En un saliente de la costa mediterránea hay un pueblo petrificado por la sal. El decreto que convirtió a Cabo de Gata en un parque natural, en 1987, lo dejó como a un arenque en salmuera. Intacto. Incólume. Aterido en el tiempo. Las montañas de sal que se extienden junto a las 25 casas y las tres calles de Las Salinas aíslan al poblado del paso del tiempo. Tres calles que a su vez son los tres barrios de esa villa, según cuentan sus habitantes. Ellos, los salineros, ese puñado de ancianos que sacan sus sillas a la calle para ver pasar la tarde.
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