Cuando José Antonio Costa tomó posesión de su cargo como concejal de Fiestas de Sant Antoni, concienzudo como debe ser, se tomó su responsabilidad al pie de la letra y creyó que a partir de ese momento lo que tocaba era ser más fiestero que nadie. Desde ese día hasta la noche del viernes 25, Costa había actuado con moderación pero esa madrugada, en plena farra privada en un bar con sus amigos, la visita de la Policía Local hizo brotar en él el síndrome del politiquillo que se cree superior al resto de ciudadanos.
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