Hasta hace poco, el único horizonte de Molly era el fin de la jornada. Trabajar de un campo a otro, ganar suficiente dinero para comer y vuelta a empezar. "Un círculo sin fin del que no lograba salir", cuenta la keniana, de 25 años. Una historia como tantas otras en su aldea de la región de Bondo, en el oeste de Kenia, donde la mayoría de los habitantes llevan una vida más que modesta, encorvados en los campos de maíz, mijo o algodón.Pero todo eso, explica, era antes de que se introdujera, en 2016, la renta mínima universal en su pueblo
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