Es casi medianoche en el muelle de Lampedusa. El sifón humano funciona a pleno rendimiento. Los últimos recién llegados están sentados en el suelo, en apretadas filas, a la espera de que la policía los cuente y certifique su entrada en la isla. Algunos tiritan de frío. Un chaval está inquieto porque se ha dejado un zapato en la barca. Hay griterío. Al otro lado de la valla, unos compatriotas tunecinos, veteranos de la situación, les vocean instrucciones y les lanzan panecillos.
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