Relatos cortos
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El puñetero pistacho

Un hombre sentado en un banco bajo la lluvia mira su reloj y espera. Tiene unos cincuenta años y va vestido de oscuro, con un traje a la vez anticuado y flamante.

De cuando en cuando alza la vista hacia una ventana iluminada en el edificio de enfrente. Es un edificio antiguo, de tres plantas, habitado seguramente por dos o tres ancianos que extenúan un alquiler rancio, uno de esos alquileres que disuaden al propietario de las mejoras y al inquilino de la mudanzas. Es un edificio demasiado elegante para la zona de la ciudad que ocupa, para el tugurio cervecero que se ha instalado en los bajos, para el ruido del tráfico que soporta. Es un residuo de otra ciudad más pequeña y sosegada, engullida por el hormigón y los cristales de la modernidad.

Son las siete y cuarto de la tarde y nuestro hombre aguarda desde hace veinte minutos bajo la lluvia, que ni crece para chaparrón ni acaba de escampar del todo. Pensó primero resguardarse en un bar, pero el agua le da igual. No quiere ver a nadie y en los bares hay que cumplir con el ritual cívico del saludo, las cuatro palabras al camarero y el continuo parloteo de los demás. El que diseñó al ser humano tuvo una gran idea al ponerle párpados para poder cerrar los ojos, pero se olvidó de un dispositivo similar para los oídos. Nuestro hombre no quiere ver ni oír a nadie: por eso no se ha refugiado en un café ni en ninguna parte. Por eso sigue bajo la lluvia. El agua es lo de menos.

De hecho, sólo gracias a la lluvia ha conseguido mantener la tranquilidad, no tirarse de los pelos o darse de cabezazos contra una farola. Para él la lluvia es un sedante que limpia por igual el sudor de la frente y los desasosiegos del alma. La lluvia es la única clase de ducha capaz de alcanzar los más resguardados rincones del ánimo. Le gustaría que de una maldita vez se pusiera a llover a cántaros, para que encogiera aquel traje que había pasado veinte años en un ropero sin salir más que media docena de contadas ocasiones. Le gustaría que lloviera meses y años seguidos, sin parar, como en aquella novela de García Márquez en la que todos se llamaban igual y la gente ascendía a los cielos sin necesidad de morirse. Ojalá lloviese como en Macondo; sí, así se llamaba el pueblo de la novela, y los personajes eran todos Auerlinos, Úrsulas y Amarantas, porque todos era en el mismo. Igual que en la vida real: todos somos el mismo, con diferencias que nos parecen sustanciales porque no somos capaces de alejarnos lo bastante. Muchos años después, frente el pelotón de fusilamiento, el profesor Leandro Martínez había de recordar aquella tarde en que se puso a pensar estupideces bajo la lluvia porque no se atrevía a pensar en otra cosa. Ese era él, y seguro que ni para pelotón de fusilamiento daba su vida, como no llegase el día que fusilasen a los aburridos.

El profesor vuelve a mirar el reloj y ensaya una mueca irónica, dirigida más a sí mismo que a la luz de la ventana. Se levanta un instante y llama al portero automático. No responde nadie y vuelve al banco con una sonrisa, la primera del día, la primera de mucho tiempo, pensando que no es mala cosa tentar de vez en cuando a lo imposible. Es perfectamente cabal creer en los imposible: lo que es de locos es creer en lo improbable.

Pasan los minutos, lentamente, bombardeando con su goteo cada enclave de la memoria, incluso los más inaccesibles, como el barro de los charcos que pisaba en la infancia o el acné juvenil del rostro de Consuelo. Son tan livianos esos retazos que se van igual que vienen, sin ancla que los fije ni huella que los delate. Después de mirar de nuevo el reloj y comprobar que la aguja no ha avanzado más que un par de minutos, el profesor se ha quedado mirando a una monda de pistacho en el suelo, contando el número de gotas que la alcanzan. Esa monda de pistacho, en medio de un campo de futbol, tendría una probabilidad ínfima de recibir una gota de lluvia si sólo cayera una gota, pero dejad que llueva media hora y veréis como la probabilidad aumenta hasta convertirse en casi absoluta certeza. Cada gota tiene la misma ínfima probabilidad de caer sobre el pistacho, pero la sucesión de gotas convierte un suceso cercano a lo imposible en un suceso casi seguro. Eso es lo que ocurre cuando el caso discreto se convierte en continuo, lo mismo que en el famoso problema de la moneda que se lanza al aire mil veces: cada vez que se lanza tiene las mismas posibilidades de caer del lado de la cara como del de la cruz, y sin embargo, si han salido trescientas caras seguidas, la función de distribución indica que se debe apostar sin dudarlo a que la siguiente será cruz. Se ha equivocado ya doscientas noventa y nueve veces, pero la función insiste. Insiste porque sabe que tiene razón y que, al final, se saldrá con la suya si la moneda se lanza el suficiente número de veces.

Eso es lo que enseña a sus alumnos. Y eso, también, es lo que ha pasado con su vida. Eso mismo. Al final, la suerte y la probabilidad es sólo cuestión del ritmo al que se repiten los sucesos. Nada más. Un suceso imposible se convierte en probable cuando la repetición de ensayos es lo bastante abultada. Pero luego hay algo más que no explica en clase pero que lleva algún tiempo rondándole la cabeza: en los ensayos fracasados, en las gotas que no caen sobre la monda de pistacho, habría que diferenciar las que fallan por un milímetro de las que fallan por un metro, o por dos kilómetros. Algo hay, aunque no lo describa ninguna fórmula, que diferencia al soldado que se libró de la muerte por un milímetro del que solamente oyó pasar las balas a cinco metros. Es posible que el que tuvo la bala más cerca tenga menos posibilidades de ser alcanzado por la siguiente que el que ni siquiera la oyó cerca; igual que con las monedas: una cara necesita de una cruz para dejar la función igualada; una disparo cerca necesita de uno lejano para que el sistema se mantenga.

Nuestro hombre vuelve a sonreír: ni en un día así puede dejar de ser profesor de estadística.

Lo malo es que uno nunca puede dejar de ser lo que es. Puede fingirlo, como mucho, o aparejarse una careta, pero las metamorfosis auténticas son más improbables.

De pronto empezó a llover un poco más fuerte, pero el hombre ni se dio cuenta: estaba demasiado ocupado contando los impactos sobre la monda de pistacho. Tenía que concentrar en esa tarea toda su atención para que su mente no se desviase hacia donde no debía. Tenía que seguir ese hilo como si le fuese la vida en ello.

Estadística y probabilidad. ¿Puede ser la probabilidad una forma de matar? O, al contrario, si no hay más arma que esa, ¿se trata sólo de un accidente? Podría ser. ¿Qué ocurre si se le da a alguien un medicamento, un medicamento totalmente inofensivo, y el paciente resulta ser alérgico?, ¿qué pasaría si un médico loco se dedicara a administrar ese medicamento inofensivo a todos los pacientes de un hospital a sabiendas de que, por término medio, un cero coma dos por ciento de los pacientes son alérgicos? Sería el crimen perfecto.

Eso fue. Un crimen perfecto. Eso mismo: una maldita casualidad criminal en la que nadie podía haber pensado.

El hombre da una patada a la monda de pistacho y la ve colarse por la única rendija despejada de una alcantarilla próxima. Otro hecho improbable, y sin embargo cierto.

Pasan otros cinco minutos. La lluvia arrecia. El hombre saca un pañuelo del bolsillo de la americana y se seca la cara con gesto fatigado, como si acabara de realizar un gran esfuerzo y fuera sudor en vez de lluvia lo que estuviera enjugándose.

De entre el barullo del tráfico emerge una furgoneta blanca y el hombre se levanta para hacerle señas con los brazos.

Es el cerrajero, que por fin aparece. Mucho servicio veinticuatro horas y mucho asegurar que están siempre disponibles, para luego tardar tres cuartos de hora cuando se los llama un domingo.

 Los demás inquilinos del inmueble, ancianos todos, están pasando las vacaciones con los hijos, así que no hay nadie en el edificio. La cerradura del portal logra resistir dos minutos justos a la pericia del operario. La de la puerta de la vivienda aguanta un poco más, pero no mucho: sólo es el pestillo lo que hay que vencer porque el pasador no está corrido.

Nuestro hombre paga al cerrajero, se quita el abrigo y lo deja en la percha. Acto seguido recoge el llavero en el gancho del recibidor y se lo mete en el bolsillo, echando por primera vez de menos a Consuelo en aquella casa vacía.

Ella era la que estaba siempre en casa y ella la que llevaba las llaves cuando salían juntos. ¿Cómo no iba a olvidarse él de las llaves la tarde de su entierro?

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Por qué no sonríen los sioux

Nube Larga se colocó el penacho de plumas, contempló ante el espejo sus pinturas de guerra y se dirigió a su caballo. Sabía que el director y todo el equipo esperaba sólo por él para dar comienzo al rodaje de la batalla, de la pantomima de batalla contra el hombre blanco, pero no tenía prisa.

Que esperasen. Por una vez, que esperasen.

Con la que estaba apunto de rodar, Nube Larga había participado ya en casi una treintena de derrotas contra la caballería Michigan.

Echó un vistazo a sus hombres y se encontró con un montón de sudamericanos, mulatos, varios indonesios y hasta algún hombre blanco. Él al menos era un verdadero piel roja, un residuo del extinto pueblo cherokee.

Pasó ante el director y las cámaras sin mirarlos, como si fueran arbustos, y se colocó en su puesto sin hacer caso a los gruñidos que afeaban su retraso.

Allí estaba, con el penacho de sus antepasados y las pinturas de sus mayores, listo para una farsa. Miró la llanura, suya por derecho propio, por ley de sangre, y en todas partes encontró cicatrices de su derrota.

Se había engañado a sí mismo diciendo que ese era el único amino para que los suyos no se hundiesen en el olvido, pero sabía en el fondo de su alma que estaba vendiendo también su memoria. Primero las tierras, luego el orgullo, por último la memoria. Si hubiera alguno, tal vez un hijo suyo vendería el cementerio.

Pero no había cementerios.

Sólo vergüenza y rabia, rencor e impotencia en los ojos de un hombre perteneciente a un pueblo que no supo defender lo suyo. Que no pudo.

Era una película de indios y Nube larga, un jefe indio, hacía de jefe indio. 

Buen papel.

¿Pero hay mayor desgracia que convertir una persona en personaje?, ¿hay peor vergüenza que transformar en folclore las raíces?, ¿hay miseria más baja que convertir en espectáculo la historia de la propia destrucción?

Sí. La hay: hacerlo ante el mundo entero y cobrando.

Sólo el hombre blanco podía haber inventado el cine, capaz de empujar tan hondo a su pueblo en el pozo de la desgracia.

Pocos indios sonríen en las películas. Ya sabéis la causa.

