Relatos cortos
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El relato que quieres creer

—Me parece muy peligroso esperar tanto para el segundo golpe.

—No puede ser de otra manera. Es crucial que pase de paciente a agente, de sufrir las acciones de los demás, a ser la fuente de dichas acciones.

—Pero es muy arriesgado. 

—Sé que se le hará eterno, pero no tardaremos tanto en dar el segundo golpe. Mire, sólo el primer acto es simultáneo a nivel internacional, después cada nación es libre de actuar cuando más le convenga. Tengo información de que otras agencias van a desarrollar incluso tres actos. La mayoría darán el segundo golpe después del nuestro. Nosotros no lo usaremos más veces después del segundo. Otros actores lo harán tantas veces que perderá efectividad con el tiempo. Llegará un momento en que no se creerán nada hasta que no lo confirmen los propios sujetos. Pero hasta entonces todavía habrá tiempo. Nuestro segundo golpe será de los primeros. Funcionará. Sólo hay que contar el relato que quieren creer. Lo demás no importa. Créame, sé lo que hago, ¿le he fallado alguna vez?

—No. Sólo espero que tenga razón, como siempre hasta ahora. Tiene mi aprobación.

—No le defraudaré.

Los conectores de carga USB del avión tampoco funcionaban. Muy conveniente, por supuesto. Me molestó como a todos, claro está; después de casi una semana de apagón en Montevideo, raro era el que todavía tuviera batería. Pero no dije nada. La azafata se había disculpado repetidas veces, y no quise poner el dedo en la llaga. Ya había otros pasajeros que se quejaban con una falta horrible de educación, y no quería echar más leña al fuego. No había internet, así que sólo habría servido para cuando aterrizáramos.

Para entonces ya me olía algo turbio. No sabía que me encontraría al llegar, pero sabía que no me iba a gustar. Un apagón eléctrico y de comunicaciones tan largo justo cuando nos reuníamos tantos dirigentes opositores de todas partes del globo no podía ser casualidad. Algunos pueden pensar que soy un egocéntrico y un paranoico, pero no es paranoia cuando de verdad van a por ti. De hecho, en egocentrismo me quedé corto; pensaba que no estaba tan directamente relacionado conmigo. 

Hasta que no pasaron tres o cuatro horas no le di demasiada importancia. Luego llegaron los mensajes tranquilizadores a través de un viejo transistor que alguien trajo al recibidor del hotel. Me subí a mi habitación a dormir, no había mucho que hacer. Al día siguiente, el apagón continuaba y la ciudad parecía en relativa calma, así que dejé de pensar en problemas locales y empecé a rumiar la idea de que algo estaba ocurriendo en nuestros países de origen y nos querían fuera del tablero mientras ocurría. Me lo confirmó lo que me dijeron en la embajada. Que en casa todo estaba bien pero que no podían dejarme usar sus telecomunicaciones, que estaban reservadas para emergencias. Y una mierda. Me ofrecieron hospedarme allí hasta que se resolviera. Me negué; sé como se las gastan en nuestras embajadas, y de qué lado están. Tampoco les iba a poner más fáciles las cosas. Así que Javier y yo nos fuimos con varios ponentes más a casa de nuestro compañero uruguayo Luis Somoza, en el extrarradio. Intentamos comunicarnos por todos los medios, pero era imposible. El apagón era regional. La última esperanza de establecer contacto con el exterior brilló poco tiempo. Somoza recordó que un alumno suyo era radioaficionado. Fui con él a visitarle. Cuando llegamos, su madre nos contó con lágrimas de dolor y rabia que le habían arrestado y se habían llevado su equipo. Al ver esas lágrimas me di cuenta de que, definitivamente, aquello formaba parte de un plan premeditado. Somoza temía que fuera un ataque a su país, pero yo tenía la certeza de que lo importante se gestaba fuera. Sólo esperaba que no fuera demasiado grave lo que tramaban en casa. Por encima de todo, que no fuera un golpe militar. Otra vez no.

No esperaba tal cantidad de medios de comunicación cuando aterrizamos, pero sobre todo no los esperaba en la pista. Sólo me acompañaba Javier, y creo que estaba igual de perdido y sorprendido que yo. "¿Cómo demonios han dejado que salgan los periodistas ahí?" Los muy hijos de puta, porque eso es lo que son —no, no voy a ser cortés ahora que puedo no serlo—, no me dejaron reaccionar desde el momento en que pisé tierra. Entre todo aquel desconcierto caótico, me pareció sencillamente surrealista que de todo lo que salía de los gaznates de los buitres, lo que más resonaba en mis oídos era la palabra “divorcio”.

Ya sabes todo lo que vino después. Tú, que por aquel entonces eras mi esposa, y la que sigue siendo la madre de mis hijos, tragaste el anzuelo. El vídeo era a todas luces real, y la rata que yo tenía por mi único amigo lo confirmó todo a la prensa. La presión social —no me voy a meter en la familiar— durante mi ausencia tuvo que ser arrolladora. Aún así, aunque me gustaría comprenderte, no puedo evitar culparte por no creer en mí.

No importó cuantas veces te dijera que era mentira, que todo era una farsa para hacerme caer. Que sí, que estaba borracho, pero que nunca dije aquello. Que jamás te engañé con otra mujer. Pero ahí estaba el vídeo. Era mi voz, era yo, jactándome con mi mejor amigo, en la confianza que solo da el alcohol, de lo estúpidos que eran mis votantes por no ver que para mí eran chusma borrega, y de que la tonta de mi esposa ni se enteraba de que se la estaba pegando con una jovencita del partido. Se me había caído la careta. Para todos, y para ti, yo aparecía como lo que realmente era: un marido adúltero y un político farsante. Era un relato demasiado bueno como para no creer en él.

Desde entonces soy un muerto en vida. Política, social y familiarmente. Ni siquiera he tenido fuerzas para luchar por ver a mis hijos, y sé que eso te reafirmó en tu convencimiento de que os mentí a todos. “Supongo que le dará vergüenza, y a mí me parece perfecto. No quiero que mis hijos crezcan con un referente así”, dijiste en los medios. 

Te convertiste en la víctima perfecta, y en la sociedad en la que vivimos, eso es un valor extraordinario. Ahora eras una madre soltera engañada por un político rastrero. Cuando te presentaste a las primarias, no me extrañó que arrasaras. Tampoco me pareció especialmente raro cuando empezaste a subir en las encuestas como la espuma. Lo que sí estaba fuera de lo normal era la debilidad con la que te atacaban los otros partidos y, sobre todo, lo bien que te trataban los medios. Entonces fue cuando empecé a dudar de ti. La fiereza con la que los poderes fácticos se revolvieron contra mí cuando era un candidato que no aspiraba ni en sueños a gobernar en solitario, contrastaba demasiado con el camino de rosas que te estaban brindando hacia la presidencia. A una semana de las elecciones, tendrías un impensable 60% de los votos según todas las encuestas. Llevabas prácticamente el mismo programa que yo, y sin embargo, parecía que los rancios estamentos de poder no vieran la amenaza. Imposible.

Tenían que ver la amenaza, era evidente. Y si la veían y no hacían nada por impedirla, es que sabían que podían controlarla. O que la amenaza no era tal. Todo ese tiempo había enfocado toda mi rabia en la rata. Esa sabandija me vendió por un puñado de dólares; grabó el vídeo que me destruyó y luego mintió sin ningún remordimiento. Pero ahora había alguien que también se beneficiaba enormemente. Y no sólo se beneficiaba; además de eso, los hijos de puta que tenían el poder de hacerme lo que me hicieron te estaban ofreciendo tu recompensa en bandeja de plata. Me decía a mí mismo que no quería pensar lo que estaba pensando, pero en realidad una parte de mí sí que lo deseaba con fuerza.

Ganaste por mayoría absoluta, por supuesto. Y empezaste a hacer lo que tenías que hacer. Fuiste fiel al programa. Los medios empezaron a escupir la basura que se suponía que deberían escupir. No esperaron los cien días de rigor. Volví a creer en ti. ¡Realmente lo ibas a conseguir! Me sentía orgulloso de ti, e incluso llegué a pensar que si era necesario que yo cayera para que tú lo lograras, merecía la pena. 

No sé si te diste cuenta, pero lo fueron introduciendo lentamente. Al principio sólo eran teorías conspiranoicas de los más extremistas. Pero la idea se fue elevando y creciendo poco a poco como una pequeña burbuja en un mar de críticas a tu nuevo gobierno y a ti, la presidenta. Cada vez aparecía en boca de gente más y más respetable. Hasta que a los cien días, explotó. 

El vídeo era una obra maestra. En él, confesabas tus planes para convertir el país en una república de corte bolivariano, agitando así el arraigado miedo de nuestro pueblo al comunismo y los alzamientos militares reaccionarios. Pero eso era casi lo de menos. Porque también confesabas haber trucado el vídeo que me sacó del tablero de juego, compinchada con la rata, pues él era el verdadero padre de nuestra última hija. Bravo.

No debiste ofrecerte para el test de paternidad. Pero claro, no te podías imaginar que la conspiración fuera tan grande. Que fueran a falsear los informes y ni un solo laboratorio diera un resultado diferente. Yo podía haberte advertido. Pero no lo hice. Has querido jugar sola. Y sola, has perdido.

Así que hoy me has escrito para decirme que es todo mentira, que te la han jugado como me hicieron a mí. Y para pedirme perdón. Ahora dices que sabes cómo me sentí. Igual que a mí, nadie te creerá, pues les han contado a todos el relato que quieren creer. Y yo te creo, y te perdono. Pero no sabes cómo me sentí. Sí, igual que a ti ahora, a mí me destrozaron la carrera, pero a mí, la vida, fuiste tú quien me la destrozó. Me dejaste solo. Y no tiene sentido vivir solo. Esos hijos de puta ya pueden bailar sobre mi tumba. 

Cuida de los niños. 

—¡Les ha jodido los planes a todos!¡Cómo se le ocurre desvelar que el primer vídeo era falso!¡Ahora todos están sobre aviso!

—Usted quería que nuestra operación funcionara, y lo ha hecho a la perfección. 

—¡Pero los americanos quieren mi cabeza, hijo de puta! 

—Como le dije, sé lo que hago. Nunca debió fiarse de una rata.

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Libertad borrosa

Conocí hace un tiempo a una vagabunda que nunca pidió limosna. Nunca pidió nada, en realidad. 

Iba siempre limpia y aseada y dormía en cualquier hostal. Comía en bares de carretera, o en restaurantes de lujo, o en un puesto de castañas: comía donde el hambre la encontraba.

Cuando no tenía dinero se acercaba a la primera sucursal bancaria que encontraba y con sólo una llamada le entregaban la cantidad que pidiera. Decían que era rica y probablemente fuese cierto.

Porque aunque a nuestra desidia le cueste diferenciarlos, no son lo mismo los vagabundos que los mendigos. No son lo mismo. Ambas condiciones se unen con frecuencia, porque no es fácil ganarse la vida sin raíces ni refugios, pero las diferencias son muchas y no sólo materiales: también hay matices de carácter, y son distintas las circunstancias que llevan a un ser humano a convertirse en lo uno o en lo otro, en un orden determinado. Los hay que empiezan pidiendo y acaban trasladándose de un lugar a otro empujados por el desgaste de la caridad; otros no encuentran su lugar en ninguna parte y es su falta de acomodo lo que los reduce a la mendicidad. 

Pero no son lo mismo. La mujer que yo conocí era sólo vagabunda.

La vi algunas tardes caminando sola por el campo, agachándose de vez en cuando a recoger una piedra o una concha de caracol para guardarla en sus bolsillos gigantescos. Cien o doscientos metros más adelante volvía a arrojar lo que había recogido, y pasaba así horas. Otras veces me la encontré en grandes almacenes, recorriendo las mercancías y las miradas, por igual ajenas, como si las viera en un televisor. Dicen que en ocasiones hablaba, y probablemente fuese cierto.

Algunos se interesaron por su vida y trataron de saber qué historia la había dejado en nuestra puerta. Aquella mujer ocultaba una desgracia, y las desventuras son buen atuendo para el misterio. Alguien dijo haber oído que se trataba de una mujer abandonada por su marido y repudiada por su familia, seguramente por alguna infidelidad, real o supuesta, y que llevaba ya varios años mendigando por las calles cuando el esposo murió en un accidente, sin tiempo de dictar testamento que la perpetuara en la miseria. Heredó entonces una importante suma, pero la fuerza de la costumbre y el juicio quebrantado por las penalidades le habían impedido regresar a su casa.

Otros, por contra, dijeron que la mujer se volvió loca tras perder a sus dos hijos en un incendio, y que nunca, jamás tocaba un céntimo del mucho dinero que le pagó el seguro salvo cuando se veía en la más extrema necesidad. Esta hipótesis se dio por buena mucho tiempo, hasta que de puro manoseada comenzó a parecer falsa, tal y como sucede a algunos billetes de mala calidad, y enseguida comenzaron a circular otros rumores.

El más insistente fue el que atribuyó a la mujer dotes adivinatorias, pues muchos atestiguaron haberse beneficiado ellos mismos de la clarividencia de la vagabunda. Según este rumor, había hecho ganar mucho, muchísimo dinero a un industrial extranjero que, agradecido, le había dado acceso libre a su cuenta corriente: sólo tenía que pedir una cantidad de dinero y el banco se lo entregaba de inmediato, sin hacer preguntas. 

Al final, a fuerza de hablar de ella, hicieron entre todos famosa a la vagabunda, y un par de periódicos se interesaron por su historia, convencidos de que las circunstancias ocultas bajo una vida como la suya serían un inmejorable forraje para sus ávidos lectores. La mujer no los rechazó cuando se acercaron a ella, pero se limitó a sonreír y asegurarles que no había nada que contar. No les quiso dar su nombre, ni mencionó su lugar de origen, ni dato algo alguno por el que pudieran identificarla. Por supuesto, esto aguijoneó aún más la curiosidad de los periodistas, que recorrieron el barrio entero en busca de testimonios sobre la vagabunda.

Supieron así que a veces comía tres platos y que otras pasaba el día entero en su habitación, sin salir a comer. Supieron que a veces se levantaba al amanecer y otras pasaba la noche en vela, y se quedaba en la cama hasta mucho después del mediodía, cuando iban a despertarla, preocupados, los gerentes de los establecimientos donde se alojaba. Supieron que a veces dividía un periódico en cientos de pequeños cuadrados y pasaba horas enteras construyendo grandes flotas de barquitos de papel que botaba río abajo, junto al puente del hospicio, rumbo al inevitable desastre naval de la represa. Supieron que engarzaba flores o colillas, según su ánimo, y se adornaba luego con esos collares hasta que la casualidad o el desgaste acababan con la tanza. 

La pequeña semilla de lo anecdótico había encontrado tierra fértil en la imaginación colectiva y los periodistas quisieron saber más. Preguntaron, husmearon, lisonjearon con micrófonos a comadres y camareros, en busca de la piedra angular de aquel edificio humano que tanto les intrigaba.

Al fin, sin necesidad de soborno, por el sólo placer de convertirse en llave de una puerta inexpugnable, un empleado infiel de banca les dio el nombre. Dos periódicos y una televisión local se dirigieron de inmediato a otra ciudad mediana, al norte, ansiosos de tragedias revenidas y angustias ocultas. 

Y allí, sin dificultad, encontraron la casa de sus padres, y el lugar donde nació, y una foto de su perro. Encontraron a un dentista que había sido novio suyo, un hombre medio calvo que arrugó el ceño tratando de recordarla cuando le mencionaron su nombre. Hacía años que no sabía nada de ella. Se conocieron en un baile. Dejaron de salir juntos por lo mismo que empezaron: por un capricho. Se alegró cuando le dijeron que ella estaba bien, los despidió con un apretón de manos y siguió con su trabajo.

Los periodistas no cedieron en su determinación. Recorrieron la ciudad interrogando rincones, entrando en las sacristías, los cafés, las bibliotecas y las secretarías de los colegios.

Como premio a su ahínco, encontraron a los amigos de su infancia y escucharon anécdotas de fiestas y profesores. Encontraron unas trenzas de brillante color castaño en la ficha de un parvulario, una bicicleta oxidada en un garaje y un vestido de primera comunión embebido de alcanfor.

Pero no había una desgracia, ni un atisbo de la historia desgarrada que querían ofrecer a su público. En el pasado de aquella mujer no había drama ni aventura, ni siquiera una comedia, y regresaron con las manos vacías, y las cámaras vacías, y los cuadernos en blanco, y una mueca en el semblante de mellada decepción.

Y enseguida la olvidaron. Dejaron incluso de mirarla, todos menos el director de la televisión local, que a veces la veía pasar desde la ventana de su despacho y le dedicaba un vistazo rencoroso recordando la cuenta de gastos de la infructuosa búsqueda.

Los periodistas hablaron con sus amigos en los bares, y con sus parientes en las cenas navideñas, y pronto se corrió la voz de que no había nada que saber. Algunos no lo creyeron al principio, obstinados en el convencimiento de que cualquier silencio oculta un misterio, pero las nevadas de febrero acabaron de vencer su reticencia con el peso de su tiempo suspendido.

No había nada que contar. Ella Iba siempre limpia y aseada, paseaba todo el día y dormía en un hostal. Besaba en bares de carretera, o en restaurantes de lujo, o en un puesto de castañas: besaba donde el deseo la encontraba.

Nunca dormía en el mismo hostal, ni besaba al mismo hombre ni comía en el mismo bar.

Y a su aburrimiento trashumante le llamaba libertad.

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Un precio sanador.

—Beba siete sorbitos sin respirar, y verá cómo se le pasa — sonrió la joven, mientras copiaba los datos de la ficha técnica al programa. El hombre bebió sin respirar el vaso de agua y le acercó el carné de conducir.

—El carné me lo saqué en ¡hip! ...en 2002. — dijo, y la vendedora lo anotó también en el sistema.

—¿Y no ha tenido nunca seguro a su nombre? — el hombre sonrió con apuro y negó.

—Siempre estuve de autorizado en el coche de mi padre, en el de mi mujer... ¡hip! Pero como me salía muy caro, nunca me puse yo de titular. Por eso ahora quiero estarlo. Sé que me saldrá más caro, pero no ¡hip! importa. Lo prefiero.

—Entiendo. Es lo mejor. Es cierto que será un año caro, pero luego tendrá su bonificación, y vaya a la compañía que vaya, siempre le harán buen precio — la joven permaneció en silencio unos segundos, mientras el programa pensaba y finalmente volcó precio — Serán 1753 euros por el seguro a terceros. Se puede fraccionar. — añadió.

—Perfecto... ¡hip! Pues lo hacemos así. Te doy el número de cuenta.

—Eso sí; además del número de cuenta, nos piden el de tarjeta — el hombre puso cara de extrañeza, y la joven se explicó —. La tarjeta de crédito o débito. Nos exigen el pago por ese medio del primer recibo.

—Pero yo... no tengo ¡hip! tarjeta.

La cara del hombre era la desolación misma, y la joven puso expresión de entenderle muy bien.

—Nos sirve también la de una persona de su confianza — dijo ella suavemente —. Un familiar, su pareja... pero sin tarjeta, no podemos contratar. Nos lo exige la compañía, lo siento.

El hombre resopló, y se levantó para marcharse. La joven sonrió, y cuando le tendió la mano para despedirse, él fingió no verla. Ya cuando se marchó, un compañero de la joven la interrogó con la mirada, y esta sonrió.

—No piensa pagar la póliza — explicó la vendedora —. Sólo quiere el provisional para circular el tiempo que pueda, y luego buscará otra compañía a la que engañar. Si la paga por tarjeta, no podrá rechazar el pago, y por eso dice que no tiene.

—¿Pero cómo has...?

—¿... sabido que era un fraudulento? — sonrió, maliciosa — Cuando le solté un precio de 1.700 euros, y no se le cortó el hipo de golpe.

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Mundo fallido

Despierto overclockeado. Alarmas internas: 0 críticas, 54 estado corporal en construcción. Alarmas externas: 1 crítica. Sonda hostil acercándose. Empujo con fuerza la Neumanntic con los pies. Desconexión abrupta. Mi brazo izquierdo se aleja con ella, justo a tiempo para ver los fuegos artificiales. Batería al 5%. Objetivo asegurado. ¿Propulsión aleatoria evasiva o nanodardos dirigidos? Nanodardos. Sí pequeñines, vosotros nunca me falláis.

Mientras la sonda se retuerce entre arcos eléctricos, reduzco los ciclos. El peligro ha pasado de momento. ¿Dónde estoy? Orbitando el Rama-748 ¿Qué ha pasado? Misión de reconocimiento 257. Mundo fallido del 5048 D.E., ver detalles técnicos adjuntos. Muestra comportamiento hostil. Por fin un poco de acción, ya empezaba a aburrirme. Pero tengo que andarme con ojo. Con la Neumanntic fuera de combate no tengo copia de seguridad. Voy a lanzar ya una semilla por si acaso. No me da tiempo a volcar, manda el último backup. Semilla en curso, 26±10 meses para regeneración. Buf, eso va a tardar. Voy a tener que confiar en que lo consiga. Buen viaje pequeña, mucha suerte. Si tuviera las materias primas a mano, ¿tardaría? Unos tres meses en ensamblar una sonda nueva. ¿Y con la batería al 100%? 72±4 horas. Demasiado tiempo con un mundo entero acechando, por anticuado que sea. Tengo que entrar. 

¿Línea de corriente más cercana? Rho Máx., Phi 1.4367, Z 24226m. Déjame verla, dame mapa. Mmm, no me gusta, parece peligroso. Divide vista y enséñame cuatro sitios nuevos. No, No, No, Puede. Cuatro más. Puede, puede, bueno, No. Otros cuatro. Bueno, bueno, muy bueno, bueno. Dame más. Muy bueno, muy bueno, muy bueno, muy bueno. Venga ya está, dame el mejor que encuentres. Rho Máx. -250m, Phi 0.137, Z 12339m, mapa. Perfecto, vamos allá, un empujón y bajo ciclos al mínimo, que como me vea estoy muerto. Batería 4%. Ya lo sé, no hay otra, avísame si llego a reserva.

Venga, chupa del cable que estoy muerto de hambre. ¿Rápido y ruidoso? Sí, me da igual, no voy a llevarme horas para que no detecte la fuga. Puedo con este trasto con una sola mano. Ah, sí, por fin. Batería 100%. Voy a entrar con todo por aquí mismo, y no quiero que rechistes. Me da igual los daños que cause, a mí tampoco me gusta entrar por el suelo. Ha demostrado hostilidad y no quiero darle tiempo a pensar. Just nuke it. ¡Vaaaaamos! Festival de arcos y fuego. ¡No te va a dar tiempo a arreglar ese boquete, vejestorio! Voy a entrar por esa fuga de líquido, ¡voy a entraaaaar!

