros muchos, él no había obtenido el cargo por razones familiares, pues provenía de la clase media. Comenzó como cajero, subió a director de sucursal y en 10 años tenía cientos de sucursales bajo su mando. Los ingredientes del pastel de su gloria eran tres: obediencia ciega, sofisticados halagos hacia sus superiores y una constante iniciativa para aumentar los beneficios del banco al precio que fuera. También influyó su casamiento con la hija de un importante constructor.

Los jefes simpatizan con quien limpia sus botas mientras recita una oda sobre su grandeza, pero eligen a quien (aparte de eso) les convence de que pueden despreocuparse en parte de sus ocupaciones, porque él las realizará con más ahínco que si fuese el dueño del capital que van a generar. Así, Alberto tenía la habilidad de idear operaciones beneficiosas para el banco y, una vez cerradas, alabar a su jefe inmediato haciéndole creer que eran mérito suyo y no del propio Alberto, aunque ambos sabían que era falso.

Era viernes y Alberto estaba pletórico por los excelentes resultados de su zona, que se materializarían en unos generosos incentivos que percibiría a final de mes. Por eso llamó a su mujer para decirle que esa noche tendría una cena de negocios, y acto seguido contactó con la agencia de escorts que habitualmente satisfacía sus deseos carnales. Pidió una chica muy especial, que él no conociese y que fuese una auténtica diosa, y ordenó que se la enviaran al hotel de costumbre.

Llegada la noche, llamaron a su habitación y ahí estaba la chica. Piel morena, pelo negro, estatura mediana y unas curvas perfectas. Tenía todo en su sitio, y cuando se desnudó cada centímetro de su carne quedó en la misma posición que previamente tenía dentro de su ajustado vestido. En cuanto a su rostro, la mirada penetrante y la sonrisa lasciva que dibujaba mientras se mordía los labios eran si cabe más excitantes que sus divinas formas.

La chica cabalgó sobre Alberto mientras él agarraba con sus manos el culo más firme que jamás había tocado. Le hizo entrar en un éxtasis que se prolongó durante toda la noche y se rompió en el momento en que lo hizo el último preservativo que habían usado. Alberto se alarmó, y la chica por lo visto también parecía bastante descolocada, aunque prontamente se recompuso y le prometió que no había problema porque, en cuanto llegase a casa, tomaría la píldora. Y así se despidieron.

A la semana siguiente, una caja llegó a la sede territorial del banco. Estaba a nombre de Alberto, quien la abrió rápidamente debido al letrero de "URGENTE" que tenía en su interior. Al ver su contenido, ahogó un grito con una mueca de asco: tenía una rata muerta y un CD que decía "ÓYEME". Visiblemente asustado, Alberto introdujo el CD en su ordenador, comenzando a escucharse la voz de la escort del viernes pasado:

"Érase una vez una niña que nació en una familia cualquiera. Su padre era peón de obra y su madre ama de casa. Cuando se casaron, necesitaban una casa, pero no tenían suficiente dinero. Fueron a un banco y firmaron una hipoteca. El señor que les atendió se lo pintó todo de color de rosa, y les prometió que el tipo de interés sería variable, de modo que si el euribor subía mucho pagarían mucho, pero si estaba bajo no pagarían prácticamente nada. No les advirtió de que en la hipoteca había una cláusula suelo cuyo porcentaje ya era más alto del euribor de aquel momento, ni de que si no pagaban algún plazo, los intereses de demora serían del 30%, pese a que el interés del dinero era del 4%. No les dijo que en el contrato había una cláusula que valoraba la casa en 50.000 euros a efecto de subasta, pese a que su valor era de 150.000, y que si se subastaba porque no habían podido pagar la hipoteca, el banco podía quedársela por esos 50.000 euros y seguir exigiéndoles otros 100.000 por la parte de la hipoteca que restaba por pagar. En definitiva, les engañó.

El padre de la niña se quedó en el paro, y no pudo seguir pagando la casa. Les desahuciaron, y él acabó suicidándose. La madre de la niña cayó en el alcohol y ella fue dada a los servicios sociales. Y la niña, tras pasar por diversos centros de acogida sin ser adoptada por nadie, acabó en la calle. El dolor de la niña era tan grande que comenzó a consumir drogas, y acabó prostituyéndose para pagarlas. Y la niña cogió el SIDA. El día en que se lo diagnosticaron pensaba suicidarse, pero casualmente vio en la televisión el rostro del hombre a quien su padre siempre iba a suplicar un poco más de tiempo para pagar la hipoteca. Era el mismo hombre que se la hizo firmar engañándole. Eras tú, hablando de los excelentes resultados de tu banco y alabando su honestidad y compromiso con el cliente.