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1998. Anuncios descartados

Estas son dos de las propuestas publicitarias que escribí en su día para una empresa de internet (no diré el nombre, claro), estamos hablando de 1998, así que espero que podáis poner en contexto lo que se podía avanzar en lo tocante a esa cosa tan nueva que se llamaba internet. Intenté adelantarme todo lo posible con las ideas, pero... los ejecutivos creyeron que no era adecuado para su público objetivo. Repito, escrito y pensado en 1998.

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1.-EXT. AMANECER.

Un coche de corte futurista avanza por una carretera al amanecer. Debe dar imagen de sobriedad y calma. El coche va a una velocidad moderada. MÚSICA: Tema clásico relajante.

 2.-INT/EXT. COCHE. AMANECER.

Interior del coche futurista. Un hombre de unos 40 años conduce tranquilamente. Lleva un traje de chaqueta con algún toque que indique que estamos algunos años en el futuro. Nos recuerda al traje de chaqueta que usaba Floyd en la película "2001: Una Odisea en el Espacio".

OFF.-Muy pronto, usted podrá desde su coche y con la voz, pedir la ruta más corta al trabajo...

3.-INT. COCHE.

PLANO DETALLE. Panel de control, monitor donde se lee: “Recibidos: 4 mensajes”. De esta zona proviene la voz femenina del ordenador, muy suave y elegante.

VOZ FEMENINA SINTÉTICA.- Tiene cuatro mensajes de correo.

OFF.- ...escuchar la última cotización en bolsa y recoger su correo electrónico...

4.-INT/EXT. COCHE.

 El conductor conduce tranquilamente. Mientras sigue ligeramente con la cabeza la música clásica que suena.

VOZ FEMENINA SINTÉTICA.- Accediendo a la Bolsa de Madrid.

OFF.-...O pedir las noticias deportivas del día. Usted tendrá acceso a cualquier ordenador del mundo conectado a la red.

5.-INDETERMINADO.

Morphing del panel de control del coche a un monitor de ordenador de hoy día. Morphing del monitor a un satélite de comunicaciones. Morphing del satélite a una gran centro de comunicaciones. Morphing de éste a una hermosa casa.

“Mientras el futuro llega, (EMPRESA DE COMUNICACIONES) utiliza las últimas tecnologías para llevar de un modo fácil y asequible internet hasta su casa”.

6.- INDETERMINADO.

Fondo negro y rotulación tipografía de (EMPRESA DE COMUNICACIONES).

  (EMPRESA DE COMUNICACIONES), construyendo el futuro.

900-9999999

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1.-INT. NOCHE.

PAN de DCHA. a IZQ. en PM de un joven de unos 30 años, lo vemos de frente y la cara la tiene iluminada de luz blanca que parpadea, mira algo atentamente.

2.- EXT. NOCHE.

(Idealización). De su casa parte un haz de luz blanca que va recorriendo una intrincada red hasta llegar a alguna parte del mapa de los EEUU., concretamente California. SFX.

OFF.- Su novia está a 12.000 kms. Sus cartas tardan seis segundos en llegarle.

3.- INT. NOCHE.

Continúa la PAN de DCHA. A IZQ. del joven en PM.

4.- EXT. NOCHE.

De su casa (otro ángulo) parte un haz de luz blanca que va recorriendo una intrincada red hasta llegar a una parte del mapa de la India. SFX.

OFF.- Algunos de sus amigos están a 9.000 kms. Charla de las noticias del día con todos ellos.

5.- INT. NOCHE.

Continúa la PAN de DCHA. a IZQ. del joven en PM.

6.- INDETERMINADO.

La Tierra. El haz de luz blanca recorre una intrincada red y se cruza con otros cuatro haces de luz de diferentes colores y que provienen de otras partes del mundo hasta que se encuentran en algún punto del planeta. SFX.

OFF.- Juega en la red con un sueco, un alemán, un argentino y un brasileño; y –a veces- les gana. 

7.- INT. NOCHE.

Continúa la PAN de DCHA. a IZQ. del joven en PM. Casi se ve el monitor de ordenador que tiene delante.

8.- EXT. NOCHE.

El haz de luz blanca recorre la ciudad a toda velocidad hasta llegar a un terminal de banco, en el otro extremo de la ciudad. SFX.

OFF.- Su banco está al otro lado de la ciudad. Consulta la cuenta cada día sin moverse de casa.

9.- INT. NOCHE.

Vemos al joven de espaldas, delante de un monitor de ordenador en el que se ve la página web de (EMPRESA DE COMUNICACIONES).

 10.- INDETERMINADO.

 Fondo negro.

Texto con la tipografía de (EMPRESA DE COMUNICACIONES), las palabras van apareciendo y desapareciendo mientras el OFF repite el texto.

 (EMPRESA DE COMUNICACIONES), construyendo el futuro.

 900-999999

 

 

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Sujétame el cubata (8) Final

 

Origen: www.meneame.net/story/sujetame-el-cubata

Sigue aquí: www.meneame.net/m/relatocorto/sujetame-cubata-2

Siguiente: www.meneame.net/m/relatocorto/sujetame-cubata-3

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Y sigue... www.meneame.net/m/relatocorto/sujetame-cubata-6

Y aquí... www.meneame.net/m/relatocorto/sujetame-cubata-7

Final.

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Esos años se me hicieron eternos, la vida “normal” era muy aburrida para mí. Voy a resumir la cosa, que me voy a quedar sin cinta. Inés “delalmamía” había comprado la casa de Ernesto al no dar ni éste ni Ana señales de vida. Se inició una búsqueda pero con poco interés. A los barandas que estuviera muerto o se hubiera largado con ella al Caribe les daba lo mismo. Eso sí, en cuanto levantara la cabeza, duraría poco. No sabían que ya estaba fiambre.

Como Carlo les había estado dando tan buenos resultados, lo nombraron sustituto de Ernesto. Yo con él hablaba poco, teníamos poco de qué hablar, nos veíamos una vez cada equis meses y poco más. Ni se metía conmigo ni yo con él. Yo a mis taxis y mis peluquerías. Él a iniciar nuevos proyectos. No me encargó ninguno, el muy hijodeputa. El italiano se había trasladado a la antigua casa de Ernesto. Ahí me la jugaba, pero confiaba en que su pésimo gusto para el arte le hiciera despreocuparse de cuadros, esculturas y demás puñetas. A él sólo le gustaba la cosa de látigos y cueros. Nunca me enseñó la nueva sala que tenía para lo suyo, pero se sabía que estaba en el sótano, que había hecho remodelar entero.  

Con Inés la cosa estaba rara y tensa. No era la misma, o sí. Ya no sé si...

-¿Hola? Coño, Inés, ¿qué haces aquí?

-Tengo llave, ¿recuerdas?

-¿Y vienes a verme con guantes y una pistola con silenciador en la mano? 

-Vengo a por la cinta.

-¿Qué cinta?

-La que estás grabando.

-¿Esta?

-Esa.

-Ah, ya, así que has sido tú la que ha mandado que me sigan estas últimas semanas, ¿verdad?

-Ya ves.

-Ya veo.

-La cinta.

-Siéntate, ¿un pelotazo?

-¿Por qué no? Gintonic.

-Pues era gente muy profesional.

-Pagamos bien. Y tú no tenías por qué haber complicado tanto las cosas. Te he dado toda la ayuda que...

-¿Y a ti qué más te da? ¿O es que tus negocios legales han dejado de serlo?

-No, todos son legales. Gracias a Dios.

-Dios. El mismo que te está viendo ahora mismo con una pistola en la mano y me amenaza. Ja.

-“Oh, señor, Dios de las venganzas, oh, Dios de las venganzas, ¡resplandece!” Salmos. No se puede salvar a todo el mundo y tú has sido mi mejor ejemplo. Tengo que enmendar mis errores y pagar mis culpas.

-Y tus culpas las pago yo. Cojonudo.

-Es la mano de Dios la que guía la mía.

-Toma, tu bebercio. Yo sigo con mi coñac.

-¿Qué pasó con Ana?

-Murió. No la maté. Murió. ¿Qué pasó con su pasta?

-La tengo guardada desde el principio, en dos cajas fuertes.

-Ah, por eso no la encontraba.

-Por eso y porque Ana me contó vuestro plan.

-Era suyo, no mío.

-Bueno, esto se acabó. Dame la cinta.

-Me termino la copa. ¿Cómo sabes que no tengo papeles guardados por ahí para cuando muera?

-Porque no los tienes, nunca has tenido cabeza para lo importante.

-Me queda poca vida. Al menos, así termino rápido. Apunta bien, que con silenciador se falla mucho.

-Qué ginebra más asquerosa. Sabe a demonios...

-Le he puesto bolitas de nosequé... Esas que ponen en el club de golf.

-Me hubiera gustado que hubieras cambiado a mejor, que te unieras a la luz, pero preferiste el sendero de la oscuridad.

-Y como no lo consigues, me das pasaporte.

-Adiós.

 

Fuupd-fuupd-fuupd.

 

Clac.

  

------FIN------

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La singularidad sociológica de la colonia del sol hueco

— ¿Nadie entiende, pues, las implicaciones de este teorema? - preguntó el viajero.

— Nadie de Brea; sospecho que tampoco nadie de la Tierra - contestó el robot de soporte, con ciertos aires de suficiencia.

Había en la colonia más de setecientos mil millones de hombres y mujeres, cada uno de ellos trabajando en diversas investigaciones, unas más nimias que otras, y en los más variopintos campos categoriales sin cierre: biología sintética, geometría temporal, axiología jurídica artificial, nutrición genómica, matemática de base continua y un sinfín de especialidades.

El engranaje científico lo engrasaban complejos middlewares que conectaban sistemas emergentes de minería de axiomas y motores inteligentes de búsqueda. Todo el conocimiento de la colonia estaba almacenado en un gigantesco sistema distribuido de gestión de axiomas híbridos llamado Episteme, con innumerables axiomas formales e informales que los breanos llamaban verdades y un número finito pero incontable de relaciones entre los mismos.

Y nadie era ya, por sí solo, capaz de entender ningún campo categorial. Nadie entendía las complejas teorías diacrónicas que explicaban el comportamiento fractal del tiempo, sin embargo sus fórmulas se usaban para realizar los cálculos que permitían a los espejos de gravitondas de la planta de energía del horizonte de sucesos sincronizarse perfectamente en órbita, optimizando la recolección de energía para Brea.

No había ninguna inteligencia artificial con intencionalidad en Brea, según postulaba la traducción al lenguaje humano de una Verdad descubierta hace siglos en la colonia; así que el viajero ignoró sin más el tono pedante del robot de soporte, y continuó su entrevista:

— Pero el equipo que haya desarrollado este teorema entenderá lo que hace, su utilidad práctica ¿cierto?

— Este teorema es fruto de milenios de investigación sintética de la colonia. Su utilidad práctica es sólo potencial - respondió el robot.