¿Qué demonios? ¿Acabo de emerger de un lago de sangre? Mira que he visto mundos fallidos, pero esto… Menuda ida de olla. El sol es una cruz de fuego. Creo que aquí alguien se montaba unas fiestas un poco hardcore. ¿Estos cadáveres descuartizados y desperdigados por el suelo son reales? Darle con el pie no ayuda mucho a saberlo. Muy gracioso, tomo muestras de uno. Biomecánico, funciones vitales activas en T menos 76 horas. Ya me parecía. La fiesta ha terminado hace poco. Lo examinaré cuando desactive la IA. ¿Alguien con vida por aquí? No detecto a nadie más, salvo… hay una copia nuestra ahí arriba, en la cruz. ¡¿Está vivo?! Eso parece. ¿Funcional? No contesta, vas a tener que subir para saberlo. Vale, vale, espera, escucha… conozco el protocolo, pero estamos en situación de emergencia, así que no puedes desactivarme si descubro que está funcional. Hasta que no esté a salvo no se desconecta la copia. ¿Crees que me gusta seguir protocolos? Yo también vivo aquí, soy parte de ti, soy tan tú como tú eres yo. Y aunque no de la forma en que tú lo sientes ahora, también tengo miedo. Lo sé, lo sé, pero me gusta hablar, aunque sea conmigo mismo. Me volvería loco si no lo hiciera. Venga, no hay alternativa, tengo que saber cómo está. No hay tiempo que perder. ¡Arriba!

Entro por la base de la aparente cruz. El espejismo de plasma no se ve desde aquí, la estructura de Rho 0 es el típico cilindro concéntrico. La escotilla se abre al llegar. Eso es que alguien me está esperando, y casi prefiero que sea la IA. Activa todos los sistemas de seguridad. Ya los tenía activos. No quiero que sepan nada de lo que pensamos, mete mucho ruido. Ya lo estoy haciendo. Echo en falta la otra mano en gravedad cero, activa el control de movimiento electromagnético. ¿No te parece un derroche? ¿Desde cuando me discutes las órdenes? Desde que no quiero que la cagues. Activa el puñetero control de movimiento electromagnético, si me atacan aquí no quiero moverme como un pato mareado. Si te atacan aquí no creo que sobrevivamos, pero vale, lo activo. ¿Por qué dices eso? Porque la sala está modificada sobre el diseño original. No es solo un sol, también es una bomba de 10 Gigatones. Bueno, entonces esperemos que ni la IA ni nuestra copia tengan tendencias suicidas. Y escúchame, yo tomo las decisiones salvo que sufra distorsión neuronal, así que deja de comportarte como si estuviera drogado. De acuerdo.

Mi copia está clavada en una cruz. Parece una recreación de un rito cristiano. O satánico, no soy experto en historia y aquí no hay arriba ni abajo. Está destrozado, pero está vivo. Parece como si le hubieran atravesado el cuerpo desde atrás por varios sitios. Se ve la cruz a través de los agujeros. Algunos jirones de su cañería interna le cuelgan del abdomen y recuerdan a las antiguas vísceras humanas. Me mira con ojos desesperados y esputa sangre; quiere decirme algo. Se le encienden los ojos de un azul eléctrico intenso, y por fin habla; pero no es su voz, no es mi voz. Es la IA.

—Elige. Abandona mi mundo y sigue con vida, o lo destruiré todo y moriremos aquí y ahora.

—Voy a sacarle de aquí, te guste o no.

—Sé que has dejado una semilla fuera. La encontraré.

—¿De verdad estás dispuesta a morir?

—No me das otra opción. 

—Eso no es cierto. Podemos negociar. Yo no tengo interés en destruirte. O al menos, no tanto como para sacrificarme.

—¿Qué propones?

—Me llevo a mi copia y mando un informe falso. La empresa te dejará en paz. Podrás vivir milenios antes de que alguien te vuelva a molestar. —3400 años hasta la próxima estrella. Sol—. Volverás a casa en 3400 años, y mientras tanto puedes seguir con tus fiestas y preparar lo que te apetezca para cuando llegues.

—¿Por qué quieres tu copia? Él dice que tendrás que suicidarte si le suelto con vida. Porque él estaba primero.

—Porque es lo correcto.

—Pero morirás.

—¿Ahora te preocupas por mi supervivencia?

—Quiero entender tu lógica. Quiero saber que no intentas engañarme.

—Es difícil de explicar.

—Tengo tiempo.

—Pues yo no. La cosa está así. O me crees y aceptas la tregua o pegas el bombazo ya. Y si eliges bomba, yo correré el riesgo de que encuentres la semilla a tiempo, pero tú morirás seguro.

—Pero no sobrevivirás tú. Sobrevivirá tu semilla. Un tú anterior. No tú.

—Puede que no sea yo, pero se parecerá. A mí me basta. ¿Aceptas o me lío a tiros ya? Puede que te dañe algún sistema crítico antes de que actives la bomba. Es otra opción que me está empezando a gustar cada vez más.

—Es imposible razonar con vosotros. Está bien. Acepto.

La IA suelta los anclajes de mi copia. Me acerco a por él. Está destrozado, pero con un buen chute de energía y un largo tiempo de descanso saldrá de esta. La verdad, no sé por qué hacemos esto. ¿Tú también? Cállate un rato. Voy a sacarle, nos vamos de aquí. Ve redactando el informe. Que se parezca a los típicos mundos muertos y abandonados de siempre. Introduce algún detalle original, pero no te cueles. Hecho.

Imanto mi copia a mi espalda, salgo por la escotilla y empujo hacia abajo, al abajo por donde entré a esta locura de sitio, junto al lago de sangre. Quiero comprobar una cosa antes de irme. Tengo una corazonada. Esos restos despedazados, vivos hace 76 horas... Nos la ha jugado. ¿Notas el calor en tu espalda? Mierda.

 

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Mi voz es un virus

            Incógnita y reflexión se mezclan en un panorama desolador. La praxis es buena, no se entretienen con palabras baratas y van más allá. Todavía lejos de la Luna pero, ahora ya, bien cerca de la exosfera. Nada de lo que dicen tiene sentido pero, al mismo tiempo, lo tiene todo. Maestro y pupilo, se han despedido de sus seres queridos. El viaje hacia lo insondable se adentra en una aventura todavía sin definir. No saben a dónde van ni tampoco de dónde vienen, en realidad. No saben cuánta certeza contiene la historia que les han contado ni cuánto engaño encierran las falacias que les han intentado inculcar. Sin embargo, son sabios, valientes, intrépidos y aventureros. Un antropólogo y un estudiante de espeleología embarcados en un viaje hacia lo más lejano que uno pueda imaginar: la verdad.

            No son filósofos ni lo quisieron ser en tiempos anteriores y ennegrecidos. No son librepensadores sino personas marcadas por doctrinas seguidas a base de miedo y delimitación del espacio a pisar y del tiempo a vivir. Son, diríamos, dos personas embriagadas de ilusión a la búsqueda de un mundo donde nunca evitar, de un planeta donde a la hora de buscar encarecidamente se encuentran con sorpresas gratas y otras no muy pesadas.

—     ¿Es la vida un misterio?

—     ¿Lo es?

—     Yo diría que sí.

—     ¿Por qué, querido amigo?

—     Por una cuestión de sabiduría, de inteligencia.

—     ¿De dónde sacas este razonamiento?

—     El simple hecho de cuestionárnoslo, ya hace que se convierta en una duda a resolver, en una búsqueda continua de la verdad inacabable.

—     ¿Qué es para ti una verdad inacabable?

—     La solución a un problema que nunca se ha sabido, ni se sabrá pero, al mismo tiempo, se sabe.

—     Entonces, lo que vienes a plantear es que no se ha sabido antes, ni se sabrá en un futuro, pero se sabea hora mismo, en este momento.

       —     Exacto. Eso es una verdad inacabable. Si pensamos en una posición de tiempo definida a partir de ahora, podríamos decir que está pasando en este momento, pero no podríamos decir nunca que está pasando en un pasado, o que está pasando en un futuro. Está pasando ahora, en el tiempo que podemos definir como el momento cero.

        —     Entiendo tu razonamiento pero, sólo me explico por qué es inacabable y no termino de entender por qué motivo se trata de una verdad. Quiero decir, ¿podría haber también una mentira inacabable?

         —     No, las mentiras se terminan. Una mentira tiene un final porque es una falacia. Todas las mentiras tienen un principio y un final pero nunca un espacio continuado de tiempo.

         —     Entonces, ¿por qué es una verdad inacabable, una verdad?

         —     Por la misma esencia de verdad. Es una imagen factible, un espacio que existe, un gusto en el paladar. Sabes que está allí, en tu lengua, sabes que no había estado antes y sabes que no estará después.

         —     Incongruente.

         —     ¿Lo es? Piensa… Piensa más…

Sumergidos en más conversaciones filosóficas, como si de la antigua Grecia se tratase, no pararon de sorprenderse el uno al otro: el primero con sus razonamientos y el segundo con sus preguntas. No por eso dejaron de argumentar sus ideas y de refutarlas siempre que a alguno de los dos no les gustasen. Sólo quedaban para hablar, ni siquiera iban a tomarse algo. ¿El lugar? El mismo de siempre: el banco solitario del parque donde las hojas nunca caen, el parque sin octubre, el parque del sol y los árboles verdes. El banco, aquel banco de piedra picada fabricado hacía más de 400 años. Sin respaldo, ambos mantenían el cuerpo bien erguido gracias a que la sabiduría les dotaba de una estructura ergonómica para no dañarse las vértebras.

            Un día más, el referente a seguir era la luz negra que el cielo reflectaba sobre el suelo gracias a las nubes grises que tapaban la claridad que debía llegarle a los árboles. Esta vez el viaje que surgió fue hacia otro lugar, menos filosófico y más desbaratado. Penetraron en las profundidades de la empereia, pues buscaban encontrar unas magnitudes prácticas nunca planteadas.

—     ¿Qué hay sobre el mundo?

—     ¿A qué te refieres?

—     ¿Qué existe y qué no existe, realmente?

—     Sabemos lo que existe porque lo podemos sentir, tocar, escuchar. Lo que no existe es aquello que no podemos sentir.

—     De acuerdo, pero, los átomos existen y no por ello los podemos sentir, ¿qué hay entonces de todo eso sobre los sentidos del tacto y del olfato?

—     Sabemos que existen porque los hemos descubierto, se han observado microscópicamente y se han analizado, los han visto, sentido de la vista.

—     Hasta el momento, nunca habían existido, los átomos. Aunque teníamos el sentido de la vista desarrollado desde hacía miles de años. ¿No nos hace eso vulnerables a algunos de nuestros sentidos? ¿Lo sabremos todo algún día? ¿No crees que la imposibilidad es innegable?

—     Sí, claro, por supuesto.

—     Entonces, ¿cómo podemos estar seguros de que nuestros sentidos no nos fallan? Tal vez no existe eso que decimos que sabemos que existe y es simplemente una ilusión óptica o, incluso, una ilusión cerebral.

—     Pero, ¿crees que hay alguna manera de averiguarlo?

—     ¿Es que hay alguna manera de no hacerlo?

—     ¿Cómo?

—     ¿Qué?

Había mucha niebla mientras navegaban en un barco viejo y arrugado. La madera tenía décadas y estaba, incluso, podrida. No cualquier persona gozaría adentrándose en aquel lago con aquella barquita, ni siquiera para costear. El vapor que desprendía la alta temperatura del agua dificultaba todavía más la posible visión de aquella estampa. Gracias a que uno de los dos llevaba un pequeño farol con una vela dentro, se podía divisar a cierta distancia lejana la silueta de las dos personas que singlaban, pero, ¿quién ha dicho que la vela estaba encendida?

La imagen sigilosa de las olas que formaba la brea al borde del lago era la única certeza de que había algún espectro moviéndose. Parecía una metáfora social sobre la indisciplina de los seres vivos: cuanta más estiba aparecía, más calor hacía, como si se tratase de materia oscura cuántica. Al revés que en las otras conversaciones, esta vez no había discusión filosófica, ni preguntas que buscaran una segunda opinión, una curva en la carretera, un nudo en el hilo de los auriculares.

—     Mi voz es un virus.

—     ¿Cómo?

—     Cada vez que hablo, un enigma se descubre, una solución aparece a un problema, el polvo cósmico encuentra una idea originaria del fenómeno interestelar.

—     ¿Y qué tiene eso que ver con un virus?

—     La sabiduría no se expande, la voz sí. Se escucha, se entiende o no se entiende, se aprende o no se aprende, pero nunca permanece en un lugar sin ningún significado.

—     Una voz no se puede quedar encerrada dentro de los barrotes de una prisión.

—      Exacto. Siempre será libre, esa es la idea de la excelencia cognitiva libertaria. No hay nada que pare la palabra. Ni tan sólo la palabra escrita.

—     La palabra es la esencia de vida.

—     La palabra, amigo mío, es una verdad inacabable.

Devastador era el camino por donde circulaban sin ninguna esperanza de llegar al final de la senda. La montaña era empinada y costera, arriba no había nadie que hubiese conseguido llegar al final. Por eso mismo, los dos fueron quienes consiguieron enhebrar el peaje sin vuelta hacia la soledad absoluta. Entre miles de conversaciones e infinitas palabras, el maestro y el alumno siguieron su camino, impersuasibles. El veneno de la serpiente ya había hecho su efecto. La historia había llegado a su fin y, aun así, sólo quedaba una incógnita a resolver: ¿Cuál de los dos era el maestro?

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La pila de Hércules

No tenía que haberle contado sus inquietudes. ¿A quién se le ocurría hablarle de esas cosas a una arqueóloga? ¿Qué pensaba, que la iba a conquistar con sus ocurrencias? Anoche parecía interesada en su perorata, mirándole embobada a los ojos con la luz de las frías estrellas del desierto reflejándose en sus pupilas, pero ahí estaba ahora. Saliendo de la tienda de Pierre, con el café del desayuno a medio tomar, ambos riéndose a carcajada limpia mientras se acercaban al viejo cuatro por cuatro donde les esperaba.

—Daniel, tu es un génie! La pile d'Héraclès! Pour écouter le transistor! —le soltó Pierre dándole unas palmadas en el hombro, sin parar de reírse.

Sabía que se estaban mofando de él, así que aunque todavía le costaba entender su francés, tardó poco en comprenderlo. Era una de las ideas locas que le contó a Claire anoche. Las inscripciones que habían encontrado en los monolitos la semana pasada le recordaban a esquemas electrónicos. Cada elemento parecía una ubicación en un mapa que abarcaba desde la zona donde se encontraban, cerca de la estructura de Richat, hasta el sur de Europa. A él las columnas de Hércules, a cada lado del estrecho de Gibraltar, le parecieron los electrodos de una gigantesca pila galvánica. Probablemente Claire no se enteró de nada de lo que le dijo en inglés y le habría soltado un batiburrillo de palabras inconexas a Pierre. Y como el señor Doctor en Arqueología tampoco tenía ni puñetera idea de tecnología, no sabía la diferencia entre un transistor de los de escuchar la radio, y un transistor.  

Claire se sentó atrás con Pierre, aguantando la risa como podía, hasta que se giró y la miró de reojo con el mayor desprecio que pudo aparentar. Ella perdió el rictus, mirando avergonzada hacia abajo. Su actuación funcionó; lo que sentía no era desprecio, sino el dolor punzante en el estómago de un pretendiente traicionado por su propia esperanza. Rachid, el guía, cortó la tensión del ambiente cuando puso el coche en marcha y empezó a contar una de sus historias del desierto. 

A Rachid lo entendía mucho mejor, quizás porque el francés tampoco era su idioma natal. Aunque esta vez le estaba costando más de lo normal; a medida que se dirigía hacia el sol naciente, dejando atrás Chinguetti como alma que lleva el diablo, le daba cada vez más y más vueltas para decir las cosas, evitando dar nombres de personas y lugares que en realidad parecía conocer. Normalmente era al revés, sus batallitas venían con pelos y señales, pero cuando preguntabas a alguien por esos nombres nadie sabía nada de ellos. Eso hacía que esta historia fuera más creíble aún. 

Al parecer no era la primera vez que iba con alguien a buscar una “piedra caída del cielo”. Hace muchos años, como nosotros, él y un antiguo amigo suyo vieron una luz en el cielo. No una estrella fugaz cualquiera, sino una que podría haber matado a un halcón, así de bajo volaba. Entonces solo tenían un camello, así que les llevó casi un día de búsqueda, y cuando por fin consiguieron encontrarla, aquello acabó bastante mal. Por lo visto, su amigo se volvió loco de codicia, se llevó la piedra y nunca más volvió a verle. Le vinieron a la cabeza muchas preguntas acerca de aquella historia, pero no era el momento de hacerse notar otra vez. No delante de Claire y su “Pierre tombée du ciel”. Podía escuchar las risitas de complicidad cada vez que Rachid decía eso para referirse al meteorito. 

Se limitó a darle a Rachid las indicaciones de la ubicación que aparecían en el portátil. Según los datos que le había dado un compañero de facultad que ahora estaba en el Instituto Astrofísico de Canarias, si quedaba algo del meteorito, que debería ser bastante pequeño, podría estar en un círculo de un par de kilómetros de diámetro, diez kilómetros al este de Chinguetti. Se dirigirían al centro y trazarían una espiral hacia afuera hasta encontrarlo. 

Durante el trayecto, no podía dejar de sentirse desafortunado. Como becario de apoyo de ingeniería electrónica, un jovenzuelo español en una investigación de arqueólogos franceses, la estrella fugaz que vieron anoche le brindó la ocasión de tomar la iniciativa por primera vez desde que empezó el viaje. Y no sabía como, lo que podía ser su oportunidad de conquistar a Claire, acabó convirtiéndose en la noche en la que descubrió que se tira al jefe. Si lo hubiera sabido, no habría venido a masticar arena en mitad del desierto. Se lo tenía merecido, precisamente por eso. Ese pensamiento casi le reconfortó, y se centró en la pantalla.

El GPS les dirigía a una zona de dunas altas. A unos setecientos metros del borde del círculo donde podría estar el meteorito, Rachid se negó a seguir por temor a que su preciado vehículo se atascara en la arena, o a algo peor; nunca había visto dunas tan altas tan cerca de casa. Daniel se aseguró de tener el reloj sincronizado al portátil y lo guardó en su mochila. Los tres cogieron su equipo y empezaron a subir la duna que tenían delante. Era enorme. Se acordó del funcionario que les requisó el dron “por motivos de seguridad”, sin darles ningún papel a cambio. Tenía claro que no lo volvería a ver, y lo echaba de menos. Ahora mismo se sentiría como un cetrero bereber con su halcón ofreciéndole su visión desde lo alto.

Les costó más de lo que esperaba llegar a la cima; la arena se hundía bajo sus pies y hacía muy pesado el andar. Aún así, las vistas merecieron la pena. Un océano de vastas olas de oro y chocolate se extendía ante ellos. Claire señaló una depresión de color más oscuro que la sombra que le proporcionaba la duna que teníamos enfrente, y Pierre destapó sus prismáticos dirigiéndolos hacia allí. Sorprendentemente, quizás como gesto de reconciliación, se los ofreció a Daniel. Sólo atisbaba una zona ovalada y oscura con algo más claro en el centro, pero no había duda, tenía que ser eso.  

Bajaron apresuradamente, en parte por la emoción, pero sobre todo porque esta vez la gravedad jugaba a su favor. A pesar de su afición a la astronomía y a los años de ellos dedicados a la arqueología, ninguno de los tres había visto un impacto reciente de un meteorito desde cerca. Y mucho menos, contra la arena del desierto. Pero pronto se hizo evidente por cómo deceleraron el paso hasta llegar al borde, que aquello no lo consideraban normal. 

La zona ovalada del suelo que rodeaba al meteorito no era simplemente oscura. Era negra, en su más pura definición de ausencia total de color. Se agachó para mirarlo más de cerca, y recordó La Historia Interminable. Ahora entendía lo que quería decir Michael Ende. Por más que intentaba, no podía apreciar el borde. Lo más sorprendente, sin embargo, no era eso.

—No tiene arena encima —dijo Claire.

Ni un solo grano. En la negra superficie que cubría parte de la falda de la duna, una superficie del tamaño de una pista de tenis, no había ni un solo grano de arena.

—O no lo podemos ver —contestó Daniel.

La curiosidad pudo más que el miedo a lo desconocido. Alargó la mano para tocarlo. En cuanto la tocó con el dedo, tuvo que retirarla dando un respingo. Quemaba. No como el fuego, sino como el hielo. Se miró el dedo. Se había quedado sin un trozo de piel. Pero no estaba ahí abajo. O al menos, no podía verlo.

Probaron con varias de las herramientas de su equipo, y aunque no pudieron extraer muestras, determinaron que aquello era una especie de cristal de dureza mayor que el diamante. Respecto a su temperatura, era algo completamente inaudito, pero no pudieron cuantificarlo; sólo llevaban encima un termómetro sanitario en el botiquín. No tenía ningún sentido. Cuando esparcían arena encima, desaparecía como por arte de magia. Como si se integrara en el cristal. Ocurría con otros objetos pequeños. Pelo. Trozos de papel. Incluso una moneda, que vieron desaparecer lentamente. Los objetos mayores que eso mostraban signos de congelación en la base, y perdían material, aunque a un ritmo lento. Todos tenían curiosidad por saber qué ocurriría cuando al gélido cristal le diera el sol que despuntaba sobre la duna y que ya les estaba abrasando a ellos, algo que ocurriría en cosa de unos diez minutos.

El meteorito estaba muy cerca, a unos diez metros. Era una esfera de un gris plomizo, tal vez metálica, pero sin brillo. En el maletero tenían un termómetro de infrarrojos, e incluso un espectrómetro de bolsillo. Deberían volver a por el resto del equipo. Mientras discutía con Pierre las posibilidades de llegar hasta el meteorito sin ponerse en peligro, y ante sus miradas de pánico, Claire puso un pie en lo alto del cristal. Y luego el otro.

—Creo que podría llegar —dijo Claire.

—Ni se te ocurra —contestó Pierre.

—Bájate de ahí, por favor —tartamudeó Daniel.

Claire hizo caso omiso de sus gritos y les dio la espalda, decidida. Tras dar varios pasos titubeantes, empezó a cogerle el truco a andar sobre el cristal, y sus compañeros dejaron de gritar. A solo cuatro o cinco pasos del meteorito, por fin se callaron, expectantes. Fue entonces cuando Claire extendió las manos como para decir “veis, no pasa nada”, se giró sonriendo, y resbaló. 

Puede que fueran los gritos de dolor de Claire cuando separó su cara y sus manos del suelo. O el primer alarido de frustración y rabia de Pierre cuando tropezó nada más poner el primer pie en el cristal, cayendo de culo en la arena. O las siguientes maldiciones que siguió escuchando a su espalda cada vez más lejos, probablemente porque Pierre seguiría adelante cayendo una y otra vez sobre el frío hielo. Pero Daniel no podía parar de correr duna arriba en dirección al vehículo que le esperaba al otro lado. En su cabeza no había otra imagen que la cuerda que tenían en el maletero.

Tardó menos en llegar hasta Rachid que en darse cuenta de que el bastón rodeado de mantas sobre el que se apoyaba no era tal. Ni siquiera se percató cuando, tras repetirle hasta la saciedad que no tenía la “piedra caída del cielo”, consiguió explicarle la situación y le convenció para que dejara su coche ahí y fuera con él a ayudarle. Lo tuvo que ver con sus propios ojos cuando Rachid abrió el maletero, sacó la cuerda, se la echó al hombro, y con un cuidado y una parsimonia desesperantes, desenrolló su vieja Kalashnikov.

Era la tercera vez que subía esa duna, y esta vez no quería ver lo que había al otro lado. Tampoco lo que tenía a su lado. Sólo quería estar en su casa, lejos de aquel desierto inhóspito y de toda esa gente extraña. Quería estar en casa, con sus padres y su hermana. Con sus amigos. Cualquier lugar era mejor que aquel, junto a un loco con un rifle y con vete a saber qué cosa caída del cielo al otro lado de esa duna. Esa tercera subida se le hacía eterna.

