Cuando llegué a vivir a Cataluña no me daba cuenta, pero me había traído una mochila llena de prejuicios sobre la cuestión de la lengua española. Creía que mi sacrosanto idioma estaba amenazado por un montón de catalanes malvados que habían decidido renunciar a comunicarse en el idioma de Cervantes, así que cuando iba por las calles de Barcelona y un viandante se dirigía a otro en español, a mí se me activaba la nostalgia. Creía que era una nostalgia anticipada. En realidad, era una nostalgia tonta e inducida.
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