Gluk vio la luz en una cueva y pasó sus primeros meses intentando sobrevivir al frío del invierno. Cuando por fin salió de ella, se encontró con un mundo del que, esencialmente, sabía lo mismo que sus padres. Y es que había nacido en una tribu de cazadores que recién aprendió a dominar el fuego. De aquella vida, Gluk recuerda temor e ignorancia continuos. Cada vez que había una tormenta, temían que el cielo cayese sobre sus cabezas. Cuando encontraban a algún animal desconocido con aspecto peligroso, creían que era un demonio y huian a toda prisa. Su vida se reducía a viajar buscando alimento, pues aún no habían aprendido a cultivar la tierra ni tampoco a domesticar animales para alimentarse de ellos.
En una ocasión, la gran bola de luz que guiaba su vida desde el cielo se apagó súbitamente. Pensando que era el fin del mundo, todos los miembros de su tribu huyeron despavoridos por el bosque, y Gluk cayó por un precipicio muriendo en un pozo de barro. Llegó a la sala de espera del más allá donde debían borrar su memoria y darle un nuevo destino. Pero su cabeza tenía demasiado barro, y al encargado le dio tanto asco que omitió su deber, devolviéndole al mundo con su vieja memoria.
Gluk despertó en una casa de adobe y dio sus primeros pasos mirando a un horizonte poblado de inmensas pirámides. Con el paso del tiempo, los hombres habían aprendido que esa bola de luz se llamaba Ra, y había que rendirle culto para que siguiera alumbrándonos y no se produjera otro desastre como el de su anterior vida. También había otros dioses que reinaban sobre el resto de aspectos esenciales del mundo, tales como la lluvia o la fertilidad de los campos. Gracias a ellos los hombres ya no vivían en un viaje continuo para buscar caza, sino que habían aprendido a cultivar la tierra y domesticar animales que les dieran alimento. Para servir bien a esos dioses, había que adorar a su representante en la tierra, llamado faraón, a quien Gluk no vio en toda su vida pero que (según le contaron) era un ser extraordinario, con derecho sobre la vida, la muerte y las propiedades de todos sus súbditos, pues así lo habían dispuesto los dioses.
Pero los hombres no fueron lo bastante sumisos hacia los dioses y éstos mandaron una hambruna que provocó la muerte de Gluk junto a la de miles de vecinos suyos. Otra vez volvió al más allá, pero el encargado de borrarle la memoria sintió repugnancia ante los cientos de piojos que poblaban su cabeza, y nuevamente omitió su obligación de hacerlo. Y Gluk recibió un nuevo destino.
Gluk despertó en una gran ciudad admirada en todo el mundo por ser un doble faro. Para los barcos, gracias al imponente edificio que albergaba su puerto e iluminaba a millas de distancia con su grandiosa luz. Y para las mentes, gracias a su biblioteca (la más grande del planeta) que atesoraba siglos de conocimiento sobre las más diversas disciplinas. En aquella ciudad tenía cada vez más peso una secta que resumía el mundo y todo lo que contenía en un libro. Todo aquello que contradijese el libro era un crimen contra Dios y debía ser destruido. Aquella secta tenía una mitología muy pormenorizada y unos rituales bastante complejos, pero su doctrina se podía resumir en que Dios había mandado a su hijo a morir al mundo para redimirnos de nuestros pecados, y su hijo había delegado en un tal Pedro la construcción de una Iglesia con poder para perdonar o retener dichos pecados al mundo entero, así como para dirigir la conducta de todo ser humano. Cuestionar la más nimia norma moral o rito concreto de esa Iglesia, era un crimen antinatural perseguible incluso mediante la violencia.
Gluk se preguntaba por qué creer o no creer en la resurrección de un hombre (o ayunar en un día concreto) te hacía peor o mejor persona, y también se preguntaba por qué, si Dios quería eso, había tardado tantos siglos en ordenarlo. Y en más de una ocasión lo dijo en público. Pero aquella secta era de armas tomar, y un día, por orden de su líder local, se armaron con cuchillos y antorchas y lanzaron un ataque masivo contra todo aquello que no encajase en su libro sagrado. La biblioteca fue destruida y Gluk fue quemado vivo.
Nuevamente Gluk volvió a la sala de espera del más allá, pero el encargado no quería mancharse las manos con la brea que llenaba su cabeza y no le borró la memoria. Y Gluk recibió un nuevo destino, despertando esta vez en una lujosa mansión de piedra ubicada en el centro de una imponente ciudad flotante, construida sobre un gran lago. Pronto aprendió que en aquel lugar se adoraba al sol, la lluvia o la fertilidad de la tierra, y su padre era un sacerdote encargado del culto al sol, encarnado en el dios Huitzilopochtli. Allí los dioses pedían carne humana para ser favorables a los hombres, y Gluk debió aprender a arrancar corazones y quemarlos en incensarios, pues su destino era el sacerdocio.
A pesar de sus experiencias pasadas, Gluk terminó creyendo que aquellos dioses eran reales, posiblemente porque bajo su manto obtuvo por primera vez una vida próspera, estando en la cúspide de la sociedad. Hasta que un día, escondido tras una columna, escuchó al sumo sacerdote hablar con un alto funcionario del emperador. Le decía que los tlaxcaltecas (vasallos de los aztecas, el pueblo de Gluk) estaban muy rebeldes últimamente, y había que recordarles lo que era el terror. El sumo sacerdote propuso inventarse que los dioses estaban molestos con el pueblo azteca y requerían sacrificios humanos masivos. Así se iniciaría una de las llamadas "guerras floridas" contra Tlaxcala con la excusa de que hacía falta carne para los dioses, y los tlaxcaltecas sufrirían tanto que se someterían totalmente.
