«Sara...»

Sara estaba de visita en la casa de baño que su tío Johann tenía en Zeraninburgo. A pesar de que era una de las más famosas casas de baños del país, nunca la había visitado antes.

Y no era porque sus familias se llevasen mal: “mi primo Johann es muy generoso” o “ me encanta ir de copas con Johann” eran frases habituales de Peter, su padre. Ella misma había asistido a los mejores colegios de la elite de Zariniava gracias al dinero de su tío.

El problema no era ese; tampoco el enorme bullicio que había siempre en la casa de baños. Las siete plantas estaban repletas de clientes chismosos con sus joyas, sus caros abrigos (en invierno) o sus delicados abanicos (en verano) que dejaban a la entrada.

El problema para Sara es que era bibliógena: los pensamientos que se producían a su alrededor eran almacenados por su subconsciente y, al cabo de un tiempo, sin apenas notarlo y sin que le fuese desagradable, le surgían de sus brazos pequeños libros con diferentes encuadernaciones y tamaños; con el tiempo producía incluso códices miniados o libros que aún no se habían escrito.

Cuando era pequeña, ciertamente era muy desagradable cuando estaba en un examen y, debido a la concentración, le empezaban a surgir folios y folios de los brazos, con la consiguiente dificultad que suponía explicarle a los profesores que dichas hojas pulcramente manuscritas no eran apuntes ni chuletas codificadas.

Siendo más mayor podía elegir si los libros que producía tenían tapas duras o eran de bolsillo (sus preferidos, puesto que aparecían, ¡plop! y no dejaban ningún rastro de su existencia en los brazos, ni siquiera la débil membrana que sí que producían los de tapa dura).

La humedad aceleraba el proceso hasta límites extremos y si cuando salía a la calle en Zeraninburgo se levantaba la niebla (lo cual siempre sucedía a las cinco de la tarde por una misteriosa razón) parecía un kiosko ambulante. En varias ocasiones había visto a algunos libreros ansiosos en frente de su casa esperando como carroñeros una oportunidad a esa hora.

Así pues, ir a una casa de baños no sólo era engorroso para ella sino que iba dejando un rastro de libros con unos contenidos quizás demasiado elevados para los clientes de la casa de baños.

Johann la había citado allí porque decía que había encontrado un pequeño libro titulado De los chirridos y otras manifestaciones mágicas con la promesa de que le sería útil.

Sara llevaba esperando cinco minutos y la bolsa que siempre llevaba consigo estaba ya a la mitad.

Al presentarse su tío intercambiaron un escueto “Hola” y él pasó a explicarle que ese libro curaría su dolencia.

—Pero tío, —dijo pasándole una copia de Ulysses de James con comentarios de H. J. Abrahamavov (un autor al que aún le quedaba un siglo para nacer) — esto es mucho mejor que cualquier cosa que le pase a un propietario de una casa de baños.