Entonces la niña encontró una razón por la que vivir. Salió de las drogas, comenzó a cuidarse y acabó siendo la belleza que te cautivó el pasado viernes. Enseguida dejó de hacer la calle y obtuvo un lugar en la mejor agencia de escorts de la ciudad. Y consiguió llegar a ti, no sin antes retocar el último preservativo que usaríamos para asegurarse de que se rompiera durante el acto.

Tú siempre le decías a mi padre que es indigno deber cosas a los demás, y que debemos responsabilizarnos de nuestros actos. Por eso te devuelvo una pequeña parte de la muerte que nos diste. Eres rico y sabrás medicarte para mantener a raya la enfermedad. Pero tu vida no volverá a ser la misma, y tendrás el recuerdo perfecto de las vidas que destruiste. Y así, la niña podrá irse tranquila a un lugar donde las ratas no acaben entronadas y los inocentes hundidos en las cloacas. Te dejo en tu mundo, disfrútalo hasta el final de tus días".

Y la vida de Alberto cambió. El divorcio con su mujer (y, lo que es más grave, con la familia de su mujer) unido a todas las puertas que se le cerraron por prejuicios y rencores, fueron peores que la propia enfermedad. Y entonces Alberto se dio cuenta de que el también era adicto. Adicto a la pompa, el lujo, las alabanzas y el sentimiento de estar por encima de los demás. Y cuando perdió su droga, prefirió no seguir viviendo. Al final, su muerte acabó siendo casi más lenta y angustiosa que la del padre de la niña. Y es que hay cosas como la muerte, que terminan haciéndonos iguales a todos.

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El eterno final de los hombres salvajes

Los hombres salvajes (también llamados dunledinos) no eran muy diferentes de los jinetes de Rohan. Del mismo modo que Gondor consideraba a Rohan un pueblo tosco y primitivo, los rohirrim pensaban lo mismo de los hombres salvajes. El arte, la arquitectura, la tecnología, la complejidad de la organización social...son criterios que tanto en la Tierra Media como en el mundo actual se emplean para determinar el grado de civilización de un pueblo, y llegado el caso sirven como excusa para expoliarlo y despojarlo de sus tierras. Como hizo Rohan con los hombres salvajes.

Los hombres salvajes habitaban desde siglos las fértiles praderas donde después se asentó el reino de Rohan. Vivían en rudimentarias chozas de madera, no tenían reyes ni lengua escrita, desconocían cualquier manifestación artística, sus armas se limitaban a garrotes y hachas, y vivían esencialmente del pastoreo. No eran más violentos ni malvados que los rohirrim, pero cuando Rohan fue aumentando su población, sus reyes enseguida buscaron excusas para maquillar el desnudo uso de la fuerza que iba a implicar el destierro de los hombres salvajes.

Les acusaron de adorar a demonios, de practicar el canibalismo y de no ser auténticos seres humanos sino animales. Asaltaron sus tierras y los mataron indiscriminadamente, forzando a los supervivientes a desplazarse a unas colinas áridas donde malvivirían a partir de entonces. El frío, la ausencia total de recursos naturales y el pesado manto de muerte y enfermedad que todo esto provocaba, convirtió la vida de los hombres salvajes en un infierno durante siglos.

Cuando Saruman declaró la guerra a Rohan, los hombres salvajes fueron su carne de cañón perfecta. Ésta fue la conversación en la que explicó su plan a Lengua de Serpiente:

-Observa esta flor de pétalos blancos. Mira como introduzco sus raíces en este recipiente lleno de tinta negra. Verás como en unos instantes los pétalos acaban siendo negros. Pues bien, el alma humana sigue el mismo proceso: acaba volviéndose del color de aquello que absorbe, sobre todo si lo ha absorbido desde la infancia y no conoce otra cosa. En esta flor se encuentra una de las armas clave para ganar la guerra.

-Mi señor, no os entiendo...

-Los hombres salvajes han absorbido siglos de hambre y sufrimiento. Cada mujer salvaje tiene uno 6 hijos y solamente le sobreviven entre 1 y 2. Mueren de frío, desnutrición, enfermedades que podrían curarse con un baño de agua caliente y 3 comidas al día...y cada vez que viven una nueva tragedia, saben que Rohan es el responsable, piensan en la rica vida de los rohirrim explotando las tierras que eran suyas, y recuerdan cómo vertieron su sangre sobre ellas para expulsarles a las colinas. Dime ¿Cómo debe ser el mejor soldado?

-Debe estar bien adiestrado, gozar de un equipamiento adecuado...

