Hay polvos que rejuvenecen el alma, polvos que salvan matrimonios, polvos que son capaces de reconciliarte con aquella perra –se hace llamar vida– a la que tantas veces retiraste la fe, polvos que te alegran la jodida existencia. Son polvos cortos, no duran más de 5 minutos. Polvos de película, de dos desconocidos en el retrete de un tugurio; polvos con los que soñamos cada fin de semana durante años y que terminamos olvidando cuando pasamos los 30 a fuerza de no haberlos catado.
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