(C&P) Había una vez un país diminuto en el que los hombres hablaban con Dios y vestían sotanas. Su cielo, el más hermoso del mundo, estaba dibujado por el mismísimo Miguel Ángel. Y su Rey, ungido con honores divinos y boato de fumatas blancas, velaba por la paz mundial, la hermandad universal, la fe y todo ese rollo que escupen las misses sin cerebro en sus galas de elección. Aquel lugar de cuento y columnas faraónicas se llamaba Vaticano.
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