En 1973, el oftalmólogo estadounidense Alan Scott descubrió que la toxina botulínica era un tratamiento ideal para pacientes con estrabismo. Pero, además de sus valores médicos, Alan Scott se dio cuenta de que a sus pacientes les desaparecían las arrugas justo en la zona de aplicación del Botox y comenzó a investigar su uso en tratamientos estéticos. Convertida en la herramienta preferida por los cirujanos plásticos, la toxina botulínica debería haber hecho multimillonario a Scott. Sin embargo, no fue así...
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