En la Edad Media, la creación de un libro podía llevar años. Un escriba se inclinaba sobre su mesa, iluminada sólo por la luz de las velas -un gran riesgo para los libros-, y pasaba horas escribiendo hojas a mano, con la cautela de no cometer ningún error. Ser copista, escribió un escriba, era doloroso: “Extingue la luz de los ojos, dobla la espalda, aplasta las vísceras y las costillas, provoca dolor en los riñones y fatiga en todo el cuerpo”.
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