Aragonés de pro, se reivindicó ante la comunidad científica e intelectual, proclamando alto, claro y de forma rotunda, que ni la autoridad eclesiástica ni la civil, tenían derecho alguno a imponer sus dogmas de fe, creencias, ni tampoco a limitar la libertad de expresión del sujeto sosteniendo y promoviendo esas iniciativas en una adecuada educación. Pobre angelito; no sabía la miríada de inflamados detractores tanto inquisitoriales como entre la fauna protestante, que acababa de despertar.
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