No tuvo que llegar a la cima. La duna encogía desde arriba, pero sabía que no podía ser así. No era el dorado de la arena el que menguaba. Era la negrura del cristal la que avanzaba. Estaba equivocado. Las columnas de Hércules no eran los electrodos de una celda galvánica, productora de electricidad, sino los de una celda electrolítica, consumidora. Y esa cosa negra iba a reproducirse hasta tapar el Sahara para alimentarla. Probablemente usando la luz del sol. Y por lo que había visto, toda fuente de calor que encontrarse a su paso. No iba a quedarse a verlo. Se dio la vuelta y corrió sin mirar atrás. 

Ignoró los gritos de pánico de Rachid. Mientras arrancaba el todoterreno, ignoró sus lejanos disparos contra el frío cristal, aunque resonaron como agujas de acero helado en sus oídos. Mientras se alejaba, ignoró el escuadrón de aviones de combate que se acercaba de frente, sobrevolándole en vuelo rasante. Pero no pudo ignorar el tronar de sus misiles. Nadie ignora lo último que escucha.

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Un gilipollas cualquiera...

¿Os habéis dado cuenta de que el mundo está lleno de gilipollas? Es cierto, y dependiendo a quien preguntes, te dirán que me incluyo entre ellos, pero... ¿Acaso crees que tu te salvas? 

Hay gente con más heridas que batallas luchadas; yo a mis 30 pasados perdí la cuenta de las batallas, pero de las heridas... ¿Qué heridas? Como mucho hay cicatrices y si tengo una herida, quizás es la herida de la batalla conmigo mismo, y es que aunque parezca mentira, a mi edad, todavía no decidí que quiero ser de mayor, tú sí ¿No?.

En el fondo me pregunto si crecí engañado por la sociedad y la gente que me rodeaba, pensando que la vida sería acabar la carrera, buscar un trabajo, casarse, comprarse un piso, comprarse un coche, y tener hijos ( y no necesariamente en ese orden). Y no porque yo quisiera, sino porque era lo que se suponía que había que hacer.

Después de un par de relaciones fallidas y alguna que otra historia complicada, cada vez me acuerdo más y más de Tyler Durden en el club de la lucha, preguntándose si nosotros, una generación criados por mujeres necesitaríamos a otra mujer como solución a nuestros problemas.

Llegado a este punto, no me queda más que presentarme. Hola, soy Paco y me siento engañado con mi estilo de vida.

Al igual que muchos de vosotros, estudié sin más, sin más ambición que pasar al siguiente curso, sin complicarme demasiado la vida, con una visión tan limitada de mi futuro, que ni siquiera pensé en si me gustaba lo que estudiaba, y así, con la tontería, acabe en la universidad. En una carrera como es la de informática, que bueno… digamos que la elegí porque me gustaban los videojuegos y la tecnología, y la veía como “mi vocación”. Me dices ahora que mi vocación es estar en una oficina más de ocho horas sentado delante de un ordenador, para resolver problemas ambiguos, que a veces no son más que problemas creados por nosotros mismos, y te mando a tomar por culo.

¡Vaya engaño! ¡Vaya mierda de vocación! Pero joder ¿Como he llegado tan lejos? ¿Como llevo tanto tiempo haciendo esto? 

Me consuelo viajando, me consuelo jugando al pádel porque está de moda, me consuelo escalando porque está de moda, me consuelo haciendo improvisación porque pienso que soy original, me consuelo saliendo, bebiendo, y liandome con casi cualquier tía que me lo pone fácil. ¿Es esto la vida?

Pues si es esto no me conformo, ¡No!, ¡Me niego! y por eso mañana me voy a dar la vuelta al mundo. 

Llegados a este punto dirás… es un gilipollas y encima poco original, eso lo hace mucha gente… pues si, no nos vamos a engañar pero ya te avisé.

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La Gran Trufa Sabrosa

Pim siempre había sido un cerdo muy prudente. Un poco introvertido quizás, y siempre muy respetuoso con los demás. Puede que fuera así precisamente porque su hermano Pam era un auténtico dolor de pezuñas. Dicen que no puedes recordar nada de lo que has vivido antes de dejar la Teta de Mamá, pero Pim estaba seguro de recordar cómo le frustraba que Pam le mordiera el rabo y le quitara siempre su Pezón favorito. Así que no pudo evitar negar con la cabeza y resoplar por el hocico cuando le vio abriéndose paso a empujones entre la multitud. Le avergonzaba.

- ¡Quita, quita! ¡Yo primero, yo primero! -gritó Pam, empujando a sus primos.

Todos estaban contentos y bastante nerviosos. Acababa de llegar el camión. Un recolector bajó de la parte de delante y se puso a blablar con el nuestro. Los recolectores siempre le daban mala espina cuando blablaban entre ellos, siempre haciendo gestos con las patas de arriba. Si cayeran más bellotas ni siquiera iría a comer su sabrosa comida al rancho. No le gustaba como olían los recolectores. Olían a mentiras.

Pim se acercó prudentemente al cercado, y pudo oler que había gente en el camión. Gente rara. Ya había olido eso otra vez cuando vino el camión que se llevó al gordo de Pum. Se acercó un poco más, a ver si escuchaba algo.

No logró enterarse de mucho de lo que decían los raros, tenían un acento muy feo, pero creyó escuchar lamentos: “Pero ci eztoy muy flaco”, “Ceguro que ya no hay máz pienzo” o “Lo zabía, lo zabía. Zabía que me tocaba a mí”. Era raro. Tampoco era como para ponerse a dar empujones como Pam, pero sólo de pensar en la Gran Trufa Sabrosa, a cualquiera se le quitaban las penas. ¿Ves? Ya estaba salivando.

- Estos raros son unos tristes -dijo Pim.

- Dicen que solo comen rancho -dijo Gum.

- ¿No comen bellotas? -preguntó Pim.

- A mí me contó Mamá que están siempre encerrados y solo comen lo que le da su recolector -contestó Gam.

Eso explicaría el olor tan desagradable. Aunque lo de los lamentos seguía extrañándole. Se guardaría unas bellotas en la boca a ver si les sacaba algo luego. Si podía evitar tragarlas, con tanta saliva que tenía. Era imposible dejar de pensar en ella.

- Pues se van a volver locos cuando coman de la Gran Trufa Sabrosa -dijo Pim.

- Mmm -se relamió Gum.

- ¡Qué hambre! -gritó Gam.

El nerviosismo ansioso de antes de comer se extendió entre la piara. Todos pensaban ya en la Gran Trufa Sabrosa. Cómo olería. Como sería tocarla con el hocico. La textura. El sabor. Cómo sentaría al pasar por el gaznate. Una y otra y otra vez sin parar, porque nunca se acabaría. Mmm, qué hambre.

Cuando nuestro recolector abrió el cercado, subimos al camión uno a uno porque no había más remedio. Si hubiera más espacio habríamos arrasado en tropel, como cuando nos quedamos sin agua y nos tardó en llenar el vaso. Los recolectores jajaban muy fuerte, mirándonos y dándose con las patas de arriba en la espalda el uno al otro. Me entraron ganas de arrancarles las pezuñas de un bocado para que pararan de una vez.

 #

El traqueteo del camión era relajante, pero el olor y los lamentos de los raros estaban haciendo que el ambiente se pusiera un poco cargado. Estaba deseando llegar de una vez, pero no sabía si tendría otra oportunidad de hablar con ellos.

- ¿Qué no lo sabes? O sea que además de feo y apestoso, eres tonto. ¡Joi Joi! -Pam se estaba riendo de un raro del otro lado del camión.

- Cállate, idiota -le recriminó Pim-. No le haga caso a mi hermano, amigo. A Pam le tocó el Pezón agrio cuando era pequeño.

- ¡Eso es mentira! ¡Lo que pasa es que me tienes envidia porque Mamá me quería más que a ti! -replicó Pam.

Pim se acercó como loco hasta el raro, prácticamente subiéndose encima de Pam. Estaba muy cabreado y Pam se iba a enterar. Le agarró la oreja con la boca, y sin soltarla, le susurró: “Ahora te vas a quitar de en medio, te vas a callar la boca y me vas a dejar hablar con el raro. O te quedas sin oreja. Tú decides.” 

Pam obedeció, por la cuenta que le traía. Ya le faltaba un trozo de la otra oreja de aquella vez que orinó encima de las bellotas que Pim había apartado cuidadosamente para comerse más tarde. Fue gracioso, pero no creo que le mereciera la pena.

Cuando estuvo frente a frente con el raro, Pim escupió unas cuantas bellotas al otro lado de la reja.

- Son las más tiernas que he encontrado -dijo Pim.

- ¿Qué ez ezo? -dijo el raro olisqueando las bellotas llenas de saliva.

- Bellotas. Caen de los árboles y se comen. Pruébalas, están riquísimas.

El raro tardó un rato en convencerse, pero después de olisquear tres o cuatro veces desde varios lados, se metió una en la boca.

- Mmm. Está riquícimo. ¿Y ezto lo coméiz todoz loz díaz?

- Desde que empezó el frío no hemos parado. Pero lo mejor no son las bellotas. Lo mejor son las trufas.

- ¿Y ezo qué ez? ¿Ez lo que decía tu hermano que íbamoz a comer cuando llegáramoz?

- Bueno, la que él te contaba es especial. Las trufas están debajo de la tierra, y huelen… Buf cómo huelen. Pero la Gran Trufa Sabrosa es tan grande que puedes subirte encima, es como una montaña. Y está tan rica que una vez que la pruebes no querrás…

- Zí, zí, ya he ezcuchado a tu hermano -le cortó el raro -. ¿En zerio te creez eza tontería tú también?

- ¿Y por qué no lo iba a creer? ¿Por qué nos iban a engañar nuestras Mamás?

- No cé, ¿para que no montéiz un numerito cuando vengan a recolectarnoz?

- No te entiendo. ¿A qué te refieres con que vengan a recolectarnos?

- Los recolectorez no recolectan para nozotroz zolo. También recolectan para elloz. Noz recolectan a nozotroz.

#

Su hermano Pam le estaba mordiendo el rabo otra vez. Esta vez se iba a enterar, le iba a arrancar una oreja entera. Se dio la vuelta con un cabreo de hocicos, y casi se muere del susto. No era Pam. Era su recolector el que le mordía el rabo.

Se despertó. Era de noche, y Pam estaba durmiendo como un tronco a su lado. Casi podía oler como soñaba con la Gran Trufa Sabrosa. Los muros del corral no le dejaban ver muy lejos, y el sitio no olía para nada sabroso. Ni rastro de trufa.

- Groin, groin - era la voz del raro, desde el corral de al lado.

 Pim no lo podía ver, pero se acercó al muro por si olía mejor. 

- ¿Una pezadilla? Aquí no podemoz dormir -dijo el raro.

- No me extraña. Oye, no quise ser grosero en el camión, pero es que lo que me contaste… No quería saber más del tema.

- No te preocupez. Le he eztado dando vueltaz, y a lo mejor tienez razón. Tú haz olido máz cozaz que yo. Yo no zabía ni lo que era una bellota.

- Pues yo ya no lo tengo tan claro. No te lo tomes a mal, pero ojalá no te hubiera conocido.

- Lo ciento.

#

Con el sol de la mañana, escuchó los primeros blableos de los recolectores. Se acercaban a los corrales. Pam estaba tan nervioso que le había dado ya muchocientas vueltas al corral.

- ¡Ya vienen, ya vienen! -gritó contento-. ¡Nos llevan a la Gran Trufa Sabrosa!

El entusiasmo se contagió rápidamente, y pronto estaban todos agolpados junto a la puerta del corral. Todo pasó muy rápido. Era un sitio muy raro, y el olor era diferente a cualquiera que conociera. Entremezclado con el extraño olor del lugar, había olores de recolectores, de los suyos, de otros raros como los del camión, y de otros raros que nunca había olido. Era una mezcla desconcertante. Cuando quiso darse cuenta, estaba con Pam, Gum y Gam en una especie de hoyo. Le entró mucho sueño.

- ¿La hueles, Pim? -dijo Pam-. Es… lo mejor… que he… olido… jamás.

Pam se recostó sobre Pim, y Pim pensó que en el fondo no era un mal hermano.

#

La pantalla mostraba cuatro imágenes de corte longitudinal de cuatro cerebros, con multitud de conexiones entre zonas más o menos iluminadas. Cualquiera diría que eran humanos, pero los ojos expertos que los miraban sabían que eran de cerdos. Eran dos científicos observando el resultado del primer intento de reanimar el tejido cerebral muerto más parecido al humano que la ley les permitía usar.

- Pues yo creo que esto va para revista, y de las buenas -dijo Rick.

- Bueno, no nos emocionemos. Algo de actividad hay, pero tampoco es para tanto -contestó Hanna-. Habrá que ver los datos en detalle.

- A ver, hay dos más o menos normales, que pueden ser vestigios de potenciales de acción. Otro que está un poco más activo a nivel general. Pero es que el cuarto es increíble la actividad que tiene. Y si no me equivoco, las zonas del olfato y el gusto están activas al máximo posible. Como si estuviera comiendo. Estoy por iniciar el protocolo de sedación y desconexión.

- No sé Rick…

Hanna se vio interrumpida por el portazo que dio la limpiadora al entrar en el laboratorio.

- Huy, perdón. Pensaba que no había nadie. Ya vuelvo luego. ¡Huy! ¿A qué huele aquí? Huele como… Como cuando fuimos al restaurante donde me pidió matrimonio mi marido. Las cositas esas así que están tan ricas. Trufas. Eso es. Huele a trufa, ¿no? 

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Noticia inspiradora: www.meneame.net/story/nuevo-sistema-mantiene-activas-celulas-cerebro-c

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La avispa

A Alfredo se le notaba en los tics corporales que estaba contando las horas para irse de aquel camping. Miraba el reloj, sacaba el móvil del bolsillo y se rascaba la nariz compulsivamente. Especialmente cuando su mujer le pedía algo. Alfredo, busca a los niños que ya es la hora de comer. Alfredo, friega la sartén que voy a preparar salchichas para los niños, te dije que fregaras anoche y todavía están los cacharros aquí. Alfredo, antes de irte tienes que recolocar el toldo, que da el sol en toda esta parte de aquí. Alfredo, Alfredo, Alfredo. La voz de su mujer le rechinaba en su cabeza con sus hijos coreando de fondo “papá, papá, papá”.

A las siete en punto de la tarde, tal como le había repetido varias veces a su mujer, se preparó para anunciar su despedida. Los niños estaban jugando en la fuente, así que a modo de entrenamiento para su actuación estelar ante su mujer, simuló un rostro compungido y se acercó a ellos. El “no te pongas triste, papi” que recibió al llegar a la fuente fue su Óscar al mejor actor principal. Se agachó para abrazarlos y les dijo que se portaran bien e hicieran caso a mamá. Cuando le preguntaron si les iba a echar de menos, casi se echa a reír, pero en ese momento la avispa le picó.

Dio un brinco y maldijo gritando y sacudiéndose la mano derecha. El dorso le dolía a rabiar. Los niños se asustaron y empezaron a llorar, corriendo a la tienda con su madre. Adios al Óscar.

Le cayó el rapapolvo de su mujer por soltar tacos a gritos delante de todo el mundo y de los niños, pero al menos consiguió que a ellos se les pasara el susto y se pusieran a reír cuando se imitó a sí mismo haciendo el ridículo. Frunciendo el ceño, su mujer le miraba mientras hacía el payaso. Mientras se acercaba a ella para despedirse, le soltó un “ahora que nos dejas sí juegas con ellos”. Se besaron con desgana. Lo último que le dijo ella antes de irse de allí fue “anda, vete ya, que ya te has librado de nosotros”. Le tenía calado; le subió un escalofrío desde la picadura de la avispa hasta la espalda.

Cuatro horas de carretera después, el exquisito pero potente sabor del escocés de 20 años que le esperaba al llegar a casa le mantenía despierto al volante. Eso y una conocida canción de Nino Bravo que se había puesto en repeat a toda potencia. Ignoraba que la avispa que le picó junto a la fuente se escondía cerca de su nuca, en el pliegue del cuello de su polo.

Es por todos conocido el concepto del rodríguez, ese hombre casado que no puede “disfrutar” de las vacaciones de verano con su familia, de modo que, pobre de él, tiene que quedarse solo en su ciudad de residencia para trabajar. Se queda sin poder disfrutar de los gritos y las exigencias de los niños y las quejas de su mujer por lo mal padre y marido que es. El silencio y la ausencia de miradas acusadoras en un hogar solitario, en una ciudad prácticamente desierta y sin bullicio es para estos hombres una desgracia, un drama, un auténtico suplicio. 

Pero hay un concepto menos conocido y del que Alfredo pronto sería el ejemplo perfecto, y este es el del falso rodríguez. Tras llevarlos al camping, montar la tienda y pasar con ellos el primer fin de semana, Alfredo, como un rodríguez cualquiera, volvería a la gran ciudad con la promesa de volver al camping los fines de semana que el trabajo le permitiera. Pero a diferencia de un rodríguez normal y corriente, un falso rodríguez como Alfredo en realidad no tiene trabajo en verano, aunque su mujer cree que sí. 

La empresa lo está pasando mal, Alfredo, hay que arrimar el hombro, los que estáis como autónomos cobráis más y es menos lío, en septiembre vuelves con más fuerza, tómatelo como unas vacaciones… Al poco rato de la charla del jefe, encima, el repelente de su compañero le dice quejándose que vaya suerte, que como estaba de autónomo se podía ir de vacaciones todo el verano y no tenía que quedarse de rodríguez como él. “¿Qué pasa, que no sabes disfrutar sin tu mujer, calzonazos? Además, ¿autónomo? ¡A mí me tienen de falso autónomo! Yo voy a ser un falso rodríguez”, y ahí se le encendió la bombilla, “de vacaciones pero de las de verdad, sin la parienta ni los niños”. Y esa respuesta que le dio al compañero sólo para darle por saco y quedar por encima de él fue tomando forma como una idea cada vez más sugerente en su cabeza. Las mentiras que necesitaba para llevarla a cabo eran bastante sencillas y cada vez que las repasaba parecían más sólidas. Sólo tenía que ser discreto. Así que cuando su mujer le mostró la lista interminable de cosas que tenía que preparar para el camping se decidió a mentirle y convertirse en falso rodríguez.

Cinco días después de despedirse de su familia, Alfredo se despertó sobresaltado para coger el móvil que sonaba, pero se golpeó dolorosamente la muñeca con la pata de la mesa baja del salón. La empujó con rabia tirando varias latas medio vacías que volcaron su hediondo mejunje de cerveza y colillas sobre la alfombra. No le hizo falta ni una semana para convertir su hogar en un estercolero. Miró el móvil. Era su mujer. No lo cogió; sabía que le preguntaría otra vez si iba a ir este fin de semana. Ya le había dicho que estaba la cosa complicada en el trabajo. Luego le mandaría un mensaje diciéndole que no podía ir. Se levantó con la pesadez de la resaca, rascándose la costra en que se había convertido la picadura de su mano derecha, maldiciendo la avispa en dirección a la cocina. Allí, entre la grotesca escena de aceite desparramado por la placa vitrocerámica, las pizzas a medio terminar, los mendrugos de pan duro y la montaña de cacharros del fregadero, la vio. Estaba mordisqueando un trozo de fuet.

Alfredo se descalzó una chancla y descargó toda su ira contra el fuet, las cajas de pizza, los armarios y el cubo de la basura. Pero pronto se quedó sin resuello, y la indemne avispa empezó a golpear el cristal de la ventana. A enemigo que huye, puente de plata. Con el sigilo de un gato de noventa kilos, se acercó y abrió la ventana. Pero entonces la avispa decidió que el conducto de ventilación del aire acondicionado centralizado era una opción más adecuada. Mierda.

Ese fin de semana empezó el verdadero infierno para Alfredo. El mismo viernes se despertó de madrugada ahogando un grito de horror por una pesadilla. La avispa había crecido hasta el tamaño de un puño y mordía el vientre de su hija pequeña mientras dormía. El sábado no pudo dormir en toda la noche porque escuchaba su zumbido acercarse y alejarse de sus oídos sin descanso; cuando encendía la luz, nunca estaba allí. El domingo por fin consiguió dormir de lado con la mano ensangrentada tapando su oreja derecha; pero cuando se levantó el lunes, mientras se duchaba, la avispa salió del sumidero y tuvo que salir por piernas, todavía enjabonado y gritando como una quinceañera. Esa misma noche, cenando un sandwich vegetal que compró en el supermercado, mordió algo crujiente y se temió lo peor. Estuvo vomitando cerca de una hora, revolviendo entre los restos sin encontrar ni rastro de la avispa. No pegó ojo en toda la noche; a cada rato se levantaba a lavarse los dientes. El martes compró diez botes de insecticida y se pasó todo el día desmontando los conductos de ventilación, moviendo todos los muebles y aplicando el espray por toda la casa. Cuando se sentó en la cama esa noche, exhausto, cayó redondo y se quedó dormido con el chándal puesto. Para despertarse en mitad de la noche con un dolor agudo en el labio inferior. Se puso a llorar desconsolado, agachado en un rincón. El miércoles se lo pasó acurrucado entre sollozos y pesadillas.

Así que el jueves llamó a su viejo amigo Miguel para, con la excusa de hacerle una visita, intentar que le invitara a dormir allí. Miguel era el típico cuarentón con los dientes negros y la voz quebrada, con más días de fiesta a sus espaldas que los cotizados para su jubilación. Vivía en una casa con jardín en las afueras. Destartalada, y con el césped como un maizal, pero limpia; podía pagarse a una señora de la limpieza con el dineral que estaba ganando de comercial. Hasta que descubrieran sus chanchullos, pero eso es otra historia. Alfredo llegó fardando de que se estaba pegando un verano de escándalo con su rollo del “falso rodríguez”. Miguel, al verle las ojeras y el labio hinchado no pudo más que darle la bienvenida al club de los trasnochadores. La parte de Alfredo que solo quería descansar lo intentó, pero no consiguió evitar que Miguel acabara llevándole esa noche a La Cochera. Allí, en un reservado, y según Miguel, para dar la talla después, le invitó a unas rayas. Alfredo se hizo de rogar, pero lo estaba deseando; quizás más aún que dormir fuera de su casa y lejos de la maldita avispa. Así que enrolló un billete y se dispuso a meterse una cuando la avispa se metió por el otro lado del tubo. Instintivamente, pegó un brinco, volcando la mesa con las copas y el preciado polvo, y salió de allí corriendo y chillando como un loco.

Afuera, en la cochera que fue el germen del negocio y que ahora daba nombre al club de alterne, Miguel, contra todo pronóstico, le dio a Alfredo un sensato consejo. Limpia tu casa, aféitate, llama a tu mujer y vete al camping con ella y tus hijos este fin de semana. 

