Recuerdo que de niño, mientras mis compañeros aprovechaban las horas libres para saltar simiescamente por encima de las mesas, yo me entretenía, como evadido del mundo, en releer las Leyendas. Era la edición de bolsillo de Edaf, y le tenía un particular cariño a aquel librito, cuya lectura se había convertido para mí casi en un ritual.
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