Ricardo tiene 18 años. Cuando pone su serie favorita en la televisión del salón, lo hace con el teléfono en la mano, dispositivo que consulta constantemente durante los 45 minutos que dura el capítulo. Le da igual perderse parte de la trama o ese plano secuencia en el que tanto pensó el equipo de producción de la serie. Prefiere renunciar al consumo completo de una obra para no perderse lo que sucede en otras pantallas. Este joven representa una conducta de consumo audiovisual que ha llegado para quedarse.
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