En el territorio de Aponte, en los Andes colombianos, viven cuatro mil indígenas ingas. A finales de los 80 abandonaron su agricultura, plantaron inmensos campos de amapolas para heroína y ganaron mucho dinero. A cambio pagaron un impuesto en sangre: el despliegue del narcotráfico, la ocupación de las guerrillas, los ataques paramilitares y las invasiones
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