Incluso después de cincuenta años entrando en la porqueriza a dar de comer a los cerdos todos los días, Saturnina no terminaba de acostumbrarse al olor. Como cada mañana, salió de allí escopetada, sacó un pañuelo de su voluminoso escote, lo desenrolló dejando caer las ramitas de romero de su interior, y con el lomo doblado, se tapó la nariz y la boca con él hasta que se le pasaron las arcadas. Buenos días, campo.
Sonrió mientras se acercaba al corral de las gallinas. Hoy era su cumpleaños, así que desayunaría unos huevos revueltos. Era una afortunada; podía darse un capricho de vez en cuando, no como la pobre Tomasa. A la pobre Tomasa la ayudaban cuando se dejaba, pero era tan orgullosa y testaruda que prefería pasar hambre a permitir que le echaran una mano. Cuando le venía al pecho el fuego de la añoranza de Rufino, siempre se acordaba de ella. Pobre Tomasa. Al menos, se reconfortaba, a mí me daban un buen meneo por ahí abajo el primer sábado de cada mes. Le podían decir cualquier cosa de Rufino. Que era un borracho, porque lo fue. Que era un holgazán, porque lo fue. Que le robó tres gallinas a Gandulfo, porque se las robó. Pero ahí abajo… Ahí abajo siempre cumplía. Todos los meses sin falta. ¡Ay, la pobre Tomasa! Ella ni siquiera ha conocido varón. Mi jardín estaría yermo, pero yo al menos he disfrutado de la siembra.
Tres tristes huevos le brindaron sus escuálidas gallinas esa mañana. Saturnina salía del corral mirando su cesta, contándolos otra vez como si así fuera a aparecer de repente uno más, cuando le vino el olor. Un hedor mezcla de entrepierna sudada, infección y bicho muerto. Con la arcada y el gesto instintivo de volver a sacar su pañuelo del escote, se despistó, se le cayó la cesta, y de los tres huevos ya solo quedaba uno. Adiós al desayuno de cumpleaños. Por el rabillo del ojo vio que algo se movía en el montón de desperdicios de las gallinas. Se le encendió la cara como una tea, dio un pisotón, cogió la horca que había apoyada junto a la puerta del gallinero y avanzó hacia la montaña de basura como un espartano. La rabia la había dejado sin náuseas, sin paciencia, y sin olfato.
La decisión y el valor le duraron lo que tardó en asomar la cabeza el muchacho al otro lado del montón de desperdicios. A Saturnina se le aflojaron las manos y dejó caer la horca.
—¡Grñá! —gritó el amasijo de pelo y costra.
Se llevó una mano al pecho tratando de parar su corazón antes de que se desbocara. El muchacho siguió a lo suyo, y Saturnina se recolocó incómoda las enaguas. Se le había pasado el miedo y le había entrado la vergüenza; del susto se había orinado encima. No había duda, era un zagal. Con mucho pelo, lleno de mierda; pero no era un niño, ni un perro, ni un hombre. Tendría la edad de Rufino cuando volvió de la guerra, y la misma hambre. O más aún, si es que eso era posible. Tenía la boca llena de los gusanos que deberían comerse sus gallinas. ¿Sería por eso que ponían tan pocos huevos? Pobre muchacho. Saturnina anduvo hacia atrás, sin perder de vista el montón y mirando de reojo al suelo para no pisar el huevo. Se agachó, lo cogió, y volvió a acercarse otra vez.
—¡Grñá! —le volvió a gritar, sin ni siquiera asomarse esta vez.
—Mira chico, un huevo. Para ti —contestó Saturnina con zalamería y avanzando con el huevo por delante.
—¿Grñé? —preguntó, esta vez sí, asomándose con curiosidad, mirando fijamente el huevo.
—Para ti. Toma —ofreció Saturnina, agachándose y dejando el huevo en el suelo.
Mientras avanzaba a cuatro patas hasta el huevo, Saturnina pudo verlo mejor. No lo parecía por la suciedad que le cubría, pero iba desnudo. El colgajo lo atestiguaba. Seguramente aquello era más pequeño de lo que parecía, por lo delgado que estaba el pobre joven. ¿Pero qué hacía mirándole el colgajo? Saturnina se ruborizó y miró a otro lado, así que no lo vio lanzarlo. Pero sí que oyó el crujido del huevo al estamparse. Ahí estaba, derramándose por la pared del gallinero, lo que quedaba de desayuno.
—¡Grrññeaa! ¡Mgrñaista! Mmrrores, grñee… —¿increpaba? mientras corría alejándose de allí haciendo aspavientos.
Saturnina no fue al pueblo aquel día. No quería perder la oportunidad de volver a encontrarse con el muchacho. Limpió y ordenó la casa, encendió un buen fuego y sacó las mejores conservas, reservadas para el invierno. Preparó una buena olla de cocido y se aseguró de que la corriente entrara por la puerta y saliera por la ventana para transportar su nutritivo y especiado olor lo más lejos posible. Incluso calentó agua para un baño. Pero ese día no volvió.