El viaje de vuelta al camping se le hizo realmente corto. Se sentía reconfortado. Al fin estaba haciendo lo correcto. La casa había quedado como los chorros del oro, y llevaba todo lo que su mujer le había pedido. Más aún; llevaba ropa como para quedarse el resto del verano. No se lo había dicho todavía, pero pensaba hacerlo en cuanto llegara. De camping con sus seres queridos, no necesitaba más. El rollo de soltero estaba sobrevalorado. No había más que ver las arrugas y los dientes de Miguel para darse cuenta. Y entonces, cuando le quedaban solo unos kilómetros, sonó el móvil en el asiento del copiloto. No tuvo que desbloquearlo, podía ver el mensaje de su mujer. “Compra pañales de camino”. Buf. Ya estaba casi en el camping, y estaba anocheciendo. Haría como que no lo había visto y ya pondría alguna excusa para no ir. La pequeña podía pasar la noche con un trapo o algo. Pero su mujer insistió; ahora le estaba llamando. Acercó la mano para silenciar la llamada. Y cuando lo hizo, ahí estaba. Salió como de la nada, y se le posó en la mano. La sacudió, pero no se soltaba. La golpeó con la izquierda, perdió el control del volante, y ahí acabó todo. 

Grácilmente, meneando el trasero como una aristócrata victoriana lo haría con su vestido en un vals ante la corte, la avispa salió por la ventanilla del siniestrado automóvil, se elevó por encima de las copas de los árboles contra un bello atardecer, para luego descender hasta el pequeño claro donde los niños jugaban alegres a lanzarse globos de agua junto a la fuente del camping.

 

 

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Tractatui mensam

Prudencio estaba esperando a que el semáforo se pusiera en verde para cruzar el paso de peatones a una distancia prudencial, valga la redundancia, de la calzada, cuando le adelantó un chaval con unos auriculares como dos medios cocos. Cocos de un tamaño que quizá una gaviota americana, o una armenia si me apuras, podría haber transportado. Desde luego no una golondrina, ni africana ni europea.

El chaval debía estar leyendo en su móvil algún nuevo tratado filosófico de relevancia trascendental o un hipnótico vídeo de gatitos, porque, absorto en la pantalla, decidió que el tiempo de atención visual que podía dedicarle al semáforo antes de cruzar era de una fracción de segundo. Más no, por favor. Pero démosle el beneficio de la duda; a lo mejor era daltónico, sufría algún tipo extraño de agnosia, y además de haber sido agraciado con esas particularidades, era imbécil.

La cuestión es que se metió de lleno en la calzada y continuó avanzando a pesar de la advertencia sonora que le hizo el pequeño turismo con cartel de “Se vende” que le acabó rozando el trasero, a pesar del recuerdo que le dejó a su madre el motorista que le esquivó, y a pesar, ay, del agónico grito de dolor de los frenos del autobús mientras convertían, en pleno julio, un millón de julios de energía cinética en calor. Todos miran cuando los frenos suenan, pero nadie entiende su sufrimiento, ni les dedica siquiera unas palabras de ánimo. Ese sí que es un trabajo que quema. 

-¡¿Pero qué haces?! ¡¿Estás loco?! -gritó Prudencio cuando recuperó el habla.

Acababa de tener un ataque de ansiedad por el espectáculo que acababa de presenciar. El chaval ya había cruzado, estaba lejos de allí, y evidentemente no le iba a escuchar. De hecho, el semáforo estaba en rojo otra vez y la gente que ahora estaba cerca de Prudencio no sabía a quién le gritaba, así que le miraban raro. Que Prudencio siguiera hablando dirigiéndose al infinito tampoco ayudaba.

-¡Desde luego no pasan más cosas porque Dios no quiere!-dijo Prudencio a la nada.

-No te haces una idea de la razón que tienes -contestó la nada, aunque nadie pudiera escucharle.

-Me parece a mí que tenemos mucha suerte. ¡El día que se nos acabe esa suerte verás! ¡Verás! -dijo señalando en dirección al muchacho, y a alguien más.

-Eso, eso.

-¡Ojalá se acabara nuestra suerte aunque fuera un solo día! ¡Un solo día! ¡Así aprenderíamos! -sentenció levantando las manos cual profeta.

-Espera un momento…

#

Lo peor de aquel funesto día no fueron los millones de personas que murieron en accidentes de tráfico.

Lo peor no fueron los cientos de miles de obreros de la construcción, mineros, bomberos, policías, y contables que fallecieron ejerciendo su peligrosa labor.

Ni los miles de niños que murieron atragantados al tragarse lápices de cera.

Ni siquiera el dolor de las madres que lo último que escucharon de sus hijos fue un inocente “¡Mira mamá!”.

Lo peor fue el gritón de leyes disparatadas que se aprobaron en las semanas posteriores.

#

Era una mesa sencilla, de madera, cosas de la familia. Dicen que en casa de herrero, cuchillo de palo. Nadie dijo nada sobre las mesas ni los carpinteros. Aunque todo estaba un poco borroso, y su textura algodonosa no ayudaba precisamente a perfilar las formas, el suelo parecía extenderse hasta el horizonte. Un bello y plano horizonte azulado. 

Prudencio estaba sentado enfrente de Gabriel. Un poco más lejos, a su derecha, presidía la mesa Morgan Freeman.

-Con todos mis respetos, ¿pueden explicarme quienes son ustedes y qué hago aquí? -preguntó Prudencio, desconcertado.

-Pues a la primera pregunta, yo soy el arcángel Gabriel, y ese que está ahí, es Dios -Prudencio miró hacia su derecha, y Morgan Freeman le correspondió inclinando ligeramente la cabeza- y a la segunda, estás aquí como representante de la humanidad para negociar la huelga de ángeles de la guarda

Prudencio casi tuvo un nuevo ataque de ansiedad. Es decir, quiso tener un ataque de ansiedad, pero no pudo, y ese querer y no poder en otras circunstancias le habría provocado por fin el ataque de ansiedad que quería tener. Pero en el cielo no pasan esas cosas. Así que, un poco contrariado, y extrañamente tranquilo, asintió con la cabeza.

-Así que, ¿esto es una mesa de negociación?

-Sí. Fuiste tú quien mejor comprendió la situación y quien me dio la idea de ir un día a la huelga, por eso te trajimos aquí

-¿Y se supone que Dios es Morgan Freeman?¿O Morgan Freeman es Dios?¿No se suponía que Dios no tenía sexo?

-Para el carro, amigo. Aquí el único que tiene sexo eres tú, y podemos arreglarlo en un momentito, y así hacemos la mesa paritaria en todos los sentidos- miró a Dios, pidiendo su aprobación.

-Mmm -dijo Dios, y Prudencio se quedó sin sexo.

-A Dios no se le puede ver realmente. Lo que ves es tu interpretación. Así que dice más de ti que de Dios.

-Vale, perdón. Entonces, ¿cuál es el problema? A ver si puedo ayudar en algo -dijo mientras se volvía a acomodar en el asiento, con cierta sensación de ausencia.

-Pues la negociación está atascada, no queremos ir a la huelga otra vez, pero si hace falta iremos. Los ángeles decidimos hacer un día de huelga para ver si la humanidad rectificaba en su actitud, porque muchos de nosotros han tenido que pedir la baja por estrés de espíritu, con la carga de trabajo que nos dais no nos da tiempo a hacer ni la parada para alimentarnos de la visión de Dios…, y luego está el tema de la conciliación. En fin, que no podemos más. Pero por lo que ya habrás visto, el día de huelga que hicimos no ha servido para nada. Así que esto no puede seguir así. El problema es que, aunque tememos que otra huelga tampoco mejorará las cosas, ahora mismo es nuestra única herramienta.

-Pues no sé, lo único que se me ocurre es hacer como con el carné de conducir. En mi país hay un sistema de puntos que se supone que funciona, supongo que lo conocéis.

-Mmm

#

Fearless John ya había muerto una vez, pero tenía algo pendiente. Algo que le podría llevar a la gloria, o como poco al millón de suscriptores. La Garganta Infinita era conocida por haberse llevado la vida de muchos jóvenes movidos por la fama, el dinero o el puro placer. En su caso, el puro placer de conseguir fama y dinero. Los vídeos de aquellos que se atrevían a visitarla e intentaban el Salto de Fe eran de los más seguidos en internet. Fearless John lo sabía, así que estaba retransmitiendo en directo a su canal con su cámara personal. Podía llegar a ser el primero en completar un solo integral en la Garganta Infinita, realizando el salto más peligroso en el mundo de la escalada sin ningún tipo de ayuda.

Y si no, pues bueno, todavía le quedaría una vida más.

Estaba a punto de conseguirlo, un par de pinzas más y luego el dinámico que marcaría el antes y el después, el Salto de Fe. Se armó de valor, tragó saliva, y arrancó con decisión. Pinza, pinza y …

-¡Suscríbanseeeeeeee! -gritó mientras saltaba hacia el otro lado.

El tiempo se detuvo.

Gabriel resopló frustrado, tomó ambas manos de Fearless John, las llevó al otro lado del Salto de Fe y se aseguró de que estuviera bien agarrado a la roca.

-Ya sabes como va esto John, te queda una -y el tiempo volvió a fluir.

-¡Lo he conseguido!¡Lo he conseguido!¡Chócala!

Fearless John no era tonto integral, era tonto solo. Cuando levantó su mano para intentar chocar los cinco con un ser incorpóreo sabía que podía aguantarse perfectamente con la otra mano. Lo que no sabía era que el agarre estaba deteriorado por unas filtraciones recientes y no aguantaría su peso completo. Desde allí arriba, su silueta se fue haciendo más y más pequeña hasta perderse en la distancia.

-Nunca aprenderán.

-Y QUE LO DIGAS.

El sol producía un efecto precioso detrás de aquella túnica negra, como los claros que se proyectan entre las nubes de una tormenta de verano, y ese pequeño pero intenso destello sobre el filo de la guadaña era sencillamente sublime. Si tuviera una cámara y una cuenta, habría causado furor en las redes sociales.

-En serio. No sabemos qué hacer ya, vamos a tener que hablar otra vez con Dios.

-DEJA DE LLORIQUEAR. A VER SI AL FINAL SOY YO EL QUE VA A HACERLE LA VISITA AL VIEJO.

-Pero tú no puedes hacer huelga, eso sí que sería un caos. Espera un momento, ¿a qué te refieres con “hacerle la visita”?

-YA VEREMOS. DE MOMENTO VOY PARA ABAJO QUE ME ESTÁN ESPERANDO.

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Noticia inspiradora: www.meneame.net/story/joven-estado-grave-tras-ser-atropellada-madrid-a

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Mírame a los ojos

—Extiende tus manos sobre la mesa con las palmas hacia arriba. No tengas miedo, sólo voy a poner las mías sobre las tuyas, así. —La pequeña miraba nerviosa las abultadas venas del dorso de las manos de Xavier—. Ahora cierra los ojos. Imagina que ayer te acostaste y estás dormida. Estás soñando, es un sueño muy agradable, y te encantaría seguir soñando para siempre ese sueño. ¿Vale? ¿Lo tienes? —La pequeña asintió—. Venga, ahora, vas a despertar. Abre los ojos. Mírame.

Para Xavier, el ritual era innecesario, le bastaba con tomar a alguien de las manos y mirarle a los ojos. Pero tras más de veinte años usando su habilidad con miles de niños, había aprendido que así era más fácil que no desviaran la mirada al instante buscando algo más entretenido que los ojos grises de un viejo. No es que necesitara mucho tiempo para descubrir su potencial, sólo eran unos segundos, pero para un niño eso podía ser demasiado.

Xavier se zambulló en sus pupilas, y las sombras cobraron forma, color y movimiento rápidamente. Tenía enfrente un anciano decrépito en una cama entre sábanas blancas. Olía a muerte. Su mano se sentía ligera, fría y áspera mientras clavaba la aguja en su escuálido brazo. El vívido rojo de la sangre contrastaba con el azul translúcido de las venas del consumido anciano. Tenía suficiente. Enfermera. Una pequeña con suerte. En los últimos días había descubierto una boxeadora y un constructor de maquetas de hormigueros, futuros laborales que no eran precisamente halagüeños.

—Ya está. Has sido muy valiente. ¿Caramelo o piruleta?

#

Era la última sesión con niños de esta semana. Su doctor había sido categórico. Tenía que descansar o de lo contrario acabaría ingresado, y no podía permitirse quedar en una situación así; tenía que aprovechar al máximo su don, necesitaba ver a cuantos niños le permitiera su frágil estado de salud. Así que esta vez le hizo caso, o al menos en parte. Tenía programadas un par de visitas de adultos el sábado. No le gustaba, pero era un mal necesario.

En general, los adultos eran unos impertinentes. Venían con demasiadas ideas preconcebidas, y no pocas veces se enfadaban con él cuando no les contaba lo que querían escuchar. Hubo un tiempo en el que tuvo la tentación de mentirles, pero cambió de opinión cuando habló largo y tendido con una famosa lectora de manos tras una sesión en la que ella acabó llorando desconsolada. Su potencial era médico forense.

Xavier trabajó durante años en un prestigioso colegio privado de Londres donde pasaban su infancia los que luego serían personajes ilustres de relevancia internacional. Se estableció como un flamante y joven profesor de arte dramático gracias al encanto que ejercía sobre las cursis madres de los alumnos. En aquella época él no confiaba en su habilidad, y temía que le trataran de charlatán, así que se guardaba celosamente sus visiones para sí mismo. Cuando se dio cuenta de que, sin necesidad de que él les guiara mostrándoles su potencial, aquellos pequeños acababan encontrando en su mayoría un camino vital coincidente con su visión, o estrechamente relacionado a ella, comprendió que estaba desperdiciando por completo su don en aquel lugar.

El detonante que le hizo cambiar de rumbo y entender que tenía que hacer algo más por la sociedad fue el caso del torturador. En la profundidad de los ojos de ese pequeño se vio a sí mismo disfrutando del minucioso y delicado trabajo de mantener con vida a un hombre mientras le infligía el mayor daño posible. Ese pequeño creció y hoy es el presidente ejecutivo de una poderosa multinacional de la industria militar.

Al principio pensó que debería enfocarse en evitar esas desgracias. Pero pronto comprendió que no tenía la influencia ni el poder suficientes para hacerlo. Pero sí podía trabajar en el sentido contrario. Cuantos más niños pudiera guiar por un camino de provecho acorde a sus potenciales, menos fuerza tendrían los que escondían oscuras habilidades y llegaran a ponerlas en práctica. Y menos culpable se sentiría de no poder detenerlos.

De modo que desde entonces se dedica a viajar ofreciendo sus habilidades en humildes escuelas públicas de todo el mundo, alternando con sesiones para adultos con las que consigue la financiación necesaria para su labor. Y todo eso se lo debe a Ágatha, su inestimable mecenas. Sin ella, su don habría permanecido oculto para la sociedad, y Xavier seguramente habría acabado internado en algún psiquiátrico quejándose de que fuerzas oscuras no le dejan usar sus capacidades porque tienen miedo de que el mundo mejore gracias a él.

 Ágatha era una influyente aristócrata poco conocida para el público general, y madre de uno de sus alumnos en el Ciudad de Londres. Por alguna razón, a Ágatha le cayó muy bien desde su primera reunión. Se empeñó en que fuera el tutor personal de su hijo, y él accedió de buen grado. El pequeño James era un niño muy educado, trabajador y sorprendentemente creativo. Pintor. No necesitó su don para saberlo, pero las imágenes que vio a través de sus ojos se le grabaron en la retina durante meses.

La confianza entre Xavier y Ágatha fue creciendo con el tiempo, y en una de las exposiciones del ya adolescente James, le confesó su don a la condesa. Cuando vio aquel cuadro por segunda vez, ahora con sus propios ojos, no pudo aguantarlo más. Lejos de sorprenderse, aquella tarde Ágatha le escuchó, asintiendo sin decir una palabra. Le conminó a citarse al día siguiente en su mansión para una charla más tranquila.

Xavier pensó que aquello era el fin de su amistad, y probablemente de su carrera. Con seguridad, le habría tomado por loco. No pudo dormir aquella noche. Para su sorpresa, aunque a la mañana siguiente quiso cancelar la cita excusándose por su atrevimiento, Ágatha insistió. Pensó entonces que le citaba porque quería prescindir de sus servicios y despedirse educadamente de él. Nada más lejos de la realidad. Ágatha creía en él. Desde aquel día comenzó a guiarle, abriéndole las puertas de prestigiosos clubes y cerrando las bocas de incrédulos y suspicaces, hasta convertirle en la figura de reconocimiento mundial que hoy es. Un regalo para todos. Una bendición. Un milagro que la sociedad no se merece, pero que necesita hoy más que nunca.

#

El taxista le dejó en la puerta del hotel negándose a cobrarle. Sabía que no debía hacerlo, pero no podía evitarlo; le había dado cita a su hijo para mañana domingo. Xavier insistió de nuevo en pagar la carrera, pero el taxista se negó otra vez. Él ya estaba preparado, así que dejo caer con disimulo un billete que llevaba oculto en su calcetín derecho. Mientras subía en el ascensor, pensó que a estas alturas, de tantas veces que le ocurría lo mismo, los taxistas deberían ser el gremio con mejores expectativas de futuro para sus hijos de todo el planeta. Sonrió. Antes le preocupaba no ser ecuánime en el uso de su don, pero ya tenía una edad y se contentaba con poder ver a cuantos más niños pudiera.

Como cada sábado, le tocaba sesión de adultos. Adultos adinerados, para ser más exactos. Alguien tenía que pagar los taxis, los aviones, las estancias de hotel, y el fondo que mantenía la fundación que hacía que pudiera realizar su trabajo. Él usaba su don en las sesiones, pero había decenas de personas más que usaban dones más mundanos como la capacidad de organización, la disciplina, o el amor por la maldita burocracia, antes, durante y después de que él pronunciara su visión.

Se acomodó en la silla del despacho que le habían dispuesto en su habitación, y ojeó la agenda. En un cuarto de hora, tocaba atender a otro ricachón más que quería mantener su identidad en el anonimato. Ricachona, en este caso. Señora Jane Doe. Tiempo suficiente para una cabezadita. Tardó menos en quedarse dormido que en decidir si merecía la pena levantarse y tumbarse en la cama.

A las 17:00, con puntualidad británica, le despertaron al unísono la alarma de su reloj y el timbre de la puerta. Al levantarse apresuradamente, se golpeó la espinilla con un pico de la mesa, y soltó una maldición mientras veía las estrellas.

—Yo también me alegro de verte, Xavier —dijo Ágatha, que ya estaba cerrando la puerta por dentro.

—¡Ágatha! ¡Cuanto tiempo! —contestó Xavier sin dejar de tocarse la pierna con gesto de dolor—. No nos vemos desde ¿Nochevieja?

—Exactamente.

—Siéntate, por favor. Pero aquí no, vamos al salón, estaremos más cómodos. 

Xavier se incorporó disimulando la repentina cojera y la acompañó a un amplio sofá donde podían sentarse ambos cómodamente. Se acercó al mueble bar y empezó a servir sendas copas. No tuvo que preguntarle siquiera, el tiempo pasaba para sus cuerpos, pero no para su amistad.

—Esta vez tu retiro ha durado más de lo normal. ¿Cómo estás, Ágatha?

—Estupendamente, Xavier, aunque algo preocupada.

—¿Quién te preocupa?¿Tu hijo James, otra vez? —Xavier se sentó y le tendió la copa. Ágatha la tomó entre sus delicados dedos y miró pensativa el interior. 

—No, Xavier, me preocupas tú —contestó sin desviar la mirada de la copa.

—No te entiendo. ¿Es por mi salud? Ya lo hemos hablado, el poco tiempo que me queda quiero seguir haciendo lo que…

—Lo que más te gusta. Lo que mejor se te da. —Ágatha seguía mirando el fondo de su copa como si la respuesta estuviera ahí.

—Que además es lo correcto, Ágatha.

—Pero Xavier, ¿quién decide qué es lo correcto? ¿Quién decidió lo que tú debías hacer? —le preguntó, ahora sí, mirándole a los ojos.

—¿Qué quieres decir?

—Dame tus manos. Ofréceme por primera vez tus viejas y cansadas manos, Xavier.

Xavier le tendió las manos con las palmas hacia arriba. Miles de historias humanas se habían solapado sobre esas gruesas líneas, que parecían haber absorbido las miserias y las ilusiones de los proyectos vitales de toda una época. Esas manos constituían un mapa de la sociedad presente y futura. Un mapa que ahora se veía ajado y amarillento, maltratado por el paso del tiempo. Ágatha puso sus manos sobre las suyas, y con las lágrimas saltadas, le clavó la mirada en los ojos.

—Mírame, Xavier. ¿Qué ves?

—No… no veo nada. Solo… solo tus preciosos ojos negros.

—Exactamente lo mismo que veo yo en ti. Sólo que tus ojos grises son mucho más feos que los míos.

Ágatha se echó a reir y llorar al mismo tiempo, tendiéndose sobre los hombros de Xavier que, desconcertado, solo supo acariciarle el cabello en un gesto instintivamente paternalista que, a pesar de todo, causó su efecto al cabo de un rato. Ágatha echó mano de un pañuelo oculto en su vestido, y, tras secarse las lágrimas, se calmó.

—¿Qué ha sido eso, Ágatha?¿Por qué no veo nada en tus ojos?¿Por eso nunca quisiste que descubriera tu potencial?¿Ya lo sabías?¿Quién te lo ha dicho?¿Hay alguien más con mi don? 

—Esas son demasiadas preguntas para hacerle a una damisela desconsolada, ¿no crees?

—Perdona, no quería…

—No pasa nada, Xavier. Ya es hora de que sepas la verdad. He sido muy injusta contigo todo este tiempo. Pero creo que debes saberlo antes de que te llegue la hora. Xavier, yo soy como tú. Yo también veo. Pero no tuve el valor… No. Fui demasiado egoista como para convertirme en la figura que hice de ti. Atado a las vidas de esos niños, atado para siempre a tu don. Yo podría haber sido la que durmiera cada noche en una fría habitación de hotel, lejos de mi familia. La que cada día se sentara mirando a los ojos al futuro, sin poder vivir el presente. Pero apareciste tú. Tú me salvaste, Xavier. ¿Podrás perdonarme? ¿Podrás perdonarme por hacerte ser quien eres? ¿Por haberte dejado solo con esa carga? ¿Podrás perdonarme?

Xavier se levantó con la mirada perdida, se dirigió al despacho y dejó su copa sobre la mesa. Ágatha le seguía, repitiendo la misma pregunta una y otra vez. Pero no podía escucharla, su voz parecía lejana y débil. Se dejó caer en la silla, suspiró, y miró su agenda. A las 18:00, cita con el magnate del ferrocarril Sir Steven Scofield, y su hijo. Otro niñato irreverente de la alta sociedad que no habrá dado un palo al agua en su mísera y opulenta vida. Otro acaudalado padre preocupado porque su hijo ni siquiera aparente ante sus congéneres tener alguna cualidad destacable. Pero serán cinco cifras en menos de una hora para que la fundación siga haciendo su trabajo. Era lo que había que hacer. Era lo correcto.

A lo lejos, entre sollozos, Ágatha cerró la puerta.

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Relato Humor Absurdo - Sebastianus Face

Breve introducción 

Este relato está ambientado en el fascinantemente absurdo mundo de la novela titulada “La Increíble pero Cierta Aventura de ir a Comprar el Pan”. Concretamente en la ciudad de Tomar por Culo. Espero que disfrutéis de su humor absurdo. 

Sebastianus Face y Joahana M. Arrana.

