Pablo Iglesias (Madrid, 1978) es una construcción de ficción. No porque sea una fabricación falsa o una impostura, sino porque se ajusta como ningún otro personaje de la política española del último medio siglo a un arquetipo narrativo, tanto por efecto de su propio compromiso con su papel en la historia de España como por el entusiasmo absolutamente desmedido de sus detractores. Héroe o villano –mejor sería decir, superhéroe o supervillano–, Iglesias no es un rostro que pueda ocupar un papel de figurante con frase.
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