Cabría pensar que nuestras manos, unas herramientas que han permitido pintar la Capilla Sixtina, esculpir el Discóbolo o construir la Estación Espacial Internacional deben su perfección a un diseño impecable, a un funcionamiento óptimo y, por ende, a un plan preestablecido de construcción. Sin embargo, nada más lejos de la realidad. Y es que nuestros brazos son patas; patas muy modificadas, pero patas al fin y al cabo. Provienen de las antiguas extremidades anteriores de nuestros ancestros cuadrúpedos, desarrolladas
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