A los cinco años yo estaba fascinada con el piso de mi amiga Raquel, en Trinitat Vella. Era un bloque de ladrillos de tres plantas formado por dos largos pasillos. Cada pasillo lo habitaban un montón de puertas y ventanas. Ningún vecino tenía balcón propio, a cambio a mí me parecía que tenían un balcón muy grande que todos compartían. La gente tendía la ropa, transitaba por esos corredores con vistas a un parque, de fondo la cárcel, de vez en cuando se escuchaba el grito de una madre con la cena preparada como en los libros de Manolito Gafotas.
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