— ¿Potencial?

— Actualmente no es útil más allá de su potencial uso. Hay millones de verdades en Brea y quintillones de relaciones válidas entre ellas, que han sido probadas y validadas manualmente a lo largo de los últimos milenios. Nunca se sabe si una nueva Verdad podrá sernos útil: si es simplemente una Verdad residual, algo que nadie nunca usará para algún fin práctico, o una Verdad última, algo que no puede usarse para construír nuevas verdades. Si bien, no existe ningún mecanismo para distinguirlas. Simplemente se almacenará meticulosamente en nuestra Episteme, la huella de la Verdad contiene toda la información necesaria para poder acceder a ella y usarla en nuevas investigaciones, si llega a ser preciso.

— ¿Qué es la huella?

— Toda Verdad nueva no es más que el fruto de sus relaciones con otras verdades, las relaciones deben ser congruentes con el lenguaje axiomático de Episteme. La nueva Verdad contiene una huella en nuestra Episteme que la describe en función de las relaciones que la conforman. Una analogía, para que usted lo entienda: — la cadencia de la voz del robot, que brotaba de sus cuerdas vocales sintéticas, se volvió de nuevo pedante — del mismo modo que en nuestro lenguaje, en el contexto meteorológico, la palabra Viento no es más que la relación entre Aire y Movimiento, una Verdad en nuestra Episteme no es más que un conjunto de relaciones válidas entre distintas verdades. La huella es la descripción de estas relaciones.

— ¿Una Verdad es sólo un conjunto de relaciones?

— Así es. No hay nada más que relaciones y verdades en nuestra Episteme. Y toda Verdad siempre se relaciona con, al menos, otra Verdad, que a su vez, está compuesta de otras relaciones.

— Pero si toda Verdad siempre es un conjunto de relaciones de otras verdades, debe haber al menos una Verdad que no esté conformada por ninguna otra Verdad: una Verdad primigenia, ¿cierto?

El robot le dio una última calada a su cigarro y lo apagó contra sus haraposos pantalones. Se tomó un momento para mirar al cielo de cegador brillo de Brea mientras le respondía al viajero y exhalaba el humo:

— Sólo existe una Verdad libre de huella epistémica: Dios es.

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La libertad borrosa

Por costumbre o por desidia mental tendemos a reunir a mendigos y vagabundos en una sola taxonomía de mariposas errantes, pero no son lo mismo. Ambas condiciones se unen con frecuencia, porque no es fácil ganarse la vida sin raíces ni refugios, pero las divergencias son muchas y no sólo materiales: también hay matices de carácter, y son distintas las circunstancias que llevan a un ser humano a convertirse en lo uno o en lo otro, en un orden determinado. Los hay que empiezan pidiendo y acaban trasladándose de un lugar a otro empujados por el desgaste de la caridad; otros no encuentran su lugar en ninguna parte y es su falta de acomodo lo que los reduce a la mendicidad 

Pero no son lo mismo.

Conocí hace un tiempo a una vagabunda que nunca pidió limosna. Nunca pidió nada, en realidad. 

Iba siempre limpia y aseada y dormía en cualquier hostal. Comía en bares de carretera, o en restaurantes de lujo, o en un puesto de castañas: comía donde el hambre la encontraba.

Cuando no tenía dinero se acercaba a la primera sucursal bancaria que encontraba y con sólo una llamada le entregaban la cantidad que pidiera. Decían que era rica y probablemente fuese cierto.

La vi algunas tardes caminando sola por el campo, agachándose de vez en cuando a recoger una piedra o una concha de caracol y guardarla en sus bolsillos gigantescos. Cien o doscientos metros más adelante volvía a arrojar lo que había recogido, y pasaba así horas enteras para arrojarla de nuevo cien o doscientos metros más lejos. Otras veces me la encontré en grandes almacenes, recorriendo las mercancías y las miradas, por igual ajenas, como si las viera en un televisor. Dicen que en ocasiones hablaba, y probablemente fuese cierto.

Algunos se interesaron por su vida y trataron de saber. Aquella mujer ocultaba una desgracia, y las desventuras son buen atuendo para el misterio. Alguien dijo haber oído que se trataba de una mujer abandonada por su marido y repudiada por su familia, seguramente por alguna infidelidad, real o supuesta, y que llevaba ya varios años mendigando por las calles cuando el esposo murió en un accidente, sin tiempo de dictar testamento que la perpetuara en la miseria. Heredó entonces una importante suma, pero la fuerza de la costumbre y el juicio quebrantado por las penalidades le habían impedido regresar a su casa.

Otros, por contra, dijeron que la mujer se volvió loca tras perder a sus dos hijos en un incendio, y que nunca, jamás tocaba un céntimo del mucho dinero que le pagó el seguro salvo cuando se veía en la más extrema necesidad. Esta hipótesis se dio por buena mucho tiempo, hasta que de puro manoseada comenzó a parecer falsa, tal y como sucede a algunos billetes de mala calidad, y enseguida comenzaron a circular otros rumores.

El más insistente fue el que atribuyó a la mujer dotes adivinatorias, pues muchos atestiguaron haberse beneficiado ellos mismos de la clarividencia de la vagabunda. Según este rumor, había hecho ganar mucho, muchísimo dinero a un industrial extranjero que, agradecido, le había dado acceso libre a su cuenta corriente: sólo tenía que pedir una cantidad de dinero y el banco se lo entregaba de inmediato, sin hacer preguntas. 

Al final, a fuerza de hablar de ella, hicieron entre todos famosa a la vagabunda y un par de periódicos se interesaron por su historia, convencidos de que las circunstancias ocultas bajo una vida como la suya serían un inmejorable forraje para sus ávidos lectores. La mujer no los rechazó cuando se acercaron a ella, pero se limitó a sonreír y asegurarles que no había nada que contar. No les quiso dar su nombre, ni mencionó su lugar de origen, ni dato algo alguno por el que pudieran identificarla. Por supuesto, esto aguijoneó aún más la curiosidad de los periodistas, que recorrieron el barrio entero en busca de testimonios sobre la vagabunda.

Supieron así que a veces comía tres platos y que otras pasaba el día entero en su habitación, sin salir a comer. Supieron que a veces se levantaba al amanecer y otras pasaba la noche en vela, y se quedaba en la cama hasta mucho después del mediodía, cuando iban a despertarla, preocupados, los gerentes de los establecimientos donde se alojaba. Supieron que a veces dividía un periódico en cientos de pequeños cuadrados y pasaba horas enteras construyendo grandes flotas de barquitos de papel que botaba río abajo, junto al puente del hospicio, rumbo al inevitable desastre naval de la represa. Supieron que engarzaba flores o colillas, según su ánimo, y se adornaba luego con esos collares hasta que la casualidad o el desgaste acababan con la tanza. 

La pequeña semilla de lo anecdótico había encontrado tierra fértil en la imaginación colectiva y los periodistas quisieron saber más. Preguntaron, husmearon, lisonjearon con micrófonos a comadres y camareros, en busca de la piedra angular de aquel edificio humano que tanto les intrigaba.

Al fin, sin necesidad de soborno, por el sólo placer de convertirse en llave de una puerta inexpugnable, un empleado infiel de banca les dio el nombre. Dos periódicos y una televisión local se dirigieron de inmediato a otra ciudad mediana, al norte, ansiosos de tragedias revenidas y angustias ocultas. 

Y allí, sin dificultad, encontraron la casa de sus padres, y el lugar donde nació, y una foto de su perro. Encontraron a un dentista que había sido novio suyo, un hombre medio calvo que arrugó el ceño tratando de recordarla cuando le mencionaron su nombre. Hacía años que no sabía nada de ella. Se conocieron en un baile. Dejaron de salir juntos por lo mismo que empezaron: por un capricho. Se alegró cuando le dijeron que ella estaba bien, los despidió con un apretón de manos y siguió con su trabajo.

Los periodistas no cedieron en su determinación. Recorrieron la ciudad interrogando rincones, entrando en las sacristías, los cafés, las bibliotecas y las secretarías de los colegios.

Como premio a su ahínco, encontraron a los amigos de su infancia y escucharon anécdotas de fiestas, y profesores. Encontraron unas trenzas de brillante color castaño en la ficha de un parvulario, una bicicleta oxidada en un garaje y un vestido de primera comunión embebido de alcanfor.

Pero no había una desgracia, ni un atisbo de la historia desgarrada que querían ofrecer a su público. En el pasado de aquella mujer no había drama ni aventura, ni siquiera una comedia, y regresaron con las manos vacías, y las cámaras vacías, y los cuadernos en blanco, y una mueca en el semblante de mellada decepción.

Y enseguida la olvidaron. Dejaron incluso de mirarla, todos menos el director de la televisión local, que a veces la veía pasar desde la ventana de su despacho y le dedicaba un vistazo rencoroso recordando la cuenta de gastos de la infructuosa búsqueda.

Los periodistas hablaron con sus amigos en los bares, y con sus parientes en las cenas navideñas, y pronto se corrió la voz de que no había nada que saber. Algunos no lo creyeron al principio, obstinados en la creencia de que cualquier silencio oculta un misterio, pero las nevadas de febrero acabaron de vencer su reticencia con el peso de su tiempo suspendido.

No había nada que contar. Ella Iba siempre limpia y aseada, paseaba todo el día y dormía en un hostal. Besaba en bares de carretera, o en restaurantes de lujo, o en un puesto de castañas: besaba donde el deseo la encontraba.

Nunca dormía en el mismo hostal, ni besaba al mismo hombre ni comía en el mismo bar.

Y a su aburrimiento trashumante le llamaba libertad.

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Voy a por los niños

Cómo cada día Luis va a recoger a sus hijos al colegio en coche, siempre hace el mismo ritual antes de salir de su casa, lo lleva haciendo años. Sus hijos ya son mayores pero le gusta ir al instituto a recogerlos.

Cada día a las 13:30 apaga su ordenador de trabajo en la oficina de su casa y pone fin a su jornada de trabajo cómo teleasistente para personas de edad avanzada. Se quita la ropa del trabajo, suele llevar puesto una camisa a cuadros y un pantalón de vestir lo menos formal posible para estar cómodo mientras trabaja y unas pantuflas de estar por casa, ya que nadie le ve por debajo de la cintura. 

Una vez liberado de sus prendas de trabajo se viste para poder disfrutar de la tarde e ir a buscar a sus hijos, suele ponerse un pantalón de chándal de unos 10 años que nunca ha sido utilizado para hacer deporte, una camiseta publicitaria de alguna empresa de la zona en la que reside cómo Hermanos Martinez S.L o Forjados Gutierrez. En los pies se calza unos deportivos cómodos con los que poder conducir e ir de paseo por la tarde a un parque cercano con su mujer.

