Estamos acostumbrados a vivir en un mundo en el que ir de un extremo al otro del planeta es una custión de 24 horas; vemos normal desayunar en Londres y almorzar en Nueva York, y no nos produce ninguna sorpresa ni asombro poder ir a ciudades a miles de kilómetros por menos de lo que cuesta un menú del día. El ser humano, como especie y como individuo, se acostumbra muy rápido a los cambios, y procura enterrar el pasado, o modificarlo para que encaje con el presente. Hace cincuenta años viajar grandes distancias era el privilegio de unos pocos.
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