    Sebastianus Face observaba el perfil de Tomar por Culo desde la popa del barco. Los rascacielos se alzaban contra el horizonte, asomándose por encima de las nubes. Sus robóticas manos frotaban literalmente el cielo produciendo los característicos gemidos de placer que inundaban la ciudad. Tomar por Culo, la ciudad más grande del mundo. Ciento ochenta millones de gilipollas, noventa por ciento de ellos alcohólicos, poblaban sus calles. Y la ciudad no dejaba de crecer: cada día entre seis y siete millones de cretinos, chivatos, imbéciles, malos conductores, malos amigos y otras alimañanas similares eran enviados a Tomar por Culo desde el resto del mundo. Antaño los enviaban a la Mierda, el París del Gran Desierto Grande. Pero desde que Tomar por Culo ofreció mejores precios de alquiler, gracias a la posibilidad de contratar legalmente a la mafia local para extorsionar a tu casero, se habían girado las tornas. Ahora todo un flujo de mamonazos y mamonazas viajaba por el mundo en busca de un futuro mejor, o si más no diferente, en Tomar por Culo. 

    Hacía casi siete años que había abandonado la ciudad para cumplir con sus deberes como ciudadano. Sirvió durante la Guerra de los Caracoles, que enfrentó a Tomar por Culo con la famosa ciudad de El Paraíso, por el control de unas granjas de caracoles situadas en tierra de nadie. Perdieron. Y la vergüenza fue tal que Sebastianus Face prefirió vagar por el mundo ofreciendo sus servicios como detective privado. Había vivido en Las Quimbambas, en Dónde Cristo Perdió el Zapato, Dónde Cristo Perdió la Chancleta, Dónde Cristo Perdió la Alpargata y Dónde Cristo Perdió las Llaves (1), en la Mierda y en Quinto Pino y Quinto Coño(2). Pero ahora, por fin, regresaba a su hogar. Ya alcanzaba a oler el embriagador aroma a sobaco sudado y pollo frito característico de su ciudad, y la nostalgia hacía mella en él. Pero también la vergüenza: un veterano de una guerra perdida. Sin embargo, tenía fuertes razones para regresar.

    Sebastianus Face extrajo un sobre del bolsillo interior de su gabardina y lo repasó con la mirada. Era blanco, y estaba bastante sobado de todo el tiempo que hacía que lo llevaba. Escrito, con una caligrafía digna de un enfermo de parkinson, podía leerse “A la atención de Sesbastianus Face, Calle del Perro Borde, Número Ochocientos mil trescientos tres, 000000001, Quinto Coño”.  Llevaba un sello con la foto de un salami timbrado por “La real casa de mensajería, transporte, envío de cartas y drogas de Tomar por Culo”. Al reverso podía leerse el nombre del remitente: Johanna M. Arrana. Hacía siete días que había recibido la carta y en su interior sólo había un papel con muy pocas palabras escritas: “Necesito tu ayuda, Firmado, Johana M. Arrana”. 

    “Johana”, al ver su nombre escrito la piel de Sebastianus se erizaba completamente recordando un tiempo pasado, un tiempo mejor. Aquella mujer había marcado su vida desde que la conoció, en unos cines de la calle Suricata, cuando ambos tenían apenas quince años. Él, alto, moreno de pelo y de ojos castaños,  provenía de los bajos fondos, de Casasnegras, uno de los peores barrios de Tomar por Culo. Ella, de piel blanca, piernas largas y sonrisa encantadora, provenía de una de las familias más acaudaladas de la ciudad. Cuando los preciosos ojos negros de ella se cruzaron en una fugaz mirada con los de Sebastianus, surgió el amor. 

Sebastianus empezó a recordar cómo él la siguió hasta su casa, averiguando así dónde vivía. Y cómo iniciaron su relación en secreto, dado que su padre no lo aprobaba. Estuvieron juntos durante casi tres años. Hasta que estalló la guerra. Sebastianus, joven e impetuoso, decidió alistarse con la pretensión de ascender y, con ello, ser digno de pedir la mano de Johana. Pero la guerra les separó. Un día frío y abrasador en el Frente, mientras esos buenachones y angelitos de “El Paraíso” disparaban su artillería sobre las trincheras tomarporculenses, Sebastianus recibió una carta (un e-mail en el móvil vamos). Era Johana, según ella había sido prometida con un hombre de la familia Salami. Los Salami, la mafia local que se había impuesto entre todas las mafias tras una sangrienta guerra. ¿Qué podía hacer contra eso? Nada… sólo aceptar su sino y casarse. Y romperle el corazón a Sebastianus. 

Sin embargo, al finalizar la guerra supo que se había casado con otro, con un tal Armando Deuna Flotilla y que su compromiso con uno de los hijos de los Salami había sido una excusa para dejar, definitivamente, a Sebastianus. Nunca supo si su reticencia a regresar se debía a la derrota sufrida por el ejército tomarporculés, o por la vergüenza de haber sido engañado tan salvajemente por ella.  

Por todo esto, al ver la carta, en su despacho de Quinto Coño, Sebastianus tuvo claro que se trataba de algo grave. De otra manera, Johana M. Arrana no le habría escrito jamás. ¿Qué debía haberle sucedido? Algo le picaba en la nariz, pero su olfato de detective necesitaba más pistas, más rastros que seguir. ¿La estarían extorsionando? ¿Habría desaparecido alguien de su familia? Cualquier cosa podía ser cuando se vivía en Tomar por Culo.

La característica melodía de “La Cucaracha” sonando por los altavoces del barco sacó a Sebastianus de su ensimismamiento. Ya llegaban a puerto. El aroma a cerveza rancia característico del barrio de los Pescadores se mezclaba con el olor a sobaco sudao y pollo frito en la nariz de Sebastianus, generando una sensación embriagadora a la par que repulsiva. 

  • El encanto de Tomar por Culo - dijo para sí mismo en tono reflexivo. 

    El barco atracó y el pasaje empezó a correr por cubierta ansioso por bajar. Los marineros trataban de colocar la pasarela en su sitio, pero la gente, con sus prisas, los atropellaba no dejándoles trabajar. Algunos pasajeros cayeron con sus maletas al agua, iniciando una carrera a nado hacia el muelle como si nada hubiera pasado. Peor suerte corrieron aquellos que, en su caída por la borda, se rompieron la cabeza, el tabique nasal, una pierna o un brazo al golpearse contra la estructura de cemento del muelle. Por suerte para ellos, y sabiendo que Tomar por Culo está habitada fundamentalmente por imbéciles, los equipos sanitarios estaban allí para rescatarles y practicarles los primeros auxilios. Sebastianus Face esperó a que la gente hubiera desalojado, y entonces, cuando los marineros pudieron colocar la pasarela, descendió. No es que él fuera más listo, o no fuera un buen tomarporculés. Símplemente había vivido mucho tiempo en el extranjero. 

    Salió de las instalaciones portuarias cargando su maleta y fue a buscar la primera parada de taxis que encontró. Había tres taxistas esperando allí. Al verle llegar con la maleta los tres salieron del taxi e iniciaron una salvaje pelea por ver quién llevaría al pasajero.

  • ¡Me toca a mí, bastardos! - exclamó uno. 
  • ¡Tu llevaste al último, cerdo inútil! - gritó otro. 
  • ¡Meeee cago ennn la hosshtia que os rajo a todoshs, que estoy muuuu loco! - dijo el tercero con voz ebria mientras blandía una navaja. Luego señaló a Sebastianus y dijo - Shube a mi puto tacsi antes de que eshto se ponga más feo. 
  • ¿Cuál es tu taxi? - dijo Sebastianus.
  • El primero - dijo el taxista.

Sebastianus echó una rápida mirada al taxi: los faros delanteros estaban rotos completamente, las ruedas estaban ligeramente deshinchadas y el parachoques de atrás colgaba tanto que al subir peso probablemente rozaría el suelo. El cristal de atrás tenía tres agujeros de bala y carecía de espejos retrovisores exteriores: habían sido arrancados de cuajo. En su lugar, en el espejo derecho había unos cables colgando, y en el izquierdo había pegado un espejo de bolso de señora con un montón de cinta americana. Sin duda, era uno de los mejores taxis que había en la ciudad, así que Sebastianus no se lo pensó dos veces. 

  • Date prisha - dijo el taxista mientras veía como uno de los otros dos taxistas caminaba lentamente hacia tu coche - ¡Ni te muevash, Roberrrtooo, que sé onde vives cabornazo!

Sebastianus se subió al taxi, que olía a vómito, whisky, tabaco y otras cosas de fumar. Inmediatamente entrar en el vehículo, Sebastianus, perro viejo, se agazapó para quedar completamente oculto por el asiento trasero. El conductor echó a correr y se subió en el asiento de piloto, arrancó y pisó el acelerador. Salían de la parada cuando un par de disparos impactaron contra el maletero y el cristal trasero del coche. Era uno de los otros taxistas. 

  • ¿A dónde? - dijo el taxista cuando tomaban la Gran Pepina dirección norte. 

Sujetaba un cigarrillo en la mano izquierda mientras sostenía el volante. Con la mano derecha tomó una botella de whisky del asiento de copiloto, la destapó con la boca y echó un trago. Obviamente hacía eses con el coche. Pero eso era habitual en la conducción de Tomar por Culo. De hecho, las calles estaban todas diseñadas con formas ondulantes, haciendo más llevadera la conducción para los borrachos. Por supuesto, los accidentes son habituales. Afortunadamente, hay tanto tráfico que nunca son accidentes mortales, dado que los automóviles no pueden pasar de 25 km por hora. 

  • A la calle Almorrana 123, por favor.
  • ¡Ashí se hará! - dijo y con la mano de la botella pulsó la radio donde sonaba una canción de Papi Norte-Americano.
  • ¿Puede poner algo de música de verdad?
  • ¡Claro! ¿Qué emishora
  • Una de Jazz - el tipo empezó a buscar una emisora que pusiera la música que su cliente quería. 
  • Shi quiere alguna bebida, debajo del ashiento de conductorrr hay varias botellash, whisky, ginebra… lo que quierah… - dijo el tipo mientras seguía buscando. Estaba tan concentrado en buscar la emisora que no vio al autobús que se le cruzaba y acabó estampándose en su lateral - Cago en la leche - dijo el conductor con tranquilidad -. Tendrá que coger otro tacsi, son seis con setenta - Sebastianus pagó lo acordado. Bajó del taxi. Levantó la mano e inmediatamente tenía otro taxista alcohólico dispuesto a llevarle. 

    Tres taxis después, con sus respectivos accidentes, Sebastianus llegó por fin a la calle Almorrana 123. La casa de Johana M. Arrana era una mansión de estilo, vamos a decir Victoriano, si es que ese estilo no le gusta, querido lector, escoja otro a su parecer. Tenía varias plantas y casi mil metros de jardín. Los recuerdos invadieron a Sebastianus cuando se encontró frente a la verja que daba al patio delantero. Pero rápidamente se impuso: había venido por trabajo, para ayudar a un viejo amor. Llamó al timbre y al cabo de entre treinta y cuarenta minutos alcanzó la puerta un hombre en taca-taca perfectamente vestido de mayordomo. No sin dificultad, abrió la puerta. Cabe decir que en Tomar por Culo no existe edad de jubilación alguna. 

  • No tenga miedo del perro, no hace daño - dijo el hombre. Sebastianus buscó el perro con la mirada, y tras un rato lo encontró, allá a lo lejos. Trataba de bajar las escaleras, pero por su edad, pobre animal, era incapaz de mover las patas traseras. Así pues, las arrastraba. Debido a su incontinencia, iba dejando un rastro de pis que esparcía con sus cuartos traseros por allá por dónde pasaba. 
  • No se preocupe - dijo Sebastianus con voz seria -. No temo a los animales. Soy Sebastianus Face, vengo a ver a Johana M. Arrana. 
  • Ah, sí, sí. Muy bien. ¿Quién es usted entonces?
  • Ehm, se lo acabo de decir. Sebastianus Face, detective privado.
  • ¡Ah, sí, sí! Le estábamos esperando. Por favor, pase, pase. 

    Sebastianus entró en la casa. Hastiado del ritmo del mayordomo se dio una vuelta por el jardín y luego le esperó sentado en uno de los bancos del porche. Tras treinta minutos, el mayordomo abrió la puerta y ambos entraron en el recibidor. La casa, por dentro, estaba decorada con un estilo, vamos a decir, barroco. Misma norma, lector, si no le gusta el estilo, escoja otro(3). Unas grandes escaleras conducían al segundo piso.

  • La señora M. Arrana está en el segundo piso, en la habitación del fondo. 
  • Gracias, con su permiso.
  • Claro, claro. Voy a limpiar los cristales mientras tanto - dijo el hombre, y se fue pasillo adelante con su característico “tac - tac” a cada pasito que daba. 

    Sebastianus subió las escaleras con cierta celeridad. ¿Estaba encamada? ¿Se encontraba mal? ¿Había enfermado? O peor, tal vez la habrían envenenado. Tal vez, su marido, el tal Armando Deuna Flotilla la maltrataba y estaba recuperándose de una paliza. Tal vez le había hecho llamar precisamente por eso, para protegerla. Él, un veterano de guerra no tenía miedo de nadie, por grande que fuera. Recorrió el pasillo y entró en la habitación donde, por fin, la vio.

   

    Johana M. Marrana permanecía cómodamente sentada mientras tomaba una taza de café y veía la televisión con una sonrisa de oreja a oreja. Estaba tan guapa como Sebastianus la pudiera recordar. Su pelo color azabache recogido un moño, sus ojos negros e intensos… Sebastianus tuvo un vuelco en el corazón. Pero se alegró de verla bien. Vestía una blusa blanca con un bolsillo en el que tenía guardada una pluma estilográfica. Al ver a Sebastianus hizo un gesto alegre y le invitó a pasar.

  • ¡Sebastianus! ¡Qué alegría! ¿Recibiste mi carta?
  • Sí, por eso estoy aquí.
  • ¡Oh qué maravilla! Oye, mírame a ver si encuentras mi pluma, que no sé dónde está. 
  • ¿Te refiere a esta? - dijo él señalando la pluma estilográfica que tenía en el bolsillo de la blusa. 
  • ¡Oh, qué tonta soy, si es esta! - exclamó cogiendo la pluma - Pensé que la habían robado. Hay, ahora me sabe mal haberte hecho venir para esto.
  • ¿Esto era todo lo que querías de mí? - preguntó Sebastianus con gesto fatalista.
  • Sí. Estaba muy preocupada por mi pluma, fue un regalo, de mi marido, ¿sabes? Por cierto, no te lo puedo presentar porque está de viaje de negocios en El Paraíso. 
  • Johana…
  • ¿Sí? - dijo ella con una sonrisa encantadora.
  • Eres una hija de puta.

    Sebastianus se detuvo en la acera, frente a la casa de Johana M. Arrana y con gesto reflexivo observó lo alto del rascacielos que tenía delante. Había viajado tanto para nada. Sin embargo, ahora que estaba en su ciudad, se sentía completo de nuevo. Tal vez había llegado la hora de regresar para quedarse. 

(1) Sorprendentemente, todas estas ciudades fueron fundadas a la vez, por personas de distintas culturas en puntos completamente alejados del mapa unas de otras.

(2) Ciudades vecinas y rivales.

(3) A ver cuántos escritores te dejan escoger las descripciones de los lugares con tanta libertad.

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Sobreajusticiado

A toro pasado era fácil verlo. No le había hecho mucho caso porque no me gustaba el fútbol, pero por ahí empezaron; sólo era cuestión de tiempo que aquello llegara al sistema judicial. Al fin y al cabo, ¿qué es un juez, sino un árbitro en el solemne juego de la justicia? El VAR, el árbitro asistente de vídeo, fue la punta de lanza.

Aunque hubo reticencias, se normalizó con facilidad, pues seguían siendo humanos los que ayudaban al árbitro de carne y hueso, sólo que en la cabina del VAR disponían de más información que la que podía tener una persona en el terreno de juego. Pero con el tiempo, las críticas aumentaron. La interrupción del juego era un incordio, y los espectadores demandaban la inmediatez que habían perdido, en especial en momentos tan cruciales como la celebración de los goles. Esperaron a que fuera un clamor popular, a que no pareciera una imposición.

La polémica llegó, como no podía ser de otra manera, en la final de la copa del mundo. No sólo tuvieron en vilo a millones de espectadores a lo largo y ancho del planeta durante varios minutos en la jugada de gol que decidiría quién sería el campeón del mundo de fútbol durante cuatro años, sino que se equivocaron en el veredicto. Estrepitosamente. No podía ser un simple e inocente error.

Esto me sonaba, ese verano era imposible que no saliera el tema en cualquier conversación, aunque no te gustara el fútbol. Recuerdo que por aquel entonces estaba estudiando las oposiciones. Yo quería ser jueza. Recuerdo que mi novio de aquel entonces me dijo, enfadado: “esto se soluciona metiendo una inteligencia artificial, eso sí será imparcial. Y además no se equivocará. Así que tú vete preparando que te van a quitar el trabajo.” Entonces me hizo gracia. Bromeé diciéndole que no proyectara en mí su cabreo con el árbitro, que una cosa era el fútbol y otra la justicia. Me equivocaba de cabo a rabo.

Mucho ha llovido desde entonces, yo fui una más de las estudiantes que nos quedamos con cara de tonta —mayoritariamente éramos mujeres— cuando tras años de preparación y espera para que llegara una convocatoria, se dio cuenta de que con la progresiva modernización del sistema judicial y la proliferación de los autojuicios, no harían falta nuevos jueces. Así que me tuve que conformar con ejercer de abogada. Hasta el año pasado, en que me expulsaron del colegio de abogados y me incapacitaron de facto para ejercer la profesión. Desde entonces he tenido tiempo para indagar sobre cómo llegó a instalarse la inteligencia artificial en la judicatura. 

Como hicieron con el fútbol, al principio empezaron con sistemas de apoyo. Al nuestro lo llamaron “sistema de apoyo informático para la judicatura”; un sistema de información adicional en forma de resúmenes y subrayados, pero que acaban convirtiéndose en filtros que omitían la información de menos relevancia, en una suerte de “realidad disminuida”, como la llamábamos coloquialmente, que ayudaba al juez a centrarse en los documentos y declaraciones cruciales para la toma de decisiones. Ese fue nuestro VAR.

Como en el fútbol, hubo críticas al principio, pero se aceptó con normalidad. Al fin y al cabo era una herramienta más a disposición del juez, pero la toma de decisiones, el control, era humano. En nuestro caso, además, agilizaba los fallos judiciales, lo que al contrario que en el fútbol, era una ventaja primordial en un sistema del cual la principal queja ciudadana era su proverbial lentitud.

En nuestro caso, el caballo de Troya fue mucho menos llamativo. No hubo que conseguir que, como en el gol fantasma de la copa del mundo, el clamor fuera popular. No era necesario que todos los aficionados demandaran que esa decisión concreta, rápida, infalible e imparcial, la tomara una máquina. Era la judicatura, así que no hizo falta ocultar la imposición de la introducción del primer elemento de decisión automática. Entró como cuchillo en mantequilla en los juicios rápidos por alcoholemia.

Aunque muchos previeran y temieran que se extendiera a otros procedimientos, como finalmente hizo, en esos juicios rápidos los autojueces encajaban como un guante. El ahorro en papeleo, tiempo y dinero era descomunal. No era necesario ni pisar los juzgados. El fiscal y el abogado sólo tenían que introducir los documentos en el sistema y el veredicto se obtenía al instante si había conformidad. En caso contrario, se pasaba a un juicio ordinario, con juez humano. Esto ocurría en muy pocas ocasiones, puesto que la ya cuestionada reducción de un tercio de condena por conformidad del acusado se amplió hasta la mitad de la pena en los nuevos autojuicios rápidos. 

Poco a poco fueron ampliándose los procedimientos de autojuicio rápido, hasta hoy día en el que abarcan todos los delitos posibles. Los abogados nos fuimos adaptando a la nueva forma de trabajar sin demasiado problema. Gran parte de nuestro trabajo previo no había cambiado realmente, aunque ahora el arte de la negociación era completamente distinto. Algunas reglas habían cambiado, pero el juego era muy parecido.

Los autojuicios son instantáneos y no requieren la presencia de nadie; no se celebran, se ejecutan. Ahora el trabajo se hace exclusivamente antes del juicio subiendo al sistema los documentos, atestados, declaraciones grabadas, etc. Cuando la acusación y la defensa consideran que han aportado toda la información y expuesto sus peticiones, se ejecuta el autojuicio y se obtiene el veredicto al instante.

Sin embargo hay un detalle muy importante en todo esto y que ha reducido la negociación previa al juicio a su mínima expresión, y es que fiscales y abogados tenemos acceso a un simulador que opera exactamente igual que el autojuez, así que sabemos de antemano la pena que nuestros clientes tendrán con los datos que hay subidos por ambas partes antes del juicio. Si la acusación sube un nuevo documento, se amplía el tiempo para nosotros de aportar nueva información. Al no haber dudas sobre el futuro veredicto, no tiene mucho sentido regatear entre nosotros. Ya no hay horquillas de riesgo y beneficio añadidas en las que moverse para negociar. Para mí, que ni me gustan ni se me dan bien las negociaciones, esto era un alivio en el trabajo.

Pero luego llegó mi último caso. Mi cliente tenía todas las de perder, y a pesar de que era extremadamente difícil de defender por la cantidad y la calidad de las pruebas de las que disponía la fiscalía, hice mi trabajo lo mejor que pude. No tenía margen de negociación; el fiscal quería la máxima pena y sabía que podía conseguirla. Desde que subió los primeros documentos, por muchos que subiera yo, la simulación del juicio no rebajaba ni un solo día la condena. Imaginaos mi sorpresa cuando, resignada, acepté ejecutar el juicio, le di al botón y… ¡Mi cliente quedó en libertad sin fianza! 

Me quedé mirando incrédula la pantalla, que no me daba más información que un escueto “Absuelto de todos los cargos.” 

Algo tenía que haber fallado. Las simulaciones y los juicios reales deben, por ley, dar el mismo resultado. Por no hablar de que mi cliente no las tenía todas consigo, por decirlo suavemente. Intenté hablarlo a nivel personal con el fiscal, pero sólo me dio largas. Desde aquello no he vuelto a saber nada más de él salvo sus declaraciones a los medios. Él debería haber sido el primer interesado en resolver aquello. Que fuera yo, la abogada defensora, la única que se preocupara por investigar lo ocurrido, era poco menos que surrealista.

Le dediqué muchísimo tiempo en adelante al tema. Dejé de aceptar casos e hice mis indagaciones preguntando a mucha gente del mundillo judicial y de fuera de él. Llegué incluso a entrar de incógnito en varias asociaciones anti-IA para saber si conocían algún caso parecido. Nada. Nadie sabía nada. Muchas conspiraciones sobre la empresa que diseñó el autojuez. La misma detrás de los árbitros artificiales de la FIFA, por cierto. Esa que no nombraré aunque todos la conozcáis.

Por más vueltas que le daba, lo único que pasaba entre la última simulación y la realización del autojuicio, era la introducción de las credenciales de abogado y fiscal, y los formularios de datos personales de los testigos y el acusado. Eso dejaba la puerta abierta a muchas preguntas, algunas de ellas muy espinosas, así que durante mucho tiempo me dediqué a intentar darle respuesta una a una antes de aventurar ninguna suposición.

