“Estamos atravesando dificultades técnicas. O más bien psiquiátricas. Porque se está liando parda en la sala del realizador. No sé si volveremos, hagan zapping o lo que les de la gana. Yo me voy”. Lo último que se escuchó antes del pitido de la carta de ajuste fue “¿Pero esto qué es? ¡¿Pero esto qué eees?!”
Gonzalo era un tipo sencillo. Por no decir simple, que podría llevarnos a pensar que no tenía muchas luces. No era eso, que también. Era que no le daba muchas vueltas a las cosas, se conformaba con lo que tenía y disfrutaba de la rutina, cosa difícil de encontrar en el mundo en el que vivimos. Era un tipo feliz.
Así que se revolvió con cierta incomodidad en la silla y comprobó que el resto de telediarios también habían dejado de emitir. Apagó el televisor y terminó su desayuno. La mosca que tenía detrás de la oreja se marchó bien rápido, sin dignarse siquiera a rebotar en el cristal de la ventana. Siguió su rutina; se lavó los dientes, besó a su novia que aún dormía, cogió su bicicleta plegable, se puso los auriculares con su lista de canciones motivadoras de los lunes, y metido en su burbuja, se fue a trabajar.
Ya en su planta, fue al pasillo a por un café antes de sentarse en su cubículo de teleoperador y comenzar una apasionante jornada en la que ofrecería sutilmente a todo el que llamara, fuera por la cuestión que fuese, el nuevo paquete Ecológico de 10 Gigas desde 10 euros. ¡Cuide el planeta mientras ve vídeos de gatitos! Recogió su café de la máquina, y vio venir a Moria. Por alguna razón, quizás por su rostro descompuesto o por lo extrañamente oscuro que iba vestida, recordó lo que pasó en la televisión antes de venir.
—¡Moria! ¿Has visto la tele esta mañana?
—Lo siento Gonzalo, no puedo pararme, me estoy cagando.
Gonzalo se quedó con la boca a medio abrir y se le cayó el café al suelo. Esa misma Moria limpiaba con toallitas desmaquilladoras los auriculares todas las mañanas. Esa misma Moria pedía a cada paso que bajaran la voz porque sus buenas vibraciones se perturbaban y se colaba energía negativa en sus conversaciones. Esa misma Moria se había quejado tanto de lo ordinarios que eran algunos clientes, que consiguió que la empresa comprara un programa informático que censuraba con un pitido sus palabras malsonantes. Esa misma Moria, esa, le acababa de decir sin rodeos que albergaba en su vientre un truño inminente.
Gonzalo estuvo ágil, y pronto se dio cuenta de que su única opción para limpiar el café que acababa de tirar salpicándolo todo era el papel higiénico del servicio de caballeros. Le echó valor; cuanto antes lo hiciera mejor sería. Rápido y sin olor. Efectivamente, evitó el olor, pero cual enano en las minas, nunca olvidaría ese redoble de tambores. El mal acechaba en las profundidades de Moria.
Por fin pudo sentarse a trabajar. Tantas ganas tenía de empezar ya la sesión y abrazar las cálidas y mullidas pieles de la rutina, que no se percató de que faltaban más de la mitad de sus compañeros, ni de que los pocos que allí quedaban tenían conversaciones un tanto extrañas. Absorto en la seguridad de su burbuja, se preparó y recibió de inmediato la primera llamada. Porque como era de esperar, había cola.
—MolaCom comunicaciones, le atiende Gonzalo, ¿en qué puedo servirle?
—¿Eres el rubio? —dijo una anciana al otro lado.
—¿Perdone, señora?
—No, no eres el rubio. El rubio no me llamaría señora. ¿Puedes ponerme con el rubio?
—Eh… Lo haría si pudiera, dígame ¿qué le ocurre?
—Que quiero que me pongas con el rubio, que ayer nos quedamos en una parte picante de la conversación.
—Pero… ¿Usted sabe que estas conversaciones se graban, no?
—Muy picante. Justo estaba piiiiii piiiiii con mi piiiiii…
Gonzalo se quitó los auriculares y le puso el hilo musical. Era la primera vez que hacía algo así. Miró asustado a su alrededor. No había ningún rubio allí. Es más, ya era todo un veterano y no recordaba ningún compañero rubio en sus dos años en la empresa. Moria llegó con el rostro de satisfacción de un trabajo bien hecho y se sentó en el cubículo de al lado. Gonzalo deslizó su silla hacia atrás para hablar con ella.