Gluk, indignado, salió de su escondite y reprochó al sumo sacerdote que usase a los dioses en su beneficio, recibiendo una cuchillada de uno de los guardias que acabó con su vida. Nuevamente, volvió a la sala de espera del más allá, pero el encargado de borrarle la memoria se había tomado un día de asuntos propios, y le enviaron a su nuevo destino sin borrarle la memoria.
Y Gluk despertó en una humilde casa de madera de un pueblecito inglés. Allí descubrió que la secta que le había matado en su tercera reencarnación se había vuelto tan poderosa que dominaba continentes enteros. Pero dentro de ella se habían producido varias escisiones. En su país, la escisión tenía como causa principal que los sacerdotes de la secta no le habían dejado divorciarse al rey. Aparte, los sacerdotes de las diversas corrientes se acusaban de herejía entre sí aludiendo a la santidad o la prescindibilidad de determinados sacramentos, la validez de tales o cuales ritos o el papel de los santos en la mitología de la secta. A Gluk aquello le recordaba a su anterior reencarnación, y se temía que toda aquella parafernalia escondía los sucios intereses de grandes señores que, con la excusa de sus discrepancias sobre determinadas minucias de la mitología, llevarían a millones de hombres a la guerra para intentar acrecentar su poder.
Y así fue. Gluk fue llamado a filas y murió tras recibir un cañonazo. Nuevamente volvió a la sala de espera del más allá, pero no pudieron borrarle la memoria porque, directamente, no tenía cabeza, ya que el cañonazo se la había arrancado. Y llegó a su nuevo destino: una ciudad industrial rusa donde la miseria y el consiguiente descontento popular eran masivos. Durante su adolescencia, estalló una revolución dirigida contra la mitología en cuyo nombre se exigía vivir en el fango a millones de personas para enriquecer a una casta de parásitos. Gluk participó en ella y vivió la euforia de su triunfo. Gluk era miembro del partido que tomó el poder, pero pronto vio como los dogmas y símbolos de la vieja mitología eran sustituidos por los de la nueva.
Gluk sintió una gran tristeza al ver cómo los crucifijos se reemplazaban por retratos del líder supremo, cómo se establecieron leyes para perseguir a todo aquel que osase cuestionarle, cómo millones de personas fueron deportadas y asesinadas bajo la acusación de ser "enemigos del pueblo", un calificativo que le recordaba demasiado al de "herejes", siendo su pecado el de haberse atrevido a criticar el poder absoluto que el nuevo mesías bigotudo estaba acaparando, o simplemente aparecer como enemigos en una de las múltiples paranoias que engendraba su cabeza. Gluk fue uno de ellos, y murió de frío en Siberia.
Y nuevamente Gluk llegó a la sala de espera del más allá, donde el encargado de borrarle la memoria no quiso hacerlo porque su cabeza estaba demasiado fría y no quería destemplarse. Y así Gluk llegó a su último destino.
La primera imagen que Gluk recuerda es la de su padre dándole un Iphone para que se entretuviera viendo un vídeo de los teletubbies. Le había tocado una familia de clase media que veía Supervivientes, Gran Hermano, todos los partidos de la liga y que, en definitiva, vivía en torno a la televisión. Gluk descubrió que en esta nueva sociedad las viejas sectas tenían un poder limitado, pero existían otras formas de lograr que la gente cumpliese los fines del poder sin rechistar. Gluk descubrió que aquí el nuevo Dios era una suma de estímulos destinados a atontar y reducir los deseos de la gente a la satisfacción de los instintos y pasiones más primarias. Un pasar por el mundo para enriquecer a nuestros jefes y embrutecernos durante el tiempo que no dediquemos a trabajar, hasta el punto de alcanzar la vejez sin haber descubierto quiénes somos en realidad.
Gluk recopiló todas sus experiencias y se preguntó si podía creer en algo. Pensó en la Biblioteca de Alejandría quemada, los odios y guerras en nombre de la virginidad de María y la infalibilidad del Papa, el sumo sacerdote inventando fábulas para sojuzgar a Tlaxcala o el tirano bigotudo enviando a legiones a la muerte en nombre del proletariado. Y decidió creer en la biblioteca quemada, en sus camaradas que lucharon contra el zar y murieron bajo la bota de Stalin, en la bondad de un mercader católico que en su día le regaló un caballito de madera pese a ser un niño protestante. Decidió creer en las luces que en todas sus reencarnaciones había observado, de un modo más o menos latente, en sus semejantes. La capacidad de amar, la curiosidad, el deseo de encontrarse a sí mismos, la identidad única de cada individuo y su capacidad para luchar por el resto sin renunciar a ella. Decidió creer en la dignidad natural e intrínseca que todo ser humano posee desde su nacimiento, y odiar las mitologías que la postergan en nombre de ritos, días de ayuno, dogmas o pantallas lavacerebros.
Y así, poniendo en practica su fe obtenida tras milenios, es como Gluk espera su próxima reencarnación esperando que esta vez tampoco le borren la memoria.