De pronto se hizo evidente por qué nos habían seguido los monjes. Los guardianes no dejan que los periodistas hablen con los disidentes, y Ryongthong no era un punto crítico con la política oficial. Era, como debí imaginar desde un principio, un templo a la falsedad totalitaria, un plató en cuyos escalones de piedra e historiadas puertas de madera apenas se apreciaba desgaste. Los monjes eran los actores de una obra teatral sobre la libertad religiosa en Corea del Norte.
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