-No. Debe haber dormido en un lecho de piedras afiladas desde su infancia, haber comido tierra y bebido barro, y sentir que tiene la oportunidad de vengarse de quien le condenó a esa existencia para quedarse con lo que era suyo. Así luchará con todas sus fuerzas, movido por la pasión más intensa que puede mover a un hombre y hacer surgir todo su potencial destructivo:el odio. Esa pasión irá unida a la vana esperanza de recuperar lo que era suyo y tener una vida mejor...es imposible encontrar una mayor motivación.

-Tenéis razón...

-No he acabado. El soldado perfecto debe contar con un requisito más.

-¿Cuál es?

-Que no suponga una amenaza capaz de rebelarse contra quien le use. Cuando la guerra acabe, las tierras de Rohan serán ocupadas por nosotros, y los hombres salvajes que hayan sobrevivido volverán a sus colinas. Son tan primitivos y estarán tan diezmados por las batallas que no tendrán fuerza para oponerse a nuestra decisión. Y si lo hicieran, les exterminaremos definitivamente.

-Sois un auténtico genio de la estrategia...

-La idea no es mía. Mi bola de cristal me permite ver destellos del futuro y de otros mundos. En tierras muy lejanas, y muchos milenios después, grandes gobernantes usarán a legiones de oprimidos para librar sus guerras, y su destino será el mismo tanto si ganan su patrocinadores como si pierden. Son peones en el eterno tablero de ajedrez que cientos de ilustres jugadores usarán para obtener la gloria. Por cierto ¿Sabes que en determinados lugares sus líderes han perfeccionado tanto las técnicas de manipulación mental que han convencido a sus súbditos para que se hagan estallar y causen con su muerte el mayor número de bajas al enemigo? Eso me ha dado una idea sobre cómo romper las defensas del Abismo de Helm...

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Las siete reencarnaciones de Gluk

Gluk vio la luz en una cueva y pasó sus primeros meses intentando sobrevivir al frío del invierno. Cuando por fin salió de ella, se encontró con un mundo del que, esencialmente, sabía lo mismo que sus padres. Y es que había nacido en una tribu de cazadores que recién aprendió a dominar el fuego. De aquella vida, Gluk recuerda temor e ignorancia continuos. Cada vez que había una tormenta, temían que el cielo cayese sobre sus cabezas. Cuando encontraban a algún animal desconocido con aspecto peligroso, creían que era un demonio y huian a toda prisa. Su vida se reducía a viajar buscando alimento, pues aún no habían aprendido a cultivar la tierra ni tampoco a domesticar animales para alimentarse de ellos.

En una ocasión, la gran bola de luz que guiaba su vida desde el cielo se apagó súbitamente. Pensando que era el fin del mundo, todos los miembros de su tribu huyeron despavoridos por el bosque, y Gluk cayó por un precipicio muriendo en un pozo de barro. Llegó a la sala de espera del más allá donde debían borrar su memoria y darle un nuevo destino. Pero su cabeza tenía demasiado barro, y al encargado le dio tanto asco que omitió su deber, devolviéndole al mundo con su vieja memoria.

Gluk despertó en una casa de adobe y dio sus primeros pasos mirando a un horizonte poblado de inmensas pirámides. Con el paso del tiempo, los hombres habían aprendido que esa bola de luz se llamaba Ra, y había que rendirle culto para que siguiera alumbrándonos y no se produjera otro desastre como el de su anterior vida. También había otros dioses que reinaban sobre el resto de aspectos esenciales del mundo, tales como la lluvia o la fertilidad de los campos. Gracias a ellos los hombres ya no vivían en un viaje continuo para buscar caza, sino que habían aprendido a cultivar la tierra y domesticar animales que les dieran alimento. Para servir bien a esos dioses, había que adorar a su representante en la tierra, llamado faraón, a quien Gluk no vio en toda su vida pero que (según le contaron) era un ser extraordinario, con derecho sobre la vida, la muerte y las propiedades de todos sus súbditos, pues así lo habían dispuesto los dioses.

Pero los hombres no fueron lo bastante sumisos hacia los dioses y éstos mandaron una hambruna que provocó la muerte de Gluk junto a la de miles de vecinos suyos. Otra vez volvió al más allá, pero el encargado de borrarle la memoria sintió repugnancia ante los cientos de piojos que poblaban su cabeza, y nuevamente omitió su obligación de hacerlo. Y Gluk recibió un nuevo destino.