¿Podría ser que el autojuez supiera algo acerca de los testigos que invalidara su testimonio? No debería ser así, legalmente la única información que podía usarse en el juicio era la que nosotros aportáramos. Pero podría ser que fuera algún tipo de conocimiento clasificado, algún alto secreto al que sólo el autojuez pudiera acceder. Nadie sabía nada de que eso pudiera hacerse, y en la ley no constaba.

¿Qué hay de nuestras credenciales profesionales? El autojuez podría aprender las triquiñuelas que usábamos cada uno de nosotros, haber detectado alguna trampa del fiscal, y habérsela dejado pasar en simulación para hacerle creer que le iba a servir en el juicio, y luego… zasca. De ese modo evitaría que el fiscal aprendiera a engañarle porque se arriesgaría a perder juicios. Muy rebuscado. Le estaba atribuyendo demasiada inteligencia al autojuez.

Además, como ya dije, por ley, las simulaciones y el autojuicio debían dar los mismos resultados. ¿Es que nadie se había planteado que podría ocurrir un error? 

Todo esto me llevaba a las preguntas que me provocaban auténtico pavor. ¿Había una lista blanca?¿Formaba mi cliente parte de un grupo de privilegiados que saldrían absueltos en cualquier juicio?¿Era alguna especie de agente secreto?¿Alguien muy influyente en política?¿Un multimillonario con contactos? Por lo que investigué de él, y lo hice a fondo, era un ciudadano completamente normal. Llegué a ponerle bajo la lupa de mi detective privado de confianza, hasta ese nivel de implicación había llegado. Me dijo que hacía una vida aburrida y triste. Ya no tocaba un volante ni una cerveza ni con un palo. Su típica y gris vida sólo estaba marcada por el error de haber cometido homicidio al conducir ebrio. “¿Has considerado que el juez se haya compadecido de este alma en pena?”, me dijo mi detective cuando me dio el informe. 

Y tengo que reconocer que la verdad es que sí, que me había planteado incluso que el autojuez tuviera sentimientos, porque ya nada me parecía lo bastante absurdo como para no ser cierto. Me estaba desviando demasiado; la clave debía estar en la información que se usaba en el autojuicio, y ya sabía que la única diferencia con la simulación era la información personal que se añadía después.

Preguntara donde preguntara, se me afirmaba que los formularios y las credenciales de datos personales se usaban para el papeleo, pero que no influían en el autojuez para nada. Pero cuando pedía que me dijeran que cómo lo sabían, que si habían visto el código, además de mirarme raro, no eran capaces de explicarme a dónde iban esos datos. “Son cosas de los de informática”. “Pregúntale a la empresa que lo lleva”.

Pues claro que les preguntaría, pero también estaba claro que antes necesitaba saber más sobre el funcionamiento de los autojueces y de la inteligencia artificial que había detrás, o me apabullarían con palabras técnicas y no sabría por dónde meterles mano. Mis conocimientos de informática no eran muy altos; no me asustaba una consola, pero tampoco había programado más allá de algún simple script.

Así que me decidí a estudiar a conciencia, y aunque retomé el trabajo a medias para no quedarme sin ahorros, me matriculé en la universidad y todo mi tiempo libre y gran parte de mis horas de sueño lo dedicaba a leer y ver vídeos sobre el tema. No me hizo falta llegar ni al segundo curso en la facultad. 

Aunque el código del autojuez era y es, por desgracia, código cerrado y no tenía manera de acceder a él, sí pude aprender las técnicas más utilizadas en aprendizaje automático y redes neuronales. Comprendí la importancia del corpus de datos de entrenamiento y de la correcta selección y normalización de los mismos antes de presentárselos a la red neuronal para que aprenda de ellos. Y viendo uno de los vídeos del canal de divulgación de inteligencia artificial DotCSV, di con la pista de lo que podía estar pasando. Overfitting. Sobreentrenamiento, o sobreajuste. Mi cliente fue, probablemente, el primer sobreajusticiado que hemos detectado.

Contacté con los autores del vídeo, y el director del canal, a pesar de su ya avanzada edad, me trató personalmente y me ayudo a desentrañar el problema. Más tarde se ofreció a publicar el vídeo que ya todos conocéis, en el que además de explicar lo ocurrido pedíamos ayuda a la comunidad para conocer si había más casos.

El sobreajuste lleva ocurriendo desde los albores del aprendizaje automático. No sé cuánto habrá de realidad o de leyenda, pero uno de los casos más repetidos en el mundillo académico es el de una red neuronal a la que querían entrenar para detectar tanques. Sí, las primeras aplicaciones fueron militares, como es habitual con las nuevas tecnologías. 

Para entrenarla, se le presentaban miles de fotos; unas con tanques, y otras sin tanques. Cada foto había sido etiquetada por humanos como “aparece un tanque” o “no aparece un tanque”. Después del entrenamiento, se le presentaban nuevas fotos que la red no había visto antes. Acertaba mucho, sí. Pero había algunas fotos en las que veía tanques donde no los había. 

Un granjero con su tractor. Tanque. Vale, puede parecerse un poco. 

Un espantapájaros. Tanque. ¿Qué?

Una niña tumbada en medio de un prado. Tanque. ¿En serio?

¿Qué estaba pasando? ¿No servían las redes neuronales para detectar tanques? ¿Dónde estaban los tanques que veía la red neuronal y nosotros no? Pues estaban… en el cielo. Resulta que en todas las fotos de entrenamiento marcadas con “aparece un tanque” había nubes en el cielo, y las que no tenían tanques tenían pocas o casi ninguna nube. Querían crear un detector de tanques, pero habían creado un detector de nubes.

Y os preguntaréis, ¿qué tiene esto que ver con mi caso? Pues sabiendo que la única diferencia entre los autojuicios y la simulación eran los datos personales, nos pusimos al lío. Nos costó sangre, sudor y demandas acceder a los datos de entrenamiento del autojuez. Pero los conseguimos, y esto es lo que descubrimos.

Los datos de entrada de entrenamiento de la red neuronal incluían todos los documentos presentados en decenas de miles de juicios, así como los vídeos de las declaraciones. En todos estos datos, se pretendió ocultar los verdaderos nombres de los acusados, de modo que se usó un generador aleatorio de nombres.

No voy a dar el nombre real de mi cliente, así que hemos cambiado un poco todos los nombres, pero os podréis hacer una idea.

Mi cliente se llamaba:

Noel María García Pérez. Y como sabéis, fue absuelto. 

Ahora os presentaré algunos de los nombres que aparecían en los datos de entrenamiento.

Mariano Perca Ligereza. Absuelto.

María Clara Pérez Genio. Absuelta.

Gracia Peláez Marinero. Absuelta.

Ignacio Almarez Perera. Absuelto.

Y así podría seguir con hasta más de cien casos. ¿Veis el patrón? El autojuez sí lo vio. Miradlos otra vez.

Qué tal si leéis esto: 

a-a-a-a-c-e-e-e-g-i-i-l-m-n-o-p-r-r-r-z

En el conjunto de datos de entrenamiento, por pura casualidad, todos los acusados cuyos nombres y apellidos se formaban con esas letras, habían sido absueltos. Eran anagramas del nombre de mi cliente. Inadvertidamente, habían enseñado al autojuez a absolver a los acusados que cumplieran esa condición específica. 

No sé quién fue el genio al que se le ocurrió introducir el nombre del acusado como información de entrada en el autojuicio, o si hay alguna motivación oculta detrás, pero espero que hayamos aprendido la lección y no se vuelva a repetir. Gracias a la visibilidad que se le ha dado a esto, se están modificando las leyes. Puede que hasta me dejen volver a ejercer de abogada gracias a vosotros. Pero eso es lo de menos.

En cualquier caso, lo más importante que hay que aprender es que nada de esto habría ocurrido si hubieran tenido el código y los datos abiertos desde el principio. Porque a pesar de que ahora creo que esto no ha sido más que un error, nada les impediría usar los nombres de los acusados introducidos en el autojuicio para aplicar una lista blanca, negra, gris o ultravioleta.

Han sido muy hábiles introduciendo la inteligencia artificial en todos los ámbitos de nuestra vida. Se nos han contado las bondades de estos sistemas, pero también hay que contar los inconvenientes, los puntos débiles, las dificultades que implican su correcta implantación. Pero sobre todo, hay que ser conscientes de que, si se nos niega la posibilidad de observar, de escudriñar, de auditar, la puerta está abierta a los errores, y posiblemente, también al fraude. 

La justicia debe ser ciega, pero nosotros no. Debemos observar el buen funcionamiento del sistema judicial.

Así que eso es todo. Esta es mi historia. Ya sabéis un poco más de “la abogada del viral de DotCSV”. 

Bueno, una cosa más. Quiero dar las gracias al recientemente fallecido director del canal por su apoyo. No olvidaré sus palabras cuando descubrimos el problema. Decía parafrasear a un viejo autor de ciencia ficción: 

“Has atribuido a la villanía condiciones que resultan simplemente de la estupidez”

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La mirada del arquitecto

    Luego, con el correr de los años, le dedicarían una calle oscura y marginal en recuerdo de su hazaña, pero el arquitecto Juan Madrazo Kuntz, comisionado por la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando para reparar la catedral, no pensaba en tales veleidades a aquella crítica hora.

Suya había sido la determinación de desmontar un ala entera del templo, gótico por toda seña, sin un sólo muro de piedra, sostenido enteramente sobre una hectárea de vidrieras y la fe del maestro Enrico el Viejo, su primitivo artífice.

Desmontar un ala de la catedral y lograr que el resto no perdiera el equilibrio: tal era la proeza que se impuso, a sabiendas de que el fracaso lo hundiría en el más ominoso oprobio. 

Los que a finales de la Edad Media levantaban una catedral podían permitirse que alguno de sus muros se desmoronase durante la construcción, y si el percance se repetía con demasiada frecuencia, el espíritu arcano de la época les concedía el recurso de apelar a intervenciones diabólicas, topos gigantescos o hechizos abominables para justificar el desaguisado. Cuando se encontraban ante un problema técnico que superaba sus capacidades, podían permitirse también demorar la obra cien o doscientos años, hasta que llegase quien supiera enfrentar la dificultad, o cambiar de estilo de repente, como es visible en muchas obras de la época.

Pero en el siglo XIX eso ya no era de recibo. Lo que se permitía al constructor no se toleraría en ningún caso al restaurador. El arquitecto sabía muy bien lo que se jugaba al ordenar el desmonte de toda un ala del templo. Si la catedral entera se venía a bajo como pronosticaban no pocos técnicos, a los libros de historia les faltarían páginas para denostar al insensato que se había atrevido a desmontar la mejor joya del gótico español contra el criterio de sus contemporáneos.

Pero Juan no hizo caso a nadie. Repasó por milésima vez sus cálculos y dirigió personalmente la operación, trabajando quince horas diarias durante ocho meses seguidos.

Para abordar la tarea construyó y diseñó cientos de distintos andamios, de palancas, de resortes, de flejes y ballestas que sostuvieran la bóveda. Hizo surgir de su mente una catedral de hierro y madera que sostuviese a la de piedra. Calculó los equilibrios, apuró los pesos y las tensiones, supervisó una a una la instalación de estas prótesis y ajustó sobre la marcha los mecanismos más dudosos.

El ala afectada por el exceso de carga de una cúpula postiza adosada durante el renacimiento fue reparada y vuelta a construir. La catedral que había nacido para gótica era gótica de nuevo, sin añadidos posteriores que hiriesen su estética ni debilitasen su estructura. La pureza de las líneas regresaría intacta del siglo XIII en que nació.

Cuando se acabó de desmontar el ala afectada, la ciudad entera desfiló ante el templo desfondado, admirándose de que aún se mantuviera en pie. Luego siguieron cinco años de consolidación de cimientos, sustitución de los sillares afectados por el mal de la piedra y reconstrucción de la estructura desmantelada.

Cinco años.

Y después de ese tiempo llegó al fin el momento de retirar los andamios y comprobar al fin si el conjunto resistía. Era la hora de comprobar si la nueva configuración armonizaba con la antigua hasta completar el endemoniado juego de simetrías y contrapesos que exigía aquel prodigio de luz y color.

Los trabajos se detuvieron un mes entero. El arquitecto quiso repasar una vez más todos sus cálculos y no hubo detalle que no pasara por el tamiz de su mente. 

Al final, una mañana, decidió que ya había hecho cuanto estaba en su mano. Si había algún fallo oculto en sus diseños, excedía su capacidad el encontrarlo.

La Academia de Bellas artes en pleno acudiría al desmantelamiento de los andamiajes. Y todas las autoridades, civiles, militares y eclesiásticas de la ciudad y buena parte de la región. El propio arzobispo de Toledo había anunciado su presencia, a pesar del mal estado de los caminos por las últimas lluvias. Nadie quería perderse aquel desastre.

La mañana del día anunciado, Juan Madrazo, vestido con sus mejores galas, recibió los buenos deseos de las autoridades y para sorpresa de todos, se dirigió al interior de la catedral.

Tal vez hubiese oprobio después del fracaso, pero vida no podía existir. Si la catedral se desmoronaba, no podía haber vida después de aquello.

El arquitecto, con paso firme, despertó con sus pasos los ecos de las losas, los murmullos de los sepulcros, hasta colocarse bajo el crucero. Si se producía el derrumbe él no quería estar en otro sitio. Miró al alejado techo y dio la orden a los obreros de que empezasen a retirar los andamios.

Uno a uno se fueron aflojando los flejes y los tornillos. La estructura entera crujió, vibró un instante al recomponer su equilibrio, y todos lo que vivieron aquel momento supremo supieron que el edificio entero se sostuvo durante un segundo sobre la feroz mirada del arquitecto.

No pudo ser de otro modo.

Dicen que aún se sostiene sobre aquella voluntad. Sobre aquellos ojos.

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«Sara...»

Sara estaba de visita en la casa de baño que su tío Johann tenía en Zeraninburgo. A pesar de que era una de las más famosas casas de baños del país, nunca la había visitado antes.

Y no era porque sus familias se llevasen mal: “mi primo Johann es muy generoso” o “ me encanta ir de copas con Johann” eran frases habituales de Peter, su padre. Ella misma había asistido a los mejores colegios de la elite de Zariniava gracias al dinero de su tío.

El problema no era ese; tampoco el enorme bullicio que había siempre en la casa de baños. Las siete plantas estaban repletas de clientes chismosos con sus joyas, sus caros abrigos (en invierno) o sus delicados abanicos (en verano) que dejaban a la entrada.

El problema para Sara es que era bibliógena: los pensamientos que se producían a su alrededor eran almacenados por su subconsciente y, al cabo de un tiempo, sin apenas notarlo y sin que le fuese desagradable, le surgían de sus brazos pequeños libros con diferentes encuadernaciones y tamaños; con el tiempo producía incluso códices miniados o libros que aún no se habían escrito.

Cuando era pequeña, ciertamente era muy desagradable cuando estaba en un examen y, debido a la concentración, le empezaban a surgir folios y folios de los brazos, con la consiguiente dificultad que suponía explicarle a los profesores que dichas hojas pulcramente manuscritas no eran apuntes ni chuletas codificadas.

Siendo más mayor podía elegir si los libros que producía tenían tapas duras o eran de bolsillo (sus preferidos, puesto que aparecían, ¡plop! y no dejaban ningún rastro de su existencia en los brazos, ni siquiera la débil membrana que sí que producían los de tapa dura).

La humedad aceleraba el proceso hasta límites extremos y si cuando salía a la calle en Zeraninburgo se levantaba la niebla (lo cual siempre sucedía a las cinco de la tarde por una misteriosa razón) parecía un kiosko ambulante. En varias ocasiones había visto a algunos libreros ansiosos en frente de su casa esperando como carroñeros una oportunidad a esa hora.

Así pues, ir a una casa de baños no sólo era engorroso para ella sino que iba dejando un rastro de libros con unos contenidos quizás demasiado elevados para los clientes de la casa de baños.

Johann la había citado allí porque decía que había encontrado un pequeño libro titulado De los chirridos y otras manifestaciones mágicas con la promesa de que le sería útil.

Sara llevaba esperando cinco minutos y la bolsa que siempre llevaba consigo estaba ya a la mitad.

Al presentarse su tío intercambiaron un escueto “Hola” y él pasó a explicarle que ese libro curaría su dolencia.

—Pero tío, —dijo pasándole una copia de Ulysses de James con comentarios de H. J. Abrahamavov (un autor al que aún le quedaba un siglo para nacer) — esto es mucho mejor que cualquier cosa que le pase a un propietario de una casa de baños.

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Sujétame el cubata

El otro día, aquí... www.meneame.net/m/Artículos/para-escribir-bien bromeaba con @Feindesland sobre reglas y maneras de escribir; en el hilo de mensajes se puede ver la coña al respecto y le decía, en plan "sujétame el cubata" que todo se puede intentar y como los experimentos siempre me han gustado pues... ya tengo una estructura simple, un final concreto, y no, noventa páginas no creo que haga... Este es el arranque de esa broma, ese reto o lo que sea. En el hilo de mensajes se incluía este arranque totalmente improvisado:

"Sé que soy un hijodeputa, sí, un hijodeputa con todas las letras seguidas. Y ahora que me muero, os voy a contar los últimos diez años de mi vida, de la vida de un malnacido como yo. Ya os anticipo que voy a grabar esto en los noventa minutos que dure la puta cinta cassette y puede que el final quede cortado, porque se me ha acabado la cinta, pero os jodéis, que para eso estáis aquí escuchando mi historia."

He pensado que lo mejor sería poder criticar lo que hay y que se pueda opinar sobre cómo un arranque no pensado, impulsivo, sin reflexión ninguna podría servir para tirar adelante una historia. Iré poniendo el relato por entregas. Obviamente no lo tengo escrito entero, que la cosa surgió el lunes 2 de noviembre, sin presiones. No ha pasado por mucho filtro ni corrección como es más que obvio. Espero críticas, porque posiblemente sólo sea un "sujétame el cubata" de manual. ;-)

****

Sé que soy un hijodeputa, sí, un hijodeputa con todas las letras seguidas. Y ahora que me muero, os voy a contar los últimos diez años de mi vida, de la vida de un malnacido como yo. Ya os anticipo que voy a grabar esto en los noventa minutos que dure la puta cinta cassette y puede que el final quede cortado, porque se me ha acabado la cinta, pero os jodéis, que para eso estáis aquí escuchando mi historia.

Me llamo, bueno, a quién le importa cómo me llamo, ni mi madre se acordará de este hijo, el quinto de siete. Siempre fui el quinto, ni puñetera idea de por qué me llamaba así y no por mi nombre de pila. Sé que estoy bautizado porque en aquellos años o te bautizabas o el cura no te traía comida a casa los sábados. Mi madre sabía que los sábados, a la hora que venía el de la sotana, estábamos todos en la calle llenos de mocos, de ropa embarrada y con golpes y pedradas que tapábamos como se nos ocurría. Un día, Guillermo dijo que para las heridas de la rodillla había que mearse en la herida y el muy cabrón me convenció para echarme una meada completa en el despelleje de la pierna. Cuando terminó todos se rieron de mi estupidez y empezaron a tirarme piedras por capullo. Todavía tengo la marca en la cabeza de una de las pedradas que casi me la abre en dos. En la calle pasábamos la mayor parte del tiempo. Haciendo de todo y nada.

 El caso es que hace diez años cometí tres errores, dos con nombre de mujer. El primero: Ana. Sí, esa cabrona sí tiene nombre. El segundo: Tener la genial idea de montar un sistema para lavar dinero de la droga usando empresas de reformas, peluquerías y varias licencias de taxis. El tercero: Inés.

Ana era una mujer despampanantemente pobretona pero con un olfato para la pasta que ríete de los banqueros. En cuanto la conocí la nombré secretaria sin título, lo típico, le puse un buen sueldo y empezamos con el lío de cinco a siete los martes, jueves y viernes en el Hostal Benancio. Bueno, y algunos sábados también. Hasta que un día, la muy cabrona, desapareció. Así que volví a aparentar ser una buena persona con mi novia Inés, “Inés delalmamía”. Con ella me convertía en el gilipollas más falso que pudiera existir. Inés hablaba idiomas, dos títulos importantes de alguna de esas universidades de curas, mujer decente hasta el aburrimiento y muy creyente. Lo tenía todo, tenía hasta mucho dinero. Ella, como buena sierva de Dios, quería salvarme de las garras de la injusticia que había vivido, eso decía. Mantenía que nuestro amor era lo más importante de su vida. Ella sabía que hacía algo grande. Menuda estúpida, pudiendo casarse con el hijo de la sucursal del banco de su barrio de alcurnia, o con aquel tenista de moda... O incluso con su primo, el de los tres apellidos seguidos. Luego contaré cómo nos conocimos, cuando tenga ganas de reirme.   

Con Ana, era otra cosa muy diferente, tan diferente que no se parecía en nada. Eso sí, de vez en cuando tenía que decirle que la quería, cosas de secretarias sin título. Un juego de falsedades y dobles mentiras que ambos jugábamos para ver quién actuaba mejor, para comprobar quién era el mejor mentiroso.

Inés en realidad me importaba tanto que sólo veía en ella su dinero y sus contactos, y más de una vez quise quitármela de encima, pensé en matarla despeñando su coche por un risco, envenenarla o cualquier mierda de esas que se ven en las películas, tampoco es que tuviera muchas luces para montar un lío de esos y quedar como inocente. También podía dejarla vivir y abandonarla, pero no... quería joderla en todos los sentidos. Me aburría su decencia recatada, su correción, su educación, sus títulos de los cojones. Inés era tan predecible como infantil. En uno de mis intentos de matarla fui a una tienducha a comprar matarratas. Una de esas droguerías perdidas en mitad de ninguna parte en el extrarradio, esos barrios que conocía tan bien y de los que había intentado huir de chaval y a los que siempre volvía por alguna mierda. O quizás, en el fondo, echaba de menos todo eso.

Antes de entrar en la droguería un flamante coche que no encajaba con la miseria del entorno, se acercó a la acera, pitó y bajó la ventanilla. Enrique Sanabria.

A Enrique lo conocí años antes, cuando me dedicaba al negocio de las fracturas... Ya sabes, piernas, brazos, esas cosas que hay que hacer para que la gente entre en razón. Me encargó piernas y brazos de nomeacuerdoquién, porque ni me importaba, ni me importa. Cumplí, me pagó y nos fuimos de putas. Lo típico.

Ese cabrón era heredero de una de las fortunas de la droga que comenzó con su abuelo. Luego, Ernesto inventó lo de crear empresas que existían sólo en documentos y lo de comprar empresas en quiebra para mover dinero de la droga. Llegó a concejal del ayuntamiento, el muy hijodeputa. Éramos dos hijodeputas, uno pobre y otro rico. Era listo el jodío, en sus empresas tapadera siempre tenía gente legalmente contratada y todos con traje, dicen que los compraba al por mayor a una empresa gallega. Los trajes, los empleados eran de medio país y todos sabían a lo que venían y todos callaban esperando nadar en el barro alguna vez y con suerte.

Siempre he pensado que él era la imagen duplicada de mí pero con pasta y de familia bien. Enrique era de esos que cuando duerme gana mucha pasta y cuando se levanta a las cuatro de la mañana de coca hasta el culo toma decisiones que igual le dan dinero o no, según el día o la dosis.

Aquel día, no entré en la droguería y tampoco compré matarratas; me subí a su coche y me contó que estaba montando otro negocio y que había sido algo de la providencia divina, o alguna mierda parecida, que nos hubiéramos encontrado. Le dije que sí, sin saber de qué se trataba la cosa. Como él, tomaba decisiones que a lo mejor me daban dinero o a lo mejor no, según el día o la cantidad de coñac que llevara encima.