Una vez vestido para ir al instituto coge todos los enseres necesarios para tan arduo viaje. Cartera, móvil, pañuelos de papel, protector labial, gafas de sol, llaves del coche, algunos dulces para los chicos. Antes de salir se despide de su esposa con la misma frase cada día, “Voy a por los niños”. 

Una vez en el coche deja todos los objetos repartidos por los diferentes cajones del coche, cada uno en su sitio, siempre en el mismo sitio para tenerlo todo controlado. A veces se le olvida alguna cosa cómo los pañuelos o los dulces, pero no suele ser un gran problema, en menos de 20 minutos estará de vuelta en casa con toda la familia.

El camino a la escuela es de lo más anodino, sólo hay asfalto, señales de tráfico y algún transeúnte por las calles peatonales, no hay nada que lo pueda distraer de su objetivo. El sol le da de cara a mitad del recorrido, en ese momento busca sus gafas de sol, no las encuentra. El sol le sigue dando en los ojos y no ve nada, baja la visera pero se da cuenta de que está rota. Entrecierra los ojos pensando que será solo un rato. Solo ha pasado un rato, lo suficiente para no ver una señal de STOP y sufrir un accidente mortal.

Mientras tanto, sus hijos esperan en el instituto. Pasan los minutos y entienden que su padre no va a recogerlos, es hora de crecer y madurar. Volverán a casa ellos solos.

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¿Cuántos policías de hoy han leído "Chacal"?

Llovía como para imaginar peces en el aire, persiguiéndose furiosos por la pecera sin naufragio y sin tesoro de aquella plaza mayor.

Manuel se apartó de la ventana y volvió a colocar en su sitio los visillos. Estaba tan embebido en su papel que sólo al buscar un lugar para sentarse recordó que estaba en una casa vacía, sin ni siquiera bombillas acumulando polvo en los viejos portalámparas de porcelana. Los que habían vaciado aquel piso lo habían hecho a conciencia: ni un estropajo en el fregadero, ni escobilla en el retrete, ni una puñetera colilla abandonada en cualquier sitio. Allí no había entrado una empresa de mudanzas después de la muerte de la propietaria, como decía la ficha. Allí había entrado el hambre misma.

A falta de mejor sitio, Manuel se acomodó en el suelo y comenzó a desmontar las muletas con que se había ayudado para subir los tres pisos. Los trucos viejos no dejan de funcionar por ser viejos, lo mismo que los chistes viejos no dejan de hacer gracia con el tiempo. El caso es no contárselo cincuenta veces al mismo.

Y la policía no sabía leer. De eso estaba convencido. Aún menos la de Madrid. No habían leído Chacal ni de bromas. Con la plaza acordonada para la cumbre europea lo habían dejado entrar con las muletas. Una buena barba, cara de cansancio, y un pie torcido hacia adentro en vez de una pierna de menos. No hizo falta más. 

Eso, y las llaves del piso. Pero lo de las llaves del piso fue fácil. Todo lo que consistiera en alquilar una vivienda en la Plaza Mayor, aún con carné falso, era un rastro que se podía seguir, pero trabajar en una inmobiliaria te hace dueño de un buen manojo de llaves en menos de quince días. No falla.

Las muletas fueron convirtiéndose lentamente en un fusil. Las piezas más delicadas iban dentro. Sólo las balas y la mira telescópica estaban en la casa desde dos días antes. Podía haber introducido el arma en la casa dos días antes, pero de repente aquel piso estaba muy solicitado y la inmobiliaria lo había ido a enseñar cuatro veces en tres días. Siempre ocurre. En otra casa cualquiera podía haber dejado el arma en un armario, o bajo el fregadero, pero allí no: allí podía llamar la atención en cualquier parte y mandar al garete todo el plan.

El fusil fue cobrando forma y Manuel apuntó a una chimenea cercana para probarlo. Cuando la cúspide de hojalata se dibujó con toda nitidez en la mira telescópica apretó el gatillo y el mecanismo respondió con un chasquido.

Manuel esbozó un gesto de satisfacción e introdujo dos balas en la recámara. La próxima vez que se lo echara al hombro buscaría la cabeza del presidente.

Podía disparar desde dentro, sin asomar el arma por la ventana, pero corría el riesgo de que un cristal tan cercano produjese alguna distorsión en la mira. No haría eso. No. Se arriesgaría.

La lluvia haría que todo el mundo caminase mucho más deprisa por la plaza, pero en los días de lluvia nadie mira hacia arriba. O no tanto como otras veces. Y los que miran no ven lo que tienen que ver, porque esos policías imbéciles de las escoltas no se quitan las gafas de sol ni para dormir. Rompería un cristal y asomaría el cañón por la ventana.

El presidente iría cubierto casi siempre por un paraguas, pero eso no era impedimento. Algo había que dejar al azar. Con la lluvia podía hacerlo.

Y llovía como para imaginar tiburones en el aire, acechando sigilosos a su presa, prestos a lanzar su dentellada.

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Cuatro plumas y un relato (2): El club de los suicidas involuntarios [+18]

ÚLTIMA HORA (Breve)

Un mensajero cae desde la azotea del edificio de nuestra redacción. Los servicios médicos han apuntado que se encuentra con pronóstico reservado y ya ha sido trasladado en una ambulancia medicalizada hasta el Hospital Martínez de Lesma. A medida que se amplíe la información seguiremos informando desde esta redacción.

Subscríbase a Prensa Nueva News. Siempre al servicio de la noticia.

Mientras Javi redactaba la noticia y la colgaba en la web del periódico sin esperar a que el Redactor Jefe le diera el visto bueno... “que hubiera estado aquí en lugar de estar trasegando carajillos de menta”, pensó Javi mientras le daba al botón de publicar, seleccionando que fuera a portada, en un lateral y con letras rojas parpadeantes las palabras “ÚLTIMA HORA” del encabezado. Mientras Javi se peleaba con la aplicación de publicación, Ramón había aprovechado para colarse en el cubículo de la fotocopiadora... y sin mirar el contenido, había hecho fotocopias de lo que había en el sobre. Dobló los folios y se los guardó en el bolsillo de la roñosa chaqueta que usaba en invierno y en verano.

Al poco, entraron en la redacción dos policías uniformados, preguntando si habían visto algo, las pesquisas habituales. Javi respondió que el mensajero había dejado un sobre y que se había marchado, que sólo lo había visto Anita, pero que como iba con casco no sabría decir qué aspecto tenía. Anita añadió que preguntó por Ramón y que como no estaba dejó un sobre en su mesa. Los policías tomaron nota, pidieron los DNI de todos para anotar sus nombres, pura rutina... Ana María Dueñas Marqués, Ramón Rialto Buendía y Javier de la Calle Gómez. A las preguntas de quién era el Redactor Jefe y dónde se encontraba se encogieron de hombros, diciendo que José Carlos solía llegar más tarde, añadiendo con sorna que se encontraría reunido en el bar de la esquina, en “Casa Paquito”. 

El problema surgió cuando la policía pidió llevarse el sobre y el albarán que había traído el mensajero, por si podría arrojar alguna pista sobre lo sucedido. Ramón y Javi se enzarzaron en una discusión legalista, como si hubieran visto demasiadas películas de periodistas: Que sí, que no, que es material confidencial periodístico, que si el gabinete jurídico, que si no tenemos de eso, que si Juan el picapleitos, que si hay que colaborar con la Ley, que no se revelan las fuentes de información...

Los policías, aburridos de la discusión dijeron que ya vendrían con una orden judicial si hiciera falta y se marcharon sin más, para recabar información en otros despachos de aquel edificio de oficinas y por último a inspeccionar la azotea.  

-¿A cuento de qué os ponéis tiquismiquis con la Policía? –dijo Anita poniendo los brazos en jarras y mirándolos a los dos- Ni que esta mierda fuera el New York Times.

-Por el casco –dijo Ramón lacónicamente.

-Porque este es un gilipollas y le gusta hacer de “periolisto” –comenzó a decir Javi cambiando de tema a la velocidad del rayo-. ¿Y qué cojones es eso del casco?

-¿Has visto a muchos suicidas tirarse desde una azotea con el casco puesto?

-O sea que lo han tirado desde la azotea... lo que hay que oír, qué flipado que estás... –contestó Javi mirando al techo.

-Y además preguntó por mí... y no tengo ni idea de si lo conozco o no... Y el albarán no puede ser más falso.

-¿Y qué? Vamos a ver qué tiene el sobre y ya está.

-¿Es que nadie lo ha abierto? De verdad, vaya par de “pasmaos”... –dijo Anita cogiendo el sobre con decisión y sacando del mismo varios recortes de prensa antigua.

-Genial, nuevo “Guatergueit” en la redacción... recortes de prensa del año de la polca... Un juicio. Una información amarillista sobre actividades de los servicios secretos europeos. Un recorte de la CIA de 1980... Un militar a juicio por un accidente en un campo de tiro. Y una fotocopia de una llave pequeña –Javi desgranó despectivamente el contenido del sobre, tirando los recortes de prensa sobre la primera mesa que encontraba.

-Bueno, pues habrá que leerlo y si no es nada se tira o se le da a la Policía... De todas maneras, para qué me ha traído esto ese mensajero y qué hacía en la azotea.

-¿Y la moto? Porque vendría en moto, ¿no? –dijo Anita dirigiéndose a la ventana.

 

***

 

-Julián Cortina Blanco, 37 años, mensajero de N.M.N. desde hace diez años. Ningún problema en el trabajo. Divorciado. Ahora hay un patrullero yendo a su casa –dijo el policía mirando en su móvil los datos que tenía del accidentado-, de momento eso es lo que tenemos, doctor... ¿Y ahí cómo va la cosa?

-Está en quirófano ahora... hay para rato. El casco le ha salvado un poco pero... la espalda, no sabemos, la columna, ya veremos –dijo el doctor repasando rápido la hoja de ingreso y las pruebas de urgencia que se le habían practicado-, dos brazos rotos, cadera rota, una pierna con fracturas multiples y la otra bastante bien en comparación, claro. Cuando salga del quirófano el doctor Gámez les dirá más.

-Gracias, doctor.

-Supongo que querrá copia del informe. Menuda guardia me ha tocado hoy. Parece el día de las muertes raras.

-¿Y eso? –preguntó el policía mirando el ajetreo normal de un hospital de esas características.

-Nada, no me preste atención, estoy cansado de la guardia... deme un par de horas y le redacto un informe preliminal, a ver si consigo terminar el turno con tranquilidad.

-Gracias. 

-Ah, querrá la bolsa con sus pertencias, supongo...

-Claro.

-Tenía un papel arrujado entre las manos, va dentro de la bolsa con la ropa, metido en una bolsita pequeña...  

-Bueno, ya lo miramos nosotros.