Gluk despertó en una gran ciudad admirada en todo el mundo por ser un doble faro. Para los barcos, gracias al imponente edificio que albergaba su puerto e iluminaba a millas de distancia con su grandiosa luz. Y para las mentes, gracias a su biblioteca (la más grande del planeta) que atesoraba siglos de conocimiento sobre las más diversas disciplinas. En aquella ciudad tenía cada vez más peso una secta que resumía el mundo y todo lo que contenía en un libro. Todo aquello que contradijese el libro era un crimen contra Dios y debía ser destruido. Aquella secta tenía una mitología muy pormenorizada y unos rituales bastante complejos, pero su doctrina se podía resumir en que Dios había mandado a su hijo a morir al mundo para redimirnos de nuestros pecados, y su hijo había delegado en un tal Pedro la construcción de una Iglesia con poder para perdonar o retener dichos pecados al mundo entero, así como para dirigir la conducta de todo ser humano. Cuestionar la más nimia norma moral o rito concreto de esa Iglesia, era un crimen antinatural perseguible incluso mediante la violencia.

Gluk se preguntaba por qué creer o no creer en la resurrección de un hombre (o ayunar en un día concreto) te hacía peor o mejor persona, y también se preguntaba por qué, si Dios quería eso, había tardado tantos siglos en ordenarlo. Y en más de una ocasión lo dijo en público. Pero aquella secta era de armas tomar, y un día, por orden de su líder local, se armaron con cuchillos y antorchas y lanzaron un ataque masivo contra todo aquello que no encajase en su libro sagrado. La biblioteca fue destruida y Gluk fue quemado vivo.

Nuevamente Gluk volvió a la sala de espera del más allá, pero el encargado no quería mancharse las manos con la brea que llenaba su cabeza y no le borró la memoria. Y Gluk recibió un nuevo destino, despertando esta vez en una lujosa mansión de piedra ubicada en el centro de una imponente ciudad flotante, construida sobre un gran lago. Pronto aprendió que en aquel lugar se adoraba al sol, la lluvia o la fertilidad de la tierra, y su padre era un sacerdote encargado del culto al sol, encarnado en el dios Huitzilopochtli. Allí los dioses pedían carne humana para ser favorables a los hombres, y Gluk debió aprender a arrancar corazones y quemarlos en incensarios, pues su destino era el sacerdocio.

A pesar de sus experiencias pasadas, Gluk terminó creyendo que aquellos dioses eran reales, posiblemente porque bajo su manto obtuvo por primera vez una vida próspera, estando en la cúspide de la sociedad. Hasta que un día, escondido tras una columna, escuchó al sumo sacerdote hablar con un alto funcionario del emperador. Le decía que los tlaxcaltecas (vasallos de los aztecas, el pueblo de Gluk) estaban muy rebeldes últimamente, y había que recordarles lo que era el terror. El sumo sacerdote propuso inventarse que los dioses estaban molestos con el pueblo azteca y requerían sacrificios humanos masivos. Así se iniciaría una de las llamadas "guerras floridas" contra Tlaxcala con la excusa de que hacía falta carne para los dioses, y los tlaxcaltecas sufrirían tanto que se someterían totalmente.

Gluk, indignado, salió de su escondite y reprochó al sumo sacerdote que usase a los dioses en su beneficio, recibiendo una cuchillada de uno de los guardias que acabó con su vida. Nuevamente, volvió a la sala de espera del más allá, pero el encargado de borrarle la memoria se había tomado un día de asuntos propios, y le enviaron a su nuevo destino sin borrarle la memoria.

Y Gluk despertó en una humilde casa de madera de un pueblecito inglés. Allí descubrió que la secta que le había matado en su tercera reencarnación se había vuelto tan poderosa que dominaba continentes enteros. Pero dentro de ella se habían producido varias escisiones. En su país, la escisión tenía como causa principal que los sacerdotes de la secta no le habían dejado divorciarse al rey. Aparte, los sacerdotes de las diversas corrientes se acusaban de herejía entre sí aludiendo a la santidad o la prescindibilidad de determinados sacramentos, la validez de tales o cuales ritos o el papel de los santos en la mitología de la secta. A Gluk aquello le recordaba a su anterior reencarnación, y se temía que toda aquella parafernalia escondía los sucios intereses de grandes señores que, con la excusa de sus discrepancias sobre determinadas minucias de la mitología, llevarían a millones de hombres a la guerra para intentar acrecentar su poder.

Y así fue. Gluk fue llamado a filas y murió tras recibir un cañonazo. Nuevamente volvió a la sala de espera del más allá, pero no pudieron borrarle la memoria porque, directamente, no tenía cabeza, ya que el cañonazo se la había arrancado. Y llegó a su nuevo destino: una ciudad industrial rusa donde la miseria y el consiguiente descontento popular eran masivos. Durante su adolescencia, estalló una revolución dirigida contra la mitología en cuyo nombre se exigía vivir en el fango a millones de personas para enriquecer a una casta de parásitos. Gluk participó en ella y vivió la euforia de su triunfo. Gluk era miembro del partido que tomó el poder, pero pronto vio como los dogmas y símbolos de la vieja mitología eran sustituidos por los de la nueva.

