Llovía como para imaginar peces en el aire, persiguiéndose furiosos por la pecera sin naufragio y sin tesoro de aquella plaza mayor.
Manuel se apartó de la ventana y volvió a colocar en su sitio los visillos. Estaba tan embebido en su papel que sólo al buscar un lugar para sentarse recordó que estaba en una casa vacía, sin ni siquiera bombillas acumulando polvo en los viejos portalámparas de porcelana. Los que habían vaciado aquel piso lo habían hecho a conciencia: ni un estropajo en el fregadero, ni escobilla en el retrete, ni una puñetera colilla abandonada en cualquier sitio. Allí no había entrado una empresa de mudanzas después de la muerte de la propietaria, como decía la ficha. Allí había entrado el hambre misma.
A falta de mejor sitio, Manuel se acomodó en el suelo y comenzó a desmontar las muletas con que se había ayudado para subir los tres pisos. Los trucos viejos no dejan de funcionar por ser viejos, lo mismo que los chistes viejos no dejan de hacer gracia con el tiempo. El caso es no contárselo cincuenta veces al mismo.
Y la policía no sabía leer. De eso estaba convencido. Aún menos la de Madrid. No habían leído Chacal ni de bromas. Con la plaza acordonada para la cumbre europea lo habían dejado entrar con las muletas. Una buena barba, cara de cansancio, y un pie torcido hacia adentro en vez de una pierna de menos. No hizo falta más.
Eso, y las llaves del piso. Pero lo de las llaves del piso fue fácil. Todo lo que consistiera en alquilar una vivienda en la Plaza Mayor, aún con carné falso, era un rastro que se podía seguir, pero trabajar en una inmobiliaria te hace dueño de un buen manojo de llaves en menos de quince días. No falla.
Las muletas fueron convirtiéndose lentamente en un fusil. Las piezas más delicadas iban dentro. Sólo las balas y la mira telescópica estaban en la casa desde dos días antes. Podía haber introducido el arma en la casa dos días antes, pero de repente aquel piso estaba muy solicitado y la inmobiliaria lo había ido a enseñar cuatro veces en tres días. Siempre ocurre. En otra casa cualquiera podía haber dejado el arma en un armario, o bajo el fregadero, pero allí no: allí podía llamar la atención en cualquier parte y mandar al garete todo el plan.
El fusil fue cobrando forma y Manuel apuntó a una chimenea cercana para probarlo. Cuando la cúspide de hojalata se dibujó con toda nitidez en la mira telescópica apretó el gatillo y el mecanismo respondió con un chasquido.
Manuel esbozó un gesto de satisfacción e introdujo dos balas en la recámara. La próxima vez que se lo echara al hombro buscaría la cabeza del presidente.
Podía disparar desde dentro, sin asomar el arma por la ventana, pero corría el riesgo de que un cristal tan cercano produjese alguna distorsión en la mira. No haría eso. No. Se arriesgaría.
La lluvia haría que todo el mundo caminase mucho más deprisa por la plaza, pero en los días de lluvia nadie mira hacia arriba. O no tanto como otras veces. Y los que miran no ven lo que tienen que ver, porque esos policías imbéciles de las escoltas no se quitan las gafas de sol ni para dormir. Rompería un cristal y asomaría el cañón por la ventana.
El presidente iría cubierto casi siempre por un paraguas, pero eso no era impedimento. Algo había que dejar al azar. Con la lluvia podía hacerlo.
Y llovía como para imaginar tiburones en el aire, acechando sigilosos a su presa, prestos a lanzar su dentellada.