***

 

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En cuanto fueran mayores

El frío parecía que había entrado como un cuchillo afilado cortando la noche y dejando a su paso heridas de escarcha y rocío helado. Esther se peleaba con los gemelos que vagueaban en la cama y no querían ir al colegio, comprensible con ese frío que les había pillado sin poner aún los radiadores porque su marido, el imbécil de Manuel, decía que había que ahorrar. Ese prohombre que todas las noches cogía la calculadora y calculaba el gasto diario al céntimo. ¿Por qué se había casado con él? Ni idea. La frase de “antes no era así” cruzó por un instante su mente, para descartarla al momento. Siempre había sido un tacaño, un rata, si se casó con el traje de boda de su hermano para no gastar. Una boda sobria, ya, una boda de mierda, pensaba ella mientras levantaba a Damián y hacía otro tanto con Miguel.

Al menos, Ana, la pintora de abajo ya tendría puesta la calefacción a tope, poco consuelo pensar que el calor subiría hasta el techo y algo calentaría el suelo de su piso. Envidiaba a Ana, tan libre, tan artista, tan original vistiendo. Y con la calefacción puesta. Odiaba al rácano de su marido. Pero por el bien de los críos aquí seguía, “cuando fueran mayores...” y dejaba la frase colgada del aire en suspenso, con unos puntos suspensivos eternos, que caían como duras estalagticas deseando llegar al suelo.

Tenía que hablar con el vecino, con el de la tienda de zapatos, a ver si le hacía precio especial para calzado nuevo para los gemelos, aunque su tienda era cara, claro, todo buen material y Manuel ya tenía el presupuesto de vestimenta completa para los niños, con eso no podría comprar ni unas botas de agua. Mientras preparaba a Damián y a Miguel, y conseguía que guardaran los cuadernos en las mochilas volvió a pensar en el número de la lotería que había comprado, el 15.811, lo había elegido por un extraño instante de clarividencia. Vivían en el número 15 de la calle, y se habían casado un ocho de noviembre, un 8 del 11. Hacía ya diez años que parecían cien. En cuanto fueran mayores...

La lavadora había terminado. Acompañó a los niños hasta la esquina y los vió entrar en el colegio mientras veía esas tanquetas con forma de coche subirse en las aceras para dejar al niño o la niña casi dentro del aula. Esas señoras de pelo teñido mil y una veces y siempre con el mismo tono pajizo. Ni se bajaban del coche, en cuanto el crío o la cría traspasaban la verja mágica de la escuela, bajaban el mastodonte mecanizado pitando para que les abrieran hueco los otros mamuts sobre ruedas.

Se abotonó la chaqueta porque el aire estaba empezando a ponerse impertinente y se alegró porque tendería en la azotea y hacía sol, frío pero soleado, uno de esos soles calidos pero débiles a la sombra azotados por un aire helado que cortaba la cara y dejaba los ojos secos.

Cargada con el balde de ropa para tender se encontró en el ascensor a su vecina de abajo, la pintora, su pintora. Se saludaron y en un arranque de espontaneidad Ana le dijo que le ayudaba a tender. Esther sorprendida sonrió encantada y le preguntó por cómo iba el último cuadro. Le dijo que era un desnudo, dos hombres en la cama haciendo el amor con una mujer, las sábanas serían de color rojo y habría una ventana al mar. Verano, cálido. Esther intentó sonrojarse un poco pero no lo consiguió.

En la azotea, mientras tendían ropa de los niños y de su marido, hablaron sobre esto y aquello, sobre nada y sobre todo. Esther estaba encantada de hablar con ella. Llevaban dos años en este piso y apenas habían cruzado unos buenos días y sólo cuando coincidían sus horarios. Más bien colisionaban sus horarios, ya que Ana no se regía por ninguna norma marcada por el reloj.

-Has puesto la calefacción –dijo tímidamente Esther.

-Sí, algún grado sube a tu casa –respondió Ana con una media sonrisa mientras tendía unos horribles calzoncillos que no llevaría ni su abuelo.

-Gracias.

-Ven y te enseño el cuadro y así ves cómo va.

El estudio estaba lleno de botes de pintura, paletas, brochas, pinceles, cajones manchados de óleo seco de años y años y en medio, en un caballete, la obra abocetada y con las primeras manchas de color de los hombres y la mujer en la cama.

-Qué bonito.

-¿Te gusta? –preguntó la pintora mirando la indómita figura de Esther.

-Libertad. Me recuerda a esa palabra.

-Ven, te invito a un té o a un café.

Se sentaron en el saloncito en silencio. Esther estaba encantada, se sentía en otro universo, tan cerca y tan lejos. Un piso más arriba, el suyo, estaba el universo que ella había elegido y aquí el universo que había soñado. Y sin venir a cuento comenzó a llorar, lentamente, desapasionadamente. Ana la miraba sin decir nada. Se quitó las gafas, las limpió y se las volvió a colocar, lentamente, sin prisa. Cuando Esther dejó de llorar y se disculpó diciendo que tenía que marcharse. Ana le dijo que podía venir a tomar café o té cuando quisiera, que si la pillaba pintando no le prestaría mucha atención pero que se podía sentar a mirar cómo pintaba.

Esther le dio las gracias, salió por la puerta cargando el balde de tender y subió las escaleras hasta su universo. Abrió la cartera y volvió a mirar el número de lotería mientras pensaba que quizás no hacía falta que fueran mayores.

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Volver a la vida

Era un día espléndido, con un sol salvaje y extraño que se colaba por la ventana del baño, el bote de pastillas había caído al suelo con un sonido hueco e insulso. En el espejo la imagen del desespero se fue emborronando mientras caía adormecida en un sueño artificial y el cielo se volvía negro. Andrea no sabía si lo que veía era real o no, cientos de palabras comenzaron a llover sobre su cuerpo mientras las intentaba coger con las manos para intentar formar una frase. La tormenta arreció y Andrea apenas podía escuchar la cantidad de palabras que le caían como gotas de lluvia aquella mañana oscura en el baño de su casa. Sólo una frase se repetía una y otra vez, como en una salmodia: “Vuelve a la vida, no ha llegado tu hora".

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Amigos. (Microrrelato.)

Juan nunca quiso salir a bailar a la pista de aquella discoteca, era torpe y desgarbado y sabía que todas las chicas se reirían de él. Lo que no sospechaba es que sus amigos, los que le jalearon para que bailara, también.  

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Fermín, también

Este modesto texto lo escribí hace mucho tiempo, no es nada del otro mundo. Es de 2006. Mis disculpas.

***

Como cada día, Fermín Gorza Antúnez se dirigía al trabajo, aburrido, cansado, y un poco desesperado. Era un desescritor. Asistido por una supuesta inteligencia mecánica, no, “inteligencia de aprendizaje rápido basada en texto computacional”. IARTC... que todo el mundo llamaba “Artic” moviendo letras aquí y allí. La broma sobre la palabra es que estaban en Islandia, en un sótano tres pisos por debajo del suelo helado de ese país.

Fermín llevaba un año soportando la sopa de moscas, la cabeza de delfín al horno y el pulpo seco curado. Integración culinaria lo llamaba él los primeros meses, “esperando el paquete” lo llamaba a los seis meses, un paquete que le enviaba su novia desde Madrid.  Jamón al vacío, manitas de cerdo al horno, al vacío, y unos callos con salsa, al vacío, claro, todo clandestino, claro. Los compañeros islandeses lo miraban de reojo cuando sacaba del calentador osmótico sus platos, sobre todo los callos, esos mismos que se metían entre pecho y espalda media cabeza de oveja al horno, ojo incluido, los mismos. Einar era el más crítico, defendía al ultranza la comida islandesa, no había otra mejor en el mundo. Un caso perdido.

Fermín había nacido en Cuenca-2 y había estudiado en Madrid-1 “Desescritura Creativa”, una rama de la “Tecnología de la Doblez Literaria”... su misión, retorcer las palabras para que dieran como resultado lo opuesto a lo que cualquier famoso, político, filósofo, pensador hubiera dicho para que encajara con la “moda de verdad” de ese mes. No era la verdad de moda del mes, no... era la moda de verdad, algo muy diferente. Ese mes tocaba “verde que te quiero verde”, todo era superverde, el planeta estaba regenerándose y la gente se alegraba de que por fin se estaba encarando el problema del humo de la fábricas. Ahora ese humo era verde, usaban un colorante artificial para que de las chimeneas de las empresas saliera humo verde. Tan ecológico. Tan bonito.  Tan falso.

Fermín era feliz en su trabajo, no se planteaba muchas cosas de sus obligaciones diarias, le pagaban por ello y además había elegido estudiar esa rama del conocimiento. Una cosa sí le molestaba, una sola cosa, la comida. Cada vez que tenía que desescribir algo relacionado con las comida y que fuera “moda de verdad” ese mes... como cuando tuvo que desescribir sobre la calidad del aluminio en escamas para condimentar algunos platos de agujas de pino a la brasa... o cuando tuvo que defender el uso de agua de mar contaminada con hidrocarburos procesada a doscientos grados en los hornos caseros de recaptación... En esos casos, siempre esperaba su paquete enviado desde Madrid-1.

Hasta que un día, su novia, Astrid, le dijo que había hecho tríada con Manuel y con Pedro... y que se iban a firmar la cláusula de trío en agosto. Ya no le enviaría más comida desde Madrid-1. Ellos tres se iban a vivir a Australia-Cero, donde Pedro tenía una empresa de asesor de viajes a la Luna. Eso supuso un duro golpe para él; quién le enviaría jamón o callos... quién.

Así que se dirigió a la oficina de suicidios asistidos, expuso su caso y la persona que le atendió pensó que quizás no había motivos suficientes para ser incluido en el proceso. Lo malo es que Unna, la persona que le atendió, intentó invitarlo a comer cola de caballo al horno... Había muchos caballos en Islandia, sí.

Fermín volvió a casa un poco triste, en realidad, cabreado. Preparó una tortilla de huevos clonados de gallinas de Vietnam.  Y se puso en la pared fotosensible el canal de Guerras de Comidas, donde los ejércitos de los paises se disputaban qué comer o que no comer a bombazos. Bueno, no, eran robots soldados con las insignias de DomandMac (carne de perro procesada) o Xin Xui (pescado en vinagre) o PastaBella (tripas de cerdo deshidratadas)... Esa noche, mientras cenaba se acordó que Manuel era “delfiniriano” y Pedro “Aracnófilo Culinario”... Ella, que le enviaba comida ancestral, que en la clandestinidad cocinaba y le enviaba esa comida... Astrid, había claudicado.

Fermín, también.

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Seroconversión

Cuando me doy cuenta de que necesito las pastillas me arrepiento de haber puesto la cama tan lejos de la cocina. Cuando la dificultad de llenarme el pecho de aire empieza a importar piensas en el arquitecto de la casa. Habitación, pasillo, salón, cocina. Así la diseño y por eso le maldigo.