Gluk sintió una gran tristeza al ver cómo los crucifijos se reemplazaban por retratos del líder supremo, cómo se establecieron leyes para perseguir a todo aquel que osase cuestionarle, cómo millones de personas fueron deportadas y asesinadas bajo la acusación de ser "enemigos del pueblo", un calificativo que le recordaba demasiado al de "herejes", siendo su pecado el de haberse atrevido a criticar el poder absoluto que el nuevo mesías bigotudo estaba acaparando, o simplemente aparecer como enemigos en una de las múltiples paranoias que engendraba su cabeza. Gluk fue uno de ellos, y murió de frío en Siberia.

Y nuevamente Gluk llegó a la sala de espera del más allá, donde el encargado de borrarle la memoria no quiso hacerlo porque su cabeza estaba demasiado fría y no quería destemplarse. Y así Gluk llegó a su último destino.

La primera imagen que Gluk recuerda es la de su padre dándole un Iphone para que se entretuviera viendo un vídeo de los teletubbies. Le había tocado una familia de clase media que veía Supervivientes, Gran Hermano, todos los partidos de la liga y que, en definitiva, vivía en torno a la televisión. Gluk descubrió que en esta nueva sociedad las viejas sectas tenían un poder limitado, pero existían otras formas de lograr que la gente cumpliese los fines del poder sin rechistar. Gluk descubrió que aquí el nuevo Dios era una suma de estímulos destinados a atontar y reducir los deseos de la gente a la satisfacción de los instintos y pasiones más primarias. Un pasar por el mundo para enriquecer a nuestros jefes y embrutecernos durante el tiempo que no dediquemos a trabajar, hasta el punto de alcanzar la vejez sin haber descubierto quiénes somos en realidad.

Gluk recopiló todas sus experiencias y se preguntó si podía creer en algo. Pensó en la Biblioteca de Alejandría quemada, los odios y guerras en nombre de la virginidad de María y la infalibilidad del Papa, el sumo sacerdote inventando fábulas para sojuzgar a Tlaxcala o el tirano bigotudo enviando a legiones a la muerte en nombre del proletariado. Y decidió creer en la biblioteca quemada, en sus camaradas que lucharon contra el zar y murieron bajo la bota de Stalin, en la bondad de un mercader católico que en su día le regaló un caballito de madera pese a ser un niño protestante. Decidió creer en las luces que en todas sus reencarnaciones había observado, de un modo más o menos latente, en sus semejantes. La capacidad de amar, la curiosidad, el deseo de encontrarse a sí mismos, la identidad única de cada individuo y su capacidad para luchar por el resto sin renunciar a ella. Decidió creer en la dignidad natural e intrínseca que todo ser humano posee desde su nacimiento, y odiar las mitologías que la postergan en nombre de ritos, días de ayuno, dogmas o pantallas lavacerebros.

Y así, poniendo en practica su fe obtenida tras milenios, es como Gluk espera su próxima reencarnación esperando que esta vez tampoco le borren la memoria.

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El chulo de empresa

Si tiene un problema en su empresa, acuda a mí. Yo soy su hombre, sin discusión.

Si los resultados de su empresa peligran, si quiere cerrar para marcharse a las Bahamas, si tiene lo bastante para vivir pero no hay quien quiera comprar su empresa con esos empleados caducos, cargados de derechos conquistados en no sabe qué batalla, venga a verme.

Si lo que más le pesa es lo que va a tener que pagar por el despido de sus trabajadores, si se siente casado con sus operarios por un sacerdote más férreo que Torquemada, no lo dude: coja el teléfono, ponga en un cajón la quinta parte de lo que le costaría ese despido y llámeme.

Yo soy su remedio. Yo soy la luz, la verdad y la vida de la empresa moderna, el pantocrator de las relaciones laborales, la Biblia de los patronos escocidos, el Corán de la CEOE, el Kybalion de las gráficas ascendentes, el Ocón de Oro de los callejones sin salida.

Por un módico precio, seré su empleado. Déme de alta en la seguridad social, un sueldo cualquiera, y póngame a trabajar junto a ese obrero que tanto le molesta.

En pocos días, me habré cagado en su padre ciento ocho veces, le habré pisado el juanete, le meteré un dedo en el ojo, trataré de acostarme con su mujer si está buena y con él si está soltero. Antes de dos meses, me comprometo, y me comprometo por escrito, a darle tres docenas de pescozones, llamarle marica en público, cornudo en privado e impotente por escrito.

Antes de dos meses, y me comprometo por escrito, ese trabajador al que usted no quiere pagarle la indemnización por despido, a razón de miricientos días por año trabajado, se habrá enzarzado conmigo en una pelea que contemplarán alborozados los demás currantes.

