Mi abuela sufría migrañas. Un dolor insoportable que le hacía quedarse en cama, con las luces apagadas y en silencio. Eran los años setenta y no hacía mucho que se había trasladado a San Sebastián. Detrás quedaba Tolosa, donde vivía felizmente con su marido, notario, y sus nueve hijos. El traslado se debía al nuevo cargo que ejercería mi abuelo: procurador en las Cortes y presidente de la diputación de Guipúzcoa.
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