Se cumple, ay, el décimo aniversario de la muerte de Ángel González (Oviedo, 1925-Madrid, 2008) y, contra todo pronóstico, tenemos la sensación de que ni él ni su poesía ha pasado por el acostumbrado trámite del purgatorio, ese silencio ominoso en el que suele incurrir cualquier poeta una vez muerto. Tal vez porque vuelven a correr tiempos de lírica clara ("Para mí la poesía no es oscuridad, sino todo lo contrario: claridad, significación potenciada"). O porque la suya es tan intemporal como la de cualquier clásico.
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