Giro mi cabeza y miro al pasillo. Al suelo de linóleo que imita a la madera. Lo pusimos después que Marcos nos insistiera que era lo más bonito y duradero del mundo. Ambos sabíamos que no aguantaría sin rayarse y echarse a perder. Pero a Marcos se lo debíamos. Al fin y al cabo él nos presentó. En eso pienso cuando miro el linóleo.

Tengo que hincar la rodilla en el suelo por el mareo que me provoca levantarme. La última vez que estuve en esta posición fue cuando te pedí matrimonio. Una semana después de hacerlo, el recuento de células T de Marcos dio 197. Ahora, en vez de ver tus piernas, lo único que veo es el baño. Marcos murió en el baño. Lo encontraron desnutrido sobre un charco de sus propias heces, ensuciando el linóleo que puso en su baño. Diarrea crónica.

Avanzo por el pasillo agarrándome a los marcos de las puertas. Paso por delante de tu oficina y me quedo mirando las flores que siguen ahí. El día que las trajiste a casa el médico te había dicho que tenías seroconversión. “¿Sero-qué?”, pregunte yo. “Que estoy jodido” respondiste. Las flores siguen aquí y tú no. Claro, ellas son de plástico y tú no. En eso pienso cuando miro las flores.

Llego delante del espejo del pasillo. Dios mío, qué flaco estoy. Es lo primero que pienso. Lo segundo es que debería tirar el espejo. A ti te encantaba mirarte como te quedaban los vaqueros, o las camisas de sisa, o pendiente que te ponías en tu oreja. Hasta incluso solías bailar mientras sonaba “I Will survive” en la gramola de bar delante del espejo. Y yo te miraba mientras movía la cabeza siguiendo la canción.

La gramola fue un regalo del bar donde solíamos ir a bailar. El bar cerro cuando las células T del camarero bajaron a 476. Recuerdo que cuando nos la regaló dijo “Espero que nos os toque esta mierda. De verdad. Y si os llega que al menos hayan inventado una vacuna o algo”. Él al menos no se cagó hasta morir. Lo que llaman “enfermedad oportunista” se lo llevo rápido y antes. Fue en el esófago. En sus últimos días no podía ni hablar. En eso pienso cuando miro la gramola y por fin llego al salón.

Al llegar al salón, el sofá turquesa, sobre el que decidiste no morirte, se interpone entre yo y la cocina. Me quedo un rato pensado en ese color turquesa tan feo. Pensando porque me pediste que te llevara al hospital. Cuando tu recuento de células T llego a las 300 exactas me dijiste que no querías morirte en casa. No querías acabar en el baño como Marcos. O sobre el turquesa del sofá sin poder llamarme. Que no sería justo para mí.

Cuando, por fin, llego a la cocina cargo con demasiados recuerdos. Las flores, el espejo, la gramola y el sofá pesan sobre mi pecho. Impidiendo respirar con normalidad. En el armario de las medicinas aún quedan cajas de azidotimidina. Al lado están mis cajas de amitriptilina. Las tuyas, para evitar que no te fueras. Las mías, para soportar que te has ido.

Y ahí, en el suelo de la cocina, tragando mis pastillas, pienso. Pienso en toda la mierda que nos cayó. De tus idas y venidas del hospital. De como perdiste peso. Cuando aprendimos las diferencias entre VIH y SIDA. Cuando supimos qué seroconversión es otra manera de decir que tu cuerpo ya ha dado el pistoletazo de salida. De cuando el tiempo que nos quedaba juntos lo marcaba el recuento de una letra del abecedario.

Acostado, en el suelo vencido por el peso de tantos recuerdos, te veo en el salón. De espaldas. Sentado en el horrible sofá que habías traído. Y suena el abrirse de una lata de esa cerveza de esas que solo te gustaban a ti. Y te confieso que el fondo me gusta. No queda del todo mal el color. Que jamás habría pensado que el espejo haría más grande el pasillo. Que me encanta. Y que aún pongo las canciones que solíamos bailar en la vieja gramola. Y aunque sean de plástico, adoro las flores que me trajiste como a mi vida.

El otro día el médico que dijo que había empezado en mi cuerpo la seroconversión. Me preguntó si sabía lo que significaba. “Que estoy jodido” le respondí. Pero al menos tengo las flores, el espejo, la gramola y el sofá. Y que todo eso lo trajiste tú a mi vida. Y por eso mereció la pena.

Yo mismo

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Un caso de ingenuidad

No es que necesitara el dinero ni que fuese un avaro incorregible. El problema de Roberto era que no sabía decir que no a las mujeres.

Y a Clara menos. A Clara no se le podía negar nada, con aquellos ojos verdes capaces de alumbrar por sí solos un apagón del Bernabéu, y aquella sonrisa, tan equívoca, tan arcana, tan imborrable en la memoria como un sofisma griego.

Sabía que era una imprudencia llevarla a casa. Una imprudencia y una locura, pero no supo negarse. Andrea no cogía el teléfono, pero eso no quería decir, necesariamente, que fuera a quedarse un día más en Madrid. Lo más probable es que estuviera aún en una de aquella reuniones interminables que luego tenía el mal gusto de contarle con pelos y señales, pero también podía ser que se hubiera quedado sin batería, o que no tuviese cobertura y estuviera ya camino de casa.

Pero no podía negarse. Con Clara no.

A las nueve en punto, delante de la Encina, Roberto la esperaba con el nerviosismo de un colegial. De hecho, algunos adolescentes se habían citado allí también con sus amigos o sus parejas, proponiendo la dolorosa comparación entre él mismo y aquellos jóvenes ruidosos y desenvueltos. Diferencia sí que había: el no se sentía para nada desenvuelto. Todo lo contrario.

¿Y qué es lo contrario de desenvuelto?

Esa pregunta inútil le sirvió al menos para aislarse del entorno, para olvidarse de sí mismo, del ridículo que sentía, de la sensación de soledad en medio de aquella plaza empedrada, tan aburrida ya de juergas como de procesiones.

¿Tímido? No. Se puede ser tímido y desenvuelto a la vez. ¿Irresoluto? Tampoco. Indica acción y su problema no tenía nada que ver con la incapacidad de decidirse. Retraído. Sí, eso era.

Cuando supo al fin la palabra que describía su estado tuvo que desecharla en favor de otras que no tenía tiempo de buscar: Clara lo saludaba desde el castillo.

De allí a su casa Roberto cree que hablaron de algo, o sólo que hablaron, en general, pero no está muy seguro. Abrió el portal a la tercera, después de intentarlo con las llaves del garaje y el candado de la bici, esperaron al ascensor y ya arriba, entraron en casa de él sin cruzar palabra.

Clara había estado allí otro par de veces, así que enseguida se dirigió al dormitorio y comenzó a desvestirse, mostrando unas piernas aún mejor torneadas de lo que Roberto las recordaba. Muy poco después ella estaba ya sobre la cama, ofreciéndole el sexo, húmedo y sensible.

Roberto se había inclinado sobre aquel pozo de sensualidad y estaba tan ensimismado en su tarea que casi no oyó abrirse la puerta. 

Clara, azorada, trató de vestirse a toda prisa, pero aún así no pudo escapar a la mirada de Andrea, que los contempló a los dos con el ceño fruncido y un gesto indignado que le hacía temblar las comisuras de los labios.

Roberto no tuvo tiempo ni de despedirse de ella.

Se quedó solo, frustrado, ante el rostro de su mujer y la placa la puerta de su casa, que rezaba:

“Dr. Roberto García Folgoso. Ginecólogo”

-¿Cómo tengo que decirte que no traigas el trabajo a casa? —gritó Andrea desde el recibidor.

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Mi hija-B

Hoy es el día, por fin mi hija-B se presenta al examen de identificación. Y lo hace por el Partido Futuro Doznas, y aunque no me sé todo el ideario de ese partido, ya que yo tengo documento de identificación por el Grupo Consolidado Técnico y su madre-S es de Proyecto Universal Único. Supongo que debe tener que ver con que su madre-B sea del P.F.D. y hablan mucho por el visiaudio.

 -¿A qué hora es el examen? –pregunté sabiendo de sobra la respuesta, pero por ver si estaba muy nerviosa o no.

-¿Hora lunar o terrestre?

-Esquivando la pregunta, eh, amiga... -dije por el privisi cambiando mi imagen a un pequeño diablillo de color rojo.

-Tranquilo, pa, que pasaré el examen... –respondió mientras cambiaba su cara a una de un oso panda con gafas redondas.

-¿Seguro que no quieres sacar tu identificación con el G.C.T.? Tenemos más ventajas en las máquinas de comida...

-Ya, pero menos en las dispensadoras de agua –repondió soltando una risita malvada, esta vez sin modificar su imagen.

-La Luna es así... debiste quedarte en Nueva Iberia...

-Ya, puestos a hacer locuras, no me saco el documento de identificación y punto... –dijo cambiando su imagen a la de un payaso aterrador.

-No digas bobadas, todo el mundo debe pertener a algún grupo político por ley, y lo sabes...

-No empieces, hay personas que tienen carnets de los tres partidos políticos...

-Rumores.

-Se dice que el director de Lanzaderas del Norte tiene pasaportes de los tres partidos –dijo cambiando su imagen a la de una pirámide de cristal, no tenía ni idea qué demonios quería decir con eso, la verdad, cosas de los jóvenes. 

-Ya y que hay personas sin identificar que sobreviven en la selvas de Siberia... cuentos.

-Bueno, te dejo, pa, que tengo que terminar el turno revisión de válvulas en el sector amarillo...

-Adiós –dije lacónicamente cortando la comunicación.

 Luego me quedé mirando la pantalla y pedí información sobre el programa básico de P.F.D. Al instante un amable joven vestido con los colores del partido, rojo, verde y amarillo comenzó a explicarme nociones de su programa. Le pedí que me explicara las ventajas y a los inconvenientes sociales de ese grupo.

 “Muy resumidamente, ya que entrar en todos los detalles sería complejo y largo, las ventajas serían: Elección directa del animal del año por votación simple. Bono de transporte Tierra-Luna con un descuento del veinticinco por ciento. Mayor dotación de agua anual, pudiendo llegar incluso a una ducha completa cada semana. No hay obligación de usar el uniforme del partido en sus reuniones. Promociones anuales para compra y venta de días libres, pudiendo llegar a sumar anualmente un total de nueve días completos. Libre elección de pareja-S y pareja-B, siempre teniendo en cuenta que no haya una gran diferencia entre ingresos anuales.

Las desventajas, siempre en comparación con los otros dos partidos, se podrían resumir en: Menor dotación alimentaria semanal, por lo que el uso de planificadores de calorias y vitaminas es obligatorio. Limitación del número de viajes semanales permitidos en la Tierra. Obligación de coincienciar a los menores de dieciseis años de que saquen su identificador con el partido. Los hijos-S no tienen cabida en su estructura familar y los hijos-B se integran en las comunas habilitadas a tal efecto. Prohibición de usar el color negro en cualquier actividad o vestuario”.

