El 24 de junio de 1433 los habitantes de Bantry, un pueblito de la costa oriental de Irlanda, amanecieron con una extraña visión, como si fueran cautivos de un sueño colectivo: una flota de diez barcos con casi «mil almas de tez carmesí y aspecto demoníaco» —según las crónicas de la época— arribaban a sus escarpadas costas. Los forasteros, semidesnudos, ataviados con plumas y armados con lanzas y flechas, constituían la avanzadilla de una expedición para buscar nuevas tierras de cultivo para la creciente y famélica población del Imperio.
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