Alberto era Director Territorial en la zona sur de uno de los principales bancos del país. A diferencia de otros muchos, él no había obtenido el cargo por razones familiares, pues provenía de la clase media. Comenzó como cajero, subió a director de sucursal y en 10 años tenía cientos de sucursales bajo su mando. Los ingredientes del pastel de su gloria eran tres: obediencia ciega, sofisticados halagos hacia sus superiores y una constante iniciativa para aumentar los beneficios del banco al precio que fuera. También influyó su casamiento con la hija de un importante constructor.
Los jefes simpatizan con quien limpia sus botas mientras recita una oda sobre su grandeza, pero eligen a quien (aparte de eso) les convence de que pueden despreocuparse en parte de sus ocupaciones, porque él las realizará con más ahínco que si fuese el dueño del capital que van a generar. Así, Alberto tenía la habilidad de idear operaciones beneficiosas para el banco y, una vez cerradas, alabar a su jefe inmediato haciéndole creer que eran mérito suyo y no del propio Alberto, aunque ambos sabían que era falso.
Era viernes y Alberto estaba pletórico por los excelentes resultados de su zona, que se materializarían en unos generosos incentivos que percibiría a final de mes. Por eso llamó a su mujer para decirle que esa noche tendría una cena de negocios, y acto seguido contactó con la agencia de escorts que habitualmente satisfacía sus deseos carnales. Pidió una chica muy especial, que él no conociese y que fuese una auténtica diosa, y ordenó que se la enviaran al hotel de costumbre.
Llegada la noche, llamaron a su habitación y ahí estaba la chica. Piel morena, pelo negro, estatura mediana y unas curvas perfectas. Tenía todo en su sitio, y cuando se desnudó cada centímetro de su carne quedó en la misma posición que previamente tenía dentro de su ajustado vestido. En cuanto a su rostro, la mirada penetrante y la sonrisa lasciva que dibujaba mientras se mordía los labios eran si cabe más excitantes que sus divinas formas.
La chica cabalgó sobre Alberto mientras él agarraba con sus manos el culo más firme que jamás había tocado. Le hizo entrar en un éxtasis que se prolongó durante toda la noche y se rompió en el momento en que lo hizo el último preservativo que habían usado. Alberto se alarmó, y la chica por lo visto también parecía bastante descolocada, aunque prontamente se recompuso y le prometió que no había problema porque, en cuanto llegase a casa, tomaría la píldora. Y así se despidieron.
A la semana siguiente, una caja llegó a la sede territorial del banco. Estaba a nombre de Alberto, quien la abrió rápidamente debido al letrero de "URGENTE" que tenía en su interior. Al ver su contenido, ahogó un grito con una mueca de asco: tenía una rata muerta y un CD que decía "ÓYEME". Visiblemente asustado, Alberto introdujo el CD en su ordenador, comenzando a escucharse la voz de la escort del viernes pasado:
"Érase una vez una niña que nació en una familia cualquiera. Su padre era peón de obra y su madre ama de casa. Cuando se casaron, necesitaban una casa, pero no tenían suficiente dinero. Fueron a un banco y firmaron una hipoteca. El señor que les atendió se lo pintó todo de color de rosa, y les prometió que el tipo de interés sería variable, de modo que si el euribor subía mucho pagarían mucho, pero si estaba bajo no pagarían prácticamente nada. No les advirtió de que en la hipoteca había una cláusula suelo cuyo porcentaje ya era más alto del euribor de aquel momento, ni de que si no pagaban algún plazo, los intereses de demora serían del 30%, pese a que el interés del dinero era del 4%. No les dijo que en el contrato había una cláusula que valoraba la casa en 50.000 euros a efecto de subasta, pese a que su valor era de 150.000, y que si se subastaba porque no habían podido pagar la hipoteca, el banco podía quedársela por esos 50.000 euros y seguir exigiéndoles otros 100.000 por la parte de la hipoteca que restaba por pagar. En definitiva, les engañó.
El padre de la niña se quedó en el paro, y no pudo seguir pagando la casa. Les desahuciaron, y él acabó suicidándose. La madre de la niña cayó en el alcohol y ella fue dada a los servicios sociales. Y la niña, tras pasar por diversos centros de acogida sin ser adoptada por nadie, acabó en la calle. El dolor de la niña era tan grande que comenzó a consumir drogas, y acabó prostituyéndose para pagarlas. Y la niña cogió el SIDA. El día en que se lo diagnosticaron pensaba suicidarse, pero casualmente vio en la televisión el rostro del hombre a quien su padre siempre iba a suplicar un poco más de tiempo para pagar la hipoteca. Era el mismo hombre que se la hizo firmar engañándole. Eras tú, hablando de los excelentes resultados de tu banco y alabando su honestidad y compromiso con el cliente.
Entonces la niña encontró una razón por la que vivir. Salió de las drogas, comenzó a cuidarse y acabó siendo la belleza que te cautivó el pasado viernes. Enseguida dejó de hacer la calle y obtuvo un lugar en la mejor agencia de escorts de la ciudad. Y consiguió llegar a ti, no sin antes retocar el último preservativo que usaríamos para asegurarse de que se rompiera durante el acto.
Tú siempre le decías a mi padre que es indigno deber cosas a los demás, y que debemos responsabilizarnos de nuestros actos. Por eso te devuelvo una pequeña parte de la muerte que nos diste. Eres rico y sabrás medicarte para mantener a raya la enfermedad. Pero tu vida no volverá a ser la misma, y tendrás el recuerdo perfecto de las vidas que destruiste. Y así, la niña podrá irse tranquila a un lugar donde las ratas no acaben entronadas y los inocentes hundidos en las cloacas. Te dejo en tu mundo, disfrútalo hasta el final de tus días".
Y la vida de Alberto cambió. El divorcio con su mujer (y, lo que es más grave, con la familia de su mujer) unido a todas las puertas que se le cerraron por prejuicios y rencores, fueron peores que la propia enfermedad. Y entonces Alberto se dio cuenta de que el también era adicto. Adicto a la pompa, el lujo, las alabanzas y el sentimiento de estar por encima de los demás. Y cuando perdió su droga, prefirió no seguir viviendo. Al final, su muerte acabó siendo casi más lenta y angustiosa que la del padre de la niña. Y es que hay cosas como la muerte, que terminan haciéndonos iguales a todos.