—No te vas a creer lo que me acaban de soltar.
—Pues si te cuento lo que he soltado yo…
—No, por favor. Para. ¿Pero qué pasa hoy? No te molestes, pero tú normalmente eres más…
—¿Fina?¿Remilgada? Reprimida. Creo que la palabra que buscas es reprimida.
—Bueno, no quería decirlo así…
—Pero lo has pensado. Todos los piensan. Por mí podéis iros todos a donde acabo de dar lo mejor de mí. Anda y déjame trabajar, que das asco tú, tu sonrisita de felicidad, tu fotito con tu novia en la playa y tus post-its de Coelho.
Algo iba mal. Muy mal. Moria no era así. Un “No confundas un mal día con una mala vida” en amarillo chillón y un “Los días malos son los que hacen brillar a los buenos” en rosa gritón le devolvieron la sonrisa, y se preparó para la siguiente llamada.
—MolaCom comunicaciones, le atiende Gonzalo, ¿en qué puedo servirle?
—Hola, quiero que me hagan una oferta por darme de baja.
—Dígame, ¿ha tenido alguna experiencia poco satisfactoria con nosotros?
—No, no. Es que quiero la oferta que le hacen a los que dicen que se van a dar de baja.
—¿Quiere usted darse de baja?
—No. Quiero la oferta.
—¿Qué tarifa tiene contratada?
—La de 30 euros con el fútbol.
—Pues ahora tenemos el Paquete Ecológico, desde…
—No, no. Yo no quiero las ofertas normales, quiero la que les dan a los que se van a dar de baja.
—A ver, a veces cuando se inicia el proceso de baja…
—Yo no quiero darme de baja.
—Vale, entonces usted no quiere darse de baja, pero quiere que le hagamos una oferta como si fuera a hacerlo.
—Hombre, se ve que eres el listo de la empresa, Gonzalo, lo has pillado rápido. Y además con educación. Los dos anteriores han tardado en enterarse y luego me han puesto de caradura para arriba.
—Pues verá, siento decirle que no está en mi mano hacer lo que me pide. ¿Conoce el nuevo Paquete Ecológico?
—Váyase usted a la mierda.
Gonzalo se quitó de nuevo los auriculares, tomó aire, contó hasta diez, cogió la sonrisa que se le había caído al suelo y volvió a deslizar la silla hacia atrás para contárselo a Moria. En lugar de un par de ojos, le dio la bienvenida desde el otro lado un dedo corazón desplegado en toda su extensión y coronado con una uña recién pintada de negro.
Una compañera salió del despacho del jefe dando un portazo. Al instante le siguió el jefe con la mano en la nariz y las lágrimas saltadas.
—¡Todos a casa, ya! —gritó el jefe, rojo de ira y portazo.
—¡Se te va a caer el pelo, te voy a denunciar por acoso! —gritó la compañera desde el pasillo.
Gonzalo se levantó e intentó que alguien le contara lo que había pasado antes de que salieran por piernas de allí. Cosa difícil porque aquello habría recibido mención de honor del departamento de bomberos si hubiera sido un simulacro de incendio. Además sus compañeros le miraban con la misma cara que Moria. El único que se dignó a contestarle le soltó: “Que hay gente que tiene problemas. No como tú, Don Perfecto”.
De camino a casa, Gonzalo miró fuera de su burbuja y empezó a atar cabos. La clave se la dio una conversación que escuchó mientras esperaba en un paso de peatones. Una señora mayor se acercó, con la naturalidad que dan las canas y la permanente, al carrito que empujaba otra señora más joven. Se inclinó para mirar a su bebé.
—¡Pero qué niño más feo! —espetó la señora.
—Ya lo sé, señora, yo también tengo ojos en la cara —contestó la madre.
Ese nivel de sinceridad era antinatural. Por alguna razón la gente se había vuelto incapaz de mentir de la noche a la mañana. Esto podía tener consecuencias desastrosas. No pudo evitar pensar en la gente que tenía la mentira por profesión. Había elecciones en una semana. Y esta noche era el gran debate.
Llegó a casa, plegó la bicicleta, y fue a su habitación para desvestirse. Allí estaba su novia en bragas poniéndose una camiseta apresuradamente. Reconoció el símbolo de Batman de los calzoncillos que intentaban saltar por la ventana. Y reconoció al que los llevaba puestos porque se le quedó mirando con cara de conejillo asustado. Era, en pretérito imperfecto, su mejor amigo.
—Gonzalo, esto es lo que parece.