La figura del político profesional –aquel o aquella que desde su juventud hasta su jubilación cobra del contribuyente en calidad de concejal, diputado, alcalde, consejero, ministro, presidente o cualquier otro cargo legislativo o ejecutivo– me resulta cada día más difícil de tragar. En una sociedad razonablemente democrática esos cargos deberían ser desempeñados por ciudadanos que dedican una parte de su vida a la política, pero que antes y después de ello se ganan el pan como lo hacemos la mayoría, o sea trabajando.
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