Entiendo a las personas que no quieren vacunarse. A pesar de que la ciencia que hay detrás de las vacunas tenía décadas de investigación, y de que la potencialidad de este virus para ir colapsando sociedades (y el mundo) dio un impulso económico inusitado con el que azuzar a las industrias farmacéuticas es cierto que las vacunas parecen haber surgido demasiado rápido, y en muchos países prácticamente al mismo tiempo ¡si hasta Cuba ha sacado una vacuna! ¡CUBA! ¿Estamos locos? ¿No es para llevarse las manos a la cabeza y empezar a arrancarse los pelos?. La realidad es tan extraordinaria que ahora la conspiranoia parece lo razonable.
No estoy en la emocionante burbuja de los detractores de las vacunas, por lo que no se me ocurren más ideas inquietantes que sean verosímiles, pero sin duda ellos las tienen. Y aunque llegan muchos dogmas por parte de los conspiranoicos (ocurrencias sostenidas en paparruchadas que se expresan como verdades absolutas) sería estúpido negar que también hay gente que expone conjeturas razonables. Luego están los científicos de las vacunas que exponen cosas científicas y donde hay mucha ciencia y muchos científicos, un poco LA MAYORÍA. Pero por qué no pueden irse al traste las previsiones de esos científicos sobre los efectos a largo plazo de sus mejunjes. Mientras la conspiranoia o la religión están compuestas de dogmas absurdos e infalsables la grandeza de la ciencia estriba en que se encuentra abierta a los errores, y a que esos errores provoquen la muerte de cientos de millones de seres humanos de formas horripilantes. Lo hemos visto en cientos de millones de películas horripilantes. No sería extraño que las vacunas nos conviertan en zombis tanto o más que los youtubers esos que vemos mientras desayunamos nuestros cheetos con leche. Evitar la posibilidad de la zombificacion no vacunándose es razonable. Así que, si la cosa se tuerce, felicidades amigos no vacunados, quizá tengáis veinte o cincuenta años más de vida plena, con vuestras experiencias espirituales y vuestros viajes a Torremolinos y... un momento. No tan rápido.
Pensad en las cientos de miles de tragedias y el colapso hospitalario que hemos tenido con el virus, o con "algo", que ha hecho enfermar y llevar al hospital a cientos de miles de pobres diablos que nunca fuimos nosotros. Ahora imaginaos una sociedad en la que al ochenta por ciento de su población le da un telele generalizado y desmesurado en cuestión de cuatro o cinco meses, conforme llegan los efectos de las olas de vacunación a las que acudieron, como dóciles borreguitos, hace unos meses o unos años. Primero la espichan los viejos, luego los señores de mediana edad, al mes siguiente tenéis a los jóvenes no-muertos vagando por las calles, buscando con ansia vuestros cerebros... ¡Si, incluso vuestros cerebros!
Qué puede ocurrir a nivel local en una sociedad que pierde prácticamente al mismo tiempo el ochenta por ciento de su población bien postrada por sensibilidad electromagnética o muerta y convertida en comecerebros: familiares, amigos, fontaneros, cajeros de supermercados, camioneros, el operario altamente especializado e imprescindible de la central nuclear, la señora peruana que cuida a nuestra yaya por cuatro euros y un poco de pan con sopa de pollo. Imaginaos a la mayoría de médicos y científicos, que arrastrados por un pánico irracional se agarraron en su día a vacunas dudosas, y que en el futuro no encontraréis cuando se os infecte un diente por una diminuta caries... y luego la encía... después la mandíbula... y finalmente se os caiga la quijada necrosada, y tengáis que sorber la sopa de pollo desde la tráquea con una pajita usada, porque ya no existirán supermercados en los que comprar pajitas nuevas. Es de suponer que lo mismo ocurrirá en todas las sociedades del planeta, de modo que nos encontraremos que colapsa el comercio de plátanos, se acaban los envíos de Amazon, se detiene la distribución de la tecnología imprescindible para ver porno, jugar al Fortnite o llevar la luz y el agua corriente a los hogares. El lado bueno de esto es que los supervivientes podréis clamar, dentro de vuestras casas recubiertas de tablones apuntalados con clavos, entre carcajadas enloquecidas: "¡OS LO DIJIMOS!".