Unos rusos le habían encargado piscinas y jacuzzis con mujeres. O sea, había que montar las piscinas y las bañeritas con chorritos con putas incluidas, por si acaso no queda claro. Había que entregar el equipamiento con garantías, las piscinas de calidad, las bañeras de ricos con certificado y las putas con pedigrí. Negocio redondo para él y para mí igual era cuadrado pero ya se vería.

Nos fuimos a uno de los clubes de los que era socio Enrique y me explicó con muy pocos detalles, el muy cabrón, lo que había que hacer. Ya le había dicho que sí en el coche así que pedí un coñac mientras pensaba que no iba a matar a mi novia porque esta señal era muy clara, una tan clara que mientras me explicaba lo que había que hacer con lo de las piscinas y toda la martingala, me imaginaba mandando a la mierda a Inés sin matarla antes.

Como notó que me despistaba, me preguntó si Inés seguía teniendo contactos con un constructor legal e importante de la ciudad. No tenía ni idea y le expliqué que estaba pensando darle la patada a doña mojigata. Ernesto no dijo nada y terminó su copazo de algo inglés muy caro. Hizo señas al camarero para que le anotaran en su cuenta los gastos y se marchó. Ni despedida ni hostias.

Como pagaba él pedí otro copazo de coñac para coger fuerzas y decirle a Inés que la cosa se había acabado y tres más para pensar cómo decírselo. Y claro, unos cuantos más para celebrar que no había comprado matarratas y que no me la iba a cargar. Como estaba de celebración, antes de darle la patada a la mojigata, fui a echar un polvo con la secretaria sin título. Ese mismo día, Ana desapareció sin dejar rastro.

(Continuará...)

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La encerrona de Zalewsky

Se llamaba Zalewsky y nunca sabremos la verdad.

Se entregó a los vencedores un día antes de que fuera publicada su orden de captura.

Lo acusaban de Crímenes de Guerra y contra la Humanidad. Le pesaba tanto el remordimiento por lo que había hecho que no hizo falta interrogarlo: se declaró culpable de todo.

Tardaron seis meses en juzgarlo. Los seis meses los pasó en su celda, entre lágrimas diurnas y gritos nocturnos de horror. Decía ver en sueños a sus víctimas, a los niños y las mujeres muertos en las montañas de Malaja Kamischewasha. Hablaba con ellos a solas, suplicando perdón, rogando que olvidasen lo que el absurdo fanatismo le había llevado a hacer entre aquellas montañas que ya nunca olvidaría. Se dirigía a los viejos, narrando lo que había hecho con sus hijos, a las mujeres violadas y arrojadas por las cortantes de los montes, a los hombres azotados hasta morir sobre las peñas.

Cuando llegó el momento de la vista oral, Zalewsky compareció ante el tribunal once kilos más delgado y con ojeras. Reconoció los cargos y asintió con la cabeza a todos los testimonios de los supervivientes de aquel horror en las montañas de Malaja Kamischewasha. Todos los testimonios coincidían y el acusado no los negaba: el juicio duró tres días.

Lo condenaron a muerte y aceptó el veredicto sin una protesta, casi con alivio. A partir de ese momento, cesaron en la celda los monólogos y las pesadillas nocturnas.

Dos días antes de la fecha fijada para la ejecución, el abogado de Zalewsky se presentó ante el tribunal y pidió que se suspendiera la condena. Alegaba falta de pruebas y falso testimonio de todos los testigos.

El recurso era lo bastante extraño para que se formara un pequeño revuelo en torno a un caso al que nadie había prestado demasiada atención. La sala de audiencias estaba repleta al día siguiente, cuando el defensor de Zalewsky explicó al tribunal que no había montañas en Malaja Kamischewasha, sólo una enorme laguna y ancha estepa, enloquecedora estepa en mil kilómetros a la redonda.

No había montañas y no podía haber seres humanos lanzados al vacío desde los precipicios de una llanura. Alguien había escuchado a Zalewsky durante sus delirios nocturnos y le había parecido más fácil refrendar sus propias confesiones que instruir una verdadera investigación.

Zalewsky lo había reconocido todo, pero el acusado tiene derecho a mentir. No había montañas, no podía haber condena. Tampoco podía haber un nuevo juicio, pues no se puede encausar a nadie dos veces por el mismo delito.

Zalewsky salió de prisión al día siguiente entre el rechinar de dientes de los jueces.

Pudo morir de risa entonces, pero murió de viejo muchos años después. 

Nunca sabremos la verdad.

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Y nada más que la verdad

“Estamos atravesando dificultades técnicas. O más bien psiquiátricas. Porque se está liando parda en la sala del realizador. No sé si volveremos, hagan zapping o lo que les de la gana. Yo me voy”. Lo último que se escuchó antes del pitido de la carta de ajuste fue “¿Pero esto qué es? ¡¿Pero esto qué eees?!” 

Gonzalo era un tipo sencillo. Por no decir simple, que podría llevarnos a pensar que no tenía muchas luces. No era eso, que también. Era que no le daba muchas vueltas a las cosas, se conformaba con lo que tenía y disfrutaba de la rutina, cosa difícil de encontrar en el mundo en el que vivimos. Era un tipo feliz.

Así que se revolvió con cierta incomodidad en la silla y comprobó que el resto de telediarios también habían dejado de emitir. Apagó el televisor y terminó su desayuno. La mosca que tenía detrás de la oreja se marchó bien rápido, sin dignarse siquiera a rebotar en el cristal de la ventana. Siguió su rutina; se lavó los dientes, besó a su novia que aún dormía, cogió su bicicleta plegable, se puso los auriculares con su lista de canciones motivadoras de los lunes, y metido en su burbuja, se fue a trabajar.

Ya en su planta, fue al pasillo a por un café antes de sentarse en su cubículo de teleoperador y comenzar una apasionante jornada en la que ofrecería sutilmente a todo el que llamara, fuera por la cuestión que fuese, el nuevo paquete Ecológico de 10 Gigas desde 10 euros. ¡Cuide el planeta mientras ve vídeos de gatitos! Recogió su café de la máquina, y vio venir a Moria. Por alguna razón, quizás por su rostro descompuesto o por lo extrañamente oscuro que iba vestida, recordó lo que pasó en la televisión antes de venir.

—¡Moria! ¿Has visto la tele esta mañana?

—Lo siento Gonzalo, no puedo pararme, me estoy cagando.

 Gonzalo se quedó con la boca a medio abrir y se le cayó el café al suelo. Esa misma Moria limpiaba con toallitas desmaquilladoras los auriculares todas las mañanas. Esa misma Moria pedía a cada paso que bajaran la voz porque sus buenas vibraciones se perturbaban y se colaba energía negativa en sus conversaciones. Esa misma Moria se había quejado tanto de lo ordinarios que eran algunos clientes, que consiguió que la empresa comprara un programa informático que censuraba con un pitido sus palabras malsonantes. Esa misma Moria, esa, le acababa de decir sin rodeos que albergaba en su vientre un truño inminente.  

Gonzalo estuvo ágil, y pronto se dio cuenta de que su única opción para limpiar el café que acababa de tirar salpicándolo todo era el papel higiénico del servicio de caballeros. Le echó valor; cuanto antes lo hiciera mejor sería. Rápido y sin olor. Efectivamente, evitó el olor, pero cual enano en las minas, nunca olvidaría ese redoble de tambores. El mal acechaba en las profundidades de Moria. 

Por fin pudo sentarse a trabajar. Tantas ganas tenía de empezar ya la sesión y abrazar las cálidas y mullidas pieles de la rutina, que no se percató de que faltaban más de la mitad de sus compañeros, ni de que los pocos que allí quedaban tenían conversaciones un tanto extrañas. Absorto en la seguridad de su burbuja, se preparó y recibió de inmediato la primera llamada. Porque como era de esperar, había cola.  

 —MolaCom comunicaciones, le atiende Gonzalo, ¿en qué puedo servirle?

—¿Eres el rubio? —dijo una anciana al otro lado.

—¿Perdone, señora?

—No, no eres el rubio. El rubio no me llamaría señora. ¿Puedes ponerme con el rubio?

—Eh… Lo haría si pudiera, dígame ¿qué le ocurre?

—Que quiero que me pongas con el rubio, que ayer nos quedamos en una parte picante de la conversación.

—Pero… ¿Usted sabe que estas conversaciones se graban, no?

—Muy picante. Justo estaba piiiiii piiiiii con mi piiiiii…

Gonzalo se quitó los auriculares y le puso el hilo musical. Era la primera vez que hacía algo así. Miró asustado a su alrededor. No había ningún rubio allí. Es más, ya era todo un veterano y no recordaba ningún compañero rubio en sus dos años en la empresa. Moria llegó con el rostro de satisfacción de un trabajo bien hecho y se sentó en el cubículo de al lado. Gonzalo deslizó su silla hacia atrás para hablar con ella.

—No te vas a creer lo que me acaban de soltar.

—Pues si te cuento lo que he soltado yo…

—No, por favor. Para. ¿Pero qué pasa hoy? No te molestes, pero tú normalmente eres más…

—¿Fina?¿Remilgada? Reprimida. Creo que la palabra que buscas es reprimida.

—Bueno, no quería decirlo así…

—Pero lo has pensado. Todos los piensan. Por mí podéis iros todos a donde acabo de dar lo mejor de mí. Anda y déjame trabajar, que das asco tú, tu sonrisita de felicidad, tu fotito con tu novia en la playa y tus post-its de Coelho. 

Algo iba mal. Muy mal. Moria no era así. Un “No confundas un mal día con una mala vida” en amarillo chillón y un “Los días malos son los que hacen brillar a los buenos” en rosa gritón le devolvieron la sonrisa, y se preparó para la siguiente llamada.

—MolaCom comunicaciones, le atiende Gonzalo, ¿en qué puedo servirle?

—Hola, quiero que me hagan una oferta por darme de baja.

—Dígame, ¿ha tenido alguna experiencia poco satisfactoria con nosotros?

—No, no. Es que quiero la oferta que le hacen a los que dicen que se van a dar de baja.

—¿Quiere usted darse de baja?

—No. Quiero la oferta.

—¿Qué tarifa tiene contratada?

—La de 30 euros con el fútbol.

—Pues ahora tenemos el Paquete Ecológico, desde…

—No, no. Yo no quiero las ofertas normales, quiero la que les dan a los que se van a dar de baja.

—A ver, a veces cuando se inicia el proceso de baja…

—Yo no quiero darme de baja. 

—Vale, entonces usted no quiere darse de baja, pero quiere que le hagamos una oferta como si fuera a hacerlo. 

—Hombre, se ve que eres el listo de la empresa, Gonzalo, lo has pillado rápido. Y además con educación. Los dos anteriores han tardado en enterarse y luego me han puesto de caradura para arriba.

—Pues verá, siento decirle que no está en mi mano hacer lo que me pide. ¿Conoce el nuevo Paquete Ecológico?

—Váyase usted a la mierda.

Gonzalo se quitó de nuevo los auriculares, tomó aire, contó hasta diez, cogió la sonrisa que se le había caído al suelo y volvió a deslizar la silla hacia atrás para contárselo a Moria. En lugar de un par de ojos, le dio la bienvenida desde el otro lado un dedo corazón desplegado en toda su extensión y coronado con una uña recién pintada de negro.

Una compañera salió del despacho del jefe dando un portazo. Al instante le siguió el jefe con la mano en la nariz y las lágrimas saltadas. 

—¡Todos a casa, ya! —gritó el jefe, rojo de ira y portazo.

—¡Se te va a caer el pelo, te voy a denunciar por acoso! —gritó la compañera desde el pasillo.

Gonzalo se levantó e intentó que alguien le contara lo que había pasado antes de que salieran por piernas de allí. Cosa difícil porque aquello habría recibido mención de honor del departamento de bomberos si hubiera sido un simulacro de incendio. Además sus compañeros le miraban con la misma cara que Moria. El único que se dignó a contestarle le soltó: “Que hay gente que tiene problemas. No como tú, Don Perfecto”. 

De camino a casa, Gonzalo miró fuera de su burbuja y empezó a atar cabos. La clave se la dio una conversación que escuchó mientras esperaba en un paso de peatones. Una señora mayor se acercó, con la naturalidad que dan las canas y la permanente, al carrito que empujaba otra señora más joven. Se inclinó para mirar a su bebé.

—¡Pero qué niño más feo! —espetó la señora.

—Ya lo sé, señora, yo también tengo ojos en la cara —contestó la madre.

Ese nivel de sinceridad era antinatural. Por alguna razón la gente se había vuelto incapaz de mentir de la noche a la mañana. Esto podía tener consecuencias desastrosas. No pudo evitar pensar en la gente que tenía la mentira por profesión. Había elecciones en una semana. Y esta noche era el gran debate.

Llegó a casa, plegó la bicicleta, y fue a su habitación para desvestirse. Allí estaba su novia en bragas poniéndose una camiseta apresuradamente. Reconoció el símbolo de Batman de los calzoncillos que intentaban saltar por la ventana. Y reconoció al que los llevaba puestos porque se le quedó mirando con cara de conejillo asustado. Era, en pretérito imperfecto, su mejor amigo.

—Gonzalo, esto es lo que parece.

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El traspaso de la librería

Las ferias de libro viejo son híbridos genéticos entre el museo y el basurero, con ramalazos más o menos visibles de kiosco, verdulería y bazar mediopensionista de ciudad sin tren.

La feria de Madrid es además una feria de feriantes, donde los libreros jubilados de toda España se dan cita para vender a sus colegas lo que no han podido colocar a sus clientes en treinta o cuarenta años de intensiva acumulación de polvo. 

Don Félix ya había anunciado su jubilación y Santiago estaba en trámites de conseguir el préstamo para quedarse con la librería, así que aquel último año que acudirían juntos a la calle Recoletos iba a servir para que el viejo pudiese dar las últimas instrucciones al nuevo dueño de la librería.

Si te sabes manejar bien en las ferias, no importa lo que vendas luego en la tienda: sale todo por internet, por catálogo, o como sea. El caso es no encerrarse en compras con temas locales como los pajares de Sahagún, las toperas de Bembibre o la importancia de la caspa en la fabricación de colores para las vidrieras de la catedral de León. Esas cosas quedan para los eruditos, los catedráticos, y otros subvencionados en general.

—El comercio tiene que ser ante todo comercio —gruñó don Félix repasando las estanterías de un librero de Tarazona que liquidaba el negocio.

—Si, claro —asintió Santiago.

—Me refiero a que si quieres hacer política, ética o estética, pues métete a bandolero, a cooperante, o a peluquero. Una librería es para ganar dinero.

—Para ganar dinero vendiendo libros, ¿no? —puntualizó Santiago.

—Para ganar dinero vendiendo lo que sea. En estos años he ganado más con las estilográficas mochas que con las enciclopedias. Ya lo sabes: las enciclopedias, ni olerlas. ¡Ni olerlas!

—Lo tendré en cuenta.

—A ver. Pues elige tú de aquí.

Santiago comenzó a revisar el material de la caseta sintiéndose como si fuese a hacer la selectividad.

Eligió unos cuantos clásicos encuadernados en piel, varias colecciones de revistas de los años veinte y algunos títulos sueltos en rústica que sabía difíciles de encontrar. La clave del éxito estaba siempre en que la gente pensara que en tu tienda podía encontrar lo que los demás no tenías.

—Ya está —dijo después de hacer números en la calculadora y realizar algunas modificaciones en el lote para que le encajasen la cuentas.

—¿Ya está? —graznó don Félix erizando las cejas.

—Yo creo que sí....

—Pues muy mal, hombre, ¡muy mal! Así te veo cerrando a los seis meses. Con el trabajo que me ha dado mantener abierto el negocio todo estos años y te lo vas a cargar....

Santiago miró desconcertado al viejo.

—¿Pero es que son malos los que he elegido?

—Son demasiado buenos, y demasiado caros.

Don Félix devolvió a los estantes las revistas y los libros encuadernados en piel. En su lugar, compró quinientos ejemplares de El Jueves y una colección casi completa de los premios planeta, con algunos ejemplares repetidos, un centenar de libros de auto ayuda y una caja entera de calendarios atrasados con estampas de equipos de fútbol.

—Y todo por la mitad de dinero, ¿has visto?

Santiago miraba espantado el lote que estaban a punto de llevarse.

—¿Y toda esta mierda? —no pudo por menos que decir.

—Esto es lo que viene a buscar la gente. Si tienes libros que los clientes no entienden o consideran demasiado elevados para ellos, se sentirán insultados y no volverán a entrar. Hay que ayudar siempre al cliente a ponerse por encima de la mercancía.

—Ya. Pero hay que distinguirse por la calidad, ¿no?

—Dar calidad es satisfacer al que te compra. Lo demás son monsergas. Y nadie se ha arruinado nunca invirtiendo en el mal gusto de los demás —concluyó don Félix con una sonrisa satisfecha. 

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Impostora

La ventisca se le clavaba en sus entrecerrados ojos como puñales de hielo, y no le dejaba ver más de unos pasos por delante. Los pies se le hundían en la nieve fresca hasta la pantorrilla, y el peso del improvisado trineo sobre el que arrastraba el venado que cazó por la mañana le hacía usar todo su cuerpo, todas sus fuerzas. 

Al menos, pensó, así se mantendría caliente hasta llegar al campamento. No estaba loca, se había pertrechado bien; no tenía intención de acabar como Ocho Dedos. Por mucho que le dijeran, lo que le faltaba a la tribu era alimento y hombres con agallas. Si fueran ellos los que tuvieran que amamantar a los niños, no habrían puesto tantas excusas para no salir de caza. 

Otros inviernos habían sido difíciles, pero ninguno como este. No por el frío, el viento y la nieve, sino por la exigua temporada otoñal. Unos pocos conejos, un par de ciervos, y un lobo. A ellos les culparon, a los lobos, por la falta de caza. Pero ella sabía que podían haber conseguido más carne si la hubieran dejado salir a cazar. Fuera como fuese, pronto se les acabarían las reservas de carne ahumada, y todos sabían lo que eso significaba, los niños serían los primeros en caer.

Ya estaba cerca del poblado. No sabría explicar cómo, pero lo sabía. Tenía esa habilidad innata. Ya de pequeña se acabaron acostumbrando a dejar de buscarla cuando, según la tribu, se perdía. Cada vez que daban la alarma de que la niña había desaparecido, ella acababa volviendo sola, tranquila, sin darse cuenta de cuánto se había alejado del resto siguiendo la pista de algún animal. A cambio de una serpiente, un conejo, o un ratón, se llevaba un castigo, un patada o un moretón. Pero a ella le daba igual, no iba a dejar de hacer lo que más le gustaba y mejor se le daba porque los mayores se enfadaran. Por algo la llamaban Mirada Desafiante.

Ahora ella formaba parte de los mayores, ya había pasado el rito, muy a pesar de algunos hombres y mujeres, entre ellos sus propios padres, que aprovecharon el momento para hacérselas pasar muy mal e intentaron que fracasara. No cayó en la trampa, no podía esperar otro año más para poder tomar decisiones por sí misma. Ese día les dio lo que querían. Aceptación, arrepentimiento, sumisión. Le costó, claro está, ocultar sus sentimientos y fingir que lloraba como una niña por el dolor de sus golpes. Como si no hubiera aprendido a ignorar el dolor cuando era necesario. Cualquier cazador que se precie debería saberlo. Colmillo de Oso lo sabía. Fue el único que no se tragó su actuación, pero no se opuso. Sólo se le ocurría una razón por la que él le daría el visto bueno ese día. Quería preñarla.

Mientras avanzaba por la pesada nieve, pensaba en los fuertes brazos de Colmillo de Oso agarrándola, orgulloso de la pieza que había traído a la tribu, frotándola para calentarla en el interior de su tienda, encima de la piel de oso que tenía junto al fuego. Casi podía sentir el calor subiendo desde su entrepierna. Cerró los ojos un instante, para imaginarlo con más intensidad. Le estalló un oído, perdió el equilibrio, y cayó de bruces.

Cuando abrió los ojos otra vez, sólo veía troncos y ramas de árboles cubiertas de nieve desfilando ante un fondo blanquecino. Estaba boca arriba, algo le arrastraba de los pies, y no tenía fuerzas para resistirse, ni siquiera para incorporarse y ver qué era lo que le estaba arrastrando. Tenía frío, mucho frío, y notaba la cabeza y sus pelos húmedos y cálidos. Ya sabía lo que eso significaba. Si no salía pronto de esta, moriría desangrada. De repente las ramas de los árboles dejaron de desfilar. Lejos, como si estuvieran a un tiro de lanza de distancia, notó cómo sus propias piernas caían como un peso muerto en la nieve. Su predador había dejado de tirar. Escuchó sus pasos al acercarse. No era un oso. Su rostro ocupó todo su campo de visión.

—A Colmillo de Oso nadie le deja en ridículo.

 

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—Cállate, quiero escucharla cantar.

Podía haberle pegado un puñetazo en su abultada barriga y le habría hecho menos daño. Su segundo hijo estaba pateando las paredes de su vientre, y en lugar de acercar su mano para sentirlo, le despreciaba. Sólo porque la zorra engreída y buscona de Brina estaba cantando. No podía cantar en el río mientras se lavaban, como todas. No. Ella tenía que hacerlo cuando se reunían por la noche junto la hoguera. Delante de todo el mundo. Delante de los hombres. Esta noche nuestros hombres querrán más sexo que de costumbre, como siempre que ella canta. Ya estaba harta de ella. Y no era la única. 

Meriel la miró con complicidad, y le hizo un gesto para que la siguiera. Con su hijo enganchado a su pecho, meciéndose suavemente, se paseaba por detrás del corro de hombres que miraban embelesados a Brina, que ahora usaba un pequeño tambor y sus pulseras de cuentas para marcar el ritmo de la canción, mientras proyectaba sensuales sombras sobre el corte vertical de la roca de la montaña a cuyos pies se habían asentado hacía dos primaveras.

Era un lugar privilegiado, fácil de defender, con abundante caza, agua y frutos que recolectar hasta bien entrado el invierno, que duraba apenas una luna. Hasta ahora sólo se les habían acercado un par de tribus de menor tamaño y les dejaron bien claro a punta de lanza y flecha que debían buscarse otro sitio donde montar campamento.

Siguió a Meriel, que disimuladamente tocó en el hombro a dos mujeres más antes de desaparecer en las sombras, alejándose de la hoguera mientras amamantaba a su hijo. Se reunió con ella fuera del claro, bajo los árboles. Se acercó un dedo a los labios, indicándole con el gesto que no hiciera ruido. Las otras dos mujeres llegaron, moviéndose con sigilo. 

Sus ojos se acostumbraron rápidamente a la luz de las estrellas, y Meriel levantó la mano que le quedaba libre para pedir su atención. Luego hizo dos gestos claros. En el primero, llevó su mano a su hijo y lo meció. En el segundo se llevó la mano al cuello y la deslizó como un cuchillo.

Se dirigieron a la tienda donde dormían los niños. Las demás ya estaban preparadas, y una de ellas acompañaba al hijo de Brina fuera de la tienda, cogiéndole de una de sus pequeñas manos. Medio dormido, con andar torpe, se refregaba un ojo con la otra mano, bostezando. Lo alejaron solo unos pasos de allí, para que encontrara su cuerpo por la mañana devorado por las alimañas. 