 Corté la charla de la enciclopedia política. Pensando que los tres partidos tenían sus ventajas y sus inconvenientes, pero en el fondo de mi cerebro pensaba que mi identificación universal era mucho mejor que las otras. Miré la hora en la pared y me di cuenta que debía acercarme al Centro Religioso del C.G.T. donde hoy darían la charla sobre el “Nuevo Ente Cuántico, Melquíades 2.33”, era de obligado cumplimiento, claro.

 -Sí, mi identificación es mucho mejor que las demás –pensé convencido, mientras me colocaba el cubo de color tornasolado en el implante del cuello y un chisporroteo de energía me recorrió el cuello y la espalda-. Ah, mi cubo del C.G.T., qué puede haber mejor.  

 

 FIN

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Tú me entiendes

—¿Pero tú estás loco, tío? —me espetó Malibú cuando le dije que me había llamado mi abuela para ir al entierro de un falangista famoso.

Malibú es mi mejor colega y el que siempre se apunta a lo que sea, sin preguntar con quién hay que jugársela. Desde que okupamos Malaya no me ha fallado nunca, y creo que yo tampoco a él. Nos lo contamos todo y nos tenemos más confianza que si fuésemos hermanos, pero esto le parecía una pasada: un falangista, nada menos... un tío de aquellos engominados, lleno de mala leche y prejuicios contra todo el que no pensara como él. Y a saber lo que había hecho, porque si era amigo de mi abuela, a lo mejor hasta había estado en la guerra y tena alguna cuenta pendiente aunque nunca hubiese salido a relucir... 

De todas maneras, aunque no fue capaz de comprenderlo, se encogió de hombros y me dejó la chupa de cuero, porque la mía estaba ya muy rozada y quería tener un poco de buena pinta cuando me viese mi abuela. No por mí, ¿eh? A mí me la suda. Por ella. Porque no la mirasen mal todos el montón de carcas que seguramente habría en el puto entierro.

Se lo expliqué a Malibú y lo vuelvo a explicar. No podía dejar a mi abuela tirada. Tenía que hacerlo. Si era un falangista, pues mala suerte. Mi abuela era mi abuela, la única que alguna vez me pidió explicaciones de lo que hacía sólo para enterarse de cómo me iba la vida y no para lanzarme rerpoches.

Cuando sonó el móvil y vi que era el número de mi abuela, me preparé para una conversación larga sobre lo que saliera. Ella es así. Luego, cuando me habló del favor que quería pedirme, lo primero que me salió de dentro fue decir que me alegraba de que hubiera un fascista menos, pero el muerto no era un fascista cualquiera: era Fernando Salcillo, y yo sabía de sobra lo que había sido ese tío para mi abuela. Algunos incluso piensan que fueron amantes, y hasta se dijo que mi padre era hijo suyo, o sea que yo podía ser su nieto. Pero luego pasó el tiempo y se vio que mi padre se parecía demasiado a mi abuelo, al abuelo oficial, para seguir manteniendo esa patraña y los tocapelotas se callaron la boca.

No sé si la abuela se metía con ese tal Salcillo en la cama. Ni lo sé, ni me importa. Me la sopla. 

Lo que sí sé es que a mi abuelo lo sacó de la cárcel. Y que a mi padre le pagó los estudios de maestría, y que a la abuela la trató siempre como una reina. O eso dice ella, porque mi padre responde sólo con un gruñido cuanto tratas de sacarle a relucir el asunto. Mi padre sólo habla de lo que quiere. De hecho, mi padre no sabe decir las cosas y mi madre no sabe callar, y por eso me largué de casa a los diecisiete. Pero a lo que estaba: que el Salcillo era un fascista hijoputa, pero mi abuela lo quería. Por la razón que fuera. Porque le debía unos cuantos favores. Porque le caía simpático. Porque le daba la gana.

Y mi abuela, con sus ochenta y pico tacos me había llamado por teléfono para decirme que la acompañase en tren a Guadalajara para ir al entierro.

¿Cómo coño podía decirle que no a mi abuela, después de lo que me ha apoyado siempre? Y me había llamado a mí, y no a mi padre. Me lo dijo claramente:

—Enrique, ven tú, que no quiero llamar a tu padre. Quiero que vengas tú conmigo... que tú me entenderás y a tu padre no quiero aguantarle el mal humor. Ya sabes cómo es... Ven tú...

—Pero abuela, joder... —traté de quejarme.

—Ya estoy algo torpe y preferiría no ir sola. El único que puede venir eres tú. Seguro que tú me entiendes —me respondió tajante.

Y no tuve huevos para negarme. Por mucho que fuera el entierro de un falangista. Por mucho que hubiese que ir en tren a Guadalajara.

Así que allí me encontré aquella tarde, con la cresta remojada y peinada para un lado, unos vaqueros negros medio limpios y la chupa de cuero de Malibú quitándome el frío. Mi abuela era la primera vez que veía la estación de Atocha y le encantó. Se quedó medio pasmada mirando las palmeras y las plantas tropicales del vestíbulo mientras yo trataba de meterle prisa para que no perdiésemos el tren. Eso es lo que más me alucina de ella: que tiene ochenta y pico años y se sigue embobando con las cosas como una cría. Me alucina o me da envidia. No sé.

El viaje duró media hora larga. Lo justo para que charlásemos un rato, pero no tanto como para que yo tuviera tiempo de preguntarle por qué se empeñaba tanto en ir a ese entierro. No suelo cortarme para hablar de las cosas, pero no encontré el modo de preguntarle a mi abuela por el tema sin meterme demasiado en su vida. Al final me convencí de que no era asunto mío y pase de todo. Me había llamado para que la acompañase, pues la acompañaba, y punto.

Cuando llegamos, la abuela quiso que nos mantuviésemos atrás, sin que nadie nos viera, y ni siquiera firmó en el libro ese que ponen para que la gente fiche, porque digan lo que digan es para eso. De todos modos, una mujer vieja y enlutada pasó a nuestro lado y se detuvo un momento a mirar a la abuela. Las dos se miraron un buen rato, mientras el hombre que iba con él me miraba a mí, con cara de circunstancias. A mí no se me ocurrió nada mejor para quedar bien que tenderle la mano y darle el pésame. El hombre aquel, de traje negro, me estrechó la mano y me dio las gracias. Pero la abuela y la mujer no se saludaron ni se dijeron una palabra. No me hizo falta ninguna explicación para saber quién era.

Luego, en el entierro, había un montón de viejos y unos cuantos niñatos, todos muy trajeados, muy repeinados y con el gesto muy serio. La verdad es que daban ganas de partirles la cara a todos, por gilipollas. La misa duró una eternidad y el entierro otros dos o tres siglos, por lo menos, pero al final metieron cantaron el Cara el Sol, y otras cuantas canciones asquerosas de ese tipo, enterraron a su muerto, y se fueron a tocar los cojones a otra parte.

Entonces mi abuela también se acercó para estar allí, junto a la tumba, brazo en alto. Nunca pensé que mi abuela fuese fascista y me dejó de piedra. Me quedé tan hecho polvo que se lo pregunté, pero ella me miró como si estuviese tonto por hacerle aquella pregunta.

—¿Qué tendrá que ver ser fascista con cantarle el Cara al Sol a un muerto? —me respondió con el ceño fruncido— ¡Menudas cosas tienes!

—Pero abuela... —traté de discutirle.

—Tú, ¿qué pasa?, ¿no has querido nunca a nadie? —me soltó.

Y ante eso, pues claro, yo no dije ni pío. ¿Qué iba a decir? Ella iba por el muerto, y si el muerto hubiese sido cantaor flamenco, le hubiese cantado unos soleares. Pero como era facha, le cantaba el Cara al Sol. Manda cojones, vale, de acuerdo, pero se podía entender.

Luego, en el tren de vuelta, ya casi de noche, estuve un rato dándole vueltas al coco mientras miraba a la abuela y veía como se le llenaban los ojos de lágrimas de vez en cuando. Y no sé de dónde me vino la idea, pero entonces pensé que aquel entierro me había unido a ella más que todas las tardes que pasamos juntos cuando era niño y todas las veces que tapó mis desobediencias y mis putadas para que no me currase mi padre.

Cuando se lo conté a Malibú me dijo que se me había ablandado la sesera, pero es que él no lo entiende. Nadie lo entiende. Ni yo mismo.

La única que lo entiende es la abuela, y por eso me llamó a mí, y no a mi padre, que podía haberla llevado en coche en un momento, sin tanto taxi, ni tanta espera en la estación ni tanta historia, porque ella ya está cascada y vi que aquella jarana la había dejado hecha polvo.

Pero la abuela me llamó a mí, ¡coño! Y yo tenía que ir.

—¿Qué tal estás, abuela? —le pregunté cuando sólo faltaban diez minutos para llegar.

—Bien, hijo, y gracias por acompañarme.

—De nada. Ya sabes que tú, lo que quieras. Cualquier cosa.

—Ya lo sé, Enriquito, majo. Ya lo sé. ¿Y qué tal te va en ese sitio que ocupas con tus amigos?

—Bien, abuela, vamos tirando.

—Bueno, pues cuidado con la policía. No os dejéis pisar, pero tampoco os paséis de cabezones. Una término medio, ¿eh?

—Sí, abuela, no te preocupes —respondí.

Luego, en la estación la dejé en un taxi y la despedí con dos besos.

Antes de marchase, echó mano al bolso y sacó unos billetes.

—¿Os vendrían bien cien euros en ese sitio en el que estás?

—Joder, abuela, pues... —traté de negarme sabiendo que estábamos todos más pelados que la luna. Ella no es rica tampoco, pero para lo que gasta... —Nos vendrían como Dios —acabé reconociendo.

—Pues cógelos. Y saluda de mi parte a esos amigos tuyos, ¿eh? Y tened cuidado. No hagáis el tonto.

Los cien euros apaciguaron un poco a Malibú y a los otros. Pero siguen sin entenderlo.

Yo lo he estado pensando y creo que ya le he cogido el punto a la cosa. Ya sé por qué me llamó. ¡Hizo bien! ¡Y me alegro de haber ido!

La abuela se metía en la cama con ese Salcillo, ahora estoy seguro. Y lo quería. Y olvidaba con él los malos ratos y los disgustos que le daba mi abuelo, borrachín y malhumorado. Y casi creo que el cabrón fascista también quería a la abuela. La abuela hizo siempre lo que le salió de la punta de las narices: pasó de todo el mundo, de lo que dijeran, de lo que se suponía que tenía que ser una mujer casada, una madre de familia y la leche en verso. Le importaban un pijo las leyes, las normas sociales y lo que dijeran los demás. Le importaba un huevo todo.

La abuela hizo siempre lo que le dio la gana. ¿A quién coño iba a llamar para que la acompañara al entierro?

¿Quién más iba a entenderla?

Hizo bien.