No valgo media mierda. Me van a partir la cara, y bien además, pero tengo una capacidad de recuperación asombrosa. Mi tejido conjuntivo es mi capital social. Soy el rey de la cicatriz. Usted tranquilo.

No se preocupe por nada: limítese a aparecer en medio de la pelea y despedirnos a los dos. Los demás trabajadores testificarán que de verdad nos molimos a palos, y como nos hemos peleado en el centro de trabajo, el despido será procedente. Y gratuito.

Rápido. Cómodo. Sencillo. Eficaz.

Llame a su chulo de empresa y llámelo ya. No espere más. Cada segundo le cuesta un minuto.

Llame a quien encaje las bofetadas por usted y le ahorre dinero. El negocio es seguro.

Llame a su chulo de empresa ya.

560 487 034

Garantizado.

Si no queda satisfecho le devolvemos su mala hostia.

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Porno matutino (una parábola)

Tenía yo entonces veintidós años. Decir eso es como afirmar que desde entonces ha llovido el Amazonas. Así, de golpe, como si un dios griego y cabrón te lo tirase encima con un caldero sin gritar aquello de "agua va". A lo bestia.

Una de las mayores sorpresas que por entonces me había llevado leyendo un periódico, y ya había tenido alguna, me aguardaba en la sección de cartelera. Y no fue ni por el título, ni por los intérpretes ni por nada parecido. Lo que me llamó la atención fue constatar que en varias salas X había sesión a las diez y media de la mañana. Creedlo. Los primeros años noventa, antes de internet, eran así.

Se supone que cascársela también tiene un horario, y las diez y media de la mañana me pareció una hora un tanto a desmano, si se me permite el chascarrillo oportunista. A pesar de que sólo leer tal cosa me produjo un ataque de pereza, semejante anuncio despertó en mí la curiosidad de saber cómo sería una de aquellas sesiones y qué clase de gente asistiría. Sociología para tíos que tienen que estudiar estadística y no les sale de los huevos. O investigación de campo para un escritor en ciernes, si sois benevolentes.

Decidido a incrementar mi colección de arquetipos aprovechables para futuros personajes, leí los títulos: “desde Rusia y por el culo”, “perineos arriesgados” y “el coño que se bifurca”. Tras sopesar los pros y los contras de cada una, decidí ofrendar mi sacrificio a Tolstoi y elegí la primera.

Eran aún las diez menos cuarto cuando salí de casa. Cogí el metro en Tribunal y me hice al revés la canción de Sabina, la del caballo de cartón: Tribunal, Gran Vía, Sol, Tirso de Molina.

A la puerta del cine no había nadie. Tampoco me esperaba una cola kilométrica, pero en cierto modo me desasosegaron aquellos diez minutos que pasé vigilando la taquilla sin que apareciese un alma.

Al final, saqué un billete y me acerqué al ventanuco, casi claraboya, donde sólo asomaba una mano que entregaba el ticket una vez había recogido el dinero.

La sala era oscura y desastrada, prematuramente vieja por la falta de mantenimiento. Me senté atrás del todo y conté siete cabezas delante de mí. Luego, con atención, pude ver que había otras dos.

A menudo, para encarecer el silencio de un lugar, se dice que es como el de una iglesia. Yo os puedo asegurar que no hay silencio como el de una sala porno a las diez de la mañana. No me pareció apropiado, pero me hubiera gustado ir a tocar una de aquellas calvas a ver si se movía o eran maniquíes colocados por la empresa para hacer más acogedor el local.

Cuando se apagaron las luces y se encendió la pantalla para los anuncios de rigor, se movieron un par de cuellos y salí de dudas: eran seres vivos. O robots, pero sin duda por encima del presupuesto de una sala como aquella,. Así que opté por la primera opción: la barata.

En cuanto a la película, pues poco hay que explicar. El guión resultaba un poco repetitivo, pero los actores se empleaban con ahínco. De todos modos yo no había ido allí a ver la película, así que traté de seguir los movimientos de los otros espectadores animado por un malsano empeño estadístico. Nada. Aunque anduve ojo avizor y oído afilado, no detecté más diligencia erótica que las de la pantalla.

Cuando por fin pasó la hora y media programada, se encendieron las luces. Para mí ese era el momento más importante de la mañana, pues estaba decidido a no levantarme de mi asiento hasta ver a los demás concurrentes.

El primero que se levantó me dejó boquiabierto. Era un anciano con bastón. Se caló una boina rural y salió despacio, a la máxima velocidad que le permitían sus piernas.

Luego salieron otros dos, viejos también, y luego otro, con la misma expresión dura en la mirada que si acabara de ver Apocalypse Now.