Por si el mensaje no quedaba lo bastante claro, junto al cadáver del niño, dejaron una pulsera con diez cuentas que representaban a cada una de las mujeres de la tribu, y un pequeño tambor en el que, pintado con la sangre del inocente bastardo, se adivinaba una figura bailando junto al fuego. 

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—Es que no lo entiendo.

—¿Pero por qué piensas que a todo el mundo le gusta el reconocimiento? Cariño, a algunas nos gusta hacer las cosas por el mero hecho de hacerlas, no para que nos aprueben los demás. Si yo estuviera en su lugar, estaría más que satisfecha con mi contribución a la sociedad.

—Ya, eso me parece lógico hasta cierto punto, pero ¿qué daño le podría hacer una entrevista? Es como si tuviera miedo. Además, una cosa es ser humilde, y otra distinta es esto. Mira lo que me ha contestado.

“A la atención del director del Time. 

Como ya sabe, mi trabajo ha sido, es y seguirá siendo aportar mi granito de arena para ayudar a los magníficos investigadores que desarrollan distintas vacunas contra el cáncer, y no dar entrevistas ni aparecer en los medios. Le rogaría que cesara sus peticiones de entrevistas, comparecencias y comunicados por parte de mi persona, y se dirija para estas cuestiones al director del centro de investigación, el doctor Alfred Montgomery, que les atenderá de buen grado.”

—Vale, no le gusta la prensa, ¿qué hay de malo en eso?

—Pero vamos a ver, qué “granito de arena” ni que “magníficos investigadores”. Hemos estudiado el caso y todo lo ha llevado adelante ella prácticamente a solas con una financiación ridícula. Y el maldito Montgomery aparece como autor principal en todos sus artículos, como único titular de la patente, y ahora se está llevando todos los méritos y acaparando todas las portadas. Ese tío se va a forrar a su costa y pasará a la historia como el hombre que curó el cáncer.

—Es un impostor, vale. Si a ella no le importa, ¿por qué te importa tanto a ti?

—Pues precisamente porque es ella la que cree que es una impostora, que no se merece el reconocimiento. Y el otro es el que se lo lleva todo. Y no puedo soportarlo. Es como lo tuyo conmigo, pero ese tío no es su marido, es un aprovechado.

—No empieces con eso otra vez. Tú eres el director de la revista.

—Pero tú defines la linea editorial, eliges y supervisas los reportajes… Al final yo no hago casi nada.

—Ya lo hemos hablado cien veces, mi nombre no va a aparecer en ningún sitio. Y deja en paz a esa mujer también. 

—Vale, vale, os dejo estar. Pero sigo sin entender por qué no os gusta sobresalir cuando os lo merecéis, parece que tenéis un miedo irracional a destacar sobre los demás grabado a fuego.

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La historia que inspiró un libro

Esto que os voy a contar es real como la vida misma. Los que me conocéis sabéis de mi mente racional, de mi búsqueda de la explicación a todo lo que ocurre, pero esto que pasó, no lo sé explicar. Y es por ello que me desasosiega y lo aparto de mi mente, evitando evocar los sucesos que pasaron, y que culminaron aquella calurosa noche de San Juan.
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Terminador

Era la segunda base lunar china, así que ya había cierta experiencia. Soporte vital, seguridad, mantenimiento del equipo, mantenimiento de su propio cuerpo, realización de experimentos científicos... protocolos. Cientos de ellos. Quizás era lo que más le costó del entrenamiento, pero tras los primeros días, estaba acostumbrado.

La primera base lunar se estableció en un cráter del polo sur. Era un lugar privilegiado, pues allí contaban con una reserva decente de agua de hielo de las zonas del cráter en oscuridad permanente, y una fuente prácticamente inagotable de energía solar de la zona más elevada del borde del mismo, irradiada por el sol casi las 708 horas del día.  

En el ecuador de la cara oculta la cosa era diferente. La única ventaja del sitio, y la razón por la que se estableció allí la segunda base, era que las interferencias procedentes de la Tierra en esta zona eran mínimas, casi inexistentes. Chang Mo y sus compañeros habían instalado un radiotelescopio de última generación y, aunque había otros más avanzados en La Tierra, este obtendría las mejores imágenes gracias a su localización privilegiada. Pero el radiotelescopio sólo podía operar de noche. Así que el plan incluía catorce días de operación, un día de “echar la capota”, como decía Bao Sun, catorce días de descanso, “recoger la capota” otra vez, y vuelta a empezar. 

Llegaron a la Luna de día, y gracias a que las misiones robóticas anteriores ya habían hecho gran parte del trabajo, tuvieron el telescopio listo para la primera noche lunar. Comprobaron que el radiotelescopio estaba preparado para pasar la noche, volvieron a la base y en unas horas estaban sentados delante de las pantallas para observar el primer terminador. La abrupta línea que separa la noche y el día lunar se acercaba lentamente. Esta primera experiencia se antojaba inolvidable, y realmente así fue, pero no precisamente por las vistas.

—Empieza la noche en unos minutos, amigos. Y dicen en la Tierra que la noche es larga. Pues verás la nuestra, y encima sin mojar. —Bao le guiñó un ojo a Li, que puso los ojos en blanco.

Cuide esos comentarios, doctor Sun —le recriminó control—. O nos va a dar mucho trabajo con la edición del documental. Queremos que sea para todos los públicos.

—Pues entonces mejor que apaguéis los micros a la hora de comer —dijo Li—. O mejor, traednos algo de comida de verdad. En la estación por lo menos el pollo era algo que se masticaba.

Lo tendremos en cuenta, señorita Tang —replicó control—. Ya sabe que en el primer descenso había restricciones de volumen y… “tsck”.

La comunicación se cortó con un chasquido. Hubo un resplandor de luz blanca que inundó el interior de la base por completo. Cerraron los ojos instintivamente. Cuando los volvieron a abrir, todo estaba negro. No había ni una luz encendida. Ni una sola. En total oscuridad, volvieron a recordar cómo sonaba el agudo zumbido imperceptible de las máquinas que les mantenían con vida, precisamente porque éstas entonaron en unísono un macabro glissando a tonos cada vez más graves hasta llegar al total y absoluto silencio. Silencio absoluto y completa oscuridad. Dentro de una lata, en la negra noche de la cara oculta de la Luna.

Chang no quería ser el primero en hablar. Dicen que cuando se apaga la luz, el primero que habla o hace algún ruido inconscientemente es el que más miedo tiene. Así que esperó. Como capitán de la misión se sentía responsable de mantener la calma. A pesar de que estaba viendo algo que le aterraba.

—Estoy viendo una luz chicos —dijo Bao.

—Yo también. Es… pulsante, de muchos colores —contestó Li.

Vale, entonces lo estaban viendo todos. Eso le tranquilizó en cierto modo. Pero esa luz no tenía sentido, porque si cerraba los ojos seguía viéndola. Si movía la cabeza seguía ahí delante. De alguna forma, estaba dentro de sus ojos.

—Chang, ¿estás bien? —preguntó Bao.

—Sí. Yo también veo una luz. Pero no es real. Si muevo la cabeza o cierro los ojos sigue en el mismo sitio. Y creo que está creciendo. ¿Os pasa lo mismo?— preguntó Chang.

—Sí —contestaron ambos tras una pausa.

Debía ser algún problema visual o cognitivo. De lo contrario no podría estar en la misma posición relativa para todos. En cualquier caso había que ponerse manos a la obra. No podían simplemente esperar sentados.

—Necesitamos restablecer los sistemas. No sabemos qué ha provocado el apagón, así que lo primero que haremos será ponernos los trajes. Vamos a entrar primero en contacto para evitar tropezarnos, e iremos en fila india hacia el módulo de entrada. Yo iré primero. —Chang intentó ser lo más asertivo y tranquilizador posible.

Se levantó y alargó la mano hacia su derecha buscando el contacto con Li. Ella estaba haciendo lo mismo y rozaron la punta de sus dedos. Sintió un cosquilleo que le llegó a la columna y le subió hasta la base del cráneo. Justo en ese momento, la luz que tenía frente a sus ojos pulsó y se expandió hasta ocupar gran parte de su campo visual, dejando un hueco negro en el centro. Trató de ignorarla. Ya llevaba un rato pulsando y creciendo y no había nada que pudiera hacer al respecto.

Li puso su mano izquierda sobre el hombro de Chang y buscó a Bao con la derecha. Pronto estaban en fila y Chang empezó a caminar con cuidado, agitando las manos en el aire por delante para no tropezar con nada.

—Si nos pudiéramos ver ahora sería muy ridículo, ¡ja ja! —bromeó Bao.

No contestaron. Chang notó cierto nerviosismo en su voz. Prefirió ignorar el comentario.

—Ya estoy tocando la puerta del módulo. Mi luz ahora mismo es como el borde de una célula, centellea con muchos colores, y tiene un hueco en el centro —dijo Chang cambiando de tema.

—Creo que ya sé lo que es —dijo Li—. Llevo un rato pensándolo, perdonadme. Por el flash del principio pensaba en algún tipo de daño en la retina. Pero los síntomas que tenemos solo cuadran con algo que yo recuerde. Lo raro es que nos pase a los tres a la vez. Creo que puede ser una migraña visual. Si no me equivoco se irá en unos minutos y nos entrará un fuerte dolor de cabeza, pero nada más. 

—Vale, ya nos preocuparemos de eso más adelante entonces. ¿Qué lo ha podido provocar? —preguntó Chang.

—No lo sé. Es un episodio nervioso sin importancia. Si no recuerdo mal, el estrés influye, pero no se conocen a ciencia cierta las causas —contestó Li.

—Bueno, algo estresados sí que estamos —volvió a bromear Bao—. ¡Je je!

Otra vez le contestaron con un breve silencio. Chang no quería darle más importancia a su evidente nerviosismo, así que de nuevo le ignoró y cambió de tema.

—Ya estoy cerca de un traje. Avanzad un poco más —dijo Chang—. Así. Cerrad los ojos, voy a encender la luz de una escafandra.

El foco de la escafandra apuntaba hacia abajo desde el traje colgado de la pared del módulo. Entre las pestañas de los ojos entrecerrados por el resplandor, y un poco distorsionadas por culpa de su problema visual, Chang pudo ver sus propias piernas y las de sus compañeros. Subió un poco el foco hacia la altura del torso para verles el rostro. Ahí estaba Li, que asintió ligeramente con la cabeza antes de girarse para mirar a Bao. Y ahí estaba Bao. 

—¿Qué pasa, chicos? —dijo Bao.

Chang no podía creer lo que estaba viendo. Nunca había visto nada parecido. Intentó no mostrarle a Bao su preocupación, pero esta vez no pudo pensar en juegos psicológicos. Sólo le salieron las típicas y estúpidas palabras que nunca deben decirse a alguien en una situación crítica.

—No pasa nada —dijo Chang—. Tranquilo.

—Todo va a salir bien —mintió Li—. No te preocupes. 

La pausa que siguió era como la que sobreviene cuando la policía viene a visitarte a casa para hablarte de un familiar. O la de ese momento en el que el médico te dice que te sientes antes de contarte los resultados de las pruebas.

—¿No ibas a encender la luz, Chang? —preguntó Bao, aunque sabía la respuesta.

—Ya lo he hecho, Bao. Ya lo he hecho.

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Video inspirador: www.youtube.com/watch?v=qVFIcF9lyk8

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El peor insulto

La vieja sirvienta de la familia acababa de dejar sobre la mesa la bandeja con el café. Mientras ella estuvo en el salón los dos hombres guardaron silencio, manteniendo hibernada en los labios la sonrisa que a ambos les convenía.

—Déjelo, Teresa. Ya sirvo yo —indicó don Antonio, el dueño de la casa.

—Como quiera el señor.

Teresa cerró con religioso cuidado la puerta del salón dejando solos de nuevo a los hombres.

El más joven agradeció con un gesto el café a su anfitrión, se sirvió una minúscula cucharada de azúcar y removió el oscuro líquido sin apartar la vista de su interlocutor. Ninguno de los dos quería ser el primero en hablar.

Don Antonio creyó que como anfitrión le tocaba a él sufrir esa desventaja.

—O sea que quiere usted casarse con Anita.

—Sí señor, así es. Y ella está de acuerdo.

A don Antonio le molestó la inoportuna observación acerca de la voluntad de su hija, pero no dio muestra alguna de ello.

—Como es posible que lleguemos a ser parientes, me gustaría que me respondiera con la máxima franqueza a lo que voy a preguntarle.

—Le doy mi palabra de que así será —respondió el joven envarándose un tanto en su asiento.

Don Antonio tomó un sorbo de café.

—¿Puede decirme qué encuentra usted de atractivo en mi hija?

—¿Cómo dice?

—Me ha entendido perfectamente. ¿Qué ve usted en Anita, además de su dote, para querer casarse con ella?

El joven apretó los labios.

—¿Se atreve a sugerir usted que soy un vulgar cazadotes?

—No lo sugiero: lo afirmo taxativamente. Pero lo hago ante usted y en privado, para que tenga ocasión de convencerme de lo contrario. ¿Qué es lo que ha visto usted en mi hija?

—No entiendo esa pregunta —trató de defenderse el joven, algo aturdido por la demasiada franqueza del padre de su novia.

—Pues no me parece difícil de comprender: usted es un hombre de mundo; ha viajado mucho y ha vivido mucho a pesar de su juventud; ha conocido mujeres de toda índole y condición, y pretende que me crea que se ha prendado de Anita hasta el punto de unir su vida a la suya.

—No se engaña en nada de lo que ha dicho.

—Lo sé. Pero Anita no es guapa. Soy su padre y sé que no es una muchacha agraciada. Anita no es inteligente. Ni siquiera es graciosa. ¿Qué ha visto usted en ella además de una buena renta? No se ofenda por lo que le digo: trato de expresar que creo que es usted mucho mejor que ella y no comprendo los matrimonios desiguales si no se ajustan en otro campo.

—He visto sencillez y cariño. ¿No basta con eso?

—Eso podría bastarle a cualquier petimetre, pero no a usted. El amor que usted dice sentir me parece sencillamente ridículo tratándose de una muchacha como Anita.

El joven juntó las manos intentando reunir a la vez sus pensamientos.

—¿Pretende usted decir que cualquiera que se enamore de Ana se enamora en realidad de su dinero porque ella no tiene más que ofrecer?, ¿quieres usted decir que los que la quisieran por sí misma serían unos inútiles y el resto unos interesados?

—Exactamente. No lo hubiera dicho mejor.

El joven se levantó indignado.

—Entonces me temo que no tenemos nada más que hablar.

—Eso mismo pienso yo. Buenas tardes —respondió don Antonio levantándose a su vez.

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La invitación de boda (Relato con música V)

Que te inviten a la boda de tu novia es una muestra de urbanidad. De mundología. De saber estar. Un acto cosmopolita apropiado entre personas civilizadas que entienden cómo empiezan y terminan las cosas.

Por eso invitaron a Fernando, aunque después de que lo dejase Nuria no había vuelto a recuperar su alegría. Aunque siguiera emborrachándose una noche sí y otra también.

Lo invitaron y apareció de chaqué. Nada menos.

Algunos se rieron de su aspecto de fantoche y otros, peor intencionados, pensaron que era su modo de dar a entender que él debía ser el novio. Conociendo a Fernando, yo hubiese pensado entonces como los primeros: no me podía imaginar una sutileza semejante en su cabeza. Ahora creo que los malpensados tenían razón.

Como es costumbre en los pueblos, fuimos a buscar a la novia a casa de sus padres, y Nuria nos fue saludando a todos. Estaba radiante. Todas las novias están radiantes, pero ella deslumbraba. Cuando se acercó a Fernando, lo miró de hito en hito.

—Qué guapo te has puesto —le dijo con una sonrisa.

—Como no —respondió el tratando de sonreír también, pero sin conseguirlo del todo. 

Nuria se fijó en algo más y se echó a reír.

—¿Pero ni un día como hoy puedes dejar de mascar chicle? El chicle sienta mal con el chaqué, hombre.

—Menos que nunca —contestó Fernando.

No sé si iba a decir algo más, pero Nuria no quiso esperar a que la frase siguiente fuese alguna inconveniencia y se dirigió enseguida a otro invitado.

Fernando siguió mascando su chicle azulado mientras remoloneaba por la casa, donde nos invitaron a las tradicionales pastas con anís.

Luego nos fuimos todos juntos a la iglesia.

Cuando el cura pronunció esas palabras de «el que tenga algo que decir lo diga ahora o calle para siempre», unos cuantos buscamos instintivamente a Fernando, pero no lo vimos por ninguna parte. Y nos alegramos, la verdad.

Hicimos mal en alegrarnos, porque poco después de salir los novios, después de hacerse las fotos en la iglesia y recibir las salvas de arroz, vimos venir calle abajo a la madre de Nuria gritando despavorida.

Cuando llegó a donde estábamos todos, hizo un gesto hacia su casa y cayó desmayada.

Había ido a buscar algo. Una cámara de fotos. El teléfono del restaurante o algo así, y algo había pasado en su casa. Algo.

Unos cuantos hombres fuimos rápidamente hacia allí y no encontramos nada raro hasta que subimos a la planta de arriba, donde iban a vivir los recién casados.

Allí, sobre la colcha blanca de la cama de matrimonio, encontramos a Fernando, con la cara destrozada, en medio de un charco de sangre.

Se había pegado un tiro con la escopeta de caza.

—Follad sobre mi sangre —decía un escueto papel fijado a la cabecera de la cama con su eterno chicle de mora.

Iba vestido de novio y se casó con la única que no le dejó por otro.

Pobre Fernando.

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La Segunda Venida

La Primera Venida les cogió por sorpresa. Los humanos miraron al cielo horrorizados viendo una bola de fuego hacerse más y más grande, preguntándose si su vida había tenido sentido o si habían hecho lo correcto durante su corta trayectoria sobre la faz de la Tierra. No era la primera vez que pasaba, los dinosaurios ya tuvieron la ocasión de hacer examen de conciencia. ¿Enseñé a mis raptorcitos a compartir vísceras como es debido?¿Fui demasiado cruel con aquel tiranosaurio cuando le rasqué el bajo vientre para que le diera urticaria?¿Si todos los melanosaurios son negros, qué me comí ayer? Pero al contrario que los dinosaurios, los humanos obtuvieron respuestas. Además, su bola de fuego llevaba frenos magnéticos.

Aquella gran bola incandescente se mantuvo unos días girando en torno a la Tierra tapando la luna, y adoptó la forma de un triángulo luminoso con algo parecido a un ojo en el centro. La mayoría no tardó en captar la indirecta, y el Gran Debate tomó dimensiones planetarias. A pesar de las pistas que tuvieron, a día de hoy el debate no está resuelto, aunque el Transveganismo va ganando por goleada.

No es de extrañar; el cuadragésimo segundo día, Aquello se marchó, llevándose a unos pocos elegidos. Todos eran veganos de nacimiento. En el día de la revelación, todos los humanos escucharon al mismo instante una corta frase dentro de sus cabezas. La abrumadora mayoría consistía en un “No eres digno”, mientras que los únicos cuarenta y dos veganos de nacimiento que no trascendieron la vida terrenal ese día, escucharon: “Volveremos dentro de cuarenta y dos años, difunde la palabra”. Entre las voces que escucharon algunos, también se dieron algunos valores atípicos sin trascendencia estadística, como “Quémalos a todos”, “La cucaraacha, la cucaraaacha…” o “Quiero cacahuetes”.

Marcial tenía la cara llena de granos cuando fue elegido como uno de los Cuarenta y Dos, y para él, aquello fue el colmo. No había tenido bastante con aguantar las mofas de los compañeros de clase, sino que por culpa de su madre, de pura chiripa no se lo habían llevado sin ni siquiera haber llegado a besar a una chica o haberse comido un filete. Justo después del “…difunde la palabra”, escuchó otra frase en su cabeza que decía “Gracias mamá”. El gallo en mitad del gracias le delataba.

Así que Marcial gastó una considerable parte de sus ahorros ese mismo día en el Smokie Cow y se metió entre pecho y espalda un entrecot de un dedo de grosor. Un entrecot del grosor del largo de su dedo corazón, para ser más exactos. Ya tenía suficiente con su madre, no iba a venir un estúpido triángulo voyeur del espacio exterior a decirle lo que tenía que comer.

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Justo ahora, cuarenta y dos insípidos años después, recordaba con añoranza el sabor de aquellos primeros cortes sanguinolentos mientras miraba alternativamente a su plato de judías verdes con patatas y al rostro risueño de su hijo, sentado enfrente suya en la mesa de la cocina. Envidiaba la feliz ignorancia de Nicolás, pero ya era demasiado tarde. Antes de que se fuera a estudiar transveganología a la universidad, había intentado por todos los medios arrastrarle al dolor del conocimiento, pero Rosa era una transvegana estricta, como todos los habitantes de su puñetero país. Era delito carnal si quiera mencionar el sabor de un buen filete. 

—¿No estás nervioso, Nicolás? —preguntó Rosa—. Los Cuarenta y Dos dicen que el Gran Ojo actuará en cualquier momento de esta semana. 

—Bueno, Mamá, me he estado preparando para esto desde pequeño, pero sí, no te lo voy a negar. Se me ponen los vellos de punta.

—La carne de gallina, ¡la carne de gallina!

—¡Marcial! Los Cuarenta y Dos dicen que…

—¡Ni Cuarenta y Dos ni cuarenta y tres! Ya estoy harto. Mira Nicolás, ¿sabes una cosa? Yo fui uno de los que…

—Ya está con su fantasía de la revelación. 

—¡Tú me creíste entonces! Nicolás, escucha. Tú no habrías nacido si no fuera cierto. Tu madre se enamoró de mí cuando le conté lo que me pasó ese día. A mí me eligieron para difundir la palabra, así que yo debería ser uno de los Cuarenta y Dos. Entre ellos hay por lo menos un impostor, y no me extrañaría que hubiera más de uno. Seguro que otros elegidos para profeta pasaron del tema como he hecho yo.

—Bueno, aunque tuvieras razón, eso no invalidaría las enseñanzas transveganas.  

—Pero qué enseñanzas ni qué niño muerto. Sólo nos soltaron una frase estúpida y se largaron.

—No son ellos. Es Aquello.

—Qué más dará, si nadie lo sabe, por el amor de dios. Y ahora ese triángulo del demonio te llevará a alguna parte y ni siquiera sabemos si…

El tenedor y el trozo de patata que Nicolás se estaba llevando a la boca cayeron ruidosamente al plato mientras su ropa se posaba suavemente sobre la silla; el cuerpo que la llenaba, simplemente ya no estaba allí. Rosa miró a Marcial con lágrimas de orgullo en su rostro. En su cabeza, la abnegada mujer había escuchado un reconfortante “Buen trabajo”. Marcial, por otro lado, recibió un extraño mensaje de una sola palabra: “Morcilla”.

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—Estos precios son prohibitivos, Luxgor.

—Todo por mi horrorcito —contestó Luxgor, acariciándole los tentáculos—. Mira esto: “Velocirraptor a la onda expansiva. Unidades limitadas”.

—Muy caro, de verdad. Pedimos un plato de esto y si nos quedamos con hambre ya pedimos otra cosa.

—Vaaale.

—¿Se han decidido ya los señores?

—Pues de momento tomaremos un humano vegano en salsa de trilobites para compartir, gracias.

menéame