Saturnina no concilió nada bien el sueño esa noche. Daba vueltas y vueltas en el fondo de su viejo y combado colchón. Apenas dormía, y cuando lo conseguía, se despertaba sobresaltada. Tenía sueños oscuros e incómodos en los que se entremezclaban sensaciones placenteras e impúdicas con el dolor de la pérdida de Rufino. En uno de ellos estaba disfrutando de su marido durante uno de esos primeros sábados del mes. Todo transcurría como en sus mejores recuerdos, hasta que a Rufino le empezaron a salir gusanos de la barba y le empezó a gritar “¡Grñá!¡Grñá!” y tuvo que salir corriendo de su casa, desnuda, mientras todos los vecinos del pueblo le lanzaban huevos desde las puertas de sus casas.
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Pasaron los días, y su secreto se convirtió en un pequeño cuenco de gachas que dejaba cada mañana, con la disciplina que da la esperanza, junto al montón de desperdicios del corral. Se consolaba pensando que lo que faltaba al recogerlo cada noche se lo había comido su joven Grñá, que a estas alturas debería estar tan sano como las orondas ratas que su viejo gato mantenía a raya, cada vez con más dificultad.
Ya estaría hecho todo un hombre. Salvaje quizás, pero todo un hombre. Se lo imaginaba erguido, abriendo la puerta de su casa de un manotazo, para olisquear brevemente el aire y acercarse con paso firme, guiado por el olor a lavanda hasta la puerta del baño. Y tenía que dejar de imaginar, salir de la bañera y secarse, o esa noche volvería a tener sueños impúdicos.
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Había pasado tanto tiempo, tenía tan idealizado su recuerdo, que tardó en reconocer el hedor y abrirle la puerta. Unos golpes la despertaron en mitad de la fría noche y bajó asustada, pensando que venían a robarle. “Qué tonta, quién vendría a robarme a mí”, pensó, cuando al fin recordó su pestilente impronta. “Es mi pobre Gr ñá”. Estaba hecho un ovillo sobre el felpudo de esparto. Seguía igual de enjuto, sucio y enfermizo, pero esta vez temblaba como un polluelo desvalido recién caído de un nido.
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De pie delante de ella, Faustino golpeteaba el pulcro suelo de la sala de espera del hospital con la punta de goma de su viejo bastón de madera de sauce.
—Ya está bien, Saturnina. Has hecho lo que estaba en tu mano. Deja que se encargue su familia. Esos estúpidos desagradecidos de ciudad ya te han dejado claro que no te quieren ver por aquí. — La agarró, tironeándole del brazo—. Venga, nos vamos de vuelta ya, que me esperan para el dominó. Además, antes había un moro ahí afuera rondando mi furgoneta.
Saturnina hizo el ademán de secarse las lágrimas, pero hacía horas que tenía los ojos secos de tanto llorar. Maldito gañán insensible. Encima le tendría que agradecer el resto de sus días que le hubiera acercado a la ciudad en su furgoneta a aquellas horas con el muchacho a cuestas. Seguro que se lo cobraría con creces. El pobre Grñá. ¡Veintitrés años! Es solo un crío, por el amor de dios. ¿Cómo han podido dejarle solo esos desgraciados? ¿Qué clase de padres son? ¿En qué se está convirtiendo este mundo?
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Faustino aporreaba impaciente la puerta de su casa con el mango de su viejo bastón de madera de sauce.
—¡Saturnina!¡Mis huevos!
Saturnina dejó de limpiar las acelgas, se secó las manos en el delantal, y se fue a abrir la puerta suspirando y arrastrando sus babuchas con desgana. En cuanto le abrió, el viejo entró con soberbia y sin permiso. Así se cobraba aquel hombre los favores. Se paseó junto a la mesa de la cocina como un patrón por su terruño vigilando a los jornaleros. Soltó el periódico en la mesa como si fuera un fajo de billetes y lo golpeó un par de veces con el mango.
—Me voy. Mira el periódico, tu chaval ha ganado un premio.
Agarró la cesta de los huevos y se paró junto a la puerta antes de irse. La miró con una sonrisa de oreja a oreja, arqueó ambas cejas, dio un par de golpes en el suelo con el bastón, y se marchó cerrando de un portazo.
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Anarcoprimitivista con apendicitis gana el premio Darwin 2028.
Ante la avalancha de correos electrónicos, el panel del premio Darwin ha decidido adelantar el veredicto de este año, en una decisión unánime y sin precedentes desde su creación en 1993.
Los profesionales del Hospital de las Mercedes no pudieron hacer nada para salvar la vida de un joven de 23 años, que llegó a sus instalaciones con una peritonitis avanzada en la madrugada de este 27 de marzo de 2028. En una muestra de obstinada coherencia, el consecuente muchacho no dijo una sola palabra desde que llegó postrado al hospital —gracias a la ayuda de una anciana vecina de Paupervilla de la Sierra—, hasta su desgraciado final.
Recordemos que además de toda la tecnología que rechazan por conducir inevitablemente a nuestra decadente civilización, los anarcoprimitivistas extremos están en contra de la comunicación simbólica, y por tanto, de la palabra.
Bueno, en realidad sí que pronunció algo antes de fallecer, pero fue demasiado tarde. Dexketoprofeno, esa fue su última palabra. Según su enfermera, mientras expiraba, agarrándole la mano, el joven le susurró: “Dexketoprofeno. Sí que soy alérgico a algo, al Dexketoprofeno”.