Iba a levantarme para no ver a los últimos, pero ellos se adelantaron: eran otros tres ancianos, demorados por el trabajo que les costaba ponerse los abrigos. Me acerqué a ayudar a uno de ellos. Me dio las gracias con sus ojos acuosos, sin atreverse a despegar los labios.

Entonces supe como nunca antes lo mala que es la vejez, lo mala que es la soledad.

Y salí a toda prisa.

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La virginidad del Padre Juan

Juan entró en el seminario a los 18 años por diversas razones. Una era la intuición de haber sentido a Dios, que derivó en la convicción de que en ese sentimiento se encontraba lo más puro, auténtico y digno de esfuerzo que jamás podría experimentar. Y la otra era la absoluta falta de un camino alternativo, pues ninguna otra cosa de las que había visto en el mundo le llamaba lo suficiente como para perseguirla.

Juan concebía a Dios como una luz sin nombre, que te tocaba en determinadas circunstancias y te reconfortaba y llenaba de esperanza, dando sentido a todo y marcándote un camino de entrega y crecimiento hasta alcanzar el cielo y volver la tierra lo más parecida a él que resulte posible. Precisamente por ello, muchas veces se sentía ridículo aprendiendo y practicando la infinidad de liturgias y ritos de la Iglesia, igual que cuando debía memorizar las supuestas vidas, poderes y rezos adscritos a cada santo. Demasiado artificial e inverosimil en contraposición con su percepción simple e intuitiva de Dios.

En realidad, para él lo único digno de creer (y era allí donde percibía el rostro de Dios con mayor nitidez) era el mensaje moral del Nuevo Testamento: amaos los unos a los otros, asumid que vuestro cuerpo es el templo de Dios más perfecto y dignificad vuestra vida y la de los demás, alejándoos de aquello que envilezca vuestro espíritu y dañe vuestro cuerpo, y promoviendo las condiciones materiales y espirituales para que cada ser humano tenga una vida plena y digna de su condición de hijo de Dios.

Juan se ordenó sacerdote, y con el tiempo fue perdiendo la fe, hasta llegar a los 37 años. Los motivos fueron diversos. El primero estaba en que se sentía profundamente inútil, pues le destinaron en parroquias rurales donde su trabajo se centraba en repetir mecánicamente la liturgia y confesar a la población eminentemente anciana de la zona, que concebía la religión como una suma de ritos que debían repetir para estar a bien con Dios e ir al cielo. Dado que él concebía la religión como una lucha continua para romper las cadenas del alma y vencer las injusticias del mundo, su día a día como párroco era desolador.

También influyó su conocimiento cada vez más profundo de la Iglesia, donde conoció a demasiados fanáticos, advenedizos y personas que simplemente tenían miedo del mundo y se refugiaban tras los muros de un seminario. Siempre recordaba la frase de Jesucristo sobre los fariseos que pagaban el diezmo de la menta pero olvidaban la justicia o la misericordia. Justamente quienes más se identificaban con esos fariseos eran quienes lograban escalar posiciones dentro del entramado eclesiástico, arrimándose a un obispo a quien se sometían del modo más servil y defendiendo acríticamente todo lo que viniese de la cúpula episcopal. Así se eternizaban, generación tras generación, los males de la Iglesia.

Viendo que la Iglesia distaba mucho de ser la herramienta de Dios en la tierra, y sintiendo cada vez más lejos esa imagen nítida de Dios que en su juventud le llevó a vestir sotana, Juan dejó de ser sacerdote a los 37, y lo hizo siendo tan virgen como en el momento en que entró en el seminario. Sabía de muchos compañeros que semanalmente satisfacían sus deseos con personas de su mismo sexo y del contrario, y también escuchó rumores sobre otros que lo hacían con niños, aunque nunca llegó a tener la certeza de esto último. Pero él nunca pasó de masturbarse (lo cual hacía justificándose en el peligro para la salud física y mental que implicaba dejar toda esa mala leche dentro del cuerpo).

Nunca perdió la virginidad por dos motivos. El primero era la fidelidad a su juramento. Y el segundo, la convicción de que el pecado es una escalera que desciende peldaño a peldaño. Estaba seguro de que si pisaba el pecado del sexo, éste le acabaría llamando a otros más graves. Por eso mantenía las relaciones prohibidas como el horizonte de todos sus deseos oscuros, sabiendo que mientras no lo traspasase su mente no anhelaría otras cosas más viles e inmundas.