 

Feindesland. 2003.

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Fuera de mí

Fuera de mí

Siempre me ha gustado la escalada. Aprendí a practicarla en una escuela cerca de mi pueblo. Me enseñó un vecino al que también le apasionaba. Con él aprendí a trepar chimeneas, a defenderme por diedros, subir usando mis dedos por grietas. Todos los fines de semana iba a ascender monolitos, paredes, agujas. La sensación de dominar la verticalidad me hacía sentir libre.

La escuela de escalada se me quedó pequeña y enseguida empecé a volar hacia otras zonas. Picos de Europa, Pirineos... paredes cada vez más complicadas, más largas, sólo o con algún compañero, nada se me resistía. Escalada en caliza, en granito o incluso en el complejo conglomerado de Riglos. Fui capaz de abrir alguna vía complicada como la de Las Algas en la cara este de los Picos de Infierno o Guatepeor en el Pico Valdecoro.
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48 horas más

48 horas más

Se levantó de la cama con una idea obsesionándole. Seleccionó la aplicación de su móvil, como hacía todos los días, y se puso a trabajar. La idea que hasta entonces era imposible, se volvía real. Llevaba tiempo estudiando las posibilidades de la nanotecnología, y vio que el diseño que le rondaba la cabeza era factible.

Un pequeño nanorobot de ordenes simples. Montaría un contador geiger simple capaz de medir la emisión de neutrones de micropartículas, y por tanto de seleccionarlas. Si el pequeño robot topaba con una partícula radioactiva, la engulliría, hasta llenar su depósito. Dos órdenes simples. Engullir partículas o expulsarlas.
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Mi empresa de lotería

Mi empresa de lotería

Mi empresa de lotería
Mira que estaba planeada hasta el último detalle. Convencido de que no fallaría, diseñé una estrategia con el fin de ganar a la lotería estas navidades, mediante un sistema infalible. Una idea sencilla, basada en el anuncio de la televisión de este año.

Una vez lo vi se me ocurrió cómo explotar el sistema. Al principio pensé ir bar a bar con mi propuesta, pero al final decidí que era más sencillo realizarlo por correo electrónico, ya que así llegaría a un número muy importante de bares.
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Huida desesperada

Huida desesperada

Cuando bajó la ventanilla el policía que les había dado el alto le solicitó la documentación. Él se agachó y abrió la portezuela del salpicadero para cogerla, pero en vez de sacar los papeles del coche, cogió un arma que tenía allí escondida y ante la estupefacción de su compañera le disparó en la cara al agente para posteriormente acelerar y escapar del control de carretera en el que les habían detenido.

Tras unos kilómetros conduciendo a gran velocidad, se salió de la carretera principal introduciéndose en un camino de montaña hasta que llegó a un pequeño caserío abandonado. Allí se dirigió a ella.
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El descubrimiento de Europia, Historias de la Argentina

El descubrimiento de Europia, Historias de la Argentina

El mayor problema que presentaban las relaciones entre Argentina y su vecina Chile era el derivado a las comunicaciones entre ambos países, algo muy complejo debido a la cordillera de los Andes, frecuentemente azotada por fuertes ventiscas que cubrían de nieve los puertos imposibilitando el acceso al tráfico rodado.

El tráfico marítimo tampoco mejoraba ya que el cruzar el Cabo de Hornos, en medio de fuertes tempestades, lo hacía inviable al comercio regular. Por tanto, debido a las inclemencias del tiempo, se producían frecuentes malentendidos que tensaban la diplomacia entre ambos vecinos.
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Cuento corto de terror, primera parte

Mucha gente cree en Dios. Están convencido de que un ser supremo creó el mundo. Los más avanzados, para compatibilizar sus creencias con los descubrimientos científicos, hablan del Diseño Inteligente, mediante el cual, Dios está detrás del funcionamiento del universo.

Según ellos, fue el que creó el big bang, las leyes inmutables de la física y quien estuvo detrás del nacimiento de la vida. Toda la perfección del universo existe gracias a ese diseño inteligente, divino. Y su objetivo fuimos nosotros, los seres humanos.

Dentro del universo creó una galaxia que albergaba un sistema solar, con un planeta de un tamaño tal que pudiera albergar por su gravedad una atmósfera, que estuviera a una distancia adecuada de la estrella para que el agua pudiera encontrarse en estado líquido, y con una luna que ajustara el movimiento de los océanos adecuadamente...
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Te estás acercando a los 30 años y no comprendes nada

Te estás acercando a los 30 años y no comprendes nada

A medida que avanzaba hacia la treintena, la vida de los que me rodeaban me parecía más simple. El trabajo, la novia, sus proyectos de casas, hipotecas, bodas… Desde los que más precozmente habían dado el salto al mercado laboral hasta los que habían apurado hasta los 27 para acabar un máster, ya iban todos enfilando uno por uno las sendas de sus vidas. Aquel batiburrillo de jóvenes soñadores que tenía a mi alrededor había mutado y ahora quería hacer cosas más propias de la etapa vital que su edad les marcaba.
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La Musa Comprada

La Musa Comprada

Como había acordado por el teléfono de número oculto, allí estaba el traficante en el callejón, a las dos después de medianoche. Fijaron sus miradas y él terminó de acercarse. El tipo olía a tabaco, y llevaba una pelliza antigua, parcialmente iluminada por la farola inclinada que surgía del muro tras su espalda.

—Vamos al grano —dijo el traficante—. Te presento a las chicas.

Movimientos se intuyeron en la zona oscura de la calle. Era como si las sombras cobraran vida y comenzaran a traspasar un manto intangible. Una decena de mujeres de varias edades se mostraron, colocándose en paralelo como soldados.

Vestían ligeras, algunas con ropas más propias de una obra de teatro, y sin embargo no mostraban un ápice de frío. Estaban serias, entre disgustadas y preparadas para reaccionar. El traficante le dejó tocar una en el hombro desnudo, comprobando que poseían la misma textura que una persona.

—¿Para qué tipo de historia la necesitas? —preguntó el comerciante desde las sombras de la esquina—. Todas te sirven para el sexo, por si quieres dejarte de rodeos.

—No, no busco ni erotismo ni pornografía. Desearía una para novela negra. Investigación.

—¿Más tópica o alternativa?

—Punto medio.

—Sabía que dirías eso.

El traficante se acercó para hablar con las musas. Éstas comenzaron a desplazarse, regresando a las sombras del muro, dando la impresión que realmente desaparecían. Quedó una, observando a ambos hombres con un temor verdaderamente inspirador.

Una vez en casa, la musa se mostraba reacia a moverse del sitio. Se quedaba de pie contra una pared del comedor mientras él realizaba los quehaceres del hogar. Costó llevarla hasta allí, arrastrada a empujones hasta el coche por el vendedor y a insistencias verbales del comprador para que bajase del coche y entrara a la pequeña casa apartada de la ciudad. No hablaron durante el trayecto, a pesar de que él le preguntaba y la animaba. Le explicaba que se trataba de un trabajo sencillo: le faltaba la inspiración en esos días, arrastrando ya un mes. Ella sólo tenía que dar su toque.

Se deslizó un día entero y la musa seguía de pie en el mismo punto del comedor. Él desayunaba y la seguía animando. Ella enarbolaba el mismo rostro. Decidió darle su tiempo, ignorándola.

Una semana después, la descubrió en la cocina examinando dentro de las puertas. Tenía colocada una cacerola en la cabeza. La observó palpar los envases y las frutas. Días después la chica se movía por toda la casa, aunque de un modo como si él no existiese. De mientras, él trabajaba en la novela con insistencia. A pesar de no sentirse creativo, debía escribir a diario para no perder la costumbre. Al fin, cierto día, la musa se colocó detrás de él para observar qué escribía.

—Coloca una vía más.

—¿Cómo? —El hombre se giró. La musa llevaba casi dos horas detrás observando en silencio. La expresión había surgido en parte al descubrir cómo sonaba su voz.

—Dos vías de opción es poco desafiante para la mente. Cuatro en ocasiones demasiado. Tres es el número.

Su leve discurso sonaba propio de un científico. Decidió hacer caso y escribir que el protagonista tenía tres vías por escoger.

 En los siguientes días la musa fue mostrando su carácter variable y forma de ser con la que cualquier persona se podría identificar. Algunas noches la descubría semidesnuda en el comedor realizando una especie de performance. Él observaba en silencio, sin miedo a ser descubierto, analizando esa figura que no malgastaba su energía en ningún movimiento en vano. Un giro, otro… varias ideas brotaban en su mente, y por primera vez en mucho tiempo, se sentó a escribir de madrugada.

Dos meses después, convivían con la naturalidad propia de quienes han compartido durante años. A ella le gustaba preparar café, bebiendo un par de tazas en cada vez. A él le maravillaba verla beber, acompañando la extrañeza sobre el hecho de que jamás iba al baño.

—Báñate conmigo.

La musa lo miró y su rostro fue evolucionando al mismo de temor de cuando la conoció.

—¿He dicho algo malo? —Quedó un momento callado—. Perdona.

—Todos comienzan igual. Se empieza por ahí…

La musa se levantó del asiento y corrió hacia el pasillo. Se escuchó cerrarse la puerta de lo que intuyó que era el cuarto habilitado para ella. El escritor se quedó pensativo, decidiendo darse un baño para despejarse.

Era la madrugada y el comienzo de capítulo seguía en blanco a contraste de los ojos rojizos. Permanecía en una posición encorvada, apoyando el codo en la pierna. El título figuraba solitario siendo un “De delitos y bendiciones”. Sabía cómo tenía que enfocar, jugando con esas dos palabras como si fuesen las dos caras de la misma moneda. El investigador, con tal de atrapar a uno de los asesinos (que en juego paródico uno se trataba de un mayordomo), se proponía delinquir para comprender mejor la mente criminal. Sabía de un compañero anterior, cierta leyenda, comenzó robando y terminó atando a una prostituta en el sótano de su casa. El protagonista no pretendía llegar tan lejos, sólo comprar droga para vender parte y meterse el resto, entonces con ese colocón culpable lograr robar o asaltar a algún transeúnte…

—¿No te das cuenta de lo ridícula que resulta esa idea?

Se giró. Allí estaba ella, analítica hacia la mente de él.

—Puedes leer mi pensamiento.

—Sólo la parte creativa.

—Comienzo a entenderlo —dijo y escupió un poco de aire—. Eso es peor que poder leer el pensamiento.

El silenció los vistió.

—Todos y todas —dijo la musa—. Todos y todas —repitió asumida— termináis realizando el mismo acto. He pasado gran parte de mis días en la cama.

Él se levantó sin apartar sus ojos de los suyos. Le acarició una mejilla. Ella pensó que esta vez sería diferente, y él supo interpretar aquella impresión. La silueta de ambos se alargaba hasta el balcón, quedando unidas a la sombra de las rejas sobre el suelo.

menéame