1722. Hasta fechas tan postreras como esas la civilización occidental no descubrió oficialmente la Isla de Pascua, perdida en mitad del Pacífico. Ya muy entrados en la época dorada de la navegación, como referencia el famoso viaje de Colón se da más de dos siglos antes.
El año pasado se cumplió el tricentenario del descubrimiento y parece que en tres siglos nadie haya reparado en que no hace falta mucho más para desmontar el relato de la historia que desde las diversas instituciones han pergeñado y nos ha sido legado.
No hace falta ni siquiera sorprenderse con los pintorescos moais, ni reparar en los vínculos que algunos vestigios megalíticos conectan por sus características con el Cuzco, y de ese modo con otras evidencias de una gran cultura megalítica global perdida, no. Ni siquiera es necesario ir al detalle. Basta con interpretar correctamente el simple hecho de que cuando Rapa Nui fue redescubierta, estaba ya habitada.
Nosotros dimos con ella más de doscientos años después del descubrimiento del “nuevo mundo” y la hallamos poblada por nativos. Las implicaciones de tal hecho, analizado consecuentemente, son escalofriantes.
Porque los pobladores no tenían ya la posibilidad de volver a conectar con tierra firme con sus medios. Quedaron allí aislados y no parece que hubieran tenido un futuro demasiado halagüeño, perdidos en mitad del océano.
Se suele decir que es el pedazo de tierra emergida más aislado de todo el globo, para hallar un lugar más recóndito tendríamos que pasar a la luna. Y, siguiendo con la comparación, ¿qué nos diría el hecho de hallar a nuestro satélite poblado por “selenitas”, tal como imaginaron Verne y sus contemporáneos?
Uno piensa automáticamente en una raza avanzada con medios que le permitan conectar el punto que habita con otros. En el caso de la mencionada isla, “el ombligo del mundo”, se halló todo lo contrario. La única conclusión posible es que en algún momento se dispuso de lo medios para alcanzar la isla, equivalentes a dos siglos de navegación transoceánica, y que posteriormente se perdieron.
No sorprende que los mitos sobre su propio origen que la tradición oral de los nativos ha recogido haga referencia a un cataclismo, con agua de por medio, para variar. Referencias al diluvio y catástrofes con agua se encuentran por todo el globo, empezando por la Atlántida de Platón en la Grecia clásica que a la postre es la cuna de nuestra cultura.
Aunque la historia que nos han llegado sea una reconstrucción limitada y deficiente con errores de bulto. Y es que no hablamos precisamente de detalles, alguna civilización tuvo la capacidad de surcar el oceáno como si fuera una bañera hasta dar con la aguja en el pajar que es la diminuta isla en mitad de esa enorme masa de agua. Y la perdió.
Se diría que se perdieron las ciencias, el conocimiento e incluso la memoria, que quedó diluida en el mito. Lo cierto es que no sabemos exactamente que pasó. No estamos por lo tanto en condiciones de garantizar que no vuelva a suceder ni que nuestros descendientes no se decoren el cuerpo con pinturas tribales y beban agua de lluvia.
Así de endebles son los cimientos de la narrativa que compone la historia y no parece que la civilización moderna se asiente en terreno mucho más firme, no hace falta gran cosa para hacerles la pascua.