Durante su etapa como sacerdote, Juan había disociado totalmente amor y deseo. El deseo lo encontraba en las curvas de voluptuosas mujeres que de vez en cuando observaba en la televisión o en sus visitas a la capital. El amor (siempre platónico) lo encontró en el angelical aspecto de la chica que dirigía el coro de una de las tres parroquias rurales donde ejercía. Juan se deleitaba observando su castidad al vestir, su inocente mirada y su devoción al rezar. Muchas noches pensaba en ella y la dibujaba en su mente como un ángel bajando del cielo, ante el que se arrodillaba y besaba sus manos, colmando ese simple contacto todos los anhelos de su alma. Juan la adoraba, pero jamás pensó en ella desde una perspectiva carnal.

Cuando Juan dejó de ser sacerdote y se estableció en un apartamento de la capital, su primer deseo fue dejar de ser virgen. Había reprimido sus instintos demasiado tiempo, y ahora nada le impedía satisfacerlos. Así que llamó a una prostituta que encontró por internet, y que resultó encajar con la fisonomía que siempre había soñado. Comenzaron a tocarse y la excitación de Juan estaba por las nubes. Cuando llegó el momento de la penetración, todo cambió. Juan tenía a esa diosa cabalgando sobre él, pero estaba dormido de cintura para abajo. Los minutos pasaban y seguía sin sentir nada, por mucho que la chica se esforzaba por volver más intenso el movimiento. Entonces la sensación pasó del adormecimiento a la incomodidad. A Juan le dolía el pene, cada vez más duro e incapaz de culminar su misión. Hasta que se le apareció la imagen de la directora del coro, provocando un inmediato gatillazo.

La prostituta le propuso volver a empezar, pero Juan se encontraba rematadamente mal e incluso con ganas de vomitar. Le pagó y le pidió que se fuera. Tras aquel desastre, mil pensamientos pasaron por su cabeza, incluida su hipotética homosexualidad, aunque jamás se había sentido atraído por un hombre. Y con el paso de los días, Juan maldijo muchas cosas. Maldijo sus 37 años echados a la basura. Maldijo todo lo que habían dejado en su subconsciente, toda la absurda represión, toda la negación de lo natural y la afirmación de lo antinatural. Maldijo a quienes le dijeron que lo bueno a los ojos de Dios es eyacular en la cama mientras duermes en lugar de hacerlo de forma libre y consciente. Maldijo la disociación entre carne y lucero, sexo y amor, que le había llevado a buscar a una prostituta en lugar de declarar lo que sentía a la directora del coro. Y se sintió profundamente enfermo y débil.

Durante los años siguientes Juan se esforzó por encontrar su sitio en un mundo cuya sordidez pone a prueba la salud mental y emocional de todos, y lo hizo con muchas heridas al aire que el común de los mortales no tenía, y cuyo riesgo de infección suponía un handicap adicional en su difícil camino. Pero supo vivir el amor del modo más hermoso que existe. Conoció a una mujer a quien no imaginaba como un ángel descendiendo para tocarle con su luz, sino como un ser humano admirable, cuyas cualidades y nobles actos le llenaban de felicidad y orgullo. Aprendió a acariciarle, besarle y penetrarle como parte de un todo armonioso. Aprendió a asumir sus debilidades y errores igual que ella asumía los suyos, apoyándose el uno en el otro para crecer como individuos. Y así, contra todo pronóstico, el Padre Juan encontró la salvación eterna.

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Tus palabras escritas

Tus palabras escritas

El día que te fijas en alguien, tus palabras pasan a ser para esa persona. Dejas de escribir para el mundo o el mundo es…
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Derecho al insulto

Intentar dialogar con alguien que niega el holocausto es colmarte de indignidad.

Tratar de ser pedagógico con quien niega la esfericidad de la tierra es arrastrarte por lo ridículo.

Ser dialogante con alguien que intenta vender agua con azúcar como principio terapéutico te rebaja como persona.

Tratar de mostrar amablemente a un franquista que el régimen nos sumió en una época de retraso y oscurantismo y generó una matanza fratricida que no se debe olvidar escupe sobre la memoria de las víctimas.

Hablarle ablandado a un homófobo para convencerle de que lo que hace no está bien es retroceder pasos de civilización.

Circunvenir el hecho de la corrupción masiva te convierte en un cómplice y te colma de vergüenza.

Tragar con que despues de 15 años de la fundación de menéame desde los gabinetes de VOX se haya dado la orden de hacernos un take over y normalizar lo que no es normal es malbaratar lustros de buenos momentos.

Si, insultar es un derecho cuando el insulto no es difamatorio sino descriptivo. Inda me resulta la encarnación de Grima de Saruman. Y Führerico me resulta como un creeper enano sudoroso y casposo.

Tenemos derecho a plantar cara a la gentuza que nos etiqueta de podemitas y progres y luego va llorando cuando les contestamos. No podemos ir desarmados contra el mal.

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