Avizorar la muerte de una persona no es precisamente el ejercicio más loable. No obstante, periodísticamente hay que consignar que el fallecimiento esperado de alguien puede estarse convirtiendo en un evento mediático como antes no lo habíamos conocido. ¿El ejemplo más poderoso? La muerte de Juan Pablo II, seguida minuto a minuto desde días previos y detonadora de los más profundos egos televisivos: quien diera primero la noticia cierta de su muerte llevaba más rating.
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